Kitabı oxu: «Revistas para la democracia. El papel de la prensa no diaria durante la Transición», səhifə 2

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Durante los primeros meses de 1976, Cuadernos reflejó, quizá mejor que ninguna otra publicación de la época, los tanteos y las reflexiones sobre las vías de salida del impasse provocado por un equilibrio de fuerzas entre el régimen y la oposición. Si Juan Carlos no había heredado el poder carismático de Franco ni podía conformarse con ejercerlo por medio de la represión, debía buscar una legitimidad democrática.8 A mediados de junio, con motivo de su discurso ante el Congreso de los Estados Unidos y sus declaraciones a la revista Newsweek, un editorial titulado «Otro gobierno para las promesas del Rey» reclamaba la dimisión de todo el Gabinete, pues «ni Arias ni Fraga están a la altura de las circunstancias».9 Cuadernos había apostado por Areilza y, cuando se llevó a cabo el deseado cambio de gobierno menos de dos semanas después, la inesperada designación de Suárez mereció una portada en negro, con una pequeña foto en el centro del nuevo presidente con la camisa azul de Falange y un expresivo titular: «El apagón». El coautor del rotundo editorial, Rafael Arias-Salgado, se convertiría poco después en jefe del Gabinete político de Suárez y en diputado, ministro y secretario general de UCD.10

Casi diez años después de la importante «Meditación sobre España» de 1967, Ruiz-Giménez escribía en la primavera de 1976 una «segunda meditación». Afirmaba en ella que «el verdadero dilema no es el de reforma-ruptura», sino «entre una micro-reforma, elaborada oligárquicamente y bajo veladuras, y una macro-reforma de alcance constituyente, realizada por cauces democráticos». Para el fundador de la revista y ahora presidente de Edicusa, debía formarse un «gobierno provisional de pacificación» y neutral que garantizase «el orden público, el diálogo político y la objetividad del proceso electoral constituyente».11 Una meta en la que coincidía con los representantes comunistas, como Ramón Tamames, y con socialistas como su discípulo Peces-Barba, aunque el PSOE de Felipe González ya empezaba a barajar la posibilidad de entrar en el juego siguiendo las reglas de la reforma Suárez.

De hecho, Cuadernos para el Diálogo valoró positivamente el anteproyecto de la Ley para la Reforma Política como «formalmente democratizador», a pesar de que abría «un proceso constituyente que, en el mejor de los casos, consumirá todo el año 1977, un largo lapso de tiempo de incertidumbre política, inseguridad e inestabilidad».12 También juzgó de manera favorable su aprobación en Cortes, «un paso para la salida no violenta del sistema franquista hacia uno democrático», reconociendo que el éxito del Gobierno Suárez «ha sido en ese campo indudable y sería mezquino y poco objetivo no reconocérselo». Aun así, faltaba todavía «dar credibilidad democrática al proyecto» y negociar con la oposición unas «reglas de juego» para el reconocimiento de todos los partidos políticos, la modificación de la normativa vigente sobre asociación y reunión, el acceso en condiciones de igualdad a los grandes medios de comunicación social, la amnistía total y una ley electoral de tipo proporcional para el futuro parlamento.13

Fue el incumplimiento por parte del Gobierno de esas condiciones de legitimidad democrática e igualdad de oportunidades lo que motivó su posición abstencionista, como del resto de la oposición de izquierda, ante el referéndum del 15 de diciembre de 1976.14 Además, incluyó en sus páginas publicidad sobre el referéndum de la mayoría de los partidos políticos de la oposición, incluidos los todavía ilegales, y de cinco asociaciones feministas. Dicho número a punto estuvo de ser secuestrado por las autoridades, que prohibieron la reproducción de los anuncios y anagramas de cuatro organizaciones: PCE, ORT, Partido del Trabajo de España (PTE) y Movimiento Comunista (MC). La revista, que abría el número con publicidad del Gobierno a favor del voto, decidió en solidaridad tachar visiblemente los anuncios del resto de fuerzas políticas de la oposición. No por ello dejó de admitir el «carácter relativamente inédito» del proceso democratizador español, «en que parte de la clase política perteneciente al viejo sistema autoritario ha intentado –y lo ha conseguido parcialmente– tomar la iniciativa política para protagonizar dicho cambio». Eso sí, siempre impulsada por la presión popular.15

