3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Seriyadan: 3 Libros para Conocer #32
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Y como al llegar aquí, llegásemos también al sitio donde habíamos dejado el coche, yo me subí muy de prisa, me senté al sesgo en el rincón de la derecha, crucé una pierna sobre otra, y luego, mientras arrancaban los caballos, exclamé dramáticamente levantando los brazos al cielo:

—¡Mira que volver a encerrarme otra vez en aquella casa de Abuelita tan fastidio-o-o-o-o-o-osa!… ¡Y quién sabe ahora hasta cuándo no volveré a salir!

Pero tío Pancho que al ver la expresión dramática de mis brazos debió conmoverse, contestó por fin, una cosa interesante:

—Pronto, ya verás. Porque tengo para ti un proyecto maravilloso. ¡Vas a ser muy feliz! ¡Verás!… ¡verás!

—Dudo muchísimo el que yo pueda volver a ser feliz —dije más dramáticamente aún de lo que había dicho antes—. ¡Mi vida ya está destrozada para siempre!… ¿Y cuál es el proyecto ése?

—¡Ah!, no puedo decírtelo todavía sino dentro de una semana más o menos, porque tiene… ¡tiene sus dificultades el proyecto!

—¡Ay! ¡no, dímelo ya, tío Pancho! Si te ibas a callar a la mitad no debías haber empezado. Ahora ya no tienes más remedio que decírmelo.

—No porque después, si te lo digo, no pasa.

—¡Que sí pasa; al revés, si me lo dices, pasa, ya verás! Anda, tío Panchito lindo, ¡di! ¡di!

—No, María Eugenia; tú eres muy imprudente; te lo digo, lo sueltas allá en tu casa y lo echas a perder todo.

—No, no lo suelto. ¡No se lo digo ni a la pared, te lo aseguro, te lo juro, anda, no te hagas de rogar, tío Pancho, dilo pronto, antes de que lleguemos; no vas a tener tiempo!… Bueno, te advierto que de este coche no me bajo sin saberlo.

Y entonces, Cristina, con todos los requisitos, los extremos y la calma que suele emplearse en semejantes ocasiones, tío Pancho dijo espaciando muchísimo las palabras:

—Bueno… oye… es… que te tengo un novio ¡pero qué maravilla de novio! —y para más ponderar, sorbió un instante el aire con los dientes y los labios muy juntos—. ¡Qué perfección! Mira, buscando otro con la linterna de Diógenes, no lo encuentras mejor en todo Caracas, ¡qué digo en Caracas! ¡ni en todo Sur América, ni en Europa, ni en ninguna parte!…

Yo contesté al momento una cosa que me pareció muy elegante y muy de rigor:

—¡Pss!… ¿Y era eso? Pues mira, a lo mejor tu trabajo, tu busca, tu linterna y todo, resulta: ¡tiempo perdido! Porque yo soy muy delicada con los hombres, tío Pancho; me desagrada uno por cualquier detalle, así sea la más mínima tontería, y se acabó, ¡que no me lo nombren más!…

—Mira, María Eugenia, me parece demasiado desdén y demasiado tono desde ahora.

Y tío Pancho se quedó callado unos segundos durante los cuales se oyó solemnemente el trotar de los caballos. Luego añadió:

—Bien, yo pensaba describírtelo, pero ya que tan delicada eres, será quizás más prudente que no te diga yo nada a fin de que él te sorprenda…

—No, no, descríbelo, retrátalo, píntalo: ¡nada se pierde con eso! ¡veamos la gran maravilla!

Y entonces tío Pancho se dio a detallarme su inesperado descubrimiento, su riquísima perla masculina.

