Azabache. Cienfuegos III

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Seriyadan: Cienfuegos #3
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Por señas y medias palabras indicaron que pertenecían a la tribu de los cuprigueri, señalando sin el menor asomo de hostilidad que debían acompañarlos, para iniciar de inmediato una tranquila marcha río arriba, marcha en la que se movían con tanta gracia y agilidad como una divertida familia de alegres simios saltarines.

Hacían sin embargo continuos altos en el camino apartándose unos metros para asaetear un pez en los remansos de las aguas, derribar de un certero flechazo un mono aullador, o ir llenando largas redes de frutos silvestres, todo siempre entre risas y chanzas, comportándose más como una alegre excursión de despreocupados chicuelos que como una feroz partida de guerreros.

No obstante, con las primeras sombras de la noche desaparecieron de improviso, hasta el punto de que el desconcertado isleño y la aún inquieta Azabache se detuvieron a observarse asombrados por el inconcebible hecho de que se habían quedado completamente solos a orillas del manso río.

–¿Dónde están? –inquirió la africana con voz temblorosa–. Se los tragó la tierra.

–No –replicó Cienfuegos recordando las enseñanzas de su viejo amigo Papepac–. Siguen aquí, en torno nuestro, ocultos entre los matojos o en las copas de los árboles, invisibles para cualquier posible enemigo, pero están.

–¿Por qué lo hacen?

–No lo sé, pero sus razones tendrán, y no creo que estuviera de más imitarlos… Tal vez los caníbales lleguen a veces hasta estas regiones.

–¿En realidad esos caribes son tan crueles? –Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió pensativa–: En Dahomey se contaban historias sobre salvajes de tierra adentro que comían seres humanos pero que lo hacían porque de ese modo adquirían las virtudes de sus víctimas, no por el simple hecho de alimentarse. –Señaló con un amplio gesto a su alrededor–. Aquí sobra comida.

–Ignoro por qué lo hacen en realidad –admitió el cabrero–. Pero lo cierto es que vi con mis propios ojos cómo devoraban a dos de mis compañeros, y eso es algo que nunca olvidaré, por lo que será mejor que busquemos un rincón donde escondernos.

Lo hicieron aprovechando un rojo crepúsculo en el que podría creerse que el universo ardía por los cuatro costados dispuesto a consumirse y volver a la nada, y no pudieron por menos que extasiarse ante la belleza de aquel atardecer inimitable, aunque más aún les maravilló el hecho, a todas luces portentoso, de que incluso cuando ya el cielo y la tierra no eran más que tinieblas, un punto del horizonte continuase enrojecido y llameante obligando a creer que un gigantesco fuego inagotable ardía en la distancia.

Lo observaron largo rato sin apenas dar crédito al extraño portento, puesto que lo más sorprendente residía en el hecho de que no se trataba de un incendio que avanzara extendiendo su frente, sino que por el contrario la enorme llama se mantenía inmóvil hora tras hora iluminando la bóveda del cielo con un mágico fulgor jamás imaginado.

Cienfuegos durmió inquieto, y tantas veces como abrió los ojos, tantas veces observó meditabundo el insólito espectáculo, por lo que apenas la primera claridad del día hizo su aparición allá en levante, buscó al más madrugador de los aborígenes, que defecaba junto a un árbol, e inquirió, apuntando hacia la leve columna de humo que se diluía en el aire:

–¿Qué es aquello?

El cuprigueri no pareció comprender a qué se estaba refiriendo, y fueron necesarios muchos aspavientos para que al fin concluyera de hacer sus necesidades, y tras echarse un puñado de arena al ano, replicara con absoluta naturalidad.

–Mene.

–¿Mene?

El indígena asintió convencido:

–Mene.

Cienfuegos regresó junto a la africana, y tomando asiento a su lado masculló malhumorado:

–O yo me he vuelto muy bruto o para esta gente todo es Mene o No Mene. ¿Qué coño significa?

Como nacidos del suelo, los nativos habían ido haciendo su aparición uno tras otro, y pronto reiniciaron la marcha, abandonando a media mañana las márgenes del río en dirección a la columna de negro humo que ensuciaba apenas un cielo sin nubes.

