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100 Clásicos de la Literatura

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En Saanen se metieron en tropel en el baile del ayuntamiento, abarrotado de vaqueros, sirvientes de los hoteles, tenderos, profesores de esquí, guías, turistas y campesinos. Entrar en aquel cálido recinto después de haberse sentido afuera en una relación animal, panteística, con la naturaleza, era como volver a asumir un nombre rimbombante y absurdo de caballero que retumbaba como botas con espuelas en la guerra, como calzas de botas de fútbol en el suelo de cemento de unos vestuarios. Se oía el típico cantar tirolés, cuyo ritmo familiar hizo que la escena perdiera para Dick todo el carácter romántico que primero había visto en ella. En un principio creyó que ello se debía a que había logrado apartar a la muchacha de su pensamiento, pero luego se acordó de lo que Baby había dicho: «Tendríamos que estudiarlo bien», y todo lo que esa frase llevaba implícito: «Eres propiedad nuestra y antes o después tendrás que aceptarlo. Es absurdo que sigas pretendiendo que eres independiente».

Hacía ya muchos años que Dick no le guardaba rencor a ningún ser humano: desde que, siendo estudiante de primer año en New Haven, había caído en sus manos un libro muy popular sobre «higiene mental». Pero en aquel momento estaba tratando de contener la indignación que Baby le provocaba; su insensibilidad insolente de mujer rica creaba en él resentimiento. Tendrían que pasar cientos de años para que nuevas generaciones de amazonas llegaran a comprender que un hombre es vulnerable únicamente en lo que atañe a su orgullo, pero que una vez herido en su orgullo se vuelve tan frágil como Humpty-Dumpty, si bien algunas mujeres reconocían cautelosamente ese hecho de dientes afuera. La profesión del doctor Diver, que consistía en clasificar las cáscaras rotas de otra clase de huevo, le había infundido horror hacia cualquier tipo de rompimiento. Sin embargo:

—Se abusa demasiado de los buenos modales —dijo Dick cuando regresaban a Gstaad en el suave trineo.

—A mí me parece que están muy bien —dijo Baby.

—No, no lo están —insistió Dick al bulto de pieles anónimo—. Los buenos modales equivalen a reconocer que todo el mundo es tan delicado que se le tiene que tratar con guante blanco. Pero el respeto a los demás es otra cosa. A un hombre no se le puede llamar cobarde o mentiroso a la ligera, pero si uno se pasa la vida tratando de no herir los sentimientos de los demás y alimentando su vanidad, acaba por no saber qué es lo que debe respetar en ellos.

—A mí me parece que los americanos se toman todo eso de la buena educación demasiado en serio —dijo el inglés de más edad.

—Supongo que sí —dijo Dick—. La educación que tenía mi padre la había heredado de los tiempos en que se disparaba primero y se pedían disculpas después. Los hombres iban armados. En cambio, en Europa los civiles dejaron de llevar armas a comienzos del siglo XVIII.

—Puede que en cierto modo dejaran de llevarlas, pero…

—No en cierto modo. Realmente dejaron de llevarlas.

—Dick, tú siempre has tenido unos modales tan exquisitos —dijo Baby en tono conciliador.

Las mujeres le miraban con cierta inquietud por entre aquel parque zoológico de abrigos. El inglés más joven no entendía nada —era de esos que se pasaban la vida saltando por cornisas y balcones como si se encontraran en la arboladura de un barco— y llenó el tiempo hasta que llegaron al hotel con una ridícula historia de un combate de boxeo con su mejor amigo que había durado una hora y en el curso del cual se habían demostrado el cariño que se tenían y se habían hecho un sinfín de magulladuras, pero siempre con gran reticencia. A Dick le entraron ganas de tomarle el pelo.

—Es decir, que con cada golpe que le daba le consideraba usted mejor amigo todavía.

—Le respetaba más.

—Lo que no acabo de entender es la premisa. Usted y su mejor amigo se ponen a pelear por un asunto sin importancia…

—Si no lo entiende, ¡para qué se lo voy a explicar! —dijo el inglés joven con frialdad.

«Esto es con lo que me voy a encontrar si me pongo a decir lo que pienso», se dijo Dick.

Se arrepintió de haberle provocado, pues se daba cuenta de que lo absurdo estaba en la forma tan compleja en que había narrado una historia que reflejaba una actitud muy inmadura.