Según él esta perla, o preciado tesoro cuyo nombre desconozco todavía, está dotado de un agradable físico: elegante, delgado, esbelto, distinguido. Moralmente es intelectual y refinado, es decir, que habiendo tenido mucho éxito en los estudios es al mismo tiempo un hombre de mundo que sabe ponerse una corbata y tener las uñas limpias. En la Universidad de Caracas se graduó de abogado y de médico. Una vez graduado se fue a Europa y en Europa pasó diez años completando sus estudios, doctorándose además en filosofía y en ciencias políticas, viajando, adquiriendo toda clase de conocimientos, y dando conferencias en varias universidades de España y Francia. Últimamente, luego de regresar a Venezuela, ha escrito un libro de sociología e historia americana, el cual, al decir de tío Pancho, es admirable… (¡Ah, Cristina lo pedante que debe ser este hombre! Me lo figuro ya con la «esbelta» pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, hablando de su libro y de sus conferencias… ¡Menos mal si está bien vestido y lleva las uñas arregladas!). Actualmente no tiene fortuna propia (¡espantosa deformidad!), pero cuenta adquirir magníficos negocios que lo harán rico. Aspira además a figurar en política, o a ser enviado de ministro a alguna legación de Europa o de América. Como carácter, es alegre, fino, galante, amplio de ideas, y de un trato encantador. En fin, Cristina, que salvo el defecto garrafal y momentáneo de la falta de dinero, es un estuche, una joya y un tesoro; ¡valgan las palabras de tío Pancho! Yo, si quieres que te sea sincera, no tengo mucha fe en dicha descripción y dichos elogios, porque he notado que los hombres carecen en absoluto de sentido crítico cuando se trata de juzgar entre ellos. Llaman «maravilla» lo que en realidad es una cosa trivial, sin interés, sin originalidad, sin nada. Por lo tanto, muy prudentemente me abstengo de todo juicio, y sólo digo con Santo Tomás ¡Ver para creer!

Y hasta aquí lo concerniente a mi futuro novio, quien no obstante ser parte principal del proyecto o plan tramado por tío Pancho, no es más que «una sola» parte. Falta referirte ahora la segunda parte o etapa del programa, enunciada también aquella tarde en el coche y la cual se relaciona con el ambiente, sociedad o lugar donde debo conocer a ese príncipe azul, que me ha descubierto tío Pancho. Como verás, dicha segunda parte, es, a mi juicio, mucho más interesante que la primera y creo que ha de ser también de resultados más inmediatos, prácticos y positivos.

Es lo siguiente:

Hay en Caracas una señora casada, de treinta a treinta y cinco años, preciosa, elegante, distinguidísima, parienta lejana y amiga íntima de tío Pancho y de Papá, cuyo nombre es Mercedes Galindo y quien desde el día de mi llegada desea ardientemente conocerme. A esta señora, que también es amiga del novio en cuestión, le encanta arreglar matrimonios, y por consiguiente se ha puesto de acuerdo con tío Pancho para arreglar el mío llevándome a su casa, invitándome continuamente a comer, y haciéndome en general un marco o ambiente que resulte lo más sugestivo y apropiado al caso (¡Ah Cristina, qué admirable y qué bendita ocasión para ponerme al fin todos mis vestidos antes de que vayan a pasarse de moda!). Ocurre que para la realización inmediata del proyecto, existe un gran obstáculo, una inmensa dificultad que es preciso vencer a toda costa, y es ello, el que Abuelita y Mercedes Galindo no se tratan actualmente por un disgusto que tuvieron allá «in illo témpore» mi abuelo Aguirre y el señor Galindo, padre de Mercedes. Tío Pancho dice que antes que nada es indispensable llegar diplomáticamente a un acuerdo o reconciliación entre Abuelita y Mercedes. Mercedes está completamente dispuesta a ello. Falta convencer a Abuelita; de ahí la habilidad, tacto y prudencia que es menester observar y a lo cual aludía tío Pancho cuando me anunció el proyecto.

Yo espero que la Providencia se compadezca de mí y haga que Abuelita se reconcilie con Mercedes Galindo, quien, al decir de tío Pancho (y también de Papá) es una mujer encantadora, generosa, simpatiquísima, completamente opuesta a las amistades etruscas o góticas que hasta el presente he tenido el honor de conocer, aquí, en el salón de esta casa, bajo la presidencia de Abuelita, efectuada siempre desde el sofá, con toda la pompa del vestido de tafetán y de la cadena de oro.

