Kitabı oxu: «Eskoria»

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Alerta roja 

Capítulo 1
Bird

Nada más girar la llave dentro de la cerradura y empujar ligeramente la puerta, tuvo la certeza de que no había nadie en casa. No solo se lo revelaba la ausencia de ruidos, que era evidente, sino algo más complejo e intangible. Había llegado a pensar que se había desarrollado en él un sentido especial, que posiblemente nada tenía que ver con los conocidos, o que, por el contrario, los englobaba a todos a la vez. Por eso, creía que podía percibir la presencia o ausencia de sus padres antes incluso de entrar en la casa. Aunque existían otras explicaciones, prefería atribuirlo a una capacidad misteriosa y desconocida que se había desarrollado en su mente.

«No hay nadie», se dijo. Y como si quisiera cerciorarse, preguntó en voz alta:

–¿Hay alguien?

Al no recibir contestación, sonrió satisfecho. Su intuición una vez más no había fallado.

Se dirigió hacia su habitación y dejó la mochila sobre la cama. Luego se acercó a la mesa de escritorio y sacó de un bolsillo del pantalón el teléfono móvil y del otro un sobre muy arrugado, como si hubiera sido estrujado con premeditación. Colocó ambas cosas sobre el tablero, al lado del ordenador. Su vista no pudo apartarse de ellas durante unos segundos. Se mordió los labios hasta hacerse daño y contuvo una rabia que le salía de lo más profundo de su ser.

Finalmente, consiguió apartar la mirada de la mesa y respiró varias veces en profundidad, tratando de recobrar la calma, que era el estado donde mejor se desenvolvía. Sabía que lo más importante era ser fuerte, muy fuerte, más fuerte que los demás, más fuerte que todos juntos. Solo así podría resistir. Y ser fuerte pasaba necesariamente por no perder nunca la calma.

Se quitó los zapatos y los colocó bajo la cama, de donde sacó también unas zapatillas amplias y cómodas. Colgó la cazadora en una percha y la guardó en el armario. Luego se sentó sobre el colchón y, como si fuera la primera vez que la veía, observó detenidamente su habitación. Le sorprendió lo ordenada que estaba: no había nada tirado, y cada cosa parecía ocupar el sitio exacto que le correspondía. No necesitaba buscar ninguna explicación, pues de sobra sabía que solo él era el responsable de aquel orden. Quizá sus padres le habían enseñado a ser ordenado desde pequeño, pero lo cierto era que se sentía a gusto así. Además, le parecía más cómodo y práctico ser ordenado. De esta forma siempre localizaba lo que quería y no perdía tiempo en búsquedas absurdas e infructuosas.

Recordaba habitaciones de algunos compañeros que más bien parecían leoneras, donde reinaba el desorden más absoluto, donde la ropa estaba desparramada por las sillas, la cama y el mismísimo suelo; donde las paredes estaban recubiertas de carteles de jugadores de fútbol, de cantantes clónicos, de dibujos manga, de recortes de revistas, de medallas ganadas en alguna competición deportiva; habitaciones con los armarios abiertos, donde la ropa y los más diversos objetos se disputaban el espacio a puñetazo limpio; habitaciones donde solo había libros de texto y música pirateada por ordenador; habitaciones donde olía a pies y a sudor, a pesar de que todas las semanas cambiasen las sábanas de la cama.

Pensó entonces que a lo mejor ese era el motivo de todo lo que le estaba ocurriendo, y que la solución era mucho más sencilla de lo que imaginaba: bastaría con convertir su ordenada habitación en una leonera. Tendría que descolocar todo el armario, tapizar las paredes con carteles de cosas que le resultaban indiferentes, renunciar a esa estantería abarrotada de libros y meter su colección de discos en una caja y bajarla al trastero. Luego, podría entretenerse colgando los calzoncillos de la lámpara o los calcetines sucios del pomo de la puerta. Eso sí: tendría también que renunciar a pensar, a razonar, a reflexionar… ¿Por qué esa manía suya de analizar todas las cosas y, sobre todo, esas cosas que nada tenían que ver con lo cotidiano? ¿Por qué no se pasaba las horas mirándose el ombligo, como los demás? ¿Por qué no se limitaba a reventarse espinillas delante del espejo y, de paso, observaba si el último piercing había quedado en el sitio que deseábamos?

