Montenegro. Cienfuegos IV

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Seriyadan: Cienfuegos #4
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Los pacabueyes constituían un pueblo limpio, pacífico, amable y notablemente próspero, puesto que poseían extensas tierras, fértiles, a orillas del ancho río que acabaría llamándose Magdalena, en la actual Colombia, así como ingentes cantidades de oro que trabajaban con ayuda de martillos de negra piedra e ingeniosas fraguas de fuelles de caña.

Para el canario Cienfuegos, que venía de sufrir todas las penalidades del infierno en el corazón de la terrible serranía de los sucios y primitivos motilones, toparse de improviso con un tranquilo y luminoso valle, en cuyo centro se alzaba un poblado que en nada desmerecía de muchos europeos constituyó una especie de asombroso portento, puesto que había perdido tiempo atrás toda esperanza de retornar a una forma de vida que pudiera considerarse mínimamente civilizada.

Gentes sencillas, la mayoría de las cuales vestían largas túnicas de algodón e incluso calzaban sandalias de cuero, le recibieron sin recelos ni grandes aspavientos, aunque al isleño le desconcertó el hecho de que individuos aparentemente tan inofensivos hablasen, pese a ello, una lengua emparentada con la de los feroces caribes y no con la de los amistosos arawacs.

No obstante, al sufrido cabrero, que tantas y tan complejas vicisitudes había tenido que soportar a lo largo de años de vagabundeo por selvas, islas y montañas de un desconocido Nuevo Mundo que parecía ser el primer europeo en explorar, tanto le daba expresarse en cualquiera de los dos idiomas, visto que, además, se sentía capaz de captar de inmediato el sentido de todas aquellas palabras cuya raíz provenía del peculiar lenguaje de los cuprigueri que poblaban el lago Maracaibo y sus proximidades.

Y una de las primeras cosas, que se apresuraron a comunicarle los hospitalarios, y en cierto modo abrumadoramente parlanchines pacabueyes, fue que habían tenido noticias de que habían arribado a las lejanas costas del Norte tres gigantescas naves mayores que la mayor de las cabañas del poblado tripuladas por altísimos hombres de peluda cara que debían estar sin duda directamente emparentados con los simios.

–¿Eres tú uno de ellos?

–Sí y no –fue la sorprendente respuesta del gomero–. Sí, en cuanto que llegué hace mucho tiempo en una de esas naves; no, en cuanto que ya nada tengo que ver con ellos, dado que los que en verdad eran mis amigos murieron todos.

–Pero sin duda son de tu misma raza… ¿Acaso no deseas volver a reunirte con ellos?

–No lo sé.

Y era cierto.

Aunque Cienfuegos no pudiera saberlo ya que había perdido el sentido del tiempo, acababa de nacer el nuevo siglo, lo cual significaba que hacía casi siete años que había dejado de convivir normalmente con españoles, aunque para él, criado en las montañas de la isla de La Gomera sin más compañía que algunas cabras, tal convivencia no había sido nunca en realidad demasiado importante.

Era un ser acostumbrado a la soledad y a las dificultades y, exceptuando el brevísimo período de dicha que le había proporcionado su agitada relación sentimental con la alemana Ingrid Grass, del resto de su existencia poco tenía que dar gracias a Dios, y muchísimo menos a los hombres.

No esperaba ya nada de caballeros vestidos ni de salvajes desnudos, y desde la desaparición de la negra Azabache, que fue el último ser humano con el que en cierto modo se sintió compenetrado, se había transformado en una especie de misógino vagabundo que incluso sus más hermosos recuerdos rechazaba.

Había asistido a tantos prodigios desde el día en que pusiera el pie en aquella orilla del océano que ya nada le impresionaba y, pese a no haber cumplido aún veintitrés años, el peso de su pasado frenaba cualquier clase de ilusión sobre el futuro.

Reencontrarse, por tanto, con unos navegantes españoles –si es que no se trataba otra vez de portugueses– a los que recordaba como gente sucia y bronca, enzarzada siempre en luchas fratricidas y aquejada por una desmedida ansia de riquezas, no le llamaba la atención en absoluto, y fue por ello por lo que cuando los serviciales pacabueyes se ofrecieron a mostrarle la forma de alcanzar una costa a la que tal vez regresarían pronto los navíos, se limitó a rechazar cortésmente la invitación, dándoles a entender que preferiría quedarse a hacerles compañía como huésped.

