Arkoriam Eterna

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ARKORIAM ETERNA:



EL LLAMADO DE LA PIEDRA





Alejandro León Galindo




© Alejandro León Galindo



© Arkoriam eterna: el llamado de la piedra





Imagen original de cubierta: Jaime Alberto Bustos Salazar





Septiembre, 2020





ISBN papel: 978-84-685-5193-7



ISBN ePub: 978-84-685-5191-3





Editado por Bubok Publishing S.L.



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Tel: 912904490



C/Vizcaya, 6



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Dedicado a mis amigos: que su imaginación

 y su juventud nunca se acaben.




Índice





PRÓLOGO







CAPÍTULO I El camino del mercenario







CAPÍTULO II Mar en calma, mar tormentoso







CAPÍTULO III El encargo de Krina







CAPÍTULO IV Primera carta a la dama Dalin Duelin







CAPÍTULO V La casa en Las Mazmorras de Solaria







CAPÍTULO VI Gremio del Murciélago







CAPÍTULO VII El camino del montaraz







CAPÍTULO VIII La piedra misteriosa







CAPÍTULO IX Los Slayers







CAPÍTULO X Elfos impuros







CAPÍTULO XI Grash el ogro







CAPÍTULO XII Segunda carta a la dama Dalin Duelin







CAPÍTULO XIII Despertar







CAPÍTULO XIV Viejos conocidos







CAPÍTULO XV Caminos y bestias







CAPÍTULO XVI Cartas







CAPÍTULO XVII Camino a Solaria







CAPÍTULO XVIII Elfos







CAPÍTULO XIX Caminar con elfos







CAPÍTULO XX Dos buenas visiones: el cuervo y el Escorpión







CAPÍTULO XXI Todo es cuestión de confianza







CAPÍTULO XXII Reír de cara a la muerte







CAPÍTULO XXIII La cara del terror







CAPÍTULO XXIV Los mercenarios vienen y van







CAPÍTULO XXIV El rey en lo alto de la roca







CAPÍTULO XXV La marcha de los elfos impuros







CAPÍTULO XXVI Desespero







CAPÍTULO XXVII Sueños







CAPÍTULO XXVIII Trolls y…







CAPÍTULO XXIX La muerte







EPÍLOGO






PRÓLOGO




El clima en este lugar siempre es bastante difícil. Un permanente aire frío y húmedo, mañanas y tardes consumidas por la niebla. Vegetación abundante que no aporta nada a quienes quieren cultivar ya que la maleza crece de forma inesperada, eso además de contar con una tierra pobre en minerales que permitan a un buen cultivo dar los mejores productos.



El mercenario llevaba en este lugar ya varias semanas; era el primer lugar donde se detenía por tanto tiempo desde que emprendió su viaje desde el sur, desde las tierras de Tabask: un reino donde la política, el poder y la muerte caminan juntos jugando con sus habitantes. Una tierra de asesinos, no de guerreros. Una tierra donde el mercenario ha dejado su entristecido corazón.



Ahora se encontraba en Solaria, el inexpugnable centro del continente de Ebland. Una tierra sin reino, pero no sin rey, una tierra donde —se cuenta— son enviados al exilio delincuentes de los reinos circundantes (incluso el mismo reino de Ábaron) lo cual no es otra cosa que enviarlos a la muerte: una muerte cruel y tenebrosa. Una tierra habitada por criaturas peligrosas y brutales, incluso criaturas de leyenda, criaturas de las cuales las madres cuentan a sus hijos para que se porten bien… Si solo esas madres supieran lo tangibles que pueden ser los peligros que corren sus hijos…



En tiempos anteriores todos los reinos de Ebland habían intentado de una u otra forma colonizar esta lúgubre y feroz tierra, ya fuera por uno u otro motivo: Ábaron había lanzado sus tropas bajo la guía de los paladines de Pálidor en pos de erradicar ese mal primigenio que consume el centro del continente, mas sin embargo muchos creen que este reino buscó apoderarse de Solaria porque creían que allí existían grandes minas de oro y plata.