A veces no ansiaba nada tanto como sentirse uno más, como pasar desapercibido en medio de un grupo de chicos y chicas de su edad. Lo deseaba de verdad, con todas sus fuerzas. Vestir la misma ropa, aunque le resultase incómoda y hasta ridicula; hablar la misma jerga, aunque con ella no pudiese explicar ni la mitad de las cosas que sentía; beber los fines de semana los mismos combinados, aunque acabase vomitando abrazado al tronco de un árbol; dejarse martillear los oídos por esa música que salía de los enormes altavoces de un coche con el maletero abierto… En definitiva, dejarse llevar, dejarse llevar, dejarse llevar… No le importaba que esa corriente impetuosa acabase con su propia personalidad, con sus principios, con sus ideas, con sus gustos… No le importaba. Había ocasiones en que no le importaba.

Pero siempre que le asaltaban estos pensamientos, cada vez con más frecuencia, su mente acababa rebelándose. Tenía la sensación de que una voz misteriosa le gritaba dentro de su cerebro y le reafirmaba en sus convicciones. Porque él –y sabía que esto le diferenciaba de la mayoría– tenía convicciones. Y notaba que esas convicciones crecían dentro y se hacían fuertes y sólidas. Eran esas convicciones las que le estaban haciendo de una forma y no de otra. Pero a su edad… ¿merecía la pena tener convicciones propias?

Se levantó de la cama y se dirigió a los estantes donde tenía colocados sus discos. Sus padres eran grandes aficionados a la música, sobre todo a la música clásica, aunque sin desdeñar otros tipos de música. Por eso, junto a Bach, Mozart, Beethoven, Chaikovsky, no faltaban en su casa grupos de rock and roll, ni música folk, ni cantautores, ni música étnica, ni blues…

Desde que tenía uso de razón se recordaba escuchando música en compañía de sus padres y recordaba cómo ellos trataban de explicarle la cantidad de sensaciones que pueden flotar en el aire, con los sones de una melodía, y cómo esas sensaciones pueden llegar a nosotros y penetrar en nuestro cuerpo a través de los sentidos. Pueden emocionarnos, hacernos vibrar, conmovernos enteros, volvernos más sensibles y, en definitiva, más humanos.

La música ya formaba parte de él y estaba seguro de que le acompañaría siempre. Si algo tenía claro en la vida era que, hiciera lo que hiciese, siempre escucharía música.

A partir de los seis años, además del colegio, comenzó a ir a una academia con el fin de explorar sus aptitudes musicales. Allí, a lo largo de los años, había comprendido que nunca llegaría a ser un virtuoso de algún instrumento y que como mucho llegaría a tocar alguno de forma mecánica, sin la inspiración ni el talento necesarios. El hecho de que le gustase la música no quería decir que tuviera cualidades para desarrollarla. Cuando consiguió entender eso, no se llevó un disgusto, ni mucho menos, sino que sintió un gran alivio, porque en realidad nunca había tenido vocación de músico. Se autoproclamó aficionado a la música y aceptó ese papel con muchísimo agrado. Incluso, hacía dos años que había dejado la academia, pues cuando pasó del colegio al instituto se dio cuenta de que debería dedicar más tiempo a los estudios.

Aunque la colección grande de música –esa de la que se ufanaban sus padres– estaba en el salón, él se había ido haciendo su pequeña colección. Y su colección tenía una característica fundamental: casi todos los discos eran de jazz.

