El Tipo Perfecto

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CAPÍTULO CINCO

“Entonces, ¿no vas a hacer lo del FBI?”, preguntó Lacy con incredulidad mientras tomaba otro sorbito de vino.

Estaban sentadas en el sofá, ya se habían bebido la mitad de una botella de vino tinto y estaban devorando la comida china que les acababan de traer a casa. Eran más de las 8 de la tarde y Jessie estaba agotada después de vivir el día más largo que recordaba en muchos meses.

“Claro que lo voy a hacer, pero no ahora. Me concedieron una prórroga. Puedo unirme a otra clase de la Academia, siempre y cuando lo haga en los próximos seis meses. De lo contrario, tengo que volver a presentar mi aplicación. Como tuve suerte de que me aceptaran en esta ocasión, prácticamente eso garantiza que iré muy pronto”.

“¿Y te rajas para hacer trabajo de despacho para el L.A.P.D.?”, preguntó Lacy, incrédula.

“Otra vez, no me estoy rajando”, señaló Jessie, dándole un buen trago a su copa, “solo lo estoy retrasando. Ya estaba indecisa por todo lo que tengo entre manos con la venta de la casa y mi recuperación física. Esto no fue más que el factor decisivo. Además, ¡suena genial!”.

“No, para nada”, dijo Lacy. “Suena completamente aburrido. Hasta tu amigo el detective dijo que estarías haciendo tareas rutinarias y manejando casos de poca monta en los que nadie más quiera trabajar”.

“Al principio, pero cuando tenga un poco de experiencia, estoy segura de que me asignarán a algo más interesante. Estamos en Los Ángeles, Lace. No van a ser capaces de mantener a los locos muy lejos de mí”.

*

Dos semanas más tarde, mientras el coche patrulla dejaba a Jessie a una manzana de la escena del crimen, les dio las gracias a los agentes y se dirigió al callejón donde vio la cinta de acordonamiento de la policía en su lugar. Mientras cruzaba la calle, evitando a los conductores que parecían tener más intenciones de chocarse con ella que de evitarla, se le ocurrió que este iba a ser su primer caso de asesinato.

Echando la vista atrás a su breve periodo en la comisaría central, se daba cuenta de que se había equivocado al pensar que no iban a poder mantener a los locos alejados de ella. De alguna manera, hasta el momento, lo habían conseguido. De hecho, la mayor parte del tiempo en estos días se lo había pasado en comisaría, repasando casos abiertos para asegurarse de que el papeleo que había rellenado Josh Carter antes de largarse estaba al día. Era pura rutina.

No ayudaba el hecho de que la Comisaría Central pareciera una terminal de autobuses transitada. La zona del recinto principal era masiva. La gente revoloteaba a su alrededor todo el tiempo y nunca estaba del todo segura de si se trataba de personal, civiles, o sospechosos. Tuvo que moverse en varias ocasiones a otro escritorio cada vez que los criminólogos sin la etiqueta de “interinidad” utilizaban su experiencia para reclamar las estaciones de trabajo que preferían. Y daba igual donde terminara, parecía que Jessie siempre estaba situada justo debajo de una luz fluorescente titilante.

Pero hoy no. Al entrar al callejón a las afueras de la Cuarta Este, vio al detective Hernández al otro extremo y esperó que este caso fuera diferente a los otros que le habían asignado hasta el momento. En cada uno de ellos, había acompañado a los detectives, pero no le habían pedido su opinión. No había gran necesidad de ello de todos modos.

De los tres casos en que había hecho de acompañante, dos habían sido robos y el otro un incendio provocado. En cada uno de ellos, el sospechoso había confesado a los pocos minutos de que le arrestaran, en una ocasión sin que le tuvieran que interrogar. El detective había tenido que leerle sus derechos Miranda y pedirle que confesara de nuevo.

Pero hoy puede que por fin fuera diferente. Era el lunes después de Navidad, y Jessie esperaba que el espíritu de las fiestas pudiera hacer que Hernández se sintiera más generoso que sus colegas. Se unió a él y a su compañero por el día, un hombre con gafas de unos cuarenta y tantos años llamado Callum Reid, durante su investigación de la muerte de un adicto que habían encontrado al final del callejón.