–Aquella, la más fresca, será tu casa –respondieron entonces con su amabilidad característica–. Nuestra comida será tu comida, nuestra agua tu agua, y nuestras esposas, tus esposas.

Comida y agua nunca faltaron, a Dios gracias, pero en lo referente a las esposas, pronto el sufrido Cienfuegos a punto estuvo de solicitar un cambio en las costumbres, puesto que al tercer día había una docena de mujeres aguardando turno a la sombra del porche, charlando y riendo como si se encontraran en la antesala de un salón de belleza, pese a que a la mayoría de ellas en uno de tales salones les hubieran negado la entrada por cuestión de principios.

No obstante, los despreocupados pacabueyes parecían divertirse sobremanera con las agobiantes aventuras amorosas del canario, formaban corros nocturnos en los que el tema exclusivo de conversación solían ser sus hazañas del día, e incluso más de uno le ofreció un hermoso brazalete o un pesado collar de oro macizo a cambio de que hiciera gemir un rato a su querida esposa.

En verdad que no era esta la paz de cuerpo y espíritu que venía buscando tras haber padecido tantas calamidades, se dijo a sí mismo el gomero un amanecer en que tuvo la amarga sensación de haber llegado al límite de sus fuerzas. «O encuentro pronto una forma de dormir solo sin ofender a estas buenas gentes, o a fe que del llamado Cienfuegos pronto no van a quedar ni los rescoldos».

Por fortuna, al poco acudió en su ayuda una anciana inmensamente gorda y de blanquísimos cabellos que respondía al sonoro nombre de Mauá, que no dudó a la hora de encararse a las ansiosas mujeres que esperaban turno en el porche, recriminándolas por el hecho de que pareciesen hambrientas sanguijuelas dispuestas a dejar exhausta a su inocente víctima.

–¡Id a que os arreglen el cuerpo vuestros estúpidos maridos! –les espetó indignada–. Y si no se les pone tiesa, metedles una caña en el culo y soplar.

Hubo alguna que otra tímida protesta, pero bien fuera porque la impresionante masa de carne se hacía respetar, o porque en verdad ya la mayoría de las aspirantes a gozar de los favores del isleño habían llegado igualmente a la conclusión de que su pobre víctima se encontraba en los límites de sus fuerzas, lo cierto fue que al poco el corrillo se disolvió y el agotado Cienfuegos pudo tumbarse en una ancha hamaca de rojo algodón trenzado a disfrutar tranquilamente de una hermosa puesta de sol sobre el ancho y caudaloso Magdalena.

Por si ello no bastara, al oscurecer, la majestuosa Mauá acudió con un apetitoso caldo de iguana en el que flotaban una veintena de minúsculos huevecillos, al que siguió un jugoso pez de doradas escamas envuelto en hojas de plátano y asado a fuego lento.

–¿Por qué haces esto? –quiso saber el cabrero–. ¿Acaso piensas ocupar el lugar de todas ellas?

–¿Yo? –rio la otra, divertida–. En absoluto. Estoy demasiado vieja para pensar en esas cosas. Lo único que pretendo es que te recuperes, porque tal vez estés llamado a más grandes empresas.

–¿Qué tipo de empresas?

–Lo sabrás a su tiempo, si es que llega ese tiempo –fue la imprecisa respuesta–. Ahora limítate a disfrutar de la vida, que buena falta te hace. Tienes aspecto de haber sufrido mucho últimamente.

Se diría que a partir de aquel momento la única razón de ser de la desmesurada gorda fue cuidar hasta la saciedad al inquietante extranjero que tan diferente resultaba, con su alta estatura, su cabello rojizo y su poblada barba, de los diminutos, morenos y barbilampiños pacabueyes, sin que volviera a pronunciar apenas palabra, hasta que una fría mañana, en que negros nubarrones ocultaban las altas montañas del Este y el viento gemía con voz húmeda anunciando la llegada de las lluvias, le espetó de improviso:

–¿Has matado alguna vez a un enemigo?