Cuando llegó el coche a la puerta, tío Pancho, como bien anuncié yo, no había terminado aún de explicarme los requisitos y puntos finales de su descomunal proyecto. Detenido ya el coche, tuvimos que permanecer en él un buen rato más, cuchicheando a la sordina, con gran apresuramiento y discreción. Hasta que al fin, él, volvió a repetirme por última vez los más interesantes informes y apremiantes recomendaciones:

—Mercedes te quiere muchísimo, no por recuerdo ni amistad de familia ¡no vayas a creer!, sino porque le he dicho lo muy bonita que tú eres y eso le basta a ella para quererte. Está impacientísima, loca, por conocerte. Ya tiene en plan la comida de presentación, menú, etc., y te ha dedicado además varios regalos… Pero prudencia ¿eh? ¡mucha prudencia! Aquí: ¡ni una palabra de nada! Mira que María Antonia, la mujer de Eduardo, abomina a Mercedes y si se entera, intriga con éxito y lo echa a perder todo. La maniobra debe ser hábil y muy rápida: ¡yo me encargo!

—¡Ah! tío Pancho —le reproché entonces al despedirme— ¿y no podías haberme contado todo eso hace más de hora y media, cuando subíamos a Los Mecedores, en lugar de crisparme los nervios con tus observaciones filosóficas?

Pero tío Pancho que cuando no sabe qué contestar se las da de fatalista, dijo:

—¡Estaba escrito!

Y así terminó, Cristina, aquella memorable conferencia, celebrada en coche, el infausto día en que por primera vez tuve noticias de mi absoluta ruina. El inesperado proyecto de tío Pancho, erizado como estaba de interés, de dificultades y de esperanzas, cual un plan de fuga para un cautivo, me encendió de golpe en el espíritu el fuego de una impaciente alegría. Y fue tan grande esta alegría, que unos segundos después de haberme despedido de tío Pancho, al penetrar feliz en el salón de Abuelita, estuve amabilísima con todas las visitas etruscas, las saludé sonriente, les hablé bellezas de Caracas, y las despedí hasta el portón con suma cordialidad. Luego, cuando nos dirigimos al comedor, me apresuré a ofrecer el brazo a Abuelita para atravesar el comedor y el patio; una vez en la mesa, sentada frente al plato de sopa, contesté en voz alta e inteligible al «bendito y alabado…» que murmuró tía Clara; hablé todo el tiempo con acierto y alegría; comí con muchísimo apetito, y una hora más tarde, ya en la cama, radiante y sonreída bajo las sábanas, recuerdo que me dormí de embajadora en una corte europea, con un admirable collar de perlas al cuello, y haciendo una profunda reverencia de las que llamaban en el colegio de doce tiempos ¿te acuerdas? aquellas en que se contaba: una, dos, tres, cuatro, cinco, y seis; durante la primera etapa de la reverencia; y luego: siete, ocho, nueve, diez, once, y doce, durante la segunda.

 

Debo advertirte que tal como conviene a toda persona bien nacida, antes de entregarme al sueño, haciendo tan profunda reverencia con el sautoir de perlas en el cuello, había expresado ya mi regocijada gratitud al exclamar desde el fondo del alma una íntima, sincera y espontánea acción de gracias que vendría a ser más o menos así:

—¡Ah! tío Pancho, querido tío Pancho, fecundo tío Pancho, ¡que Dios bendiga y proteja para siempre jamás esas verdes campiñas de tu cerebro, fertilizadas diariamente con el whisky, el brandy, la cerveza y el jerez, en donde según veo nacen y se maduran los frutos maravillosos de unos proyectos tan perfumados en alegría, como suaves, jugosos y dulcísimos en sustanciosa esperanza!