Todavía tenía una aguja pinchada en su brazo izquierdo y el agente de uniforme solo había llamado a los detectives como mera formalidad. Mientras Hernández y Reid hablaban con el agente, Jessie se metió por debajo de la cinta de acordonamiento y se acercó al cadáver, asegurándose de que no pisaba en ningún lugar importante.

Miró al joven, que no parecía ser mayor que ella. Era afroamericano, con un corte de pelo difuminado. Hasta tumbado y descalzo, podía asegurar que era alto. Algo sobre él le resultaba familiar.

“¿Debería saber quién es este tipo?”, le gritó a Hernández. “Me da la impresión de que le he visto antes en alguna parte”.

“Probablemente”, le gritó Hernández de vuelta. “Fuiste a la USC, ¿verdad?”.

“Así es”, dijo ella.

“Seguramente coincidió contigo uno o dos años. Se llamaba Lionel Little. Jugó al baloncesto allí durante un par de años antes de hacerse profesional”.

“Vale, ahora creo que me acuerdo de él”, dijo Jessie.

“Tenía un increíble tiro con la mano izquierda en que volteaba los dedos”, recordó el detective Reid.

“Me recordaba un poco a George Gervin. Fue un novato muy solicitado, pero acabó desvaneciéndose en unos pocos años. No podía jugar como defensa, y no supo cómo manejar todo ese dinero ni el estilo de vida de la NBA. Solo duró tres temporadas antes de que le sacaran por completo de la liga. Para entonces, las drogas se lo llevaron por delante. En algún momento, acabó viviendo en la calle”.

“Le veía de vez en cuando”, añadió Hernández. “Era un chico muy agradable—nunca le detuvieron por otra cosa que vagabundear o mearse en público”.

Jessie se inclinó y miró más de cerca a Lionel. Trató de imaginarse a sí misma en su posición, un chico perdido, adicto a las drogas, pero no problemático, vagabundeando por los callejones de atrás del centro de L.A. durante los últimos años. De algún modo, se las arregló para mantener su hábito sin llegar a la sobredosis o terminar en prisión. Y, aun así, allí estaba, tumbado en un callejón, con una aguja en el brazo, descalzo. Algo no encajaba del todo.

Se arrodilló para echarle una mirada de cerca donde la aguja sobresalía de su piel. Estaba metida hasta el fondo en su piel básicamente limpia.

Su piel limpia….

“Detective Reid, ¿dijiste que Lionel tenía un giro de dedos de la mano izquierda que estaba muy bien, ¿verdad?”.

“Algo realmente hermoso”, respondió con entusiasmo.

“¿Entonces podemos asumir que era zurdo?”.

“Oh claro que sí, era completamente zurdo. Tenía problemas para pasarse a su derecha. Los defensas le hacían pasarse a ese lado y así terminaban con él. Fue otra de las razones de que nunca triunfara como profesional”.

“Eso es extraño”, murmuró ella.

“¿Qué pasa?”, preguntó Hernández.

“Es solo que… ¿podéis venir aquí, chicos? Hay algo que no me parece que tenga mucho sentido en esta escena del crimen”.

Los detectives se acercaron y se detuvieron justo detrás de donde estaba arrodillada. Señaló al brazo izquierdo de Lionel.

“Parece que esa aguja esté metida hasta la mitad de su brazo, pero no está ni siquiera cerca de una vena”.

“¿Quizá tuviera mala puntería?”, sugirió Reid.

“Quizá”, concedió Jessie. “Pero mira su brazo derecho. Hay una línea nítida de rastros que siguen sus venas. Es bastante meticuloso para un drogadicto. Y tiene sentido, porque era zurdo. Naturalmente, se inyectaría el brazo derecho con su mano dominante”.

“Eso tiene sentido”, asintió Hernández.

“Entonces pensé que quizá es que era más torpe cuando utilizaba su mano derecha”, continuó Jessie. “Como dijiste, detective Reid, quizá tuviera mala puntería”.

“Exactamente”. dijo Reid.

“Pero mira”, dijo Jessie señalando al brazo. “Excepto por el punto donde está la aguja ahora mismo, su brazo izquierdo está limpio—no hay rastros de marcas en absoluto”.

“¿Qué te indica eso?”, preguntó Hernández, que empezaba a ver lo que quería decir.