–A uno que yo sepa –admitió el gomero.

–¿Quién era?

–Un maldito caribe devorador de hombres que había asesinado a dos de mis amigos.

–¿Sabes lo que es esto? –inquirió entonces ella, mostrándole una reluciente piedra verde del tamaño de un huevo de gallina.

El gomero no pudo por menos que extasiarse ante la portentosa belleza, el tacto y los reflejos de la magnífica esmeralda.

–Nunca vi nada parecido anteriormente –admitió–. El almirante lucía un pequeño rubí en la empuñadura de su daga, pero nada tenía que ver, ni en color ni en tamaño.

–Esto no es una piedra –señaló Mauá, con un tono de voz que sonaba distinto, como si casi le atemorizara hablar de ello–. Es una gota de la sangre de Muzo, uno de los dioses que habitan en el centro de la Tierra. Cuando Muzo, que es quien da su verdor a la hierba, las plantas y los árboles, lucha con Akar, el dios del mal, que seca los ríos y quema los bosques, sus rugidos se escuchan en la cima de aquella gran montaña, el mundo se abre y se estremece, y la sangre, roja y ardiente de Akar mana a borbotones, arrasándolo todo para acabar convirtiéndose en negra ceniza. Sin embargo, la sangre de Muzo penetra en la tierra, se solidifica, y reaparece en esta hermosa forma, que llamamos yaita. Por eso, tener una yaita es tener algo de Muzo, y tan solo a muy contadas personas les está permitido poseerlas.

–¿Y tú eres una de ellas?

–No. Por desgracia no lo soy, pero me han pedido que te la mostrara.

–¿Quién te lo ha pedido?

–Lo sabrás a su tiempo, si es que llega ese tiempo –fue una vez más la enigmática respuesta, a la par que se ponía pesadamente en pie y tomando un paño limpio envolvía la gruesa esmeralda sin tocarla–. Ahora parte de tu espíritu ha quedado en la yaita –añadió–. Y quien haya aprendido a leer en ella sabrá más de ti que tú mismo.

 

–¡Bobadas!

Lo dijo convencido, pero el gomero, que pese a lo breve de su existencia había asistido ya a un buen número de inexplicables prodigios, no pudo por menos que sentirse en cierto modo impresionado, tanto por la indescriptible belleza de la piedra, como por el tono de misterio con que Mauá había sabido rodear cuanto se relacionaba con ella.

–¿Qué sabéis de las yaitas? –inquirió, por tanto, cuando tres de los jóvenes guerreros que a menudo acudían a escuchar sus relatos de mundos distantes tomaron asiento junto a su hamaca al día siguiente.

–Solo la mujer que haya tenido hijos varones, o el hombre que haya matado en noble lucha a un enemigo, puede tocarlas –replicó uno de ellos en voz muy baja–. Es lo primero que nos enseñan, y si encontramos alguna en las montañas tenemos la obligación de correr a avisar a quien esté autorizado a recogerla. De lo contrario nos volveríamos impotentes de por vida. Todos aquellos que se convierten en afeminados lo son porque no cumplieron la norma, y cuentan que muy lejos, a orillas del mar, existe toda una tribu, los itotos, que fueron condenados a vivir como mujeres por haber desobedecido la ley de Muzo.

–Tan solo existe una excepción a esa regla –puntualizó otro de los muchachos–: Quimari-Ayapel.

–No pronuncies su nombre –le reprendió el primero–. Aún no te está permitido.

–Pronto mataré a una sombra verde y podré hacerlo –replicó altivamente el otro–. Y también podré recoger las yaitas que me salgan al paso.

–No estamos en guerra con los chiriguanas, y si se te ocurre matar a uno te arrojarán al pozo de las víboras –fue la clara advertencia–. Si no aprendes a respetar las leyes, acabaremos siendo tan salvajes como ellos. Tan solo el pueblo que ama la paz es amado por los dioses.

–¿Quién es Quimari-Ayapel? –quiso saber más tarde Cienfuegos.