Sin embargo, Cristina, desde aquella noche redentora, sobre la cual resuelvo poner ya punto final a mi largo relato, han pasado casi dos meses. Por ellos, mi vida ha seguido transcurriendo monótona, oscura, e igual, sin más luz que la luz de ese proyecto que todavía no ha logrado ser realidad. ¿Y por qué? dirás tú; pues por la razón sencilla de mil triviales accidentes que han venido en tropel a oponérsenos en el camino. Ocurrió primero que Mercedes Galindo, mi encantadora y futura amiga, tuvo un ataque de gripe con fiebre muy alta, una semana de cama, etc., etc., y fue preciso ir a reponerse en una temporada de campo que se prolongó más de veinte días; luego fue Abuelita quien enfermó a su vez y de nuevo tuvimos que esperar a que pasase el tiempo de la enfermedad y el tiempo de la convalecencia. Actualmente, las cosas se encuentran ya en plena normalidad, y tío Pancho sólo aguarda una ocasión oportuna para expresar a Abuelita, en nombre de Mercedes, su deseo de firmar las paces olvidando todo género de antiguos resentimientos. Como comprenderás, para esta reconciliación en que tío Pancho será el mediador, yo debo ser el pretexto, y Mercedes, con su tacto, su atractivo, y su exquisito don de gentes se encargará luego de coronar las paces conquistando sin reservas la simpatía de Abuelita. La reconciliación se intentará, pues, esta misma semana y como es natural, obtenida la venia, Mercedes vendrá inmediatamente a visitar a Abuelita.

El candidato en cuestión, cuyo nombre ignoré mucho tiempo, se llama Gabriel Olmedo y tiene más de treinta años. Según creo haberte declarado a ti, y según me consta haber declarado a tío Pancho, no tengo ninguna fe en los atractivos, cualidades y ventajas de esta persona. Dudo mucho que llegue a gustarme. Lo presiento egoísta, pedante y vanidoso, pero en fin, Cristina: ¡hay que tentar la vida atendiendo siempre a cualquiera de sus llamamientos! Lo peor, es la prisión, la inmovilidad y la inercia.

Y ahora, creo que por fin ha llegado ya el momento de terminar esta carta dialogada y singular donde te envío los más íntimos detalles de mi vida presente… Ella, que al revivir en mi pluma me ha ido enseñando a probar la honda complejidad de las cosas insignificantes, es el resultado de mi gran cariño por ti, y es también el resumen de esta ansiedad misteriosa que me inquieta y me agobia. Recíbela, pues, en ese espíritu, léela con indulgencia y si la encuentras ridícula, desentonada o absurda, no te burles de ella, Cristina, acuérdate que me la dictó mi cariño, en unos días de sensibilidad y de fastidio.

¡Ah! si vieras lo que intriga a tía Clara esta vida de encierro, que por escribirte hago continuamente aquí, en mi cuarto, desde hace ya muchos días. Entre mis libros y mi carta, aguardando el proyecto de tío Pancho, sin sentirlo casi, ha ido poco a poco transcurriendo el tiempo. Porque a más de escribir, encerrada y a solas, es también aquí, en este cuarto, donde me aíslo para poder leer. Y en mi soledad, como el asceta en su celda, he aprendido ya a querer la vida interior e intensa del espíritu. He descubierto que existe en Caracas una biblioteca circulante, en la cual, mediante un pequeño depósito, pueden tomarse todo género de libros, y mi rabioso afán de lectura tiene en ella libertad y campo abierto donde saciar su hambre. Gregoria, la vieja lavandera de esta casa, de quien te he hablado ya, a escondidas de tía Clara y Abuelita, es la encargada de llevar y traer de la biblioteca a mi cuarto y de mi cuarto a la biblioteca, bajo el secreto de su pañolón negro, el divino contrabando intelectual. Gracias a tan liberal como discreto apoyo, leo todo cuanto quiero, todo, todo cuanto se me ocurre sin prohibiciones, índices, ni censura…

¡Ah! si tía Clara, supiera por ejemplo, que estoy leyendo ahora el Diccionario Filosófico de Voltaire! ¡Qué escándalo y qué horror le causaría! Pero mis lecturas tienen el doble encanto de lo delicioso y lo prohibido, y el Diccionario Filosófico cuando no está entre mis manos yace enterrado como un tesoro en el doble fondo de mi armario de espejo.