El éxito gubernamental en el referéndum de 1976 lanzaba un reto a la oposición, pues «de ella puede depender, en parte, que la futura Constitución sea plenamente democrática».16 Cuadernos interpretó con acierto y moderación el proceso de transición a la democracia en su fase más difícil, sin ese dogmatismo que a veces se le ha atribuido, y en cierta medida contribuyó a su éxito con la más clamorosa y discutida decisión periodística del semanario: la publicación del borrador secreto de la Constitución a finales de 1977. El escándalo político fue mayúsculo: Manuel Fraga y Jordi Solé Tura acusaron a la revista de ser el órgano de expresión del PSOE, aunque Alfonso Guerra habló de «irresponsabilidad» y Gregorio Peces-Barba, «sorprendido e indignado», dimitió de su puesto en el consejo de administración y la junta de fundadores.17 Para la ciudadanía, por el contrario, la divulgación del borrador dio mayor transparencia a un proceso constituyente mantenido hasta entonces al margen del debate público, lo que permitía a los actores sociales valorar el texto según sus expectativas y participar, aunque solo fuera mediante presiones externas, en su redacción definitiva.18

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO SEMANAL ERA OTRA COSA

Con la muerte del dictador había empezado una nueva etapa en la historia de Cuadernos para el Diálogo, donde la acumulación ideológica de los últimos años de la dictadura daba paso al pragmatismo obligado por las soluciones políticas concretas. Además, la reflexión teórica y el tenaz martilleo jurídico, plagado de citas de papas y autoridades de la Iglesia, que habían caracterizado a la revista estaban dando paso a una multiplicación exponencial de los acontecimientos, que parecían haber entrado en una fase de aceleración histórica. Pedro Altares escribía en el último número mensual: «España ha comenzado una etapa histórica en la que ya nos era imposible seguir aherrojados por una periodicidad que obligaba a distanciarse de los hechos y, lo que es mucho peor, imposibilitaba reflejarlos con asiduidad y rigor».19 En abril apareció el primer número semanal, que iba a distinguir netamente la primera etapa de Cuadernos para el Diálogo bajo la dictadura de la segunda en la transición a la democracia.

El semanario heredaba el espíritu democrático de su predecesor, pero ya no perseguía un proyecto político, sino convertirse en una buena revista de información. Se trataba de contrarrestar el «estilo sesudo y apostólico tan connatural a aquella casa» con «un tono desenfadado no exento de cierto sentido del humor», aunque ello conllevara en ocasiones una «sorda batalla» con los viejos miembros, sobre todo cuando se corregían sus textos por falta de sentido periodístico, como recordaba años después Luis Carandell (1997). Se copió el esquema del francés Le Nouvel Observateur, referente de la izquierda europea de posguerra, para ponerse en condiciones de competir con los nuevos semanarios de información general que adoptaban la fórmula −estilo ágil, agresividad informativa, ambigüedad ideológica y coexistencia de opiniones− de los newsmagazines americanos. En especial Cambio 16, que en 1976 tiraba 348.081 ejemplares, e Interviú, que tiraba 297.254 y llegaría a los 640.462 al año siguiente, cuando la tirada media de Cuadernos para el Diálogo no superaba los 80.000 ejemplares (Cabello, 1999: 115).20 Ya en julio de 1974, Altares declaraba a la agencia Europa Press que las pérdidas económicas en el último ejercicio habían sido de 783.007 pesetas, aunque se habían alcanzado los 18.500 suscriptores y se estaba planteando un cambio de periodicidad para competir con las nuevas revistas que «realizan excelentemente una labor política».21

Cuadernos semanal «se presentó como una excelente realización de moderno periodismo», con un «atractivo diseño» y una redacción de «competentes profesionales», como reconocía el director de Triunfo, José Ángel Ezcurra (Alted y Aubert, 1995: 641). Entre ellos, los periodistas Vicente Verdú, Ángel García Pintado, José A. Gabriel y Galán, Soledad Gallego, Joaquín Estefanía, Federico Abascal Gasset, Enrique Bustamante, María Dolores Vigil y el subdirector, Eduardo Barrenechea, hasta entonces redactor-jefe de Informaciones. Muy ligado desde el principio a la revista, Pedro Altares sustituyó como director a Félix Santos cuando este dimitió en desacuerdo con el cambio de periodicidad (dos años más tarde recalaría en la redacción del semanario La Calle) (Santos, 2019). En el consejo de redacción, Víctor Martínez Conde ejercía de secretario y Rafael Arias-Salgado, Eugenio Nasarre y Gregorio Peces-Barba como delegados de Edicusa, mientras que Rafael Martínez Alés se encargaba de la dirección comercial y de la gerencia junto a Javier Gómez Navarro, y Miguel Bilbatúa de la documentación con la ayuda del capitán «úmedo»,22 Antonio García Márquez.