–Nosotros aún no lo sabemos –musitó apenas el tercero de los jóvenes guerreros–. Pero por lo que escuché una vez, tiene el poder de conseguir que una yaita se convierta de nuevo en la sangre de Muzo.

–¿Licuar una esmeralda? –se sorprendió el gomero–. A fe que no entiendo mucho de piedras preciosas, pero imagino que quien cometa tamaño desatino bien merece que le corten en rodajas. En la nave en que llegué a estas tierras casi se matan cuando se jugaron a los naipes un brillante del tamaño de una lenteja. No quiero ni imaginar lo que hubieran sido capaces de hacer por una joya del tamaño y la belleza de la que me mostró Mauá.

–¿Qué son naipes?

–Algo con lo que se juega y se hace trampas.

–¿Cómo se juega?

La compleja explicación vino seguida por una serie de dibujos, a estos sucedieron dos primeras muestras burdamente talladas en una débil corteza de árbol, y todo ello culminó en un bellísimo juego de baraja labrado en finas láminas de oro a manos de los más hábiles artesanos del poblado, ya que el oro parecía ser el único material, junto a la madera, la caña y el algodón, que aquellas buenas gentes habían aprendido a trabajar regularmente.

El resultado fue que al cabo de poco más de una semana la gran cabaña social que ocupaba un lugar de honor a la orilla del río se convertía, a partir de la caída de la tarde, en una especie de primitivo casino en el que alegres pacabueyes de ambos sexos disfrutaban de lo lindo dedicados con notorio entusiasmo a la divertida tarea de jugar a las cartas.

Debido a ello, la existencia de Cienfuegos entró a partir de aquel momento en uno de los períodos más lúdicos de que tuviera memoria, puesto que pasaba la mayor parte del día tumbado en una hamaca o dando tranquilos paseos por la orilla del río, y las noches jugando a los naipes, eternamente mimado por la solícita Mauá y teniendo a su entera disposición un ingente número de complacientes jovencitas dispuestas a compartir su lecho de buen grado.

También le satisfacían sobremanera las animadas tertulias que solían tener lugar en el porche de su cabaña, y cada día eran más y más los respetuosos muchachos que acudían a escucharle, ansiosos todos ellos por empaparse del relato de prodigiosas aventuras o por hacerse una leve idea de cómo era el mundo que se alzaba más allá del gran mar que nacía al final del gran río.

El isleño llegó con el tiempo a la conclusión de que ningún otro lugar más idóneo que el pacífico poblado de los pacabueyes encontraría para poner fin a su eterno peregrinaje sin destino, y le vino a la memoria la imagen del anciano de blanca barba y oscura túnica cuyo congelado cuerpo descubriera en el interior de una cueva en una altísima montaña.

Probablemente, y tal como a él mismo le había ocurrido, aquel pudo ser un hombre originario de muy remotos lugares al que extraordinarios avatares de la vida arrojaron a un poblado semejante en el que decidiría quedarse para acabar convirtiéndose en una especie de guía y maestro cuyos restos se veneraban como si se tratara de un santón o un patriarca.

«Debería hacer algo más por estas gentes que enviciarlos con los naipes o llenarles la cabeza de fantásticas historias –se dijo–. Debería enseñarles a leer y escribir, aunque poco claro tengo si recuerdo cómo se hace y de qué les serviría, ya que no conocen ni el papel, ni la tinta, ni, mucho menos, libro alguno…». Aquella continua duda entre si resultaba contraproducente o no para los indígenas tener conocimiento de usos y costumbres de cuya utilidad práctica no se sentía del todo convencido obsesionaba al gomero desde los lejanos días en que en compañía del viejo Virutas convirtiera a una primitivísima comunidad de mujeres caníbales en un enloquecido mercadillo de ansiosas consumistas, pero, por fortuna, Mauá no le concedió demasiado tiempo para reflexionar sobre el tema, ya que en el momento en que colocaba ante él una sabrosa pata de pécari asada a las finas hierbas, comentó seriamente:

–Quimari-Ayapel ha interpretado lo que tus manos dejaron impreso en la yaita y quiere verte.