Los reinos de Fabul y Bard, al oriente de Solaria, intentaron crear rutas de comercio que beneficiarían a todos los reinos… obteniendo ventaja del cobro de impuestos por el uso de dichas rutas de comercio. Tabask, por su parte, buscó un interés un poco más oscuro según cuentan los susurros, pero nadie puede afirmarlo con seguridad. Finalmente, cada uno de los reinos fracasó en su intento; los paladines y sus tropas nunca regresaron y las leyendas que relatan los ancianos dicen que estos ahora sirven al misterioso poder de Solaria tanto en vida como en muerte. De los pocos expedicionarios que regresaron nada pudo deducirse ya que sus mentes habían sido torcidas y sus palabras y miradas colmadas de locura, y solo sirvieron para prevenir a sus reinos.



Pero, aun dentro de todo este gris panorama que presenta Solaria, existe vida. Bueno, vida sería mucho decir, lo que existe es un deseo de supervivencia colectiva. Décadas atrás un grupo de personas que habían llegado hasta este sitio, seres sin esperanzas, sin futuro, de espíritus quebrantados, formaron en los límites del sur (colindantes con Tabask) lo que hoy se llama Villa de Solaria. Y es menester decir que muchas son las historias que giran a su alrededor. Es en este lugar donde generaciones de almas atormentadas habían encontrado apoyo mutuo y un lugar, aunque difícil por no decir terrible, donde el mundo y sus reinos no podían alcanzarlos.



Villa de Solaria no constaba de más que unas cuantas casas reunidas en torno a un pozo, casas entre las que se encontraban una posada y una herrería. Su sostenimiento se lograba gracias a un criadero de cerdos, uno de gallinas y unos pocos cultivos de una vegetación similar al bambú que permitía trabajar sus fibras en distintos productos artesanales, los cuales intercambiaban por mercancías de los pueblos cercanos a los que se llegaba después de viajar por varios días.



Pocos son los comerciantes que quieren llegar hasta Villa de Solaria por su propia voluntad puesto que existe un enorme y peligroso ogro llamado Grash, quien cobra tributos a los viajeros por cruzar por sus caminos.



Haciendo una parada en su vida, el guerrero, quien había encontrado trabajo patrullando las zonas cercanas de la villa para mantener a raya a goblinos y lobos, aprovechaba el silencio sepulcral del lugar para sumirse en sus pensamientos. En sus recuerdos. Mezcolanzas de tristeza al recordar todo aquello que había dejado atrás y melancolía por no tener a su lado al único buen amigo, al que dejó en las salvajes Tierras del Fuego. Pero lo que le producíae mayor consternación en su alma era el recuerdo de la vida y la muerte. O la muerte y la vida, sería más preciso decir.



El mercenario había muerto pocos años atrás, atravesado por los tridentes de unas peligrosas criaturas llamadas sahuagins. Fue un momento de tristeza y desesperación, como la muerte ha de ser. En sus últimos momentos, su corazón aterrado entendía que nunca más tendría la posibilidad de volver a estar junto a su dama. Solo unos segundos tras el recuerdo se arrepintió de haberla dejado ir como si se tratase de otra encomienda más que se termina entre un mercenario y su amo.

 



Mas sin embargo un día abrió los ojos. Sus ojos mortales que miraban al cielo en una playa. A su lado, una leyenda de Ebland, Febo el bardo, quien le había traído a la vida nuevamente con el propósito de cumplir un trabajo.



—Supongo que estarás libre de trabajo, ¿no, mercenario? —fue lo primero que escuchó de la sonriente cara de Febo. Pero esa es otra historia. Y es desde este punto de su vida en adelante cuando se convertiría en la herramienta de poderes por encima de su comprensión y alcance, cuando poco a poco se daría cuenta de que ni su vida ni su muerte le pertenecían y donde esta última, la muerte, aquella que muchos quieren evitar, aquella que trae terror a los corazones de quienes tienen mucho que perder, sean seres civilizados o criaturas salvajes, sería lo más anhelado por el mercenario. Su destino es estar condenado a nunca poder descansar en paz.