La animación estaba en su apogeo y entraron, como el resto de la gente, en la parrilla del hotel, en donde un barman tunecino jugaba con las luces haciendo una especie de contrapunto cuya otra melodía era la luna sobre la pista de hielo, que se podía ver a través de los grandes ventanales. A Dick le pareció que bajo aquella luz la muchacha había perdido vitalidad e interés, y dejó de mirarla para gozar de la oscuridad, de las puntas encendidas de los cigarrillos que se volvían de un verde plateado cuando las luces eran rojas, de la franja blanca que se extendía sobre los que bailaban cuando se abría y cerraba la puerta que daba al bar.

—Dime una cosa, Franz. ¿Tú crees que después de haberte pasado la noche bebiendo cerveza vas a poder convencer a tus pacientes cuando vuelvas de que eres un hombre de carácter? ¿No crees que van a pensar más bien que eres un gastrópata?

—Me voy a la cama —anunció Nicole. Dick la acompañó hasta la puerta del ascensor.

—Me iría contigo, pero tengo que demostrarle a Franz que lo mío no es el trabajo de clínica.

Nicole se metió en el ascensor.

—Baby tiene mucho sentido común —dijo pensativa.

—Baby es una de las…

La puerta se cerró de golpe y, enfrentado a un zumbido de motor, Dick terminó la frase para sí: «Baby es una mujer frívola y egoísta».

Pero dos días después, cuando acompañaba a Franz a la estación en el trineo, Dick reconoció que la idea le parecía bien.

—Estamos empezando a entrar en un círculo vicioso —reconoció—. Viviendo a este ritmo se tiene una serie de tensiones inevitables, y Nicole no puede soportarlas. Además, los veranos en la Riviera cada vez tienen menos de bucólicos. Ya sólo falta que el año que viene organicen una temporada social en toda regla.

Veían al pasar el verde vibrante de las pistas de patinaje, donde resonaba la música de valses de Viena, y los colores de muchos colegios de montaña refulgentes contra el azul pálido del cielo.

—Espero que lo consigamos, Franz. Tú eres la única persona con la que lo intentaría.

¡Adiós, Gstaad! Adiós, rostros lozanos, florecillas frías, copos de nieve en la oscuridad. ¡Adiós, Gstaad, adiós!

XIV

Dick se despertó a las cinco después de haber tenido un largo sueño sobre la guerra, fue hasta la ventana y se puso a contemplar el lago de Zug. El sueño había comenzado de una manera majestuosa y sombría: unos hombres de uniforme azul marino cruzaban una plaza oscura por detrás de unas bandas que tocaban el segundo movimiento de El amor de las tres naranjas de Prokofiev. Luego habían aparecido unos coches de bomberos, símbolos del desastre, y había habido una espantosa sublevación de los mutilados en un hospital de campaña. Dick encendió la lámpara de su mesilla de noche y anotó todo lo que recordaba del sueño, terminando con las palabras en parte irónicas «Neurosis de guerra del no combatiente».

Mientras se sentaba en el borde de la cama, tuvo la sensación de que todo estaba vacío: la habitación, la casa, la noche. En el cuarto de al lado Nicole se quejó en el sueño y Dick se compadeció de la soledad que pudiera estar sintiendo. Para él el tiempo estaba normalmente parado y cada pocos años se aceleraba precipitadamente como una película que se rebobinara muy deprisa. Pero para Nicole, el reloj, el calendario y los cumpleaños señalaban el paso de los años, y además debía hacer frente a la idea desgarradora de que su belleza se iba a marchitar.

Incluso el último año y medio pasado junto al lago de Zug le parecía una pérdida de tiempo a Nicole, pues lo único que señalaba el paso de las estaciones eran los obreros que trabajaban en la carretera, que tomaban un color rosa en mayo, marrón en julio, negro en septiembre y otra vez blanco en la primavera. Había salido de su primera enfermedad vibrante con nuevas esperanzas; era tanto lo que esperaba y sin embargo se había visto privada de una existencia propia, pues sólo vivía a través de Dick, y había criado hijos que sólo podía fingir dulcemente que quería, como si fueran huérfanos que tuviera a su cargo. Las personas que le atraían, rebeldes casi siempre, la perturbaban y no le convenían. Buscaba en ellas la vitalidad que las había hecho independientes o creativas o fuertes, pero buscaba en vano, pues sus secretos yacían enterrados muy hondo en luchas de su infancia que ya habían olvidado. Lo que a esas personas les interesaba más de Nicole era su armonía y encanto aparentes, la otra cara de su enfermedad. Llevaba una vida solitaria teniendo como si fuera propiedad suya a Dick, que no quería ser propiedad de nadie. Dick había tratado en vano muchas veces de soltar las fuertes amarras que la ataban a ella. Pasaban juntos muchos ratos maravillosos, noches enteras conversando entre los momentos de amor, pero siempre que se alejaba de ella y se encerraba en sí mismo, la dejaba con Nada en las manos que miraba y miraba y llamaba por mil nombres distintos aun sabiendo que era sólo la esperanza de que él volviera pronto.