Había una «redacción paralela» en Barcelona, integrada entre otros por Carmen Alcalde, Alfonso Carlos Comín y Josep Maria Huertas Clavería, y como muestra del nuevo estilo que deseaba imponerse se reunió un amplio equipo de humoristas, del que formaron parte en algún momento Nuria Pompeia, Cesc, Peridis, Ops, Perich, Layus o Al-Caín.23 Los editoriales, santo y seña del mensual, perdieron su papel preponderante y su número se redujo de una media de siete u ocho a uno, o dos excepcionalmente. Las fotografías, en su mayoría obra de Manuel López Rodríguez, aligeraron sus páginas, que en esta época se imprimieron en papel satinado, lo cual encareció notablemente su precio desde las 25 pesetas que costaba en 1963 a las 50 pesetas en 1977 y 60 en 1978.

No pasaría mucho tiempo para ver algunos de esos nombres pasar a la política activa en las filas de la UCD, el PCE o el PSOE. A pesar de su original proyecto democristiano, a esas alturas la revista era percibida como muy cercana al Partido Socialista, en el que se habían integrado varios de sus fundadores, como Elías Díaz, Gregorio Peces-Barba, Leopoldo Torres Boursault, José Félix Tezanos, Tomás de la Quadra, Fernando Ledesma, Virgilio Zapatero, Liborio Hierro, Menéndez del Valle, Julián García Valverde, Javier Gómez Navarro, Martínez Alés o, aunque fuera sin carnet de militante, Pedro Altares. Hasta los servicios de información consideraban Cuadernos para el Diálogo «abiertamente PSOE», mientras que situaban a Triunfo «en la línea más intelectual y analítica del PCE», por más que Altares insistiera a menudo en que «no somos los voceros oficiales u oficiosos de ningún grupo o partido político».24

En realidad, el semanario no dependió del PSOE ni financiera ni políticamente y, durante esos primeros meses de la Transición, la línea editorial apoyó los objetivos básicos de toda la oposición, reunida por fin en una plataforma única. Con el tiempo llegarían las divisiones internas, sobre todo en los meses previos a su desaparición. Así, un artículo de Altares en las páginas de El País contra la renuncia a «un sindicalismo de clase» y el abandono de los «principios marxistas» provocó una dura respuesta de Víctor Martínez Conde en la que recordaba la trayectoria de Cuadernos en la lucha por la democracia y reprochaba a su director su falta de compromiso político en el seno de la UGT y su «pseudoindependencia para desde ella atacar a izquierda o derecha a tenor de sus intereses personales».25 Pedro J. Ramírez comentaría a propósito: «¡País de locos éste, en el que lo que se le echa en cara a un periodista no es su militancia, sino su independencia!».26

CENSURA Y AMENAZAS

La Ley de Prensa e Imprenta siguió vigente tras la muerte de Franco y el Ministerio de Información y Turismo no renunció a hacer uso de los secuestros, suspensiones y sanciones administrativas. A su último titular, Andrés Reguera Guajardo, no se le ocultaba que llevaba todas las de perder si solo recurría a métodos coercitivos contra la prensa, así que reunió en Madrid a los directores de los principales medios y les pidió ayuda para instaurar la libertad de prensa, con especial atención a tres temas «delicados»: la Corona, el Ejército y la unidad territorial (Chuliá, 2001: 209). En abril de 1975 Triunfo había sido condenado a una suspensión de cuatro meses a comenzar desde septiembre por un artículo del psiquiatra José Aumente titulado «¿Estamos preparados para el cambio?». Esta larga suspensión privó a la revista de la oportunidad no solo de informar sobre la muerte del dictador, sino también de beneficiarse de los primeros indultos que el Rey concedió a otras publicaciones y periodistas sancionados por transgredir la vigente Ley de Prensa.