Y así era como pasaba los días en este sórdido lugar, entre sus recuerdos y sus tristezas; entre combates contra trasgos y otros males menores; entre pillar ladronzuelos y cuidar las granjas y corrales, todo por unas cuantas monedas, una comida y un techo. Un lugar donde la vida lucha constantemente por imponerse y, aun así, no parece lograr ningún avance; como si el tiempo y la civilización se negaran a entrar a Solaria y acobijar a sus pobres gentes.



Los días entonces pasaban a convertirse en una rutina peligrosamente cómoda. En las primeras horas de la mañana, Ilinea, la hija del posadero, de unos doce años de edad e inexpresivo y pálido rostro, colaboraba (por mandato de su padre tras la solicitud del foráneo) con el espigado mercenario en el ritual que comprende ataviarse de su armadura completa; ajustar placas, tensar correas, calzar grebas. Una armadura muy peculiar en una espada de alquiler, pues suelen vestir cueros tachonados o pieles de animales en vez de armaduras de caballeros a lomos de jamelgos. No obstante, es así como él lo prefería puesto que no solo esta podía protegerlo de esas hojas afiladas que no lograra esquivar o bloquear en medio de un combate, sino que hablaba muy bien de sus capacidades como guerrero ante sus clientes, ya que no cualquier mercenario podía ganar lo suficiente en toda una vida de trabajo como para comprar una armadurade estas. Aun así, hace tiempo dejó de usar el casco pues considera que limita demasiado su visión periférica.



Cuando la chiquilla terminaba de ayudar con la armadura venía un pequeño segundo ritual que consistía en forrar al hombre con un enorme gabán negro de cuello y unos guanteletes armados que le ayudaban a lucir enorme e intimidante. «Los enemigos se vencen con la espada y la presencia», aprendió este joven de su padre antes de dejar su tierra natal.



Este protocolo diario se había vuelto el mejor momento del día para los dos: sin palabras, sin miradas ni preguntas insípidas o personales; solo unos minutos de grata compañía durante los que el tedio desaparecía. Son solo dos almas nobles y atormentadas. Al final, vestido para la guerra, recoge su arma, toma aire y emprende su camino a las zonas aledañas.



Su jornada terminaba en las primeras horas de la noche o en las primeras horas de la madrugada según el turno que debiera hacer; regresaba a la taberna, tomaba una pinta de cerveza y se encerraba en sus aposentos.



Todo esto hasta el día en que la rueda del destino empezó a moverse de nuevo, hasta el día en que la sangre del guerrero compelió a cada uno de sus músculos a caminar hacia rutas inciertas, hasta que el desasosiego pudo más que la costumbre y el destino señaló sin miramientos a quienes escogió como sus parangones en el juego de la historia. Hasta que una de las razas más antiguas y peligrosas de todo Arkoriam decidió iniciar sus juegos de avaricia y poder.




CAPÍTULO I  El camino del mercenario





Ahí estaba, era la primera vez que lo veía desde que llegó a la villa. Desde la ventana de su habitación en el segundo piso de la taberna, el aventurero observaba con desagrado que, a unos cuantos metros de la entrada norte del lugar, un enorme y feo ogro (que llevaba terciado en un hombro un espadón tan enorme como afilado) dialogaba con unos de los hombres de la villa. Este corpulento ogro se encontraba acompañado por otros dos que no lo superaban en tamaño y muy seguramente tampoco en inteligencia. Solo estaban parados allí, con sus caras estúpidas y hambrientas, mirando sin mucho interés (al tiempo que balanceaban sus porras de manera ausente) lo que ocurría entre su líder y los pobladores, esperando a que terminaran de hablar para ir a comer.



El ogro, quien supuso era el llamado Grash (el cual tiene una mirada de inteligencia y maldad), sonrió burlonamente mientras recibía de los temerosos hombres tres cerdos, dos barriles de cerveza y media docena de gallinas: el pago por el uso de los caminos que hacía poco habían sido cortados.



Después de un corto intercambio de palabras y miradas burlonas por parte de los ogros, estos se retiran del lugar con su botín mientras los hombres, apesadumbrados, regresan con sus familias, que los reciben con abrazos y sollozos.



No era la primera vez que el mercenario veía que esto ocurría en Ebland, o incluso en Velkar. Sin embargo, aunque ya lo había visto antes en otras regiones y culturas, y que como mercenario no deberían importarle este tipo de situaciones, había algo que le incomodaba. Podía sentir la rabia corriendo en su sangre, pero no entendía por qué.



—Cobardes —dijo finalmente con voz severa, los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, refiriéndose a los hombres, mientras miraba fijamente cómo Grash se retiraba del lugar.



—Sobrevivientes. —Escuchó como respuesta a su comentario dándose cuenta de que había hablado en voz alta sin querer. Se sorprendió por la intromisión en su habitación y en sus pensamientos, pero más se sorprendió al girar su cabeza y ver de parte de quién venía el comentario. Ilinea, sosteniendo una bandeja con una jarra de aguamiel, lo miró con esos ojos calmos y distantes pero llenos de determinación. Eran las primeras palabras que la niña le dirigía desde que había llegado al lugar. El guerrero la miró en silencio durante largo rato (entrecerrando un poco sus ojos, con lo cual la cicatriz que cruzaba su rostro desde la frente pasando por su ceja y pómulo derecho hasta la mitad de su mejilla, hacía que su mirada fuese aún más penetrante e incluso amenazante) tratando de discernir qué se encontraba más allá de ese rostro inocente y angelical, puesto que había llegado a la conclusión de que Ilinea no era para nada una niña común y corriente.



«Se puede ser ambas cosas, cobarde y sobreviviente», pensó el guerrero, quien finalmente desvió la mirada hacia la ventana donde la escena ya había terminado. La niña dejó la jarra en una mesa y salió del lugar sin decir nada más.





***





Sabía muy bien que la estaban buscando. Hacía mucho tiempo que se había preparado para los difíciles tiempos que tendría que pasar en la superficie. Lo había calculado todo; había comprado a un muy alto precio los mapas de las tierras del dominio del sol que le permitirían tener ventaja sobre todos aquellos que intentaran perseguirla; había incluso estudiado con detenimiento cada una de las regiones de Ebland buscando el mejor lugar para una criatura como ella, un lugar donde su «estirpe» no llamase tanto la atención, un lugar donde tal vez pudiese lograr, si débiles, por lo menos largas alianzas que la mantuvieran con vida. Había comprado también vestidos que le mezclaran con los humanos o los elfos de la superficie: sabía claramente, gracias a la información de los libros que poseía, que sus ropas habituales resultarían llamativas, tal vez de manera peligrosa, si llegasen a verlas ojos que comprendiesen su origen.



Había estudiado con detenimiento las rutas por las cuales podría escapar, el tiempo que le tomaría, los peligros que allí podrían atacarla, así como los lugares donde podría esconderse para recuperar fuerzas y continuar su exilio voluntario.



Fueron meses de preparación, meses de recolección de información, meses en los que esperó con paciencia a que aquellos objetos mágicos tan difíciles de conseguir llegaran a sus manos; objetos que le ayudarían a sobrevivir en su viaje, en su huida.



Tal vez debió planear mejor qué hacer en el momento en que la encontraran, pero la soberbia es enemiga de la prudencia. Pensando que lo había logrado, pensando en que había logrado burlarse de su propia gente, bajó la guardia, descuidó sus encantamientos para el subterfugio, empezó a caminar más abiertamente entre la naturaleza que la rodeaba haciéndose dueña y ama de árbol y criatura que rondaran su pequeño dominio y creyó que jamás la encontrarían en el mundo del sol.



No obstante, logró escapar (de nuevo).





***





Eran ya las últimas horas de la tarde, cuando los pocos rayos de sol que traspasan las grisáceas nubes de Solaria empezaron a desaparecer. En ese momento, el mercenario bajaba a la villa para comer y beber algo antes de hacer la primera guardia nocturna. El hombre, alto, de cabello negro y ojos oscuros, cruzaba en silencio por entre las pequeñas huertas sin prestar mucha atención a lo que en ellas ocurría. Lo contrario acontecía desde estas, ya que las personas detenían brevemente sus labores para verlo pasar: los niños se escondían detrás de sus padres y algunos más osados corrían hasta una distancia relativamente cercana para verle con detalle. Si era consciente de lo que pasaba, no lo demostraba, ya que solo mantenía la vista fija en el camino que tenía al frente, donde su mirada seria y fuerte ocultaba la vorágine de pensamientos que su pasmosa actividad no lograba distraer. Sabía dentro de sí que debía ocupar su mente con algo o pronto enloquecería de desesperación.



Estas personas que lo miraban se habían acostumbrado a su presencia e incluso agradecían en silencio el trabajo que realizaba en el lugar, ya que esto les permitía dedicarse con más empeño a sus pequeños terruños y dormir más tranquilos al saber que sus hijos se encontraban protegidos. Sin embargo, se sentían intimidados e incómodos con su figura.



El guerrero escasamente cruzaba palabras con el tabernero, el herrero y una que otra persona… solo para lo estrictamente necesario.



Muchos se cuestionaban las verdaderas razones para que un hombre como él aceptara el trabajo de guardia del pueblo por tan pocas monedas, e incluso algunos pensaban que algo se traía entre manos; tal vez estaba explorando la villa en busca de esclavos para algún señor o a lo mejor pensaba tomar como suyo el pequeño pueblo, desafiando el poder de Grash. De cualquier forma, y aun cuando las opiniones de los habitantes de Villa de Solaria se encontraban divididas, nadie se atrevía a expresar sus inconformidades y solo dejaban, como siempre, que la vida transcurriera como tuviera que ser. El temor hacía parte de su herencia.





***





—¡No pueden perderle el rastro! —dijo Nerisstine en un tono lleno de ira y frustración—. ¡No estando tan cerca de atraparla! ¡Cómo es posible que los engañara a todos! ¡Inútiles! —Sus ojos rojos miraban peligrosamente a todos los varones que junto a ella se encontraban, los cuales sabían muy bien que responderle en este momento supondría, si no la muerte, por lo menos un largo tiempo de torturas y vejámenes al volver a casa; por lo tanto, solo agachaban la mirada y dejaban que la enfurecida mujer descargara su rabia en insultos y resoplidos.



Tras largas semanas de búsqueda tanto por medios físicos como mágicos, lograron dar con el paradero de Krina. Se había establecido en un lúgubre lugar ubicado en el fondo de un grisáceo valle oculto por una densa niebla. Para sus perseguidores era obvio que intentaría esconderse en algún lugar de la superficie (la cual representaba una gran vastedad de lugares dónde buscarla), así que reunieron un grupo de soldados que tuviesen conocimiento y experiencia de campo en este tipo de terrenos. Delimitaron las áreas de búsqueda a aquellas que se encontraran más cercanas a las posibles salidas de su ciudad natal (que eran una gran cantidad) y empezaron a registrar la zona. Todo era infructuoso. Demasiado terreno por cubrir con tan poco personal y demasiados peligros que evitar si querían pasar desapercibidos entre tantas razas que buscarían darles muerte.



Los métodos mágicos no arrojaban mejores resultados. Todo intento por escudriñarla resultaba en fracaso gracias a los poderosos objetos mágicos que Krina había reunido durante los largos meses de planeación. Pero Nerisstine, aunque sabía que el tiempo jugaba en su contra no desesperaba pues conocía muy bien a la mujer en fuga (o por lo menos eso creía) y sabía que más temprano que tarde la jactancia de Krina la llevaría a cometer un error, y entonces pagaría por los crímenes cometidos contra su gente. Ese momento era ahora. Ese momento era ahora y sus montaraces habían perdido el rastro.

 





***





Tras semanas de planeación para tomar la casa de Krina, que estaba protegida por criaturas repugnantes y peligrosas que merodeaban en los alrededores, decidieron dar el golpe. Como tinieblas de la noche se dirigieron hacia el lugar protegidos por la densa niebla, eliminaron rápido y en silencio a las bestias más cercanas pero, aunque lograron avanzar hasta la entrada de la solitaria casa, fue inevitable que las silenciosas alarmas que la mujer había preparado se activaran.



Previendo cualquier emergencia, Krina había preparado una ruta de escape a través de una pared falsa que la llevaría hasta un caballo que tenía dispuesto en un minúsculo establo a pocos metros de la casa. Y habría logrado llegar hasta allí sin mayores problemas de no ser porque en el último momento uno de los soldados logró divisarla y alertar a los demás. Todos los que pudieron, entonces, se apresuraron a salir de la casa. Todos los que pudieron, ya que algunos se encontraban enzarzados en batalla con las criaturas que la protegían. En medio del desespero, la mujer dejó caer un pequeño cofre y los ojos de los que allí se encontraban se abrieron de par en par puesto que sabían que dentro del mismo se encontraba lo que habían venido a buscar, la razón por la cual Krina había huido, la razón de todo este desastre.



La mujer, al darse cuenta, maldijo su suerte y con torpe habilidad (puesto que en su tierra no existen caballos y poco tiempo le dedicó a aprender a manejarlos con destreza) logró dar vuelta a su jamelgo para encaminarse de regreso, a por el cofre. Pero así también había corrido el soldado y, al encontrarse este más cerca, no perdió segundo alguno en hacerse con pequeño baúl. Krina, al ver que no llegaría a tiempo decidió, ejecutar un conjuro en contra de aquel varón. Trató de centrar sus pensamientos en las palabras correctas que desatarían un ataque paralizante sobre su enemigo, mas le fue imposible mantener la concentración en el hechizo al mismo tiempo que, con dificultad, mantenía en la dirección correcta a su montura. Es así como el soldado logró llegar primero hasta el cofre y reclamarlo para sí.



Sin embargo, la suerte estaría del lado de la mujer. El guerrero, vanagloriándose de su agilidad y buen ojo, no midió la distancia que existía entre él y la mujer en carga: si este hubiese tratado de escudriñar con más detalle entre la neblina, hubiese visto que ella no había disminuido la velocidad en ningún momento, y lo arroyó y mató en el acto. Krina entonces, sin perder tiempo, tomó el cofre y reemprendió la huida cuando ya empezaban a aparecer los compañeros del ahora cadáver cargando sus ballestas.



En un punto del camino, cuando había llegado a una zona boscosa, descendió del caballo y, palmeándolo fuertemente, lo envió en una dirección como señuelo para sus perseguidores mientras ella, lanzando un conjuro de levitación, tomaba el camino contrario sin dejar huella alguna.



Una vez más había logrado escapar, una vez más había logrado engañarlos, pero a un riesgo muy alto. Ya no podría volver por sí sola a la casa que había ocupado; las criaturas del lugar ya no le reconocerían como ama y había gastado la mayor parte de sus objetos mágicos, así que no podría hacerles frente. Sabía que Nerisstine no tardaría en descubrir su treta, tenía que volver y sacar la piedra del lugar. Si no ella, alguien que lo hiciera en su nombre.





***





El mercenario, tras su largo día, había llegado a la taberna. Abrió la puerta y Wilice, el tabernero, un hombretón de espeso y castaño bigote, lo recibió de buen agrado alistando la jarra en la que le sirvió el aguamiel mientras esperaba la comida. Con aire ausente, bebió su pinta y no se dio cuenta de que el volumen de los comentarios en la taberna había bajado de nivel. Si hubiese estado un poco más alerta habría entendido que esto solo ocurría cuando alguien ajeno al lugar entraba en el sitio. De no haber estado tan absorto en sus pensamientos, hubiese visto la menuda y delgada silueta que había llegado hasta su lado, sentándose junto a él.



Ya era tarde.



Usó toda su disciplina para no sobresaltarse. Sus sentidos se activaron de inmediato y de no ser por su rápida capacidad de observación hubiese golpeado a la figura en el rostro con tal fuerza que posibl