“Me indica que no se pinchaba en su brazo izquierdo en absoluto. Por lo que puedo decir, este tampoco es la clase de hombre que dejaría que otra persona le pinchara en su brazo. Tenía un sistema. Era muy metódico. Mira la parte superior de su mano derecha. También tiene marcas allí. Prefería pincharse en la mano antes que confiar en otra persona. Apuesto a que, si le quitamos los calcetines, también encontraremos marcas entre los dedos de su pie derecho”.

“Entonces, ¿estás sugiriendo que no fue una sobredosis?”, preguntó Reid con escepticismo.

“Sugiero que alguien quería que pareciera una sobredosis, pero hizo un trabajo chapucero y simplemente le clavó la aguja en alguna parte de su brazo izquierdo, el que la gente diestra utilizaría normalmente”.

“¿Por qué?”, preguntó Reid.

“Bueno”, dijo Jessie con cautela. “Empecé a pensar en el hecho de que su calzado haya desaparecido. El resto de su ropa está aquí. Me pregunto si, como ha sido un jugador profesional, a lo mejor su calzado era de los caros. ¿No hay algunas de esas deportivas que se venden por cientos de dólares?”.

“Así es”, dijo Hernández, que sonaba excitado. “De hecho, cuando se unió a la liga al principio y todo el mundo pensó que se iba a convertir en alguien grande, firmó un contrato de calzado con una compañía que estaba empezando llamada Hardwood. La mayoría de los chicos firmaron contratos con alguna de las grandes compañías—Nike, Adidas, Reebok. Sin embargo, Lionel se decidió por esta gente. Se les consideraba atrevidos. Quizá demasiado porque declararon la bancarrota hace unos cuantos años”.

 

“Entonces las deportivas no serían tan valiosas”, dijo Reid.

“La verdad es que más bien lo contrario es cierto”, corrigió Hernández. “Como se fueron a quiebra, sus deportivas se convirtieron en un artículo muy valorado. Solo hay unas cuantas en circulación, así que son bastante valiosas para los coleccionistas. Como embajador de la compañía, seguro que Lionel recibió toneladas de ellas cuando firmó el contrato. Y estoy dispuesto a apostar que llevaba unas puestas esta noche”.

“Así que”, continuó Jessie, “alguien le vio con esas deportivas. Quizá estaban desesperados por hacer algo de dinero. Lionel no tiene aspecto de ser un tipo duro. Es un objetivo fácil. Así que esta persona derriba a Lionel, le roba el calzado, y le mete la aguja en el brazo, con la esperanza de que lo veamos como otra sobredosis más”.

“No es una teoría descabellada”, dijo Hernández. “Veamos si podemos poner en marcha una búsqueda de cualquiera que lleve puestas un par de Hardwoods”.

“Si Lionel no murió de sobredosis, ¿cómo le mató el perpetrador?”, observó Reid. “No veo nada de sangre”.

“Creo que esa es una pregunta excelente… para el médico forense”, dijo Hernández, sonriendo mientras pasaba al otro lado de la cinta de acordonamiento. “¿Por qué no llamamos a alguno y vamos a tomar el almuerzo?”.

“Tengo que pasarme por el banco”, dijo Reid. “Quizá mejor os veo de nuevo en comisaría”.

“Muy bien, parece que estamos solo tú y yo, Jessie”, dijo Hernández. “¿Qué te parece si vamos a por un perrito caliente de un puesto callejero? Antes vi a un chico al otro lado de la calle”.

“Creo que me voy a arrepentir, pero lo haré de todos modos porque no quiero parecer una gallina”.

“Sabes qué”, señaló él, “si dices que lo vas a hacer para no parecer una gallina, todo el mundo sabrá que solo vas a comértelo para ganar puntos. Y eso es bastante gallina. No es más que un consejo profesional”.

“Gracias, Hernández”, contestó Jessie. “Hoy estoy aprendiendo todo tipo de cosas”.

“Se le llama formación práctica”, dijo él, y continuó metiéndose con ella mientras bajaban por el callejón hasta la calle. “Claro que, si pones tanto cebollas como pimientos en el perrito, puede que ganes algunos puntos en la calle”.

“Guau”, dijo Jessie, sonriendo. “¿Qué le parece a tu mujer cuando está tumbada a tu lado y tú apestas a todo eso?”.