–¿Quién es Quimari-Ayapel? –quiso saber el isleño–. ¿Y por qué tengo que ir a verle? Si quiere algo, que venga aquí.

La gorda negó suavemente mientras tomaba asiento con la sudorosa espalda recostada en el muro de la cabaña, mirándole fijamente con sus diminutos ojillos siempre húmedos y brillantes.

–Si Quimari-Ayapel dice que vayas, tienes que ir, o no podrás continuar viviendo entre los pacabueyes.

–¿Por qué?

–Su autoridad resulta indiscutible.

El isleño reflexionó unos instantes y acabó por hacer un leve gesto de resignada aceptación:

–A la fuerza ahorcan. Iré. Tal vez con suerte asista al prodigio de ver cómo licúa una esmeralda.

–Quimari-Ayapel no necesita hacer prodigios.

–¿De dónde nace entonces su poder?

–De que se trata de un auténtico prodigio.

Cienfuegos no pudo por menos que observarla con renovada curiosidad.

–¿Qué clase de prodigio? –quiso saber.

–El más grande que Muzo haya creado.

–Eso no me aclara mucho.

–No necesitas más. Lo verás por ti mismo.

–¿Cuándo?

–Mañana. Al amanecer nos pondremos en camino.


Apenas despuntaba el alba cuando ya Mauá le precedía por un diminuto sendero que se perdía con frecuencia entre la espesura de la frondosa selva como si pretendiera disimular su existencia, y en media docena de ocasiones la gorda hizo un alto obligándole a dar un extraño rodeo tras indicarle que ante ellos se ocultaba una peligrosa trampa en la que hubiese caído para morir atravesado por afiladas estacas todo aquel que desconociese su existencia.

Fue, no obstante, un tranquilo paseo que les llevó a poder almorzar a orillas de una amplia laguna, que más bien parecía un ensanchamiento del río que hubiese anegado el fértil valle dejando a la vista infinidad de pequeños islotes, la mayor parte de los cuales apenas alcanzaban tres palmos de altura.

–Cuéntame algo más sobre Quimari-Ayapel –pidió el gomero, mientras con la uña se limpiaba los dientes entre los que se le habían introducido fibras de mango–. Quiero tener al menos una idea de con quién voy a encontrarme. ¿Se trata de una especie de brujo o curandero?

–Lo averiguarás tú mismo –fue la machacona respuesta.

–Te advierto que si esperas impresionarme vas de culo –señaló amoscado–. Ya he visto todo lo que se puede ver en este mundo, desde el almirante Colón a caníbales que se comían a mis amigos; un chorro de fuego que nacía del centro de la tierra, gente muerta que se conserva en hielo, una montaña que se convertía en fango, una vieja bruja que se alimentaba del aire… ¡Todo!

–Todo, excepto a Quimari-Ayapel.

–¡Pues como no tenga cuernos…!

Poco después Mauá le pidió que apartara unas ramas, y lo que en principio parecía ser el simple tronco de un árbol se convirtió al momento en dos largas piraguas ensambladas de tal forma que resultaba casi imposible distinguir el punto en que se unían. Apenas necesitó esforzarse para desencajarlas del hueco en que habían sido clavadas, y le asombró que pesaran menos que un simple tronco de tres palmos de largo.

–¿Qué es esto? –quiso saber–. Jamás imaginé que pudiera existir una madera tan liviana. ¿De dónde sale?

–La traen de allá, del otro lado del río. Cuentan que cuando Muzo concluyó de crear los bosques lanzó un suspiro de satisfacción que se hundió en un hueco de la tierra y de ahí nació el árbol que no pesa. ¡Tíralo al agua! –ordenó por último.

El isleño obedeció y se maravilló de nuevo ante la increíble flotabilidad de aquella embarcación de madera casi blanca, a la que la suave brisa amenazaba con arrastrar de inmediato aguas adentro.

El canalete, sin embargo, era de oscura y fuerte chonta y, tras aventurarse poco más de una legua por entre el dédalo de islotes y copudos árboles que nacían del fondo mismo del lago, surgió ante ellos una hermosa isla, y tan cubierta de flores y palmeras, que semejaba un auténtico vergel en mitad de la selva.

