Kitabı oxu: «David Copperfield», səhifə 40

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Capítulo 15 Depresión

Cuando recobré mi presencia de ánimo, que en el primer momento me había abandonado por completo bajo el golpe de la noticia de mi tía, propuse a míster Dick que viniera a la tienda de velas a tomar posesión de la cama que míster Peggotty había dejado vacía hacía poco. La tienda de velas se encontraba en el mercado de Hungerford, que entonces no se parecía nada a lo que es ahora, y tenía delante de la puerta un pórtico bajo, compuesto de columnas de madera, que se parecía bastante al que se veía antes en la portada de la casa del hombrecito y la mujercita de los antiguos barómetros. Aquella obra de arte de la arquitectura le gustó infinitamente a míster Dick, y el honor de habitar encima de aquellas columnas yo creo que le hubiera consolado de muchas molestias; pero como en realidad no había más objeción que hacer al alojamiento que la variedad de perfumes de que he hablado, y quizá también la falta de espacio en la habitación, quedó encantado de su alojamiento. Mistress Crupp le había declarado con indignación que no había sitio ni para hacer bailar a un gato; pero, como me decía muy justamente míster Dick sentándose a los pies de la cama y acariciando una de sus piernas:

-Usted sabe muy bien, Trotwood, que yo no necesito hacer bailar a ningún gato, que nunca he hecho bailar a ningún gato; por lo tanto, ¿a mí qué me importa?

Traté de descubrir si míster Dick tenía algún conocimiento de las causas de aquel gran y repentino cambio en los intereses de mi tía; pero, como me esperaba, no sabía nada. Todo lo que podía decirme es que mi tía le había apostrofado así la antevíspera: «Veamos, Dick, ¿es usted verdaderamente todo lo filósofo que yo creo?». «Sí», había respondido él. Entonces mi tía le había dicho: «Dick, estoy arruinada», y él había exclamado: «¡Oh! ¿De verdad?». Después mi tía le había elogiado mucho, lo que le había causado mucha alegría, y habían venido a buscarme comiendo sándwiches y bebiendo cerveza en el camino.

Míster Dick estaba tan radiante a los pies de su cama acariciándose la pierna mientras me decía todo esto, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de sorpresa, que siento decir que me impacienté y que llegué a explicarle que quizá no sabía lo que la palabra ruina traía tras de sí de desesperación, de necesidad, de hambre; pero pronto fui cruelmente castigado por mi dureza al verle ponerse pálido y alargársele el rostro y correr lágrimas por sus mejillas, mientras me lanzaba una mirada tan desesperada, que hubiera ablandado un corazón infinitamente más duro que el mío. Me costó mucho más trabajo animarle de lo que me había costado abatirle, y comprendí enseguida que debía de haber adivinado desde el primer momento que si él había demostrado tanta confianza es porque tenía una fe inquebrantable en mi tía, en su sabiduría maravillosa y en los recursos infinitos de mis facultades intelectuales, pues creo que me creía capaz de luchar victoriosamente contra todos los infortunios que no fueran la muerte.

-¿Qué podemos hacer, Trot? -dijo míster Dick-. Está la Memoria…

-Ciertamente está la Memoria -le dije-; pero de momento la única cosa que podemos hacer, míster Dick, es serenamos y que mi tía no vea que nos preocupan sus asuntos.

Estuvo de acuerdo conmigo al momento y me suplicó que, en el caso en que le viera apartarse un paso del buen camino, que le atrajera a él por alguno de los medios ingeniosos que yo siempre tenía a mano. Pero siento decir que le había asustado demasiado para que pudiera ocultar su temor. Toda la noche estuvo mirando sin cesar a mi tía con una expresión de la más penosa inquietud, como si se esperase verla adelgazar de repente. Cuando se daba cuenta hacía esfuerzos inauditos para no mover la cabeza; pero por muy inmóvil que la tuviera volvía los ojos, lo que era casi peor. Le vi mirar durante la comida el panecillo que había encima de la mesa como si no quedara más que aquello entre nosotros y el hambre. Y cuando mi tía insistió para que comiera como de costumbre, me di cuenta de que se guardaba en el bolsillo pedazos de pan y de queso, sin duda para proporcionarse con aquellas economías el medio de volvemos a la vida cuando estuviéramos extenuados por el hambre.

Mi tía, por el contrario, estaba tranquila y podía servimos de ejemplo a todos, a mí el primero. Estaba amable con Peggotty, excepto cuando la llamaba así por distracción, y parecía encontrarse completamente a sus anchas a pesar de su conocida repugnancia por Londres. Ella se acostaría en mi cama y yo en el gabinete, sirviéndole de cuerpo de guardia. Insistió mucho sobre las ventajas de estar tan cerca del río, para caso de incendio, y yo creo que verdaderamente le producía satisfacción aquella circunstancia.

-No, Trot; no, hijo mío -me dijo mi tía cuando me vio hacer los preparativos para componer su brebaje de la noche.

-¿No lo quiere usted, tía?

-Vino no, hijo mío; cerveza.

-Pero tengo vino, y lo que usted toma siempre es vino.

-Guarda el vino para el caso en que haya algún enfermo -me dijo-; no hay que malgastarlo. Trot, dame cerveza; media botella.