En el último número mensual, correspondiente a febrero-marzo de 1976, Cuadernos pudo publicar los artículos secuestrados desde 1970 hasta solo tres meses antes. Sin embargo, solo dos meses después, en junio, la revista se vio obligada a retirar un informe sobre torturas después de que la Dirección General de la Guardia Civil denunciara ante la jurisdicción militar otro previamente publicado por Cambio 16 acerca de malos tratos a detenidos en el País Vasco.27 A primeros de septiembre de 1976, el Ministerio de Información y Turismo ordenó el secuestro de la revista por una entrevista que Vicente Verdú había realizado durante las vacaciones a Reguera Guajardo, en la que el ministro hablaba nada menos que de la posibilidad de legalizar el PCE.28 Como la mayor parte de la edición había sido ya distribuida y solo quedaban unos tres mil ejemplares en el almacén, aparte de que el ministro no podía demostrar la falsedad de la entrevista, la solución fue comprar toda la edición con un talón del Ministerio y llamar uno a uno a los distribuidores para que, alegando «dificultades técnicas», devolvieran los ejemplares recibidos.29

Los expedientes y secuestros no cesaron, ni mucho menos, pero ya nadie podía sustraer a la prensa su función fiscalizadora sobre las actuaciones de la Administración. Las amenazas llegaron también por otras vías. Soledad Gallego Díaz y José Luis Martínez fueron conminados a salir del país en un plazo de cuarenta y ocho horas por un autodenominado Comando de Apoyo y Defensa de la Internacional Nacionalsocialista, a causa de un informe publicado en el número 170 sobre la presencia de terroristas fascistas italianos en Madrid.30 Durante meses, un coche de la policía tuvo que vigilar día y noche la sede de Cuadernos en la madrileña calle Jarama, porque a la redacción no dejaban de llegar anónimos de las nuevas organizaciones de extrema derecha, como Vanguardia de Lucha Antimarxista (VLA), Comando José Antonio de Orden Social (CJAOS), Partido Español Nacional-Sindicalista (PENS) o los Guerrilleros de Cristo Rey, en los que amenazaban de muerte a redactores del semanario por informaciones como la publicada sobre los republicanos represaliados en Granada.31

TRIUNFO Y EL ADIÓS A LA UNIDAD DE LA IZQUIERDA

Tras la muerte del dictador en noviembre de 1975 y de los cuatro meses de suspensión, Triunfo reaparecía en enero de 1976 con José Ángel Ezcurra como director y Eduardo Haro Tecglen en la subdirección. Les acompañaban César Alonso de los Ríos y Víctor Márquez Reviriego como jefes de redacción en Madrid y Manuel Vázquez Montalbán en Barcelona. Casi una veintena de colaboradores engrosaban las filas de la redacción en este primer año de cambio, con nombres como Carlos Elordi, José Aumente, Antonio Elorza, Montserrat Roig o Nicolás Sartorius. Todos ellos con la disposición abiertamente política de contribuir desde la revista al cambio democrático en España por la vía de la ruptura, tal como había sido formulada por la Junta Democrática en París en 1974.

Atrás quedaba el interés preferente de Triunfo por los asuntos de carácter internacional y la cultura europea. Desde enero de 1976 y hasta las elecciones de junio de 1977, la prioridad sería la marcha de la política nacional y el impulso de un cambio político que parecía ineludible. A lo largo de ese año y medio la revista participó activamente en la construcción de un clima de protesta, dando espacio en sus páginas a las reivindicaciones laborales, vecinales, estudiantiles, ecológicas o feministas, a la campaña por la amnistía y a demandas como la objeción de conciencia.32 En ese proceso Triunfo jugó un papel determinante erigiéndose en plataforma de discusión pública y espacio privilegiado de formulación de demandas, a la vez que asumía funciones que en un contexto democrático normal desempeñan otras instancias, como los partidos y las instituciones. La cultura, y la contracultura, actuaron en Triunfo como una forma más de politización y de participación ciudadana de personas o colectivos no necesariamente implicados en otras formas de protesta.33