Al rodearla por indicación de Mauá, alcanzaron una playa de dorada arena desde la que una ancha pradera ascendía hacia una cabaña de amplios ventanales, y cuando Cienfuegos saltó a tierra extendiendo la mano con intención de ayudar a descender a la anciana, esta negó con un gesto al tiempo que tomaba el remo que el gomero acababa de dejar en el fondo de la embarcación.

–Debes ir solo –dijo–. Yo regreso.

Sin esperar respuesta, maniobró con una habilidad impropia de una mujer de su tamaño, y antes de que el cabrero pudiera tan siquiera reaccionar, se alejó por donde había venido, perdiéndose de vista tras los árboles.

–Esto no me gusta –masculló al verla desaparecer–. No me gusta nada.

Se volvió hacia la casa y de inmediato advirtió que alguien le observaba desde el ventanal, por lo que avanzó unos pasos y no tardó en llegar a la conclusión de que se trataba de una mujer relativamente joven, de mediana estatura, piel muy clara y rostro achatado en el que tan solo destacaban dos grandes ojos oscuros y expresivos.

–¡Hola! –saludó, esforzándose por mostrarse natural, aunque en el fondo se sentía profundamente decepcionado, ya que en verdad esperaba algo más que una indígena escasamente atractiva–. ¿Eres Quimari-Ayapel?

–Soy Quimari –replicó la muchacha con voz extrañamente suave–. Ella es Ayapel.

Fue solo entonces cuando el canario descubrió que a la izquierda, y casi oculta por el borde de la ventana, se encontraba otra persona, que cuando se inclinó levemente para dejarse ver y verle al propio tiempo, resultó ser también una mujer bastante parecida a la primera.

–¡Vaya! –exclamó, un tanto desconcertado–. Esto sí que no me lo esperaba. ¿Puedo pasar?

–Supongo –comentó la llamada Ayapel en un tono autoritario, bronco y decidido–. Espero que no hayas venido desde tan lejos para quedarte fuera. Pronto lloverá.

–¿Tú crees? –inquirió tontamente el isleño, que no podía evitar sentirse ridículo, ya que había llegado hasta allí en busca de un prodigio inexistente–. El día amaneció precioso.

Penetró en la cabaña, aguardó un instante tratando de adaptarse a la penumbra, y lo primero que le llamó la atención fue la ingente cantidad de hermosas esmeraldas que llenaban una especie de ancha mesa de poca altura que se extendía a lo largo de tres de las cuatro paredes de la amplia estancia.

 

–¡Diantre! –exclamó fascinado–. Si estos pedruscos valen lo que imagino que pueden valer allá en Europa, debéis ser las mujeres más ricas del planeta.

–No son nuestras –replicó Ayapel–. Tan solo las cuidamos. Pertenecen a la tribu.

–¿Y es cierto eso de que tenéis el poder de convertirlas en agua?

–A veces. Pero no es este el momento.

–Entiendo. Espero que haya tiempo para todo.

Advirtió entonces que no se habían movido del lugar en que estaban, Quimari casi frente a la ventana y Ayapel a su lado; reparó en que vestían de idéntica manera –una larga túnica blanca con rayas verdes que les cubría del cuello a los tobillos– e intentó buscar una frase ingeniosa que sirviera para romper el hielo de la incómoda situación, mas de improviso ambas mujeres se movieron al unísono, avanzando apenas dos pasos hacia él, y lo que vio a punto estuvo de hacerle caer al suelo.

–¡Dios Bendito! –exclamó–. ¡No es posible!

Tardó unos instantes en recuperar el dominio sobre sí mismo y sus ideas, puesto que le había asaltado la sensación de estar soñando, o de que sus ojos le engañaban, ya que lo que tenía ante él no eran –tal como había creído en un principio– dos mujeres, sino más bien una sola dotada de dos cabezas y dos únicos brazos, aunque al caminar resultaba evidente que disponía de cuatro piernas.

–¿Qué es esto? –casi sollozó horrorizado–. ¿Me he vuelto loco?

Se dejó deslizar por la gruesa pilastra que sostenía el alto techo hasta quedar sentado sobre una fina esterilla de paja, tan desmadejado, sin voluntad ni fuerzas, que podría creerse que en verdad le habían cortado los tendones.