Por lo tanto, Cristina, ya sabes cuál es la divisa actual de mi vida: ¡esperar!… sí, esperar como Penélope, tejiendo y destejiendo pensamientos, éstos que te envío a ti, y otros que voy devanando en la madeja escondida de mis libros.

Y como nada más me queda ya por decirte, te pido ahora que me escribas y me cuentes, tú también, todo lo que en estos meses ha pasado por tu vida, que quiero compararla con la mía. Cuéntame tus proyectos, háblame de tus cambios, descríbeme tus viajes, y así juntas, como en otros tiempos, refrescaremos nuestros viejos recuerdos. A veces, me preocupo pensando, si en realidad, después de tanta unión y de tantísimo cariño, no volveré a verte nunca… ¡Quién lo sabe! Por suerte inventaron la escritura, y en ella va y viene algo de esto que tanto queremos en las personas queridas, esto que es alma y es espíritu, que así como dicen que no muere nunca, tampoco se ausenta del todo, cuando porque quiere, no quiere ausentarse.

Recibe, pues, esta porción de mi espíritu, y no olvides que aquí, desde su soledad, sumida en el silencio de su «huerto cerrado» espera a su vez que vengas

María Eugenia

Segunda Parte

EL BALCÓN DE JULIETA

I

Remitida ya la interminable carta a su amiga Cristina, María Eugenia Alonso resuelve escribir su diario. Como se verá, en este primer capítulo, aparece por fin la gentil persona de Mercedes Galindo.

CONSIDERO QUE ES una gran tontería, y me parece además de un romanticismo cursi, anticuado y pasadísimo de moda, el que una persona tome una pluma y se ponga a escribir su diario. Sin embargo, voy a hacerlo. Sí; yo, María Eugenia Alonso, voy a escribir mi diario, mi semanario, mi periódico, no sé cómo decir, pero en fin, es algo que al tratar sobre mi propia vida, equivaldrá a eso que en las novelas llaman «diario»…

¡Ah! es curiosísimo, ¡la poca influencia que tienen nuestras convicciones sobre nuestra conducta! Yo creo que en general, nuestras convicciones están hechas para aplicarlas más bien a la conducta de los demás, porque es entonces cuando aparecen con todo el esplendor de su honradez: sólidas, arraigadas, e inquebrantables. En cambio, cuando se trata de nosotros mismos, como en el caso presente, nuestras opiniones o convicciones, toman al instante la flexibilidad de la cera, y se acomodan y modelan maravillosamente sobre los caprichosos accidentes de nuestra conducta. La gran mayoría de las personas, dotadas como están de cierto espíritu conciliador, explican admirablemente con razones o disculpas, tan misteriosos desacuerdos, y así, gracias a la elocuencia y a la lógica, quedan siempre abrazadas en perfecta concordia estas dos hermanas inseparables: la convicción y la conducta. Desgraciadamente, yo carezco en absoluto de imaginación para establecer estos acuerdos y me ocurre con muchísima frecuencia el encontrarme como hoy, en flagrante contradicción. Sí; mi falta de aptitud para la disculpa me fue fatal durante mi infancia y mis tiempos de colegio, lo recuerdo muy bien. Es innata e irremediable. Por lo tanto, de ahora en adelante, no me mortificaré más practicando una ciencia para la cual no tengo la menor disposición; y es, en vista de ello, por lo que resuelvo confesar en lo sucesivo, ante mí y ante los demás, los desacuerdos existentes entre mi opinión y mi conducta. Diré siempre: tal cosa es reprochable y ridícula, pero la hago porque sí; tal otra es admirable y santa pero no la hago porque no. Creo que esta especie de franqueza o confesión es lo que suelen llamar cinismo. Como la palabra es un poco discordante, me parece mejor no insistir más sobre el particular y pasar a otro asunto.