Y es que de todas las músicas que le habían acompañado desde que era un bebé y sus padres lo acunaban, era el jazz la que más le había emocionado. ¡El jazz! Esos ritmos nacidos de los cantos de los antiguos esclavos negros llevados a América que trabajaban de sol a sol en las grandes plantaciones: cantos de añoranza por todo lo perdido, cantos de resignación y de rabia. Cuando esos cantos acabaron encontrándose con los instrumentos musicales del hombre blanco –la trompeta, el saxo, el contrabajo, el piano…–, se convirtieron en el origen de una nueva y apasionante forma de hacer música.

Recordaba que el curso anterior había preparado un trabajo sobre el jazz. Todos los alumnos tenían que hacer un trabajo sobre algún aspecto cultural del siglo xx. Él eligió el jazz y, como a la profesora le pareció un tema muy interesante y le animó mucho a desarrollarlo, se volcó de lleno. El resultado fue que sacó la nota máxima en el trabajo y la profesora se empeñó en que lo expusiera en público, acompañado además por algunas audiciones de músicos importantes. Él se negó al principio, pues no le apetecía hablar en público, sobre todo ante sus propios compañeros, a los que el jazz les importaba un bledo.

Presionado por la profesora, al final lo hizo. Y muchas veces desde entonces pensó que ahí comenzó todo. Desde ese momento dejó de ser el alumno que siempre había sido y se convirtió en lo que era en la actualidad; y prefería no pensar en lo que era en la actualidad.

En su exposición se centró en varios músicos, que le gustaban especialmente, pero quizá hizo mayor hincapié en el gran Charlie Parker, el genio indiscutible del jazz. Como mera anécdota contó que este músico era conocido por el mote de Bird (pájaro). Recordaba que nada más pronunciar esta palabra en inglés se produjo un murmullo en la clase y todos comenzaron a decirse cosas en voz baja. La profesora consiguió recuperar el silencio, pero nadie evitó que desde aquel día toda la clase empezase a llamarle de manera absurda Bird.

Y no le hubiese importado mucho que lo llamasen igual que a uno de sus ídolos musicales, de no ser por todo lo que vino a continuación.

¡Bird!

Ni Charlie Parker ni él tenían cara de pájaro. En una ocasión estuvo indagando hasta que descubrió de dónde procedía ese mote y lo que quería decir. En la jerga militar estadounidense se llamaba bird al que se mostraba rebelde y se negaba a acatar las normas de buenas a primeras. Bird, por tanto, quería decir rebelde. Pensó que al gran músico le cuadraba muy bien ese apodo, pero… ¿qué tenía él de rebelde?

Si algo se reprochaba últimamente era precisamente lo contrario: su pasividad, su falta de reacción, su sumisión, su cobardía… Atributos muy alejados de las características de un verdadero rebelde.

Cogió un disco de Charlie Parker. Abrió la caja de plástico y se quedó mirándolo un rato. A continuación lo introdujo en su equipo de música y lo conectó. Era una grabación antigua, de 1947, con todos los defectos y todos los encantos de un viejo disco. Tras una brevísima introducción de la batería, el saxo prodigioso de Charlie Parker llenó la habitación con un ritmo muy vivo, trepidante, que enseguida encontró réplica en el piano de Errol Garner. Los dos músicos mantenían un diálogo increíble a través de la música. ¿Qué se estarían diciendo? Sabía que siempre existen eruditos que se encargan de buscar interpretaciones para la música; sabía que incluso él mismo podía dar una interpretación a aquellos sones. Pero estaba seguro de que lo que pasaba por las cabezas de Charlie y Errol mientras interpretaban aquella pieza solo ellos podían saberlo. Él debería limitarse a escuchar y a dejar volar su imaginación. Se trataba de una pieza llamada Bird’s Nest y curiosamente fue descartada en su día para formar parte de un disco.

Escuchó el resto de las canciones tumbado sobre la cama. Y si siguió con atención los primeros temas, durante los últimos su mente retornó a lugares cotidianos. Quizá por eso, nada más terminar la música, se levantó de la cama, se sentó frente al ordenador y lo conectó de inmediato. Observó el teléfono móvil y el sobre arrugado que él mismo había dejado allí al llegar a casa.