Dick aplastó la almohada hasta endurecerla, se echó y apoyó la parte superior del cuello contra ella, como hacen los japoneses para que la circulación sea más lenta, y se durmió un rato más. Más tarde, mientras él se afeitaba, se despertó Nicole y se puso enseguida en movimiento, dando órdenes breves y tajantes a niños y criados. Lanier entró a ver cómo se afeitaba su padre. Desde que vivía al lado de una clínica psiquiátrica sentía una confianza ilimitada en su padre y una gran admiración por él, a la vez que una indiferencia exagerada hacia todos los demás adultos; los pacientes le parecían o bien gente excéntrica o bien gente supercorrecta pero sin vitalidad ni personalidad algunas. Era un muchacho guapo que prometía mucho y Dick le dedicaba gran parte de su tiempo y tenía con él una relación como la de un oficial comprensivo pero exigente con un recluta respetuoso.

 

— ¿Por qué cada vez que te afeitas te dejas un poco de jabón en el pelo? —preguntó Lanier.

Dick separó con cuidado los labios cubiertos de jabón antes de responder:

—Nunca he logrado averiguar por qué, y me lo he preguntado muchas veces. Debe de ser porque me lleno el dedo de jabón al afeitarme las patillas, pero lo que no entiendo es cómo llega el jabón a lo alto de la cabeza.

—Mañana me voy a fijar bien.

— ¿Es ésa la única pregunta que quieres hacerme antes del desayuno?

— ¡Pero si no era una pregunta!

—De acuerdo. Entonces te debo una.

Media hora más tarde se dirigía Dick al pabellón donde estaban las oficinas. Tenía treinta y ocho años, y, aunque seguía sin dejarse barba, se le veía más aire de médico que cuando estaba en la Riviera. Llevaba ya dieciocho meses en la clínica, sin duda una de las mejor equipadas de Europa. Era de estilo moderno, como la de Dohmler. Es decir, ya no un solo edificio oscuro y siniestro, sino una especie de pueblecito, disperso pero no tan integrado como parecía a simple vista. Dick y Nicole habían aportado su buen gusto, por lo que el conjunto resultaba de gran belleza, y no había psiquiatra que pasara por Zurich que no lo visitara. Si se le hubieran agregado instalaciones de golf podría haber pasado perfectamente por un club de campo. El pabellón de la Eglantina y el de las Hayas, que albergaban a los sumidos en la eterna oscuridad, quedaban ocultos tras unos bosquecillos, como fortalezas camufladas. Detrás había un gran huerto del que se ocupaban en parte los pacientes. Los talleres de ergoterapia eran tres, estaban situados en el mismo edificio y era en ellos donde el doctor Diver empezaba cada mañana sus visitas. El taller de carpintería, donde entraba el sol a raudales, rezumaba dulzura de aserrín, de una edad de la madera ya olvidada; siempre había allí media docena de hombres dando martillazos, cepillando, aserrando, hombres callados que levantaban la vista de su trabajo cuando él pasaba y le miraban con expresión solemne. Como él mismo era buen carpintero, se quedaba un rato con ellos hablando con naturalidad de la eficacia de algunas herramientas, mostrándoles un interés personal en lo que hacían. Contiguo a este taller estaba el de encuadernación, adaptado para los pacientes más flexibles, que no eran siempre, sin embargo, los que más posibilidades tenían de curarse. El último de los talleres estaba dedicado a la fabricación de abalorios, telares y trabajos en latón. Las caras de los pacientes que se encontraban en él tenían la expresión de alguien que acabara de suspirar profundamente desechando algún problema insoluble, pero sus suspiros sólo indicaban el comienzo de otra serie inacabable de razonamientos, no lineales, como en las personas normales, sino girando en torno a un mismo círculo. Dándoles vueltas y más vueltas. Girando eternamente. Pero los colores de los materiales con que trabajaban eran tan vivos que podían producir a los visitantes momentáneamente la impresión engañosa de que todo iba bien, como en un jardín de infancia. A estos pacientes se les iluminaba la cara en cuanto aparecía el doctor Diver. Casi todos le tenían más simpatía a él que al doctor Gregorovius. Desde luego, todos los que habían vivido alguna vez en el gran mundo le preferían a él. Había unos pocos que pensaban que no les hacía caso, o que no era sencillo o que se daba aires. La reacción que provocaba en ellos no era tan distinta de las que despertaba fuera de su vida profesional, pero en este caso tenía un origen más tortuoso.