“No supone un gran problema”, dijo Hernández, que entonces se dio la vuelta para pedir su comida al vendedor.

Había algo en la respuesta de Hernández que le resultó peculiar. Quizá a su mujer le diera igual el olor a cebollas y pimientos en la cama. Pero su tono sugería que a lo mejor no era un gran problema porque él y su mujer no compartían la cama en este momento.

A pesar de la curiosidad que sentía, Jessie lo dejó estar. Apenas conocía a este hombre. No se iba a poner a interrogarle sobre el estado de su matrimonio, pero deseaba poder averiguar si su instinto se equivocaba o si sus sospechas eran correctas.

Hablando de instinto, el vendedor le estaba mirando con expectación, esperando a que hiciera su pedido. Jessie miró el perrito de Hernández, que rebosaba de cebollas, pimientos, y lo que parecía ser salsa. El detective la estaba observando, claramente dispuesto a burlarse de ella.

“Tomaré lo que él está comiendo”, dijo ella. “Exactamente lo mismo”.

*

De vuelta a comisaría unas cuantas horas después, estaba saliendo del baño para mujeres por tercera vez cuando Hernández se le acercó con una enorme sonrisa en el rostro. Se forzó a parecer casual, ignorando el incómodo revoltijo que sentía en las tripas.

“Buenas noticias”, dijo él, que por suerte parecía no ser consciente de su incomodidad. “Nos han dicho que han encontrado a alguien hace unos minutos con unas Hardwood que encajan con la talla del pie de Lionel, una dieciséis. La persona que llevaba las deportivas tiene una nueve. Y eso es—en fin—un tanto sospechoso. Buen trabajo”.

“Gracias”, dijo Jessie, intentando aparentar que no suponía gran cosa. “¿Alguna noticia del examinador médico sobre la posible causa de la muerte?”.

“Nada oficial por el momento, pero cuando le dieron la vuelta a Lionel, encontraron un moratón gigante en su nuca. Así que no es descabellado pensar en la hipótesis de un hematoma subcutáneo. Eso explicaría la ausencia de sangre”.

“Genial”, dijo Jessie, contenta de que su teoría hubiera resultado cierta.

“Sí, claro, aunque no sea tan genial para su familia. Su madre estuvo aquí para identificar el cuerpo y por lo visto, está devastada. Es una madre soltera. Recuerdo leer en algún artículo sobre él que trabajaba en tres sitios distintos cuando Lionel era un crío. Seguro que pensó que podría reducir sus horas cuando él triunfó, pero supongo que no fue así”.

Jessie no supo qué decir como respuesta así que simplemente asintió y guardó silencio.

“Voy a dejarlo por hoy”, dijo Hernández con brusquedad. “Unos cuantos vamos a ir tomar un trago, por si quieres unirte. Sin duda, te has ganado una a mi cuenta”.

“Lo haría, pero se supone que voy a ir a un club esta noche con mi compañera de piso. Cree que ya es hora de que regrese al mundo de las citas”.

“¿Y tú crees que ya es hora?”, preguntó Hernández, arqueando las cejas.

“Creo que ella es imparable y no va dejar esto de lado hasta que salga al menos una vez, a pesar de que sea lunes por la noche. Con eso, debería obtener unas cuantas semanas de gracia antes de que empiece con ello de nuevo”.

“En fin, pásalo bien”, dijo él, tratando de sonar optimista.

“Gracias, estoy segura de que no será así”.

CAPÍTULO SEIS

El club estaba oscuro y con la música muy alta, y Jessie podía ver cómo se avecinaba un dolor de cabeza.

Una hora antes, cuando Lacy y ella se estaban preparando, la cosa parecía mucho más prometedora. El entusiasmo de su compañera de piso era contagioso y Jessie casi se sentía ansiosa de pasar la noche fuera mientras se ponían sus vestidos y se acicalaban el pelo.

Cuando salieron del apartamento, no podía negar que estaba de acuerdo con el comentario que había hecho Lacy diciéndole que estaba “reluciente”. Llevaba su falda roja con el corte que ascendía hasta su muslo derecho, la que nunca acabó poniéndose en su breve y tumultuosa existencia en los suburbios de Orange County. También llevaba un top negro sin mangas que acentuaba el tono muscular que había conseguido durante su fisioterapia.