Contra lo que el canario imaginara en un principio, cuando se aproximaron llegó a la conclusión de que no se trataba de un volcán como aquel Teide que en ocasiones lanzaba al cielo llamaradas visibles desde la costa occidental de La Gomera, sino que la llama surgía en mitad de la llanura recalentada por el sol, tan compacta, continua y sin la menor intermitencia, que desde media legua de distancia se escuchaba su amenazador rugido.

El grueso chorro de fuego se elevaba veinte metros sobre el nivel del suelo, y un olor fuerte y acre lo llenaba todo dificultando la respiración.

–Parece como si el infierno quisiese escapar por ese agujero –musitó Azabache impresionada–. Nunca vi nada igual.

Los nativos se habían aproximado parloteando hasta el lugar en que ya el calor impedía continuar sin correr el riesgo de abrasarse, y observaban ahora el curioso fenómeno como quien asiste desde la orilla a un tranquilo amanecer sobre un mar que no ofrece el menor peligro.

Pero de pronto, y sin ponerse de acuerdo, comenzaron a dar grandes saltos en lo que pretendía ser una especie de danza ritual, al tiempo que entonaban una monótona cantinela de la que tan solo destacaba la sempiterna palabra Mene repetida una y otra vez casi obsesivamente, y Cienfuegos tomó conciencia de que por años que viviera jamás olvidaría el espectáculo que conformaban aquellos semidesnudos cuprigueri agitando sus largos arcos y a punto de achicharrarse, que jugaban a aproximarse más y más al límite del fuego, desdibujándose a causa del calor que enrarecía el aire.

¿De dónde surgía tan portentosa llama y de qué se alimentaba?

¿Qué inmensa fuerza interna debía poseer para mantenerse activa durante días naciendo de un simple hueco en mitad del monótono chaparral?

Recordó que Maese Benito de Toledo le contó en cierta ocasión que el judío Moisés había asistido en el desierto del Sinaí al increíble hecho de que una zarza ardiera durante horas antes de que Dios le entregara las Tablas de la Ley, y no pudo por menos que preguntarse si no estaría asistiendo en aquellos momentos a un milagro semejante, y tal vez el desconocido dios de aquellas tierras estuviese también en condiciones de obrar el prodigio de hacer nacer el fuego eterno de la nada.

«Como se me aparezca y me entregue unas nuevas Tablas de la Ley, no sé a quién carajo voy a enseñárselas… –musitó para sus adentros–. No creo que ni la negra ni estos indios me hicieran el más puñetero caso».

Cuando una hora más tarde, cansados, enrojecidos por el calor, chamuscados y embadurnados de una especie de aceitoso hollín que les cubría todo el cuerpo, los bailarines decidieron continuar al fin su camino, la dahomeyana se volvió a contemplar por última vez la impresionante llama y comentar meditabunda:

–Como en verdad el infierno sea eso, será cuestión de portarse mejor…

El gomero ni siquiera respondió, puesto que aún se encontraba desconcertado por un fenómeno natural que desafiaba abiertamente su probada capacidad de raciocinio, por lo que se limitó a lanzar un leve gruñido e iniciar la marcha en pos de los nativos.

Aún continuaba dándole vueltas a la mente tratando de hallar una explicación que justificase la anormal existencia de aquel fuego, cuando a media tarde alcanzaron las márgenes de una pequeña laguna de aguas negras, grasientas y pestilentes, que el jefe de los nativos señaló con un ademán de la cabeza al tiempo que exclamaba, como si con ello todo quedase definitivamente aclarado:

–¡Mene!

–¿Mene…? –se asombró el canario–. ¡No me jodas más con tanto Mene…! Ya está bien.

Pero el otro, que naturalmente no había entendido una palabra, se limitó a volverse a uno de sus guerreros y ordenar:

–¡Totuma…! Totuma Mene.

El aludido se apresuró a descolgarse de la cintura una calabaza semejante a la que había servido para recibir los orines de Azabache, y aproximándose a la laguna, la llenó del espeso, oscuro y apestoso líquido, acudiendo a colocarlo a los pies del gomero.