Había una inglesa que siempre le hablaba de un tema que ella consideraba suyo.

— ¿Vamos a tener música esta noche?

—No sé —respondió—. No he visto al doctor Ladislau. ¿Le gustó lo que tocaron anoche la señora Sachs y el señor Longstreet?

—Regular.

—A mí me pareció excelente, sobre todo lo de Chopin. —A mí regular.

— ¿Cuándo va a tocar usted algo para nosotros?

La mujer se encogió de hombros, muy satisfecha con la pregunta, como venía ocurriendo desde hacía varios años.

—Algún día. Pero sólo toco regular.

Sabían que no tocaba ningún instrumento. Dos hermanas suyas habían sido muy buenas concertistas, pero, cuando las tres eran jóvenes, ella se había mostrado incapaz de aprender solfeo.

Después de los talleres, Dick se fue a visitar la Eglantina y las Hayas. Por fuera estos pabellones parecían tan alegres como los otros; por necesidad, Nicole los había decorado y amueblado a base de rejas y barrotes disimulados y muebles fijos al suelo. Había mostrado tal imaginación en su trabajo —la inventiva, cualidad de la que carecía, la facilitaba el propio problema— que ni a una persona enterada se le podría haber ocurrido que el trabajo de filigrana ligero y gracioso en una ventana era el extremo fuerte y firme de una cadena, ni que los muebles que reflejaban tendencias tubulares modernas eran más sólidos que las macizas creaciones de los eduardianos; hasta las flores estaban sujetas por dedos de hierro, y el menor adorno o accesorio era tan necesario como una viga maestra en un rascacielos. Con sus ojos incansables había aprovechado cada habitación al máximo. Cuando alguien la felicitaba, decía bruscamente de sí misma que era un fontanero de primera.

Para aquéllos a los que no se les había averiado la brújula, ocurrían cosas muy raras en esos pabellones. El doctor Diver pasaba muchas veces un rato divertido en la Eglantina, el pabellón de hombres, donde había un extraño individuo, exhibicionista, que estaba convencido de que si le dejaban pasear desnudo desde l’Étoile hasta la Concorde iba a resolver un montón de cosas, y Dick pensaba que tal vez estuviera en lo cierto.

Su caso más interesante estaba en el pabellón principal. La paciente era una mujer de treinta años que llevaba seis meses en la clínica; una pintora norteamericana que había vivido muchos años en París. La información de que disponían sobre los antecedentes del caso no era muy satisfactoria.

Un primo suyo se la había encontrado un día en un estado de demencia total y, tras internarla brevemente y sin ningún resultado satisfactorio en uno de los centros de desintoxicación de los alrededores de París, dedicados fundamentalmente a tratar a los turistas víctimas de la droga y la bebida, se las había arreglado para llevarla a Suiza. El día que ingresó era una mujer de una belleza fuera de lo corriente, pero se había convertido en una llaga viviente. Ninguno de los análisis de sangre que se le había hecho había resultado positivo y su dolencia se había catalogado, por llamarla de algún modo, como eczema nervioso. Dos meses llevaba con ella, sufriendo como si estuviera en un potro de tortura. Era coherente e incluso brillante, dentro de los límites de sus extrañas alucinaciones.

Era paciente de Dick en particular. Cuando estaba sobreexcitada, era el único médico que se podía «entender con ella». Varias semanas atrás, en una de las muchas noches que se había pasado sin poder dormir a causa del dolor, Franz había logrado hipnotizarla y había tenido unas cuantas horas de reposo necesario, pero no lo había vuelto a conseguir. La hipnosis era un método del que Dick desconfiaba y que rara vez, usaba, pues sabía que no siempre podía ponerse en situación. Una vez lo había intentado con Nicole y ésta se había reído sarcásticamente de él.