En cuanto el ordenador estuvo preparado, se conectó a Internet y enseguida se dirigió a su correo electrónico. Había vuelto a tener una certeza, parecida a la que había experimentado al entrar en casa e intuir que no había nadie en ella. Ahora, por el contrario, estaba seguro de que habría un correo sin abrir dirigido a él.

Cuando salió la pantalla comprobó que su intuición no había fallado. Había en realidad cuatro correos sin abrir. Tres de ellos estaban en la bandeja que recoge esa basura tan frecuente en la red, pero el cuarto se encontraba en la Bandeja de entrada. El remitente sin duda había preferido permanecer en el anonimato y se había ocultado tras un galimatías de números y letras combinados sin aparente orden ni sentido. El texto del correo era en realidad una sola palabra, escrita con letras mayúsculas y a un tamaño algo mayor del habitual: ESKORIA.

A continuación cogió el teléfono móvil, que había dejado al entrar sobre la mesa al lado del sobre arrugado. Se fue directamente al menú, y desde allí a los mensajes. Quería revisar el último que había recibido, minutos antes de llegar a su casa. Había sentido los zumbidos del aparato avisándole del mensaje, pero había preferido no cogerlo en la calle, pues intuía que podían estar vigilándolo. Y el simple hecho de detenerse un minuto, de sacar el teléfono del bolsillo y de leer el mensaje solo serviría para darles mayores motivos de burla. El mensaje había sido enviado desde un número oculto y constaba de una sola palabra, escrita con letras mayúsculas: ESKORIA.

Por último, agarró el sobre y lo alisó sobre el tablero de la mesa. No tenía remite y solo estaba escrito su nombre con gruesos trazos de rotulador. El hecho de que no estuviera la dirección significaba que alguien lo había introducido en persona dentro de su buzón. Lo abrió y sacó una hoja de un bloc cuadriculado. En ella, con el mismo rotulador y la misma letra, habían escrito una sola palabra: ESKORIA.

Hizo pedazos el sobre y la hoja de papel antes de tirarlos a la papelera. Borró el mensaje del teléfono móvil y borró también el correo electrónico del ordenador. Sabía que no serviría para nada, pero le hacía mucho daño ver esa palabra escrita en todas partes, como si lo estuviese persiguiendo.

Antes de desconectar el ordenador abrió un diccionario y buscó la palabra eskoria. Aunque sabía que no la encontraría con k, la escribió de esta manera. Solo cuando el ordenador le dio el aviso de que aquel término era desconocido, tecleó la palabra correctamente. Escoria. f. Residuo esponjoso que queda tras la combustión del carbón. // fig. Cosa o persona vil, despreciable, de ningún valor o estimación.

Cuando le llamaban así era evidente que no se referían al residuo esponjoso que queda tras la combustión del carbón. Leyó varias veces la segunda acepción y comenzó a sentir un nudo en la garganta y una opresión muy fuerte en el pecho. Le estaban llamando persona vil, despreciable, de ningún valor o estimación.

Por enésima vez se repitió la misma pregunta, tan elemental como misteriosa: ¿por qué?

Volvió a pensar en el instituto, en los compañeros, en las clases, en los recreos, en los barullos de la entrada y la salida, en los profesores, en las asignaturas, en la cafetería, en los pasillos tan largos, en los servicios, en el gimnasio, en las conversaciones, en los gritos, en los escupitajos, en los empujones, en las zancadillas…

–¿Por qué? –se preguntó en voz alta.

Se levantó y, nervioso, comenzó a dar vueltas por la habitación. Esta vez lo habían conseguido. Habían logrado que perdiera la calma. Le habían hecho daño, mucho daño, porque «escoria» significa persona vil, despreciable, de ningún valor o estimación. Y él podía sentirse cualquier cosa menos eso.