Tras las elecciones del 15 de junio 1977, la ruptura democrática dejó de ser un proyecto político aglutinante de la izquierda ideológica para convertirse en base de negociación de la nueva etapa constituyente. De «ruptura pactada» se acabó hablando en la prensa del momento para expresar el fin de la polaridad que había enfrentado a rupturistas y a reformistas hasta pocas semanas antes de las elecciones. Las elecciones abrieron una nueva etapa política que imponía el acuerdo sobre la confrontación, pero también el abandono del viejo ideal de la «unidad de la izquierda» en beneficio de la disparidad estratégica y de acción, particularmente del PCE y el PSOE. El resultado electoral favoreció las posiciones moderadas de la derecha, con la victoria de la UCD, el partido del presidente Adolfo Suárez, y de la izquierda, con el PSOE como segundo partido más votado. El resto de partidos, a la derecha y a la izquierda, incluido el PCE, alcanzaron resultados muy por debajo de sus expectativas. Como consecuencia, el Partido Comunista abandonó el proyecto de confrontación y ruptura, pasó a difundir la consigna de la desmovilización entre sus militantes y tomó la decisión de participar en cuantas mesas de negociación fueran convocadas por el Gobierno.

A partir de ese momento, Triunfo, tan comprometido hasta entonces con la movilización social y con su objetivo de tumbar las instituciones franquistas y liderar un proceso democrático, se quedó sin proyecto político y asumió la tarea de vigilar el sincero espíritu democrático del gobierno de Adolfo Suárez,34 de criticar la deriva eurocomunista del PCE35 y de advertir del peligro de la ultraderecha.36 A lo largo de ese segundo semestre de 1977, la situación no debió de ser fácil en la redacción de Triunfo. Urgía redefinir una línea editorial que diera coherencia a una cierta continuidad ideológica con las propuestas de izquierda defendidas hasta entonces y, al mismo tiempo, diera respuesta a las cuestiones abiertas por la nueva situación política. Las divergencias ideológicas dentro de la redacción entre Eduardo Haro Tecglen, muy crítico con el pragmatismo del PCE, y Nicolás Sartorius, leal a las posiciones oficiales del partido, empezaron a ser insalvables.

Por si fuera poco, la situación empresarial de Triunfo venía siendo dramática desde meses atrás. Fragilidad empresarial y turbulencias ideológicas no eran la mejor combinación para salvar un proyecto editorial, incluso de la trayectoria y renombre de Triunfo. Si en el tardofranquismo los lectores más exigentes se habían refugiado en las revistas de información general de mayor carga cultural y política como Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, con la llegada de la democracia esos mismos lectores encontraron en la nueva prensa diaria, democrática, de calidad y mucho más influyente un espacio de información y deliberación acorde con los nuevos tiempos. Las viejas revistas de larga trayectoria antifranquista ya no resultaban ni tan atractivas ni tan funcionales en tiempos de democracia emergente. Al mismo tiempo, el aumento de las tensiones entre los distintos sectores de la izquierda era una «señal de que la progresía, fuertemente unida hasta entonces, se deshacía», como había advertido Pedro Altares al Consejo de Administración de Edicusa en junio de 1975.37

Los lectores demandaban más información que doctrina política, la militancia mediática daba paso a una relación más desapasionada con la nueva prensa diaria y lo que había sido en los últimos años de la dictadura un signo público de distinción, llevar bajo el brazo la revista Triunfo, ahora lo era llevar consigo el diario El País. Jóvenes profesionales de clases medias urbanas se incorporaban en masa a la democracia desde una nueva condición que no era ya la de ser de izquierdas, sino algo tan vago y difuso como ser «progresista». Y fue con ese sentimiento con el que conectó el diario El País desde que salió a la calle en mayo de 1976 como «un periódico sin pasado, que no tiene que arrepentirse de nada, porque de nada se siente responsable» (Seoane y Sueiro, 2004: 17).

Las viejas lealtades culturales y militancias políticas empezaban a sufrir una profunda crisis y la deserción de lectores en las emblemáticas revistas del antifranquismo corría en paralelo con el descenso de la cifra de afiliación a las formaciones políticas situadas a la izquierda del PSOE, particularmente del PCE (Treglia, 2011: 37). El marxismo, que había dado sentido durante décadas a la resistencia antifranquista, dejaba de resultar funcional en medio de un contexto de repliegue comunista en la Europa occidental y de desmovilización de las clases urbanas más politizadas durante la dictadura y que ahora optaban por alternativas más pragmáticas (Mayayo, 2018). La apertura del proceso de negociación salarial de los Pactos de la Moncloa en el otoño de 1977 acabaría por determinar la fractura política entre los que decidieron mantenerse firmes en sus posiciones ideológicas de izquierda marxista y los que viraron hacia posiciones más posibilistas. La redacción de Triunfo acabó convirtiéndose en un microcosmos donde la fractura entre los periodistas se hizo evidente.