Hace apenas unos días que terminé mi carta a Cristina Iturbe. Pero la carta fue tan larga y duró tanto tiempo, que se hizo en mí una costumbre el escribirla. Cuando la hube acabado y releído, era una especie de inmenso protocolo que metí con melancolía dentro de un inmenso sobre, lo cubrí literalmente de estampillas de correo y lo mandé depositar en el buzón por Gregoria, luego de exigirle el más absoluto secreto sobre el particular. Hecha esta advertencia, los ojos de Gregoria brillaron encendidos de complicidad y mi carta, al igual de los libros de la biblioteca circulante, salió a la calle, envuelta en la noche del pañolón de Gregoria. Y es que en esta vida de reclusión que llevo, mi único entretenimiento, mi único ejercicio, y mi único sport, consiste en hacerlo todo, absolutamente todo, a escondidas de Abuelita y tía Clara. Gregoria me secunda admirablemente en ello, y este sistema de eterna conspiración, me da cierta independencia moral, y me produce, sobre todo, multitud de pequeñas emociones análogas a las del juego, la cacería o la pesca, las cuales no son de desdeñar, dado el ambiente aburrido e insípido en que vivo.

Volviendo a la carta de Cristina: cuando Gregoria al regresar de la calle me dijo con mucho misterio: «¡ya la eché!» me quedé tristísima. Sentía que me faltaba algo muy grande y muy indispensable. Como no podía seguir escribiendo a Cristina, por tiempo indefinido, hoy me dije de golpe: «¡pues ahora voy a escribir mi diario!».

Y aquí estoy.

Temo muchísimo, el tener que interrumpirlo un día u otro por falta absoluta de material: ¡mi vida es tan monótona! Desde la mañana en que mandé la carta-protocolo hasta ayer tarde, no había ocurrido nada digno de mención. Los días se deslizan en mi vida como se deslizan entre los dedos nudosos, flacos y místicos de tía Clara, las cuentas de su rosario de nácar: ¡siempre la misma cosa con el mismo principio y el mismo fin!

Pero, afortunadamente ayer ocurrió algo anormal. Siguiendo el símil del rosario, puedo decir, que ayer tarde llegué a una variante de gloria y padrenuestro, constituida en la persona de Mercedes Galindo, cuya visita recibimos por fin.

¡Ah! me pareció encantadora, preciosa, simpatiquísima; sí: ¡tío Pancho tenía razón! Vino a vernos a cosa de las cinco y media, y se quedó más o menos una hora. Durante la hora, Abuelita se revistió de señoril dignidad y estuvo a la vez reservada y amable, pero comprendí muy bien que el famoso disgusto de marras persevera en ellas. Ni a Abuelita le gusta Mercedes, ni a Mercedes le hace gracia Abuelita. La costumbre de tantos años de disgusto las domina y creo que jamás serán verdaderas amigas.

En cuanto a mí, estuve completamente imbécil durante la visita, lo comprendo. Esto me sucede siempre. La manera más sincera que tengo para demostrar mi admiración por alguna persona, consiste en revestirme con la corteza durísima de una timidez que me entumece y agarrota como el frío glacial. Este sentimiento de timidez es absolutamente invencible, y he resuelto ya dejarme mansamente dominar por él, puesto que a mí me es imposible dominarlo. La lucha contra la timidez resulta grotesca. Así lo comprendí ayer y por esta razón hablé muy poco, sí, apenas contesté con frases cortas a las amabilidades y cariños que me dijo Mercedes, cuyo peso, al abrumarme de placer, no hizo sino aumentar más y más mi desdichada y silenciosa timidez.