La mujer de la habitación 20 no le había visto entrar: la zona alrededor de sus ojos estaba demasiado hinchada. Tenía una voz potente, modulada y profunda que impresionaba.

— ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Me voy a quedar así para siempre?

—No. Pronto se va a pasar. El doctor Ladislau me ha dicho que ya hay zonas enteras que se están despejando.

—Si supiera lo que he hecho para merecer esto, lo podría aceptar con ecuanimidad.

—Es mejor que no busque una explicación metafísica. Para nosotros se trata de un fenómeno nervioso. Tiene que ver con el rubor. ¿Se ruborizaba fácilmente cuando era jovencita?

Estaba tendida con el rostro mirando al techo.

—Desde que me salieron las muelas del juicio no he encontrado ninguna ocasión para sonrojarme.

— ¿No ha cometido pequeños pecados y errores, como todo el mundo?

—No tengo nada que reprocharme.

—Tiene usted mucha suerte.

La mujer se quedó pensativa un instante. Su voz, a través de los vendajes que le cubrían la cara, llegó envuelta en cadencias subterráneas:

—Comparto la suerte de todas las mujeres de mi época que se atrevieron a luchar contra el hombre.

—Y, para su gran sorpresa, resultó una lucha como todas las demás —replicó Dick, adoptando su mismo tono solemne.

—Exactamente igual que todas las demás. Reflexionó un instante.

—Si no transiges y llegas a un arreglo, o logras una victoria pírrica o te quedas destrozada, hecha una ruina. Te conviertes en el eco fantasmagórico de un muro destruido.

—Usted no está destrozada ni hecha una ruina —le dijo Dick—. ¿Está segura de que la lucha iba en serio?

— ¡Míreme! —gritó furiosa.

—Ha sufrido, pero muchas mujeres sufrieron antes de que se creyeran hombres.

Aquello se estaba convirtiendo en una discusión y Dick decidió hacer marcha atrás.

—En todo caso, no debe confundir un solo fracaso con la derrota definitiva.

— ¡Qué bien habla usted! —dijo ella con desprecio. Y esas palabras, que traspasaban la costra de dolor, humillaron a Dick.

—Lo que nos importa es averiguar la verdadera razón de que esté usted aquí… —empezó a decir, pero ella le interrumpió.

—Estoy aquí como símbolo de algo. Yo pensaba que tal vez usted sabría de qué.

—Está enferma —dijo Dick maquinalmente.

—Entonces, ¿qué es lo que estuve a punto de encontrar?

—Una enfermedad todavía más grave.

— ¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Se oyó mentir y sintió vergüenza de sí mismo, pero en aquel momento y lugar, sólo con una mentira se podía resumir un tema de tal magnitud.

—Fuera de eso sólo hay confusión y caos. No voy a tratar de sermonearla: nos damos perfecta cuenta de su sufrimiento físico. Pero sólo haciendo frente a los problemas de cada día, por muy insignificantes y tediosos que parezcan, podrá usted lograr que las cosas vuelvan a su cauce. Una vez que lo logre, tal vez pueda volver a explorar…

Se había puesto a hablar más despacio porque temía pronunciar las palabras a las que inevitablemente llevaba el hilo de su pensamiento: «las fronteras de la conciencia». No le correspondía a ella explorar las fronteras que los artistas se veían obligados a explorar. Era una mujer sutil, intuitiva; tal vez hallara reposo finalmente en alguna forma plácida de misticismo. Los que exploraban esas fronteras tenían que tener algo de sangre campesina, muslos poderosos y tobillos gruesos; tenía que ser gente capaz de aceptar el castigo como aceptaba el pan y la sal: en cada fibra de su carne y de su espíritu.

Eso no es para usted, estuvo a punto de decir. Es un juego demasiado duro para usted.

Ante la terrible majestad de su dolor, Dick se sentía atraído hacia ella sin reservas, casi sexualmente. Sentía deseos de tenerla en brazos, como tantas veces tenía a Nicole, y amar incluso sus errores, que de manera tan profunda formaban parte de ella. La luz anaranjada que se filtraba por la persiana echada, el sarcófago de su forma sobre el lecho, el trocito de cara, la voz que buscaba el vacío de su enfermedad y sólo hallaba abstracciones remotas. Cuando Dick ya se levantaba, vio cómo le corrían las lágrimas como lava por los vendajes.