Hasta se atrevió a ponerse sus tacones de tres pulgadas que la hacían medir oficialmente más de uno ochenta y cinco y que la metían en el club de las amazonas del que formaba parte Lacy. Originalmente, se había atado su pelo castaño en un moño, pero su compañera de piso y empresaria de la moda le había convencido para que se lo dejara suelto, por lo que le caía como una cascada por la espalda. Al mirarse en el espejo, no le resultaba totalmente ridículo que Lacy dijera que parecían un par de modelos que salían a pasear sus palmitos por la noche.

Sin embargo, una hora después, su estado de ánimo se había apagado. Lacy se lo estaba pasando en grande, flirteando lúdicamente con los chicos que no le interesaban y flirteando seriamente con las chicas que sí lo hacían. Jessie se encontraba junto al bar charlando con el barman, que obviamente tenía mucha práctica en el arte de entretener a las chicas que no estaba acostumbradas al ambiente.

No estaba segura de cuándo se había vuelto tan sosa, aunque era cierto que no había estado soltera en casi una década. Sin embargo, Kyle y ella habían salido por este mismo tipo de sitios cuando vivían aquí, antes de mudarse a Westport Beach. Y ella nunca se había sentido fuera de lugar.

De hecho, le solía encantar pasarse a conocer los nuevos clubs, bares y restaurantes nocturnos del centro de L.A.—o D.T.L.A. para los habitantes locales—, algunos de los cuales parecían abrir cada semana. Ellos dos entraban como una ráfaga de viento y se hacían con todo el lugar, probaban el artículo o bebida menos convencional del menú, bailando con toda despreocupación en el centro del club, ignorando las miradas críticas que pudieran atraer. No echaba en falta a Kyle, pero tenía que reconocer que añoraba la vida que había compartido antes de que todo se torciera.

Un chico joven, probablemente de menos de veinticinco años, se acercó a ella y se acomodó en un taburete vacío que había a su izquierda. Le echó una mirada rápida en el espejo del bar, estudiándole en silencio.

Era parte de un juego privado al que le gustaba jugar consigo misma. De manera informal, lo llamaba “predicción humana”. En el juego, intentaba adivinar cuanto más le fuera posible sobre una persona, en base a su aspecto, su manera de actuar y de hablar. Mientras le echaba una ojeada a escondidas al chico en cuestión, se sintió encantada de darse cuenta de que ahora ese juego le proporcionaba beneficios profesionales. Después de todo, era una criminóloga interina, novata. Esto era trabajo de campo.

El chico era moderadamente atractivo, con el pelo rubio oscuro y desgreñado que le caía por encima del lado derecho de la frente. Estaba bronceado, pero no era un moreno de playa. Era demasiado uniforme y perfecto. Jessie sospechó que visitaba una sala de solárium periódicamente. Estaba en buena forma, pero parecía delgado de un modo que no resultaba natural, como un lobo que no ha comido en mucho tiempo.

Era obvio que venía de su trabajo, ya que todavía llevaba “su uniforme”—un traje, zapatos abrillantados, y la corbata ligeramente aflojada como para indicar que estaba relajándose. Eran casi las 10 de la noche, y si acababa de salir del trabajo, eso sugería que su trabajo requería de largas horas en la oficina. Quizá trabajaba en finanzas, aunque por lo general, eso requería más bien empezar temprano y no salir muy tarde.

Era más probable que se tratara de un abogado, aunque no para el gobierno; quizá era un asociado que estaba en su primer año en alguna compañía de alto nivel donde le estaban exprimiendo. Le pagaban bien, como demostraba el traje de sastre, pero no tenía mucho tiempo para disfrutar de los frutos de su labor.

Parecía estar decidiendo la entrada que iba a utilizar para hablar con ella. No podía ofrecerle un trago porque ya tenía uno que estaba medio lleno. Jessie decidió echarle una mano.

“¿Qué compañía?”, le preguntó, volviéndose hacia él.

“¿Qué?”.

“¿Con qué compañía legal trabajas?”, repitió, casi gritando para que le oyera por encima de la música que les envolvía.