Pero en fin, después de todo, teniendo yo, como bien dice tío Pancho, una conciencia muy definida de mi propia belleza, el mutismo en mí no me parece desairado, al contrario, creo en general, que el mutismo es un complemento estético que presta a la armonía de las líneas, cierto encanto reservado y clásico. Lina frase estúpida, al surgir de una bonita cabeza, deja caer sobre ella su fatídica sombra moral y la desarmoniza. Lo mismo ocurre con los movimientos. Por eso he creído siempre que el auge inmenso de la belleza griega es debido principalmente a la gran discreción e inmovilidad de las estatuas, que saben poner tanta inteligencia, al representar dicha belleza hoy en día ante nuestros crédulos ojos. Dada esta serie de razones resolví imitar lo más posible durante la visita de ayer, la discreción y el talento de las estatuas griegas, y estoy segura de que debo haber hecho muy buen efecto a Mercedes Galindo.

 

Pero detallando la visita:

Cuando el auto de Mercedes se detuvo a las puertas de esta casa, Abuelita, como de costumbre, se encontraba ya esperando, sentada en el sofá, y yo que sabía y sé muy bien la importancia enorme que sobre mi vida futura ha de tener semejante visita, me hallaba emocionada y vestida con más cuidados y requisitos que nunca. Al oír el parar del automóvil, y luego el timbre de la puerta, en lugar de esperar como Abuelita la entrada de Mercedes, corrí inmediatamente a ocultarme en la penumbra del saloncito vecino, desde el cual, sin ser vista, podía dominar todo el salón. Una vez escondida allí, con el objeto de tener mayor éxito, resolví hacerme desear unos cuantos minutos, y así, mientras aguardaba envuelta en la penumbra, pude observar los pormenores de aquel interesante encuentro.

En efecto, no bien apareció Mercedes a contraluz en el umbral de la puerta, Abuelita se puso majestuosamente de pie, salió a su encuentro, la aguardó un segundo en el centro del salón, bajo la araña, y, allí, sonreída, tal cual si nada hubiese ocurrido nunca entre ellas, borró de un trazo firme todo el pasado, al abrazarla diciendo con una elegancia digna de Fray Luis de León:

—¡Siempre tan linda, Mercedes!

Y Abuelita decía la pura verdad.

Yo, en plena sombra, contemplando la figura de Mercedes, gentil y radiante, como la de una reina, me hallaba petrificada de admiración. ¡Ah! ¡es que estaba elegantísima! Tenía un vestido de terciopelo negro, hecho seguramente en alguna buena casa de París, y llevaba por único adorno, un collar de perlas que casi le ceñía el cuello. Observé que las manos blancas y cuidadísimas ostentaban una sola sortija, un solitario, y me parecieron (las manos) tan bonitas como las mías cuando tengo las uñas bien pulidas. Los pies finos y largos estaban divinamente calzados, llevaba en la cabeza un precioso sombrerito negro, algo ladeado, que le encuadraba la clásica fisonomía en deliciosos efectos de luz y sombra, y bajo la media luz de aquel sombrero, para hablar con Abuelita, surgía una de las voces más lindas y argentinas que he escuchado en mi vida.

Y qué razón, ¡ah! ¡sí! ¡qué razón tenía tío Pancho!

Cuando, al salir por fin de la penumbra me fui a saludarla, llevaba preparada mentalmente una frase muy expresiva, en la cual pensaba demostrarle mi exaltada admiración. Pero no bien me miró ella con sus ojos brillantes y curiosos de crítica finísima, y no bien aspiré yo el perfume sutil, que como una flor exhalaba su persona, cuando me sentí invadida por la parálisis absoluta de la timidez. Por lo tanto, después de haberme acogido y abrazado con esa naturalidad y soltura que son su principal atractivo, a mí, en correspondencia, sólo me fue dado el murmurar unas cuantas frases breves y corteses.