—Esto es para algo —susurraba—. Algo debe salir de esto.

Dick se inclinó sobre ella y la besó en la frente.

—Todos debemos procurar ser buenos —dijo. Cuando salió de la habitación, mandó a la enfermera que fuera con ella. Le quedaban otros pacientes por visitar, entre ellos una muchacha americana de quince años a la que habían educado basándose en el principio de que el único objeto de la infancia era pasarlo bien. La visita de Dick se debía a que la muchacha acababa de cortarse todo el pelo con unas tijeras para uñas. No era mucho lo que se podía hacer por ella: varios casos de neurosis en su familia y ni una cosa estable en su pasado a partir de la cual se pudiera construir algo. Su padre, que era una persona normal y concienzuda, había tratado de proteger a su nerviosa progenie de los problemas de la vida y lo único que había conseguido era que no desarrollaran capacidad alguna de hacer frente a las sorpresas que la vida inevitablemente ofrece. Poca cosa podía decirle Dick:

 

—Helen, cuando tengas alguna duda debes preguntar a una enfermera. Tienes que aprender a aceptar consejos. Prométeme que lo harás.

¿Qué valor tenía una promesa para una mente enferma? Dick vio después a un frágil exiliado del Cáucaso amarrado, para más seguridad, a una especie de hamaca que a su vez estaba sumergida en un baño medicinal caliente, y a las tres hijas de un general portugués que se deslizaban casi imperceptiblemente hacia la paresia. Fue a la habitación contigua a la de éstas y le dijo a un psiquiatra trastornado que estaba mejor, cada vez mejor, y el hombre trató de leer la verdad de lo que decía en su cara, pues lo único que todavía le ataba al mundo real era la seguridad que podía encontrar en las palabras del doctor Diver. Después de esto, Dick despidió a un enfermero por inepto y ya llegó la hora de comer.

XV

— ¿Qué es lo que vas a abandonar? —preguntó Rosemary cuando estaban dentro del taxi, mirando de frente a Dick.

—Nada importante.

— ¿Eres un científico?

—Soy un doctor en Medicina.

— ¡Oooh! —exclamó ella, sonriendo encantada—. Mi padre también era médico. Entonces, ¿por qué no…?

—No es ningún misterio. No es que cometiera un acto deshonroso cuando estaba en la cumbre de mi carrera y tuviera que venir a esconderme en la Riviera. Simplemente no ejerzo. Pero nunca se sabe: es probable que vuelva a ejercer algún día.

Rosemary le acercó suavemente el rostro para que la besara. Dick se quedó mirándola un momento como si no entendiera. Luego, rodeándola con el hueco del brazo, apretó la mejilla contra la suavidad de su mejilla y, apartándose, se quedó mirándola de nuevo un largo rato.

—Qué criatura tan encantadora —dijo con aire grave. Ella le sonreía y sus manos jugaban maquinalmente con las solapas de su chaqueta.

—Estoy enamorada de ti y de Nicole. En realidad, ése es mi secreto. Ni siquiera puedo hablarle a nadie de vosotros, porque no quiero que ninguna otra persona se entere de lo maravillosos que sois. De verdad. Te quiero a ti y quiero a Nicole.

La había vuelto a llevar a la clínica. La había besado con indiferencia, más bien por complacerla. Después, ella había tratado de que la cosa llegara a más, pero Dick no tenía el menor interés, y luego, tal vez en consecuencia, la chica le había tomado aversión y se había llevado a su madre de la clínica.

—Es la carta de una perturbada —dijo—. No tuve relaciones de ningún tipo con esa chica. Ni siquiera me era simpática.

—Sí. Eso es lo que me gustaría creer —dijo Nicole.

—Supongo que no creerás lo que dice.

—Ya no sé qué creer.

Dick se sentó junto a ella y dijo, en tono de reproche:

—Esto es absurdo. Es la carta de una enferma mental.

—Yo fui una enferma mental.

Dick se puso en pie y habló en tono de más autoridad.

—Bueno, ya está bien de tonterías, Nicole. Ve a llamar a los niños y pongámonos en marcha.

Con el coche, que conducía Dick, fueron siguiendo los pequeños promontorios del lago, y el reflejo de la luz sobre el agua incendiaba el parabrisas. Pasaron, como por un túnel, entre cascadas de verdor. Era el coche de Dick, un Renault tan diminuto que todos sobresalían de él, excepto los niños, entre los cuales se elevaba la figura de la «mademoiselle» como un mástil en el asiento de atrás. Se conocían aquella carretera de memoria: sabían en qué punto exacto iban a sentir el olor de los pinos y del humo de las carboneras. El sol, que estaba alto y parecía tener una cara dibujada, golpeaba brutalmente los sombreros de paja de los niños.