La participación del PCE en los pactos con el Gobierno de Adolfo Suárez resultó controvertida para no pocos de sus afines. La contención salarial y la desmovilización social derivadas de esos acuerdos fueron interpretadas por muchos como una traición a la clase trabajadora y por otros como el precio necesario que había que soportar en beneficio de la estabilidad económica y la contención de las cifras de desempleo (Molinero e Ysàs, 2017: 237). En la redacción de Triunfo quien marcó la línea argumental sobre este tema fue Eduardo Haro Tecglen desde su artículo semanal, donde, a modo de editorial, denunciaba que «la mesa de negociación está usurpando a las Cortes su función legisladora porque, en la práctica, los partidos allí reunidos actúan como un Gobierno de concentración sin legitimidad democrática». Añadía que, para el PCE, firmar estos acuerdos significaba «acudir a la salvación del Gobierno Suárez».38 Y ni siquiera las declaraciones exculpatorias a Le Monde del secretario general del PCE, Santiago Carrillo, asegurando que la unidad de las fuerzas políticas era lo único que podría disipar el riesgo de un golpe de estado al estilo del de Pinochet en Chile, suavizaron en Triunfo su frontal oposición a los Pactos.39 Apenas faltaban unas semanas para que finalizara 1977 y para que algunos de los redactores y colaboradores más emblemáticos de Triunfo y más vinculados con el Partido Comunista abandonaran el semanario para emprender un nuevo proyecto, la revista La Calle.

EL LANZAMIENTO DE LA CALLE

El 15 de marzo de 1978, el diario El País anunciaba la inminente salida de La Calle como una revista que nacía «con el propósito de ofrecer una información viva, directa y plural de la actualidad política, social y cultural del país». César Alonso de los Ríos, futuro director de la nueva revista, declaraba a El País que «la idea de poner en marcha La Calle surgió hace un año de un grupo de profesionales que queríamos hacer la revista de izquierdas, coherente y de calidad periodística que, a nuestro parecer, todavía no se puede encontrar en el mercado».40 Reconocer públicamente que un grupo de redactores llevaba un año planificando la edición de una nueva revista constituía un muy serio golpe a la revista Triunfo, de la que provenían y a la que ya no reconocían su entidad como «una revista de izquierdas coherente y de calidad».

Lo que sí parece claro, a la luz de su línea editorial en 1977, es que las críticas de Triunfo al PCE debieron de ser el detonante para que los redactores más vinculados al partido decidieran abandonar la revista y fundar La Calle con el fin de reforzar la imagen pública del Partido, con mayúscula, tan debilitada a lo largo de ese año por los decepcionantes resultados electorales y por las renuncias programáticas que comportó la firma de los Pactos de la Moncloa. De este modo, recién iniciado 1978, el PCE se encontraba con dos importantes respaldos: la revista La Calle y el sindicato Comisiones Obreras (CC. OO.), ambos esenciales para compensar la situación políticamente debilitada del comunismo. De la revista y del sindicato se esperaba que contribuyeran a ganar en el espacio mediático y laboral la posición hegemónica que el PCE no había alcanzado en las instituciones a través de las urnas.