Durante el curso de la visita, Mercedes, con su admirable don de gentes, aparentando ocuparse poco de mí, se dirigió constantemente a Abuelita. Yo entonces, libre de conversación, silenciosa e inmóvil, la observaba y observándola así, comprendí al punto, que más grande aún que su belleza, era su encanto, es decir, que llevaba a lo supremo de la perfección el arte de interpretarse a sí misma; porque mientras hablaba, la boca, las manos, los ojos, la cabeza, la voz, la sonrisa, todo, iba completando sutil y armoniosamente, con mil matices deliciosos, el sentido que expresaban las palabras. Noté, además, que se reía de tiempo en tiempo, con una risa que era tan sonora a los oídos como agradable a la vista, y que salpicaba continuamente su conversación con palabras francesas que aunque muy bien y muy naturalmente pronunciadas resultaban completamente innecesarias por tener todas su perfecto equivalente en castellano. Dijo por ejemplo: «la nature»/ «mi fourrure»; «clair de lime»; y «la beauté physique» sin necesidad ninguna, pero como parecía iluminar con la luz de sus ojos y el encanto de su sonrisa cuantas palabras salían de su boca, yo las encontré todas de una profunda sabiduría.

Fue sólo después de levantarse y despedirse de Abuelita, cuando Mercedes resolvió dedicarse enteramente a mí. Tomándome la barba con su mano fragante, acercó mi cara a la suya; y mimosa y cariñosísima como si se tratase de algún niño pequeño, me besó dos veces. Luego, con mi barba presa todavía en su mano, dijo envolviendo las frases en una larga sonrisa:

—¡Adiós linda! Francamente, que no te creía tan bonita a pesar de todo lo que me había dicho Pancho. Creía que eran exageraciones, pero veo ahora que tú superas todas las exageraciones.

(¡Ah! ¡la maravilla, la delicia, que es oír decir semejante cosa de labios de una persona de tan evidente buen gusto!).

Yo sin responder nada me sonreí de placer demostrando así a Mercedes, que su apreciación me parecía del más acabado acierto. Ella comprendió al punto la felicidad de mi sonrisa y la contestó con otra risa de satisfacción que sonó a cascabeles y a cristales. Luego llevándome del brazo hasta la puerta de salida, a solas conmigo, me habló de su antigua amistad con todos los Alonso, de los buenos ratos que habían pasado juntos en Europa y en Caracas, volvió a despedirse con un beso, y me dijo siempre sonreída, en voz suavísima de confidencia:

—Ya sabes, mi casa es tuya. Ven a todas horas sin avisar, sin etiqueta, siempre que quieras y con toda confianza. Tengo para ti una sorpresa: es una miniatura preciosa de tu papá cuando tenía diez años. —Y después de reírse otra vez, me dijo en voz mucho más baja y acercando su boca a mi oído:

—¡También te tengo otra cosa!

Por toda contestación me puse coloradísima, y más que decir, suspiré:

—Gracias… Muchas gracias…

Luego, cuando asomada a la portezuela del auto, sonrió de nuevo el rostro, saludó la mano, y desapareció por fin el sombrerito negro, a mí se me habían ocurrido ya mil contestaciones oportunas e ingeniosas, pero desgraciadamente: ¡era ya muy tarde!

Tía Clara no se dignó recibir a Mercedes. Dijo que necesitaba contar la ropa; batir con leche la mantequilla del desayuno; rezar un tercio de rosario; darle su comida a Chispita; y que le era de todo punto imposible el abandonar tan importantes ocupaciones. Luego añadió:

—Y mucho menos para recibir a una persona tan superficial como Mercedes Galindo, que fastidia, porque seguramente no hablará más que de trapos y de tonterías.

Después de haber visto y tratado a Mercedes, comprendo que tía Clara tiene el mismo credo de las Madres del Colegio. Sólo que tía Clara, llama «personas superficiales» lo que las Madres llamaban «el mundo». En el fondo es la misma idea, revestida de distintas palabras. Tía Clara se confina en su bando como también se confinaban las Madres, y no quiere tratos con el enemigo. Hace muy bien. No se parece a mí que desgraciadamente, lo mismo que en el Colegio, sigo todavía sin poder afiliarme a mi bandera. Soy una especie de tabla que flota a derecha e izquierda sobre las olas de un mar bonachón y tranquilo.