Nicole estaba callada; a Dick le inquietaba su mirada fija y dura. A menudo se sentía solo junto a ella y muchas veces le cansaba con los breves torrentes de revelaciones de tipo personal que reservaba exclusivamente para él («Así es como soy» o «No, no, soy más bien así»), pero esa tarde se habría alegrado de que se pusieran a parlotear un rato de aquella manera: por lo menos habría tenido una idea de lo que estaba pensando. La situación era siempre más inquietante cuando se encerraba en sí misma y cerraba las puertas tras sí.

En Zug se bajó del coche la «mademoiselle» y los dejó. Antes de llegar a la feria de Agiri, los Diver tuvieron que adelantar a una caravana de apisonadoras gigantescas que les iban cediendo el paso. Dick aparcó el coche y, como Nicole le estaba mirando sin dar señales de querer moverse, dijo:

—Venga, cariño.

Los labios de ella se abrieron de pronto en una sonrisa tan espantosa que a Dick se le hizo un nudo en la garganta, pero hizo como que no la había visto y repitió.

—Sí, sí, ya voy —contestó, como arrancando las palabras de alguna historia que se estuviera desarrollando en su interior a tal velocidad que él no podía captarla—. No te preocupes, que ya voy.

—Pues ven, entonces.

Le dio la espalda a Dick cuando él se puso a caminar a su lado, pero seguía con la misma sonrisa, burlona y remota. Lanier le tuvo que repetir algo que le estaba diciendo varias veces y sólo entonces consiguió concentrar su atención en un objeto, un espectáculo de marionetas, que le sirvió como punto de orientación.

Dick no sabía muy bien qué hacer. La dualidad de puntos de vista en su relación con ella —el del marido y el del psiquiatra— entorpecía cada vez más sus facultades. Durante esos seis años Nicole le había hecho cruzar la línea divisoria en varias ocasiones, y le había desarmado al lograr inspirarle compasión o bien mediante algún rasgo de ingenio fantástico y sin relación con nada, de forma que sólo cuando ya había concluido el episodio y él mismo se había relajado, había tenido claridad mental suficiente para percatarse de que Nicole se había salido con la suya arrastrándole a un compartimiento no conforme a lo que él juzgaba razonable.

Tras una discusión con Topsy sobre si el Polichinela de aquel teatro de marionetas era el mismo Polichinela que habían visto el año anterior en Cannes, la familia reanudó su paseo a cielo abierto entre las casetas. Las anchas tocas de las mujeres, sus corpiños de terciopelo y sus faldas amplias y alegres de muchos cantones parecían de lo más recatado frente al colorido de los carromatos y las casetas pintados de azul y naranja. Se oía el tintineo lastimero de algún espectáculo seudooriental.

De repente Nicole echó a correr, tan de repente que por un instante Dick no se dio cuenta. Vio a lo lejos su vestido amarillo mezclándose con el gentío, un punto de color ocre en la frontera entre lo real y lo irreal, y se lanzó tras ella. Ella corría en secreto y en secreto él la seguía. Cuando el calor de la tarde se volvía más sofocante e insoportable se dio cuenta de que con la huida de Nicole se había olvidado de los niños; giró sobre sus talones y volvió corriendo a por ellos, los agarró a cada uno por un brazo y recorrió ansiosamente con ellos las casetas.

—Madame! —le gritó a una joven que estaba tras una rueda de lotería blanca—. Est-ce que je peux laisser ces petits avec vous deux minutes? C'est très urgent. Je vous donnerai dix francs.

—Mais oui.

Hizo que los niños le siguieran dentro de la caseta.

—Alors. Restez avec cette gentille dame.

—Oui, Dick.

Echó a correr de nuevo, pero ya la había perdido de vista. Estuvo mirando en el tiovivo hasta que se dio cuenta de que daba vueltas con él a su misma velocidad y miraba siempre el mismo caballo. Se abrió paso entre la gente que había en la cantina y luego, recordando que Nicole sentía predilección por las echadoras de cartas, levantó el borde de la tela de una tienda y miró en el interior. Una voz monótona le saludó: