Xaraguá. Cienfuegos VI

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Seriyadan: Cienfuegos #6
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No alcanzaba a distinguir las arrugas en su rostro, flaccidez en sus pechos o una piel menos tersa, pues todo cuanto seguía viendo al contemplarla era un semblante inimitable y unos ojos que semejaban las aguas del Caribe entre los arrecifes de una isla desierta.

Decidió limitarse a esperar a que se recobrara mientras el «Milagro» regresaba de España, pues aunque ya hubiera transcurrido el plazo que Ovando les diera para abandonar la isla so pena de ahorcarlos, agradecía que el altivo navío no hubiera hecho aún su aparición, consciente de que no era aquel el momento de lanzarse a la aventura de fundar una colonia lejos de La Española. Resultaba evidente que los hombres del gobernador nunca los encontrarían en pleno corazón de Xaraguá, y por lo tanto aquel era un buen lugar para permanecer a la espera de que la alemana volviese a ser la decidida mujer que siempre fuera, pasando a convertirse de nuevo en una ayuda en lugar de la rémora que significaba en su estado actual.

El viejo Yauco inventó un brebaje a base de hongos que parecía tener la virtud de ayudarla a reaccionar durante algunas horas, pero tanto el gomero como Bonifacio Cabrera eran de la opinión de que semejante tratamiento no podía resultar beneficioso a largo plazo.

–Vive drogada –se quejaba Cienfuegos–. Y llegará un momento en que no conseguirá sentirse bien sin recurrir a esa porquería.

–Dale tiempo.

–No es cuestión de tiempo, sino de voluntad, y temo que lo que Yauco le ofrece anula aún más su voluntad –fue la convencida respuesta del cabrero–. Tengo que obligarla a reaccionar, pero no se me ocurre cómo.

–Engáñala.

–¿Cómo has dicho?

–Que la engañes –replicó con naturalidad el renco–. Engáñala haciéndole creer que te estás acostando con otra. Tal vez la posibilidad de perderte la obligue a reaccionar.

–O tal vez la hunda definitivamente –le hizo notar el otro–. A menudo tengo la impresión de que eso es precisamente lo que está esperando: que le demuestre que ya no me interesa como antes. Y no es así.

–Extraña situación en la que dos seres no pueden ser felices porque se aman demasiado –sentenció Bonifacio Cabrera–. La vida debería ser mucho más lógica.

–No es culpa mía.

–Nadie te culpa. Pero tampoco puedes culparla. A veces, cuando estáis juntos pareces su hijo, y ella lo nota.

–¿Qué puedo hacer para evitarlo?

–Supongo que nada.

Pero el canario sí que lo hizo, puesto que al día siguiente, en el momento en que penetró en la cabaña y sorprendió a Ingrid mirándose en el pequeño espejo de plata que siempre llevaba consigo, se lo arrancó de la mano y lo arrojó por la ventana directamente al mar.

–¡Deja ya de buscarte arrugas y canas! –exclamó fuera de sí–. Deja de mirarte en el espejo. El único espejo que debe contar para ti soy yo, y lo que en verdad importa es cómo yo te veo.

–¿Y cómo voy a saber cómo me ves si no tengo espejo? Es el único que me dice la verdad.

–¿La verdad? –se sorprendió el gomero–. ¿Qué verdad? La verdad de un pedazo de metal pulido que nada entiende de sentimientos, o la verdad de lo que tú quieres ver en él?

–La única verdad que existe, pues sabido es que los espejos no mienten.

–¿Quién asegura semejante tontería? –inquirió Cienfuegos, sorprendido–. En los espejos la derecha se refleja a la izquierda y la izquierda a la derecha. Esa es ya su primera mentira.

–¿Y la segunda?

–Pretender que una imagen plana representa a un ser humano –sentenció–. Puede que te muestre tus arrugas y tus canas, pero no sabe que cada una de esas arrugas tiene una razón de ser, y cada una de esas canas te ha salido por mi culpa. –Hizo una pausa en la que alargó la mano y le acarició con infinita ternura la mejilla–. Pero yo sí lo sé; para mí esas arrugas y esas canas lo significan todo, y te quiero más que cuando no las tenías. Antes no eras más que una muchacha muy hermosa; ahora eres la mujer a la que amo sobre todas las cosas.