Finalmente, el primer número de la revista La Calle salió a la luz el 28 de marzo de 1978 con el resultado de una traumática escisión dentro del grupo que hasta entonces constituía lo más emblemático del equipo de redactores del semanario Triunfo: Manuel Vázquez Montalbán, Fernando Lara, César Alonso de los Ríos, Nicolás Sartorius y Julia Luzán entre otros. Que Teodulfo Lagunero fuera su accionista mayoritario y Pilar Brabo la encargada de conseguir socios para la nueva empresa indican que detrás de la iniciativa de poner en marcha La Calle estaba, si no el PCE de manera orgánica, sí algunos de sus militantes más significativos. Alguno de ellos, como Nicolás Sartorius, fundador de CC. OO., ocuparía un lugar relevante en la nueva redacción tras su ruptura con Triunfo en octubre de 1977, y su hermano Jaime, un puesto en el Consejo de Administración de la empresa editora de la revista, Cultura y Prensa S. A., junto al propio Lagunero. Otros accionistas que también ocuparon un lugar de relevancia en el Consejo de Administración fueron Luis Larroque, abogado vinculado al PCE desde 1976, y Jesús Martínez Guerricabeitia, empresario valenciano y mecenas cultural, hermano del fundador de la editorial Ruedo Ibérico, otro emblema del antifranquismo. En el plano periodístico, la responsabilidad correría a cargo de César Alonso de los Ríos y de Carlos Elordi, ambos militantes comunistas, como director y subdirector respectivamente.

En su primer editorial, César Alonso de los Ríos justificaba la publicación de La Calle como la mejor manera de compensar la frustración de unos lectores de izquierda que demandaban una publicación «coherente» con sus ideas y unos redactores que ansiaban un medio donde «escribir a su aire». Insistía en que La Calle no iba a ser una revista neutral, pero tampoco una plataforma ideológica, ni por supuesto un órgano de partido. De acuerdo con este primer editorial, el equipo de redactores de la revista aspiraba a «replantearlo todo», proporcionando a sus lectores una visión política de la vida.41 Esta afirmación es la que con seguridad explica el interés y la extraordinaria carga profesional −atendiendo al número de periodistas y páginas ocupados− que la revista depositaba en las secciones de «Economía», «Laboral» y «Política». Para La Calle se trataba de un momento clave en la construcción de un modelo económico que consolidara la conquista de derechos laborales, a la vez que la influencia social de los sindicatos como agentes sociales imprescindibles en la interlocución laboral.42 En el plano político, del proceso constituyente no interesaba más que la estructuración territorial del Estado y la presión preautonómica, que se dejaba sentir tanto en las marchas populares como en las entrevistas en los despachos.43 En este sentido, a Cataluña se le reservó un destacadísimo peso informativo ya desde que, en el primer número de La Calle, Andreu Claret anunciara el viaje de Tarradellas a Madrid y se hiciera eco del temor advertido entonces por la izquierda del riesgo de presidencialismo que representaba su figura.44

«Reportajes» e «Internacional» constituyeron igualmente secciones de especial relevancia ideológica dentro de la revista, de manera no muy distinta a lo que habían supuesto en Triunfo. Los reportajes de La Calle configuraron una intensa agenda social desde la que se postulaba el asociacionismo vecinal, feminista, etcétera, así como la sensibilidad hacia los colectivos más vulnerables y los temas directamente relacionados con un potencial estado del bienestar: viviendas sociales, sanidad y enseñanza públicas, junto a aquellos otros vinculados a la urgente conquista de derechos como el divorcio, los anticonceptivos o la homosexualidad. Todo ello sostenido con las firmas de Maruja Torres, Jorge Martínez Reverte, Ricardo Gil Cañaveral o Raúl del Pozo.

Si los asuntos sociales demarcaban un claro programa político, no quedaba al margen la sección de «Cultura», a cargo de Javier Alfaya desde el primer al último número y acompañado por un amplio elenco de nombres como el de Javier de Cambra, Juan Manuel Bonet, Inma Julián, Fernando Lara, Antonio Elorza, Roberto Mesa o Ignasi Riera. La revista La Calle, fiel exponente de lo que venía representando la izquierda marxista desde los años sesenta, entendía la cultura como un espacio estratégico de ideas y valores desde el que hacer política. Por esta razón, la sección cultural de La Calle estaba tan comprometida con la ética de la izquierda como lo estaban los autores y las obras de las que daba cuenta. No había cultura sin compromiso político, ya se hablara del teatro de Brecht, de Strindberg o del cine de Buñuel, ya de la obra pictórica de Bacon o de la Feria de Abril de Sevilla, a la que se definía como una impúdica exhibición de las diferencias de clase.45 La Calle se hizo prescriptora cultural en la misma medida en que era prescriptora política o sindical: la cultura o era de izquierdas o no era, de ahí su aversión a esa otra cultura popular de arrastre masivo que ofrecía a su público «valores reaccionarios en envase moderno».46

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