Este lo estudió incrédulo, puesto que no se trataba de agua, vino, sangre, aceite o cualquier otro elemento de que tuviera previamente noticias, y cuando la dahomeyana se acuclilló a su lado, se limitó a comentar:

–Por lo visto era esto lo que imaginaban que ibas a orinar: agua podrida.

–¡Pues qué gracia! –replicó la otra molesta.

Al poco, los guerreros le indicaron que se apartaran, y lanzado una tea encendida a la calabaza provocaron una pequeña explosión que hizo que tanto el isleño como la negra dieran un salto atrás visiblemente alarmados.

Al advertir cómo aquella oscura agua podrida ardía hasta agotarse, Cienfuegos comprendió al fin que la inmensa llama que tanto le había impresionado no tenía otro origen que un pozo de aquel apestoso Mene al que tal vez un rayo había prendido fuego accidentalmente. ¿Pero qué era en realidad Mene y de dónde salía?

Largas, difíciles y prolijas explicaciones llevaron al gomero a la conclusión de que, según los aborígenes, el Mene no era otra cosa que orines del Diablo que surgían de lo más profundo de los infiernos; un veneno que contaminaba los ríos y las fuentes, volvía estéril las tierras, mataba a los animales y abrasaba a las gentes.

A ello se debía sin duda el hecho de que al descubrir junto al río a una insólita mujer de color negro, imaginaron que se trataba de la esposa del demonio que acudía a destruir una de las pocas corrientes de agua auténticamente limpias que aún perduraban en la región.

Pero pese a tan convincentes explicaciones, el analítico espíritu del canario continuaría preguntándose, a todo lo largo de su vida, por qué extraña razón aquel agua podrida que nacía de la tierra ardía con más fuerza y más calor que el más refinado de los aceites.

 

Y es que moriría sin saber que su eterno deambular le había conducido aquel día de finales de mil cuatrocientos a los que cinco siglos más tarde serían conocidos como los fabulosos yacimientos de petróleo del noroeste venezolano.


Alonso de Ojeda estaba furioso.

Furioso una vez más con su Excelencia el almirante don Cristóbal Colón, ya que según su punto de vista de noble capitán español no resultaba en absoluto admisible la infame treta de que se había valido el astuto virrey de las Indias para satisfacer la codicia de sus acreedores en la corte, burlando las severas normas establecidas por sus católicas Majestades, Isabel y Fernando.

Estos, alarmados por las noticias que les llegaban sobre el trato que se dispensaba a los indígenas en el Nuevo Mundo, habían dictado estrictas órdenes puntualizando que debían otorgarse a los aborígenes los mismos derechos y deberes que a cualquier otro súbdito del reino, pero como existía desde antiguo la costumbre de que todo soldado que hubiera sido apresado en combate podía ser vendido como esclavo, Colón se había valido de tan sucia triquiñuela para enviar a quinientos desgraciados salvajes a los mercaderes de carne humana de Córdoba y Sevilla.

Ojeda, al igual que la totalidad de los habitantes de La Española, tenía plena conciencia de que muy pocos de tales cautivos habían sido auténticos guerreros de los que combatieran junto al feroz cacique Canoabó, y sabía también, sin lugar a dudas, que las casi cien mujeres jóvenes que formaban parte del envío habían sido capturadas en tiempos de paz por los esbirros de los hermanos Colón, pero como la autoridad de estos últimos resultaba por el momento indiscutible no le quedaba más remedio que limitarse a maldecir y dar rienda suelta como buenamente podía a su incontenible ira y frustración.

Tan solo la enamorada princesa Anacaona y su fiel amiga, la alemana Ingrid Grass, ex vizcondesa de Teguise, conseguían hasta cierto punto consolarle cuando acudía a ellas entristecido por el trágico fin de tantos inocentes y desalentado por tener que continuar siendo obligado testigo del infinito número de iniquidades que se estaban llevando a cabo en nombre de Dios, la civilización y la Corona.

Y es que por el momento no le quedaba ni tan siquiera la posibilidad de tener un desesperado arrebato de valor arriesgándose a acabar en el cadalso por oponerse al omnipotente virrey, ya que este había emprendido meses atrás un segundo viaje a España, por lo que le constaba que enfrentarse a su ladino hermano Bartolomé o al apocado Diego no conducía a parte alguna y era tanto como adentrarse en una ciénaga hedionda de cuyo fango nada bueno cabía esperar.

–Tantas empresas maravillosas como podrían llevarse a cabo aquí… –se lamentaba–. Y andamos sumidos en un piélago de mezquinos intereses, pleitos absurdos y una sucia lucha por el poder que acabará pudriéndonos a todos…

El más profundo descontento era por aquellos tiempos norma tan general en la colonia que tanto se lamentaban la inmensa mayoría de los españoles por haber tenido la nefasta ocurrencia de atravesar el océano en busca de otras tierras, como los nativos de que lo hubieran hecho, y de no darse el caso de que los Colón y un grupúsculo de los más poderosos mantuvieran intacta la esperanza de obtener pingües beneficios personales de la malhadada empresa, lo más probable hubiera sido que la práctica totalidad de los desgraciados expedicionarios hubieran emprendido de inmediato el regreso a su lugar de origen.

«Quiera Dios devolverme a Castilla», era, por ello, la frase más escuchada entre los españoles, pero no había en el puerto naves que les permitiesen llevar a cabo tal deseo, ni parecían sus gobernantes dispuestos a permitírselo.

Para tales gobernantes, la mayor preocupación se centraba por el momento en la difícil empresa de reunir las ingentes cantidades de oro que tan alegremente habían prometido en su día a los banqueros de la gran aventura, y en la –a todas luces imposible– empresa de conseguir que los nativos se decidieran a trabajar.

Fue este último punto el que más quebraderos de cabeza habría de proporcionar a los españoles a su llegada al Nuevo Mundo, ya que acostumbrados desde siempre a la idea de que el trabajo era algo necesario, deseado y casi santificador que ennoblecía al hombre, quedaron absolutamente estupefactos ante el desacuerdo total de los indígenas, quienes consideraban que habían venido al mundo para tomar el sol y disfrutar de la vida, limitando por tanto su esfuerzo al mínimo imprescindible para llenar el estómago a diario.

Su descarada resistencia a dar ni tan siquiera un palo al agua, por mucho que se les amenazase o prometiese, alcanzaba extremos tan inauditos que muy pronto los invasores llegaron a la conclusión de que era aquella una raza de la que jamás se conseguiría sacar provecho alguno, por lo que si se pretendía que las tierras produjesen riqueza y las minas entregasen su oro se hacía necesario importar mano de obra cualificada de allende el océano.

Esa era, sin duda, una de las razones por las que el almirante había decidido emprender viaje por segunda vez a España, ya que a los cuatro años justos de haber descubierto Haití se encontraba plenamente convencido de que más peligro ofrecía la resistencia pasiva de los indios que una auténtica rebelión armada, lo cual significaba que si no obtenía de los reyes nuevos colonos con los que sustituir a los difuntos o los que habían vuelto, sus sueños de gloria corrían riesgo de quedar en agua de borrajas.

–Si no fuera porque Bonifacio y yo nos deslomamos trabajando… –se veía obligada a reconocer Ingrid Grass cuando se mencionaba el tema–, la mayoría de los animales estarían muertos y las cosechas perdidas, porque lo cierto es que en todos estos años no he conseguido ni un solo peón capaz de realizar una labor mínimamente aceptable tres días seguidos. Les divierte aprender, pero cuando saben lo que tienen que hacer ya no lo hacen.

–¡Oblíguelos! –señalaba en esos casos su buen amigo, el converso Luis de Torres–. Si se han comprometido a algo y le han hecho perder tiempo enseñándoles, puede obligarles a cumplir lo pactado.

–¿Cómo? –se sorprendía la alemana–. Si les has pagado por adelantado se largan a la selva, y si aún no les has dado nada, se limitan a encogerse de hombros, renunciar a lo que les debes y largarse igualmente. ¡Son como niños…!

Eran como niños, en efecto, pero unos niños que veían cómo se entraba a saco en su mundo y se violaban sus costumbres, incapaces de entender por qué desconocida razón los recién llegados se empeñaban en complicarlo todo haciendo dura y difícil una existencia que en aquel paraíso terrenal había sido siempre sencilla y agradable.

Construir y destruir parecía constituir a su modo de ver el único y demencial objetivo de aquellos extraños individuos que se cubrían con unas estrafalarias vestimentas que no servían más que para hacerles sudar y conferirles un aspecto ridículo, ya que con la misma furia se lanzaban a edificar una inmensa cabaña que el primer huracán arrasaría como se afanaban en desbrozar un bosque o convertir en albañal la antaño límpida laguna.

–Aquí hay espacio, comida y agua para todos… –señaló la princesa Anacaona en el transcurso de uno de los tranquilos paseos por la playa que solía dar con Ingrid Grass a la caída de la tarde–. ¿Por qué no compartirlo viviendo como hemos vivido hasta ahora en lugar de afanarse por conseguir un oro que a nadie alimenta o esclavizar a quienes nacieron libres?

–Son costumbres –replicó entristecida la alemana, que no solía encontrar respuestas convincentes a las demandas de la hermosa Flor de Oro–. Allí de donde venimos, la vida no suele ser tan cómoda.

–¿Por qué aceptáis entonces lo que ofrecemos de positivo, negándoos a admitir que siempre hemos estado mucho más cerca que vosotros de la felicidad?

–Porque nuestra religión enseña que toda felicidad que no esté directamente ligada a la contemplación divina es un pecado y un espejismo inconsistente.

–¿Y tú lo crees? –se asombró la indígena.

–No, desde luego –admitió la otra convencida–. Para mí la felicidad es estar junto a Cienfuegos, del mismo modo que para ti lo es estar junto a Alonso de Ojeda. Pero no podemos pretender que todos opinen igual, puesto que no existen muchos Cienfuegos ni muchos Ojedas.

–Por desgracia… –admitió la indígena, aunque al instante se detuvo, la miró de frente y añadió tristemente–: Ya no me ama.

–¿Cómo has dicho…? –inquirió su amiga creyendo haber oído mal.

–Que Alonso ya no me ama –repitió Anacaona con voz dolida–. Continúa mostrándose afectuoso y apasionado, pero yo sé que aunque se esfuerce por simular que vive pendiente de mí, se encuentra distraído y su mente vuela a Castilla demasiado a menudo.

–No vuela a Castilla –la contradijo la ex vizcondesa–. Vuela en dirección opuesta, hacia todas esas tierras que se abren frente a nosotros, puesto que un espíritu tan aventurero como el suyo se rebela ante la idea de permanecer inactivo, testigo obligado de mil intrigas palaciegas y esclavo sumiso de una burocracia asfixiante, mientras intuye que se puede alcanzar la gloria siguiendo hacia el Oeste.

–¿Quiere eso decir que no le basta conmigo? Si es oro lo que busca, yo le ofrecí todo el que pudiera desear y se limitó a arrojarlo al mar.

–Para los hombres como Ojeda, la gloria no está en el oro, ni en conquistar un imperio, por rico y poderoso que este sea…: la gloria está en intentarlo.

–¿Por qué?

–¿Por qué… qué?

–¿Por qué vuestros hombres encuentran mayor felicidad en correr riesgos y pasar calamidades persiguiendo un estúpido sueño a menudo inalcanzable que en limitarse a disfrutar de la vida y de la mujer que aman como hacen los nuestros?

–Por ambición.

–Esa es una palabra que me niego a aprender y que nunca debisteis permitir que atravesara el océano –sentenció la princesa–. Causa más daño que vuestras espadas y bombardas, e incluso que vuestras enfermedades, porque de las espadas, bombardas y enfermedades tal vez aprendamos a defendernos, pero me consta que contra vuestra desmesurada ambición jamás podremos hacer nada.

Ingrid Grass, a la que ya todos conocían más bien por su nueva identidad de doña Mariana Montenegro, tampoco encontró en esta ocasión argumentos con los que rebatir los puntos de vista de la haitiana, ya que en el fondo los compartía y estaba desde tiempo atrás secretamente convencida de que la desmesurada ambición de los Colón y el pequeño grupo de sus secuaces acabaría por enfangar la magna aventura del descubrimiento de un Nuevo Mundo.


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