–¡Pico de oro! –sonrió ella–. ¡Y pensar que cuando me enamoré de ti ni siquiera te entendía…!

–Si decir lo que se siente es tener pico de oro, me alegra que así sea. –El gomero tomó asiento frente a ella y la miró a lo más profundo de sus inmensos ojos–. Hay algo que debes tener siempre presente –añadió–. El hecho de que nos amáramos desde el primer momento ha causado mucho dolor y muchas muertes. No debes permitir que todo ese sufrimiento y todas esas vidas humanas se pierdan sin motivo.

–No sé si entiendo bien lo que pretendes decirme.

–Pues creo que está muy claro. Si el día que nos conocimos en aquella laguna no nos hubiéramos entregado el uno al otro como lo hicimos, yo ahora estaría cuidando cabras en La Gomera y tú seguirías siendo la rica y respetada vizcondesa de Teguise. Me habría ahorrado diez años de penalidades por tierras desconocidas, y tu marido y cuatro o cinco desgraciados más, a los que tuve que matar, seguirían con vida. –Le cogió las manos y le besó las palmas con infinito amor para añadir con un susurro–: Menospreciar todo eso por el simple hecho de que ya no te sientes tan joven como entonces se me antoja una crueldad impropia de alguien tan sensible como tú.

Lo que no habían conseguido los brebajes de Yauco, ni los consejos de Anacaona o Bonifacio Cabrera, lo consiguieron en cierto modo las palabras del isleño, puesto que la alemana pareció reaccionar, esforzándose por volver a ser la maravillosa criatura que siempre había sido. Le rogó a Haitiké, que nadaba y buceaba como un pez, que recuperara el perdido espejo, pero ahora procuró no buscar en él nuevas canas y arrugas, sino que lo utilizó para acicalarse y aparecer lo más hermosa posible a los ojos del hombre que tanto amor le demostraba.

Fue por aquel entonces cuando recibieron la inquietante noticia de que el gobernador Ovando acudía en visita de buena voluntad, acompañado por un nutrido séquito.

–¿Por qué? –se apresuró a inquirir Cienfuegos–. ¿Por qué alguien que tiene infinitos problemas que solucionar en Santo Domingo decide emprender de pronto un viaje tan largo y tan incómodo?

–Tal vez traiga la respuesta de mi carta a la reina –aventuró Anacaona.

–España está muy lejos –le hizo notar el gomero–. Esa carta no ha tenido tiempo de ir y volver, teniendo en cuenta con cuánta parsimonia se toman las cosas en la corte.

–Puede que lo único que desee sea conocerme –insinuó no sin cierta maliciosa intención la princesa–. Al fin y al cabo es un hombre.

–No de ese tipo de hombres… –fue la desabrida respuesta–. Fray Nicolás de Ovando es ante todo gobernador, luego religioso y, si le queda algo, el ser humano más frío que he conocido. ¡Desconfiad de él!

–¡Querido amigo…! –le hizo notar la princesa sonriendo ladinamente–. Aprendí a desconfiar de los españoles el día que Alonso de Ojeda invitó a montar en su caballo a Canoabó y lo raptó ante las narices de sus guerreros. –Echó hacia atrás su espesa melena de color azabache y contempló el techo como si recordara momentos clave de su vida–. Y conocí muy bien, ¡demasiado bien!, a Bartolomé Colón, que es el hombre más falso que haya pisado jamás esta isla. Y a Francisco Roldán. Y a tantos otros cuyas traiciones y canalladas tardaría semanas en referir. ¡Quedad tranquilo! –concluyó–.

Ovando nada podrá contra mí en pleno corazón de Xaraguá. Le brindaré la más fastuosa recepción que haya visto nunca, pero no me dejaré sorprender, tenedlo por seguro.