Por su parte, Quimari-Ayapel –lo que quiera que fuese– permaneció inmóvil a menos de cinco pasos de distancia, permitiendo que la –o las– contemplara a gusto, quizás un tanto divertidas por la terrorífica impresión que le habían causado.

–No te asustes… –musitó al fin la primera, con su voz cálida y tímida–. No somos un monstruo del Averno, sino tan solo dos personas que nacieron unidas.

–¿Unidas? –tartamudeó apenas el canario con un supremo esfuerzo de voluntad–. ¿Cómo es posible?

–Nadie lo sabe –fue la sencilla respuesta–. Muzo quiso que así fuera, y así fue.

El pobre cabrero necesitó unos minutos para llegar al convencimiento de que no estaba siendo objeto de una pesada broma, sino que en verdad se enfrentaba a dos seres humanos perfectamente diferenciados, pese a que permanecieran unidos por el pecho de alguna forma que la larga túnica impedía descubrir.

Se movían al unísono, con una sincronía que cabría calificar de prodigiosa, y cuando fueron a tomar asiento en un ancho banco tapizado de rojo, lo hicieron con la misma naturalidad con que lo hubiera hecho una sola persona.

–Lo siento… –pudo murmurar por último–. Lo siento de veras.

–¿Qué es lo que sientes? –quiso saber Ayapel–. ¿Que seamos así? A nosotras no nos importa.

–¿Que no os importa? –se sorprendió el gomero.

–¿Te importa a ti ser un monstruo grande, peludo, pelirrojo y maloliente?

La pregunta tuvo la virtud de desconcertar al isleño, que de un modo casi inconsciente alzó el brazo oliéndose el sobaco.

–Me bañé en el río esta mañana –replicó amoscado.

–Pues no se nota –sentenció Ayapel, que demostraba ser una persona francamente agresiva y de mal carácter–. Apestas a jaguar en celo.

–No creo que hayas olido nunca a un jaguar en celo –masculló francamente malhumorado–. Pero no es cuestión de discutir bobadas. No pretendía ofenderos, aunque sigo considerando que debe resultar muy incómodo vivir de esa manera.

–¿Por qué? –quiso saber ahora Quimari, a la que se diría que le costaba un gran esfuerzo expresarse–. Nacimos así y jamás nos hemos sentido incómodas.

Cienfuegos no supo qué responder, pero le vino a la mente la conversación que había mantenido años atrás con un ciego de su pueblo, quien sostenía, de igual modo, que no lamentaba su defecto, puesto que jamás supo lo que eran la luz ni el color.

–Creí que ya lo había visto todo y he aquí que me enfrento al mayor prodigio imaginable –señaló, por último, al tiempo que se ponía en pie, aproximándose al ventanal para recrearse en el maravilloso atardecer que comenzaba a adueñarse del río y la laguna–. Los lagartos que se convierten en feroces caimanes y los cadáveres helados se me antojan ahora cosa de risa. ¿Hay muchos seres como vosotros por aquí?

–Ninguno –puntualizó Ayapel–. Nadie recuerda un caso semejante, y quizá por ello nos convirtieron en las guardianas de la sangre de Muzo.

–¿Como si fuerais diosas? –inquirió con manifiesta intención.

–Nadie nos considera diosas –fue la sincera respuesta–. Aunque desde el día en que vinimos al mundo, Muzo jamás a vuelto a luchar con Akar, la tierra no se estremece, las cosechas son buenas y nuestros eternos enemigos, los chiriguanas, ni siquiera se atreven a poner el pie más allá de sus fronteras. ¿No bastan tales razones para sentirnos orgullosas de ser como somos?

–Supongo que sí –admitió el canario–. Sobre todo teniendo en cuenta que parecéis felices.

–¿Por qué no habríamos de serlo? –intervino con su suavidad de siempre Quimari–. Estamos juntas y cuando os contemplamos a vosotros, condenados a vivir siempre solos, nos preguntamos cómo podéis soportar semejante castigo. La soledad no es nunca más que eso…; soledad.