“Benson & Aguirre”, respondió con un acento de la costa este que Jessie no pudo identificar del todo. “¿Cómo supiste que soy abogado?”.

“Pura suerte; parece que te están haciendo trabajar de lo lindo. ¿Acabas de salir?”.

“Hace como media hora”, dijo él, con una voz que mostraba un tono más bien del Atlántico medio que de New York. “Llevo tres horas deseando tomarme un trago. Podría tomarme un agua con hielo, pero tendré que conformarme con esto”.

Le dio un trago a su cerveza.

“¿Cómo se compara Los Ángeles con Filadelfia?”, preguntó Jessie. “Ya sé que han pasado menos de seis meses, pero ¿te parece que te estás adaptando bien?”.

“Pero bueno, ¿qué diablos es esto? ¿Eres algo así como un detective privado? ¿Cómo sabes que soy de Filadelfia y que me mudé aquí el pasado agosto?”.

“Es una especie de talento que tengo. Me llamo Jessie, por cierto”, dijo, extendiéndole la mano.

“Doyle”, dijo él, estrechándosela. “¿Me vas a contar cómo haces ese truco de salón? Porque me estás asustando un poco”.

“No quiero desvelar el misterio. El misterio es muy importante. Deja que te haga otra pregunta, solo para completar la imagen. ¿Fuiste a Temple o a Villanova para estudiar leyes?”.

Él se la quedó mirando con la boca abierta de par en par. Tras pestañear unas cuantas veces, se recompuso.

“¿Cómo sabes que no fui a Penn?”, le preguntó, fingiendo sentirse insultado.

“De ningún modo, no pedías aguas heladas en Penn. ¿Cuál de ellas es?”.

“¡Guau, guau, y más guau, chica!”, le gritó. “¡Vamos Wildcats!”.

Jessie asintió con entusiasmo.

“Soy una chica troyana también”, dijo ella.

“Oh, vaya. ¿Fuiste a USC? ¿Te enteraste de lo de eso chico Lionel Little—que solía jugar a baloncesto allí? Le han matado hoy”.

 

“Algo escuché”, dijo Jessie. “Qué historia tan triste”.

“Escuché que le mataron por sus deportivas”, dijo Doyle, sacudiendo la cabeza. “¿Puedes creerlo?”.

“Deberías cuidar de tus zapatos, Doyle. Tampoco parecen baratos”.

Doyle bajó la mirada, y después se inclinó y le susurró al oído. “Ochocientos dólares”.

Jessie silbó fingiendo admiración. Estaba perdiendo rápidamente todo el interés en Doyle, cuya juvenil exuberancia se veía superada por su juvenil autocomplacencia.

“¿Y cuál es tu historia?”, le preguntó.

“¿No quieres intentar adivinarla?”.

“Oh bueno, no soy tan bueno con esas cosas”.

“Haz un intento, Doyle”, le exhortó ella. “Puede que te sorprendas a ti mismo. Además, un abogado tiene que ser perspicaz, ¿no es cierto?”.

“Eso es cierto. Muy bien, lo intentaré. Diría que eres una actriz. Eres lo bastante bonita como para serlo. Aunque el centro de Los Ángeles no sea el territorio habitual de las actrices. Es más bien Hollywood y apunta hacia el oeste. ¿Modelo quizás? Podrías serlo, pero pareces demasiado inteligente como para que eso sea tu actividad principal, tu profesión. Quizá hiciste algo de modelaje de adolescente, pero ahora te has metido en algo más profesional. Ah, ya lo sé, eres relaciones públicas. Por eso eres tan buena en leer a las personas. ¿He acertado? Sé que lo he hecho”.

“Te has quedado muy cerca, Doyle, pero no del todo”.

“¿Entonces, a qué te dedicas?”, le preguntó con exigencia.

“Soy criminóloga para el L.A.P.D.”.

Le sentó bien decirlo en voz alta, sobre todo mientras veía cómo se le abrían los ojos de sorpresa.

“¿Como en esa serie Mindhunter?”.

“Sí, algo así. Ayudo a la policía a meterse en las mentes de los criminales para que tengan más posibilidades de atraparles”.

“Vaya, vaya. ¿Así que atrapas a asesinos en serie y cosas así?”.

“Lo llevo haciendo un tiempo”, dijo Jessie, sin mencionar que su búsqueda se reducía a un asesino en serie en particular y que no tenía nada que ver con el trabajo.