Al canario le hubiera gustado compartir la confianza de la altiva Flor de Oro, pero la experiencia le había enseñado que los hombres como Fray Nicolás de Ovando no solían dar pasos inútiles, sobre todo si esos pasos les obligaban a trasladarse al otro lado de una isla húmeda y tórrida para enfrentarse a un ejército de imprevisibles salvajes desnudos.

Por tanto decidió tomar sus propias precauciones, trasladando a una escondida cala de la vecina isla de Gonave un buen número de provisiones y todo cuanto pudieran necesitar en caso de que las cosas se pusieran difíciles.

–Ovando aseguró que nos ahorcaría si nos encontraba en La Española, pero no dijo nada de Gonave, pese a que esté a la vista de la costa –le comentó a Bonifacio Cabrera–. Supongo que incluso desconoce su existencia.

–Ovando te ahorcará dondequiera que estés si le apetece –le señaló su amigo con naturalidad–. Y no lo hará aunque te encuentre en el prostíbulo de Leonor Banderas si no está de humor para ejecuciones. Es lo bueno que tiene ser gobernador; puede hacer lo que le venga en gana sin rendir cuentas a nadie.

Aquello era muy cierto y el gomero lo sabía. La Corona había establecido unas normas según las cuales lo único que importaba era lo que a la Corona le convenía, y sus súbditos no tenían más opción que aceptar sus decisiones por injustas que parecieran. Y como Ovando representaba a la Corona al oeste del Océano Tenebroso, sus órdenes o sus caprichos eran una ley contra la que nadie osaría nunca rebelarse.

Gonave no era, por tanto, un lugar absolutamente seguro, pero sí constituía en aquellos momentos una isla lo suficiente agreste como para que ni todo el ejército del gobernador pudiese dar con un puñado de fugitivos si estos sabían cómo impedirlo.

Y era también un punto desde el que se avistaba cualquier nave que llegara de mar abierto, incluido el «Milagro» que tanto tiempo llevaban esperando y a cuyo encuentro se podía salir fácilmente con una simple canoa. Una vez satisfecho con respecto a la seguridad de su familia, Cienfuegos hizo lo que mejor sabía hacer: esperar. Estableció su campamento en un cerro que dominaba desde el nordeste el poblado indígena, para asistir dos días más tarde a la llegada del gobernador y su tropa, quienes por lo visto habían hecho parte del viaje en barco y parte a pie, dejando las naves fondeadas en la costa sur de la isla para alcanzar más tarde la capital de Xaraguá en una corta jornada de cómodo paseo.

 

Debió ser el propio Ovando –cuya aversión al mar era sobradamente conocida y muy propia de un religioso castellano de su época– quien llegara a la conclusión de que su entrada en el último reino independiente de La Española sería mucho más espectacular a lomos de un caballo lujosamente enjaezado y rodeado de valientes capitanes que si lo hacía desembarcando en una frágil chalupa, verde por el mareo y destrozado por una desagradable travesía, para tambalearse como un borracho al poner pie en tierra.

Fue con redoble de tambores y relinchos de briosos corceles como hizo su aparición la comitiva por el sendero de la playa, y lo primero que advirtió el gomero fue el hecho de que la mayoría de quienes la componían eran hombres de armas, sin más presencia religiosa que la de Fray Bernardino de Sigüenza, ni más personal civil que un escribano.

–Extraño séquito este, en el que no está presente ninguno de los cuarenta ciudadanos más notables de Santo Domingo –musitó para sus adentros–. Más parece expedición de castigo que visita de buena voluntad.

Hubiese deseado advertirle una vez más a la princesa que desconfiase de las intenciones de los recién llegados, pero al observar cómo de entre el palmeral que bordeaba la playa surgían de improviso docenas de impasibles guerreros, que se alineaban marcialmente, se sintió más tranquilo.