–¿Por qué no me dejan en paz? –continuó hablando en voz alta–. ¿Qué tengo que hacer para que me dejen en paz? Que me llamen bird, que me llamen eskoria, que me llamen como quieran; pero que me dejen en paz.

Justo cuando notó que el nudo se deshacía en su garganta y estallaba en un borbotón de lágrimas que rebasaba el límite de sus párpados, escuchó el ruido de la puerta de la calle. Eran sus padres.

–¡Diego…! –oyó la voz de su madre.

Buscó algo con que secarse las lágrimas y solo encontró el pijama bajo la almohada. Se restregó con él la cara intentando borrar las huellas del llanto.

–No soy Diego –dijo en voz baja–. Ya no soy Diego. Desde hoy me llamo Eskoria, con k de kilo.

–¡Diego…!

–Me llamaré Eskoria y espero que así me dejen tranquilo.

–Diego, ¿estás en tu habitación?

–Sí, mamá.

Volvió a colocar el pijama debajo de la almohada y ya repuesto salió de su cuarto. Sus padres acababan de volver del supermercado y estaban en la cocina colocando las cosas que habían comprado.

–¿Qué hacías?

–Trataba de averiguar lo que se decían Charlie Par ker y Errol Garner en una canción.

–¿Y lo has averiguado? –preguntó su padre.

–No.

Capítulo 2
Diego

Nunca había apreciado tanto los fines de semana como lo hacía últimamente. Cuando el viernes llegaba a casa a mediodía, se deleitaba pensando que tenía por delante toda la tarde, más el sábado y el domingo. Lo malo era que cada vez con mayor frecuencia pensaba en el lunes, en el inevitable lunes, el fatídico día en que tenía que regresar al instituto y encontrarse con ellos, soportarlos, padecerlos. Ese recuerdo del lunes conseguía cada vez con mayor frecuencia amargarle el tiempo del fin de semana.

Al principio, había conseguido evadirse por completo. Se centraba en sus cosas, en su mundo, y se abstraía de la realidad. Pero a medida que pasaba el tiempo le costaba más trabajo hacerlo. En parte, porque el tema estaba empezando a convertirse en una verdadera obsesión; en parte también, porque el acoso cada vez se hacía mayor. Una cosa llevaba inevitablemente a la otra.

Había llegado a pensar en enfrentarse a ellos, a todos a la vez; pero no verbalmente, pues se trataba de una panda de descerebrados para los que dialogar era algo tan desconocido como el hombre de Atapuerca. Enfrentarse físicamente a ellos. Escupirlos cuando ellos lo escupían, insultarlos cuando ellos lo insultaban, empujarlos cuando ellos lo empujaban, golpearlos cuando ellos lo golpeaban. Sabía que la pelea sería desigual y que recibiría una paliza de campeonato. Pero no le importaba. Pensaba que era la única forma de desenmascararlos. Si le partían la cara, si le pateaban el cuerpo, si lo arrastraban como a un animal, alguien tendría que tomar cartas en el asunto.

Siempre que pensaba en esta posibilidad, de inmediato reflexionaba y su mente razonadora y lúcida le decía que existían otras posibilidades mucho más prudentes, como denunciarlos. Pero denunciarlos… ¿a quién? ¿A los profesores del instituto, que era donde tenían lugar la mayor parte de las agresiones? Dudaba que los profesores se tomasen muy en serio el asunto y, si lo hiciesen, la situación podía volverse peor, pues entonces ellos ya tendrían un motivo claro y contundente para atacarlo y se creerían con todo el derecho del mundo para hacerlo.

Se sentía en un verdadero callejón sin salida y solo confiaba en que, por el mismo motivo que lo habían elegido a él como blanco de sus burlas y vejaciones, se cansaran y lo dejaran en paz, aunque otro tuviera que pagar las consecuencias.

Se miraba a menudo en el espejo. A veces vestido, a veces desnudo. Vestido, analizaba su ropa, tratando de descubrir alguna prenda que le sentase mal y le diese un aspecto grotesco que pudiera mover a la burla. Desnudo, trataba de encontrar alguna imperfección notoria de su cuerpo, algo que llamase la atención y pudiera ser motivo de comentarios y risas. Pero después de observarse minuciosamente, llegaba a la conclusión de que su cuerpo y su aspecto eran normales y corrientes, como los de la inmensa mayoría. Incluso, puestos a comparar, era de los más altos y mejor proporcionados, y guapo, que ya había oído comentarios de alguna chica al respecto. Estas cosas le hacían pensar que el motivo del escarnio y de las humillaciones no se encontraba en su aspecto físico, sino en su interior, lo que complicaba mucho las cosas, porque en realidad desconocía la causa que había desencadenado la situación que estaba viviendo.

Aunque siempre había tenido gran confianza con sus padres, con los que había hablado de cualquier asunto que le preocupase o suscitase su interés o curiosidad, no había sido capaz de contarles nada. Y era otra de las cosas que más a menudo se reprochaba. ¿Por qué no sacaba el tema cuando estaban juntos? Sería muy fácil hacerlo, pues ellos le preguntaban a menudo por el instituto. Estaba seguro de que sus padres no iban a mostrarse indiferentes ni se quedarían de brazos cruzados.

Pero había algo que siempre lo detenía. Una mezcla de muchos sentimientos encontrados: temor, vergüenza y una sensación irritante de no ser capaz de solucionar el problema por sí mismo.

Desde muy pequeño, sus padres siempre le habían animado para que resolviese por sí mismo sus problemas. Eso se tradujo en que había aprendido a desenvolverse perfectamente en situaciones en que otros muchachos de su edad ni siquiera habían vivido. Por ejemplo, no necesitaba a sus padres para hacer la matrícula en el instituto ni para cualquier trámite administrativo que surgiera. Tampoco los necesitaba para comprarse su propia ropa, administrando el dinero que le daban para tal fin. Ni siquiera necesitaba que lo acompañaran al médico, y las últimas veces que había tenido que ir lo había hecho solo. Esta circunstancia le había hecho coger seguridad y confianza en sí mismo y sabía desenvolverse con soltura.

Pero esa seguridad y esa desenvoltura desaparecían en cuanto traspasaba el umbral de la puerta del instituto. Y era algo que no siempre había ocurrido. Cuando era más pequeño tenía muchos amigos con los que jugaba incansablemente, con los que quedaba fuera de clase, con los que compartía todo, con los que se reía por nada… Pero aquellos tiempos, más relacionados con su infancia, parecían estar ya muy lejanos, como si hubieran quedado anclados en otra vida que nada tenía que ver con la que estaba viviendo.

Le obsesionaba descubrir cuál había sido el punto de partida. Pero por más que lo pensaba no conseguía saberlo. Había tenido que aceptar que en realidad no existía ningún hecho concreto que marcase el comienzo, no existía ninguna justificación, ningún motivo. A menudo pensaba en la charla que tuvo que dar el curso anterior sobre Charlie Parker y el jazz, cuando empezaron a llamarlo despectivamente Bird, pero sabía que aquel hecho solo se había sumado a otros más, produciendo un efecto catarata. ¡Catarata! Esa era la sensación más clara que experimentaba: una impetuosa catarata que se le venía encima y de la que le resultaba imposible escapar. Además, ni siquiera era capaz de encontrar un mísero paraguas con el que protegerse un poco.

¿Dónde estaban sus amigos de la infancia, del colegio, aquellos con los que tantas horas había pasado compartiendo todo? De algunos se había distanciado en el momento en que entró en el instituto, pues habían continuado estudiando en colegios privados. Los veía de vez en cuando por la calle y se paraban unos segundos para saludarse. Habían cambiado mucho. Ya no eran niños, habían crecido y se habían desarrollado como él. Cruzaban cuatro palabras y se despedían.