“Eso es fascinante. Qué trabajo tan interesante”.

“Gracias”, dijo Jessie, presintiendo que por fin había reunido el valor para preguntarle lo que tenía en mente desde hace un rato.

“¿Y entonces cuál es tu situación actual? ¿Estás soltera?”.

“Divorciada”.

“¿De verdad?”, dijo él. “Pareces demasiado joven para estar divorciada”.

“Ya lo sé. Circunstancias inusuales. No acabó funcionando”.

“No quiero ser grosero, pero ¿puedo preguntarte qué fue tan inusual? Quiero decir, eres todo un trofeo. ¿Eres una psicópata o algo así?”.

Jessie sabía que no tenía intención alguna de herirla con la pregunta. Estaba genuinamente interesado tanto en la respuesta como en ella y acababa de estropearlo todo de un modo terrible. Aun así, podía percibir cómo todo el interés que le quedaba por Doyle desaparecía en ese momento. En el mismo instante, la pesadez del día y sus tacones altos empezaron a asomar sus feas cabezas. Decidió concluir la noche con una explosión.

“No diría que soy una psicópata, Doyle. No cabe duda de que tengo mis problemas, hasta el punto de que me despierto gritando la mayoría de las noches. ¿Pero psicópata? No diría eso. La verdad es que nos divorciamos porque mi marido era un sociópata que asesinó a una mujer con la que se estaba acostando, intentó inculparme por ello, y al final intentó matarme a mí a y a dos de nuestros vecinos. Realmente se tomó en serio eso de “hasta que la muerte nos separe”.

Doyle se la quedó mirando, con la mandíbula tan abierta que podrían haberle entrado hasta moscas. Esperó a que se recuperara, sintiendo curiosidad por ver la maestría con la que se iba a librar del asunto. No mucha, por lo que pudo comprobar.

“Oh, eso es realmente terrible. Te preguntaría más sobre ello, pero acabo de acordarme de que tengo que presentar una deposición a primera hora de la mañana. Seguramente, debería irme a casa. Espero verte por aquí en algún momento”.

Se levantó del taburete y ya estaba a mitad de camino de la entrada antes de que Jessie pudiera pronunciar un “Adiós, Doyle”.

*

Jessica Thurman tiró de la manta para cubrir su cuerpecito medio congelado. Ya llevaba sola en la cabaña con su madre muerta tres días. Estaba tan delirante por la falta de agua, calor, e interacción humana que a veces creía que su madre le estaba hablando, a pesar de que su cadáver seguía tirado, inmóvil, con los brazos en lo alto sujetos por los grilletes que colgaban de las vigas de madera.

De repente, dieron unos golpes a la puerta. Había alguien fuera de la cabaña. No podía tratarse de su padre. No tenía ninguna razón para llamar. Entraba en cualquier parte siempre que le daba la gana.

Los golpes se repitieron, solo que esta vez sonaban diferentes. Había un zumbido mezclado con ellos. Eso no tenía ningún sentido. La cabaña no tenía timbre en la puerta. El zumbido volvió a sonar, esta vez sin que hubiera sonido de golpes en absoluto.

De repente, los ojos de Jessie se abrieron de par en par. Estaba tumbada en la cama, concediéndole un segundo a su cerebro para que procesara que el zumbido que estaba escuchando provenía de su celular. Se inclinó para cogerlo, notando que, aunque le latía el corazón a toda velocidad y su respiración era jadeante, no estaba tan sudorosa como era costumbre después de una pesadilla.

Era el detective Ryan Hernández. Al responder a la llamada, echó un vistazo a la hora: las 2:13 de la madrugada.

“Hola”, dijo Jessie, sin apenas sonar somnolienta.

“Jessie. Soy Ryan Hernández. Disculpa que te llame a esta hora, pero he recibido una llamada para investigar una muerte sospechosa en Hancock Park. Garland Moses ya no atiende llamadas en medio de la noche y todos los demás están ocupados. ¿Te apetece unirte?”.

“Claro”, respondió Jessie.

“Si te envío la dirección por mensaje de texto, ¿puedes estar aquí en treinta minutos?”, le preguntó.

“Puedo estar allí en quince”.

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