El fasto con que la princesa Flor de Oro recibió al gobernador no desmereció en absoluto del que este desplegaba, pues una veintena de preciosas muchachas apenas cubiertas con faldas de hojas transportaban a hombros un inmenso trono en el que se reclinaba la aún hermosísima reina de Xaraguá, cuyos agresivos pezones parecían desafiar las leyes de la gravedad apuntando hacia la única nube que cruzaba el cielo.

Las flautas indígenas entraron pronto a rivalizar con los tambores españoles, y desde su privilegiado observatorio el isleño tuvo la sensación de que en lugar de dos pueblos que se reunían en son de paz se trataba de dos altivos pavos reales que exhibían su colorido plumaje en un inútil intento de deslumbrar a su adversario.

El encuentro entre Ovando y Anacaona fue tenso, pues se diría que ambos mandatarios estaban aguardando a que fuera el otro el que hiciera el primer gesto de acatamiento y pleitesía, pero como ni el primero descendió de su montura, ni la segunda de su trono, acabó por plantearse una embarazosa situación que podría haber llegado a hacerse eterna de no ser por el hecho de que de improviso el caballo del gobernador comenzó a caracolear nerviosamente por culpa del fiero ocelote que descansaba a los pies de Flor de Oro a modo de gran gato amaestrado.

Al poco la mayoría de los notables de ambos bandos desaparecieron en el interior de la mayor de las cabañas, y la vista de Cienfuegos fue a recaer en la escuálida figura de Fray Bernardino de Sigüenza, al que todos parecían haber olvidado y que se limitó a alejarse por la orilla de la playa, para ir a tomar asiento sobre un tronco caído y comenzar a musitar por lo bajo mientras pasaba las cuentas de su rosario observando cómo el sol se iba inclinando mansamente sobre un mar que semejaba una balsa de aceite.

Fue entonces cuando al gomero se le ocurrió la gran idea.

La fue madurando mientras el cielo se cubría de las rojizas tonalidades de los fastuosos ocasos de Xaraguá, y había trazado ya un sencillo plan en todos sus detalles cuando con las primeras sombras de la noche el maloliente franciscano regresó lentamente al poblado e inquirió cuál habría de ser su alojamiento.

Cerrada ya la noche, el cabrero acudió en busca de Bonifacio Cabrera para exponerle su idea.

–¡Muy propia de ti! –se apresuró a señalar el renco sin poder evitar una divertida sonrisa–. ¿Es que nunca dejarás de darle vueltas a esa maldita cabeza?

–Supongo que no. ¿Me ayudarás?

–Naturalmente.

Fue así como al alba del día siguiente, Bonifacio Cabrera penetró en la choza que le habían asignado al frailuco, y, despertándolo con suavidad, le espetó en cuanto abrió los ojos:

–Os ruego que me acompañéis, padre. Un cristiano en peligro de muerte precisa que le administréis los sacramentos.

Como era de esperar, el hombrecillo no se hizo de rogar, apresurándose a seguir al cojo por un escondido sendero de la floresta, hasta que al cabo de poco más de media hora de camino fue a toparse con su viejo conocido, el canario Cienfuegos.

–¡Dios me asista! –exclamó horrorizado–. ¿Vos de nuevo?

–Así es, padre –admitió el gomero sonriente–. Y me alegra veros.

–¡Pues a mí, no! –masculló el otro, furioso–. Sois la última persona de este mundo con quien quisiera tener tratos.

–Jamás imaginé que alguien como vos pudiera ser rencoroso –fue la divertida respuesta–. Al fin y al cabo no hice nada censurable.

–¿Os parece poco censurable burlaros del sacramento de la confesión? –se indignó el fraile–. Lo utilizasteis en vuestro provecho y no fue para eso para lo que fue instituido.

–Lo imagino, y os pido perdón por ello. –Resultaba evidente que Cienfuegos se esforzaba por congraciarse con un personaje que le resultaba extremadamente simpático, pese a que el hedor que despedía obligaba a mantenerse a prudente distancia de sus sobacos–. Os ruego que lo olvidéis porque en verdad necesito vuestra ayuda.

–No estoy aquí para ayudaros, sino para administrar la extremaunción a un moribundo –masculló el franciscano–. Así que llevadme junto a él.

–¡Perdón! –le interrumpió Bonifacio Cabrera alzando el dedo en un ademán ciertamente cómico–. Yo no os hablé de un moribundo, sino de alguien que se encuentra en peligro de muerte.

–¿Acaso no es lo mismo? –se amoscó Fray Bernardino.

–¡En absoluto! –le hizo ver Cienfuegos–. Estoy en peligro de muerte, puesto que si vuestro amigo Ovando me encuentra me ahorca, pero no soy en absoluto un moribundo.

–¡De modo que se trata de otra de vuestras malditas tretas! –El frailuco parecía a punto de echar espumarajos de rabia por la boca y se sorbía los mocos con tanta fruición que se diría que estaban a punto de ahogarle–. ¿A qué viene entonces eso de administraros los sacramentos? ¿A qué clase de sacramentos os referís?

–A todos –fue la sencilla respuesta.

–¿A todos? –se asombró el otro.

–Exactamente. Quiero que me bauticéis, me confeséis, me administréis la primera comunión y la confirmación, y, por último, me caséis con vuestra ex prisionera doña Mariana Montenegro. Y ya puestos, y como habéis venido a eso, os autorizo a que me deis también la extremaunción por si me agarran y me ahorcan.

–¡San Judas bendito!

–¡No empecéis con las jaculatorias o no acabaremos nunca!

–Sois un maldito descarado. ¿Así que no estáis bautizado?

–Una vez me bauticé yo mismo, pero no creo que pueda considerarse válido. ¿O sí?

–No sabría qué deciros. Supongo que depende de las circunstancias. –El religioso parecía haber recuperado en parte el dominio de sí mismo ante la posibilidad de atraer a aquel estrambótico gigante pelirrojo, al que en el fondo admiraba, al rebaño del Señor–. Lo que ahora importa es que el día en que acudisteis a mí pidiendo confesión aún no erais cristiano y no me lo advertisteis.

–¿Acaso resulta imprescindible? –quiso saber el canario–. ¿Os negaríais a confesar a un pagano si viniese a pedíroslo?

–Primero tendría que bautizarlo. Si no pertenece a la fe de Cristo no puede lógicamente beneficiarse de cuanto esta ofrece.

–Es posible –aceptó el otro–. Pero aquello es agua pasada y poco importa ahora que no tengáis que acogeros al secreto de confesión. Ovando me ahorcaría por el simple hecho de desobedecerle. –Le miró a los ojos–. ¿Haréis lo que os pido? –quiso saber.

–Tengo que pensármelo.

–Os advierto que si aceptáis, no solo me bautizaréis a mí, sino también a mis hijos. Y por si fuera poco, salvaríais a doña Mariana Montenegro, que vive en pecado y aspira a santificar nuestra unión. ¿Os arriesgaríais a perder cuatro almas por rencor hacia mí?

–¡Continuáis siendo un maldito enredador! –masculló furibundo el de Sigüenza–. Y a fe que jamás me topé con mente tan endemoniada y retorcida. ¿Dónde están vuestros hijos?

–A una hora de camino, más o menos.

–Llevadme ante ellos. Pero os juro que como me hagáis otra faena, apenas os bautice os excomulgo.

Emprendieron la marcha, el cabrero y su amigo Bonifacio Cabrera sonriendo abiertamente y el religioso aún mascullando entre dientes su indignación, pero esta alcanzó su máxima cota cuando, al cabo de un rato, Cienfuegos se detuvo al borde de un riachuelo, y sacando de sus alforjas una gruesa pastilla de áspero jabón, le espetó sin el más mínimo respeto:

–Y ahora bañaos.

–¿Cómo decís? –se indignó el de Sigüenza, temiendo haber oído mal.

–Que si queréis continuar con vuestra misión de salvar almas, tenéis que quitaros de encima toda la mugre y el mal olor que lleváis en el cuerpo. ¿O es que acaso nadie os ha dicho que apestáis a veinte pasos?

–Bañarse en exceso incita al pecado.

–Y demasiado poco a la penitencia. Si imagináis que ese es el olor de santidad de que tanto se habla, creo que estáis en un error. Lo vuestro es cuestión de ajo y pies sudados.

–¡Ofendéis mi dignidad!

–Y vos mi olfato. Y lo de la dignidad no sé cómo solucionarlo, pero lo de mi olfato se arregla con jabón, así que manos a la obra.

–¡Ni hablar!

–Os comunico que saldréis de aquí más limpio que una patena aunque nos lleve todo el día, así que no me obliguéis a desnudaros.

–¡No os creo capaz!

–¿Ah, no? –se sorprendió el cabrero–. ¡Caray, padre, creí que me conocíais! ¡Vamos pues!

Lo alzó como si se tratara de un fardo, se lo colocó bajo el brazo y se introdujo en el agua con la pastilla de jabón en la otra mano dispuesto a quitarle de encima una costra de mugre de un par de milímetros de espesor.

–¡Soltadme! –gritaba histéricamente su víctima, presa de un ataque de ira que parecía a punto de degenerar en apoplejía–. ¡Soltadme he dicho!

Pero Cienfuegos hizo oídos sordos hasta que llegaron al centro del río, lo colocó de pie de modo que el agua le llegaba al pecho, y con un rápido gesto rasgó la putrefacta sotana que le arrancó a pedazos permitiendo que la corriente se la llevara.

–¡San Juan Bautista! –casi sollozó el franciscano–. ¿Qué voy a ponerme ahora?

–Tendréis ropa limpia cuando estéis limpio –le prometió su verdugo–. Pero si lo preferís, podéis regresar en pelotas.

Podría decirse que la sensación de saberse desnudo vencía toda resistencia por parte de Fray Bernardino de Sigüenza, pues sin decir una palabra más tomó la pastilla de jabón y comenzó a restregarse furiosamente.

Fue todo un espectáculo observar cómo su cuerpo iba cambiando de color mientras las transparentes aguas se enturbiaban, y resultó evidente que puesto a hacer las cosas el frailuco decidió hacerlas bien, tal vez abrigando la intención de que aquel se convirtiera en su último baño de la década, ya que probablemente se trataba del primero que tomaba en lo que iba de siglo.

Salió del río cubriéndose las vergüenzas con las manos, escuálido, arrugado, blanco y tiritando, y en verdad que provocaba risa y pena al propio tiempo, pues resultaría muy difícil encontrar un ser humano de apariencia más desvalida por mucho que se buscara.

Satisfecho, Cienfuegos abrió de nuevo su mochila y le tendió una impoluta túnica blanca que el otro contempló horrorizado.

–¿Blanco? –exclamó como si acabara de ver al mismísimo demonio–. ¿Acaso pretendéis que me vista de blanco?

–¿Qué tiene de malo el blanco?

–Que pareceré un dominico.

–¡Oh, vamos, padre! Más vale dominico limpio que franciscano mugriento. No creo que Dios se fije en los hábitos, sino en las conciencias, y me consta que la vuestra está tan limpia como vuestro cuerpo.

Una hora después llegaban a la cabaña y a doña Mariana le costó un gran esfuerzo reconocer en el reluciente hombrecillo que bailaba en el interior de una túnica demasiado holgada al temible inquisidor que con tanta insistencia la interrogara en las mazmorras de la fortaleza de Santo Domingo.

–¿En verdad sois Vos? –inquirió sin querer dar crédito a sus ojos–. ¿El mismo Fray Bernardino de Sigüenza…?

–Lo que queda de él y lo poco que durará –se lamentó el otro–. Esta bestia me ha hecho coger un resfriado del que no creo que salga con bien en semejante tierra de paganos.

 

Como para corroborar sus palabras soltó un sonoro estornudo que le obligó a moquear más que de costumbre, y tras pasarse repetidamente el dedo por la nariz, añadió cambiando el tono de voz:

–Si queréis que os diga la verdad, me alegra estar aquí aun a pesar del baño. Es una gran cosa veros libre y rodeada de los vuestros.

–¿Acaso ya no tenéis interés en quemarme por bruja? –inquirió con intención la alemana.

–Nunca la tuve y lo sabéis. Aquel fue el peor de los encargos que he recibido nunca, y mi auténtica personalidad es la de ahora, pese a este hábito de dominico. –Sonrió levemente–. No nací para inquisidor, tenerlo por seguro.

–Lo sé, pero lo que no entiendo es qué diablos hacéis en el séquito del gobernador.

–Soy uno de sus consejeros.

–¿Vos? –intervino el gomero sorprendido–. No tenía ni la menor idea. ¿Y qué clase de consejos le dais?

–Aquellos que me dicta mi buen entender y mi conciencia –replicó el otro, amoscado–. Pero no creo que sea ese negocio el que os ataña. Lo que importa es solucionar cuanto antes lo que he venido a hacer aquí. Empecemos por los bautizos y dejemos la boda para lo último.

–¿Boda? –se sorprendió doña Mariana Montenegro–. ¿A qué boda os referís?

–A la nuestra, naturalmente –señaló Cienfuegos, un tanto desconcertado por el tono de la pregunta.

–¿La nuestra…? –repitió ella de igual modo–. Que yo sepa no hemos hablado para nada de boda.

–Quizá no –admitió el gomero–. Pero tenemos un hijo, nos queremos, tú eres viuda y yo soltero. Lo lógico es que nos casemos. ¿O no?

–Ya una vez estuve casada –puntualizó Ingrid con acritud–, y no fui una buena esposa. ¿Por qué he de correr el riesgo de cometer el mismo error, si estamos bien como estamos?

–No estamos bien y lo sabes –protestó nervioso Cienfuegos, que comenzaba a darse cuenta de cuáles eran las intenciones de la alemana–. Vivimos en pecado.

–¿De qué pecado hablas si tú ni siquiera eres católico? –fue la áspera respuesta–. ¿Y desde cuándo te preocupa semejante problema?

–Desde ahora. Dentro de un rato me bautizarán, y supongo que a partir de ese momento seré católico y no deseo vivir en pecado. –Hizo una corta pausa, esforzándose por calmarse, e indicando con un ademán a Fray Bernardino, que asistía a la escena un tanto incómodo, añadió–: Toda tu vida has deseado que nos casáramos y ahora tenemos quien puede celebrar la ceremonia sin impedimentos. ¿A qué diablos viene semejante cambio de actitud?

–A que no me parece una buena idea.

–¿Y te parece buena idea que nuestro hijo sea bastardo?

–No, desde luego –admitió Ingrid, visiblemente afectada–. No quiero que mi hijo sea un bastardo, pero no por evitarlo debemos hacer algo que no deseamos hacer.

–Yo deseo hacerlo –puntualizó él–. Es lo que más deseo en este mundo. Lo que deseé siempre. ¿Por qué tú no?

–¡Oh, vamos! –casi sollozó doña Mariana–. ¡Lo sabes muy bien!

–No. No lo sé. –El cabrero se mostraba seco y firme–. ¡Explícamelo tú!

–Parezco tu madre… –señaló ella por último.

–¿Y te consideras superior a mí por eso?

–¡Qué estupidez! Es que más que una boda parecería una adopción.

–Es la cosa más desagradable que me has dicho nunca –sentenció el isleño–. Medir el amor por la diferencia de edad es tanto como medir la inteligencia por la diferencia de estatura.

–Estoy de acuerdo –intervino Fray Bernardino–. Y se trata de una idiotez indigna de una mujer inteligente, hija. Allá en La Fortaleza parecías más lista.

–No se meta en esto, padre –le atajó la alemana–. No sabe de qué va la cosa.