Pero otros estaban en el instituto, incluso en su misma clase. Y aunque ninguno participaba directamente de las burlas, todos se mostraban indiferentes, como si pensasen que en el fondo se lo tenía merecido. Ninguno trató de defenderlo y estaba convencido de que a sus espaldas también le llamarían bird y se reirían.

Recordaba una tarde en que Salva, al que conocía desde la guardería, lo llamó a voces. Cruzó la calle para encontrarse con él. Lo acompañaba un grupo de chicos y alguna chica, la mayoría del instituto, y no dejaba de botar un balón de reglamento.

–¿Te vienes a jugar un partido? –le preguntó.

–¿De fútbol?

–¿De qué va a ser?

–No sé jugar.

–No hace falta saber –insistió Salva–. Solo hay que dar patadas al balón hasta que entre en la portería

–Es que… no me gusta el fútbol.

Entonces se acercó a él uno de los chicos, de pelo largo y muy rizado, lo que le daba un aspecto afro. Lo miró sorprendido y le preguntó:

–¿No te gusta el fútbol?

–No.

–Pero si el fútbol es como un huevo frito, que gusta a todo el mundo. Y entonces… ¿no eres de ningún equipo?

–No.

–Pues sí que eres raro.

Salva y los demás reemprendieron la marcha y él se quedó unos segundos observándolos. Pensaba en las últimas palabras del chico del pelo rizado. ¿Era raro? Y si lo era… ¿por qué motivo? Quizá lo fuese porque no le gustaba el fútbol y no había querido jugar con ellos un partido. ¿Pero era ese un motivo para considerarse raro?

Desde entonces, muchas veces se había reprochado no haber jugado aquel partido, no haber corrido de un lado para otro del campo, detrás del balón, dándole un puntapié cuando hubiera tenido ocasión. Él no era un enclenque y siempre destacaba en las clases de Educación Física. Estaba en forma. Podía correr como el que más, incluso mucho más que la mayoría. Incluso, podía haber metido un gol y haber gritado con todas sus fuerzas, saltando y cerrando los puños:

–¡¡¡Gol!!!

Había llegado a obsesionarle este hecho, pues de alguna manera había servido para granjearle fama de raro, de diferente, de extraño. Podía haber buscado otra excusa, cualquier pretexto, y aquel grupo se hubiera dado por satisfecho. ¿Por qué tuvo que decirles que no le gustaba el fútbol, aunque esa fuera la verdad? Estaba seguro de que ellos lo habrían comentado después y de que, incluso, habrían corrido la voz:

–A Diego no le gusta el fútbol y ni siquiera tiene un equipo preferido.

¿Era un delito que no le gustase el fútbol y no ser hincha de un equipo? A él no se lo parecía, pero con el tiempo había llegado a barajar la posibilidad de comprarse una camiseta de un equipo, con el nombre de un famoso jugador estampado en la espalda, y presentarse con ella en el instituto, como hacían otros. Lo había pensado muchas veces, sobre todo cuando las cosas empezaron a complicarse. Pero en el momento actual sabía que ya no serviría para nada. Las cosas no es que se hubiesen complicado, es que habían llegado a un extremo insoportable; por eso, un acto como aquel solo serviría para acrecentar aún más las burlas despiadadas.

Así pues, pensaba una y otra vez Diego, la causa pudo ser aquella charla sobre Charlie Parker y aquella negativa a jugar un simple partido de fútbol.

Pero cuando creía haber descubierto el motivo, un nuevo recuerdo asaltaba su mente.

Mario, otro de los amigos de toda la vida, se presentó un día en el instituto con una motocicleta. Se la acababan de comprar sus padres por su cumpleaños. A la salida se organizó un revuelo en torno a la moto. Todos querían verla y tocarla. Mario se sentía como un reyezuelo mostrando los mandos del aparato e incluso se prestó a dar una vuelta a la manzana a algunos que se lo pidieron, sobre todo a las chicas.

Él se había retrasado unos minutos, pues había pasado por la biblioteca para devolver un libro, y cuando salió del centro se detuvo un momento junto al corro que rodeaba la moto y miró con curiosidad. Mario lo vio enseguida.

–Diego, mira –le dijo.

Se acercó despacio y Mario, orgulloso, le mostró la moto.

–La acabo de estrenar. ¿Qué te parece?

–Bien –Diego se encogió de hombros.

Mario movió con decisión los mandos del manillar y el pequeño motor de la motocicleta comenzó a rugir con gran estrépito. Como si se tratara de una señal que estuvieran esperando, todos comenzaron a gritar, contagiados del estruendo.

–¿Te gusta? –volvió a preguntarle Mario.

–Mete mucho ruido –respondió Diego.

–Mete ruido porque yo quiero que meta ruido. Así me gusta, que suene bien fuerte.

–A mí me gusta el silencio.

Mario aminoró el motor y todos se quedaron mirando durante unos segundos a Diego. En sus rostros se reflejaba el mismo gesto, que era una mezcla de extrañeza y de guasa. No obstante, Mario insistió:

–¿Quieres que te lleve a casa?

–No, déjalo, iré andando.

Se alejó del grupo escuchando a sus espaldas un montón de comentarios. Eran tantos, y todos dichos a la vez, que no podía entender ninguno, aunque se los imaginaba. La motocicleta de Mario volvió a rugir y los acalló todos a la vez.

Desde entonces se había reprochado muchas veces su actitud y sus palabras. Era verdad que no le atraían las motocicletas, pero por qué no había dejado que Mario lo llevase a casa. Eso le hubiese vuelto distinto a los ojos de los demás. ¿Y por qué además había tenido que decir delante de todos que a él lo que le gustaba era el silencio?

Era cierto que le gustaba el silencio. Había constatado, como muchas otras personas, que vivimos en una sociedad ruidosa, una sociedad absurda que ha hecho del ruido su esencia, su característica y su forma de ser. Una sociedad que ya no podría vivir sin el ruido, o que en el mejor de los casos tendría que volver a aprender a vivir sin él.

¿Por qué no se había limitado a pensarlo y había mantenido la boca bien cerrada? ¡Con lo fácil que le hubiera resultado! Pero en aquel momento ni siquiera pensó en las consecuencias y ese hecho sin aparente importancia también sirvió para difundir su fama de raro.

Y si seguía pensado en ello, acudían a su mente otros hechos que en su momento le pasaron desapercibidos. Algunos no dejaban de ser meras anécdotas, pero estaba convencido de que también contribuyeron. Por consiguiente, la única explicación que encontraba era que no fue un hecho concreto el que desencadenó todo, sino una serie de pequeños acontecimientos y circunstancias, que ya nunca podría enmendar, aunque quisiera.

Una charla sobre el gran Charlie Parker.

Una negativa a jugar un partido de fútbol.

Una defensa del silencio entre los rugidos de una motocicleta.

¿Cuántas cosas más podría añadir? Seguramente varias. Pero… ¿esas cosas eran motivo suficiente para desencadenar lo que habían desencadenado? Diego estaba seguro de que no lo eran. Ni una a una, por separado, ni todas juntas. Del mismo modo que él respetaba a los demás, los demás deberían respetarlo a él, con sus gustos o incluso con sus extravagancias. En eso consistía la libertad.

¡Libertad!

Era consciente de que la mayor pérdida que había experimentado desde que todo comenzó había sido esa: la libertad. Su libertad. Por supuesto, la pérdida de la libertad conllevaba la pérdida de otras cosas muy importantes: la dignidad, el orgullo, la confianza, la integridad… Era una cadena terrible en la que cada eslabón estaba forjado con una parte importante de sí mismo.

11,60 ₼
Yaş həddi:
0+
Litresdə buraxılış tarixi:
23 aprel 2025
Həcm:
140 səh. 1 illustrasiya
ISBN:
9788467549324
Müəllif hüququ sahibi:
Bookwire
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