–Sí que lo sé –fue la sincera respuesta–. Va de años… Y lo que es años tengo más que los dos juntos. –Observó a su ex-cautiva con afecto al tiempo que le tomaba una mano y se la apretaba como para infundirle ánimos–. Entiendo lo que te ocurre –añadió–. Está claro que él es más joven y que has pasado momentos terribles que te han marcado profundamente. Pero se trata de algo pasajero, y lo que está claro es que este hombre te ama más que a nada. Ha arriesgado su vida por ti infinidad de veces, y estoy convencido de que no imagina el futuro sin estar a tu lado. ¡Olvida todos esos prejuicios impropios de una mujer como tú y cásate con él!

–¿Y qué pasará cuando yo sea una anciana y él siga tan atractivo como ahora?

–Que serás una anciana, lo cual siempre será mucho mejor que ser un cadáver. –El franciscano se sorbió los mocos, pues esa era una costumbre que el baño no le había hecho perder, y añadió–: Aún no entiendo por qué extraña razón a las mujeres os preocupa mucho más lo que ocurrirá en el futuro que lo que ocurre en el presente. Creo que en eso estriba vuestra incapacidad de hacer algo constructivo. Si tuvierais que levantar una catedral estaríais pensando más en lo que ocurrirá el día en que se caiga que en los siglos que va a mantenerse en pie. –Le apretó de nuevo la mano–. Respóndeme a una pregunta con toda sinceridad –suplicó–: ¿Amas o no amas a este hombre?

–¡Naturalmente!

–¿Y tú amas o no amas a esta mujer? –inquirió volviéndose al gomero.

–Más que a mi vida.

–En ese caso, yo os declaro marido y mujer –sentenció el fraile trazando sobre ellos la señal de la cruz–. Ya está hecho, y no hay más que hablar.

–¡Pero cómo…! –se asombró doña Mariana–. ¿Pretendéis hacerme creer que nos habéis casado?

El de Sigüenza asintió con un convencido gesto de cabeza:

–Hasta que la muerte os separe.

–¡No es posible! –protestó ella–. ¿Así sin más?

–Si quieres te rezo un Padrenuestro, pero no es imprescindible. En caso de peligro de muerte se puede abreviar mucho la ceremonia.

–¿Y quién está en peligro de muerte?

–Vosotros. Si Ovando os atrapa, os ahorca.

–A mí todo esto se me antoja muy irregular –insistió doña Mariana, que no parecía conformarse con el modo en que se había llevado a cabo la pintoresca ceremonia–. ¿Estáis seguro de que esta boda es válida?

–Para mí, sí. Y para tu marido, también. Y como somos dos de tres, la cosa no tiene vuelta de hoja.

–Os estáis burlando de mí.

–En absoluto, hija, en absoluto –fue la serena respuesta–. Si un obispo puede anular un matrimonio con cinco hijos, un simple fraile puede legalizar otro sin grandes aspavientos. De hecho, en ocasiones casamos una docena de parejas a la vez y sin preguntar sus nombres.

Ingrid Grass no quedó del todo satisfecha por semejante explicación, pero resultaba evidente que tampoco deseaba que la convencieran, pues pese a cuanto alegara en contra de semejante boda lo que más íntimamente ansiaba en realidad era unirse al hombre al que había dedicado la mayor parte de su vida.

Las parejas muy enamoradas desean envejecer juntas, pero con frecuencia odian la idea de advertir cómo su pareja va envejeciendo, pues suele resultar mucho más fácil aceptar el propio deterioro físico que el de aquel a quien se ama.

A menudo, esas personas odian su propio envejecimiento únicamente por el hecho de que son conscientes de que eso causa dolor al otro, ya que comprenden que este experimenta los mismos sentimientos que a él le hieren. Y es que la vejez es un estado de ánimo que puede resultar soportable o insoportable, según los casos, pero lo que sí resulta en verdad difícil de sobrellevar es el largo tránsito que desemboca en la senectud.

Doña Mariana Montenegro estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años en una época en la que la esperanza de vida de una mujer apenas superaba el medio siglo, y había sufrido tantas calamidades que inconscientemente se consideraba ya en la recta final de su vida pese a que acabara de dar a luz un hijo.

O quizás había sido la propia llegada de ese hijo tan largamente esperado lo que contribuía a hacerle suponer que su ciclo vital había concluido.

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