Creí que míster Dick iba a desmayarse. Mi tía persistía en su negativa, y tuve que salir para buscar yo mismo la cerveza. Como se hacía tarde, míster Dick y Peggotty aprovecharon la ocasión para tomar juntos el camino de la tienda de velas. Me despedí del pobre hombre en la esquina, y se alejó con su gran cometa a la espalda y llevando en su rostro la verdadera imagen de la miseria humana.

A mi regreso encontré a mi tía paseándose de arriba abajo por la habitación y plegando con sus dedos los adornos de su cofia de dormir. Le calenté la cerveza y tosté el pan según los principios establecidos, y cuando la bebida estuvo preparada, mi tía también lo estaba con la cofia en la cabeza, la falda un poco remangada y las manos sobre las rodillas.

-Querido mío -me dijo después de tomar una cucharadita del líquido-, es mucho mejor que el vino, y además menos bilioso.

Supongo que no debía de parecer muy convencido, pues añadió:

-Ta, ta, ta, hijo mío; si no nos sucede nada peor que beber cerveza, no nos podremos quejar.

-Le aseguro, tía, que no se trata de mí; estoy muy lejos de decir lo contrario.

-Pues bien; entonces, ¿por qué no es esa tu opinión?

-Porque usted y yo somos diferentes -contesté.

-Vamos, Trot, qué locura -replicó ella.

Mi tía continuó con una satisfacción tranquila y nada afectada, lo aseguro, bebiendo su cerveza caliente a cucharaditas y mojando los picatostes.

-Trot -me dijo-, por lo general no me gustan las caras nuevas; pero tu Barkis no me disgusta, ¿sabes?

-Si me hubieran dado cien libras, tía, no me hubiera alegrado tanto; y soy feliz viendo que la aprecia usted.

-Es un mundo muy extraordinario este en que vivimos -repuso mi tía frotándose la nariz-; no puedo explicarme dónde ha ido esta mujer a buscar un nombre semejante. Dime si no sería mucho más fácil nacer Jackson o cualquier cosa menos eso.

-Quizá ella misma piense eso, tía; pero no es suya la culpa.

-Claro que no -contestó mi tía, un poco contrariada por tener que confesarlo-; pero no por eso es menos desesperante. En fin, ahora se llama Barkis, y es un consuelo. Barkis te quiere con todo su corazón, Trot.

-No hay nada en el mundo que no estuviera dispuesta a hacer para demostrármelo.

-Nada, es verdad, lo creo -dijo mi tía-. ¿Querrás creer que la pobre loca estaba hace un momento pidiéndome con las manos juntas que aceptara parte de su dinero, porque tenía demasiado? ¡Será idiota!

Las lágrimas de mi tía caían en su cerveza.

-Nunca he visto a nadie tan ridículo -añadió-. Desde el primer momento que la vi al lado de tu madrecita adiviné que debía de ser la criatura más ridícula del mundo; pero tiene buenas cualidades.

Mi tía hizo como que se reía, y aprovechó la ocasión para llevar la mano a sus ojos; después siguió comiendo sus tostadas y hablando al mismo tiempo.

-¡Ay! ¡Misericordia! —dijo mi tía suspirando- Sé todo lo que ha pasado, Trot. He tenido una larga conversación con Barkis mientras tú habías salido con Dick. Sé todo lo que ha pasado. Por mi parte, no comprendo lo que esas miserables chicas tienen en la cabeza; y me pregunto cómo no prefieren ir a rompérsela contra… contra una chimenea —dijo mi tía mirando a la mía, que fue probablemente la que le sugirió la idea.

-¡Pobre Emily! —dije.

-¡Oh! No digas pobre Emily -replicó mi tía-; hubiera debido pensar en toda la pena que causaba. Dame un beso, Trot; siento mucho que tan joven tengas ya una experiencia tan triste en tu vida.

En el momento en que me inclinaba hacia ella, dejó su vaso en mis rodillas, para detenerme, y dijo:

-¡Oh! ¡Trot, Trot! ¿Te figuras que estás enamorado, no?

-¿Cómo que me figuro, tía? —exclamé enrojeciendo. La adoro con toda mi alma.

-¿A Dora? ¿De verdad? -replicó mi tía—. Y estoy segura de que te parece esa criaturita muy seductora.

-Querida tía -le contesté-, nadie puede hacerse idea de lo que es.

-¡Ah! ¿No es demasiado tonta? —dijo mi tía.

-¿Tonta, tía mía?

Creo seriamente que nunca se me había ocurrido preguntarme si lo era o no. Aquella suposición me ofendió, naturalmente, pero me sorprendió como una idea completamente nueva.

-Según eso ¿no será un poco frívola? -dijo mi tía.

-¿Frívola, tía? -Me limité a repetir aquella pregunta atrevida con el mismo sentimiento que había repetido la primera.

-¡Está bien, está bien! —dijo mi tía-. Quería únicamente saberlo; no hablo mal de ella. ¡Pobres chicos! Y os creéis hechos el uno para el otro y os véis ya atravesando una vida llena de dulzuras y de confites, como las dos figuritas de azúcar que adoman la tarta de la recién casada en una comida de bodas, ¿no es verdad, Trot?

Hablaba con tal bondad y dulzura, casi de broma, que me conmovió.

-Ya sé que somos muy jóvenes y sin experiencia, tía -contesté-, y que no diremos y haremos cosas nada razonables; pero estoy seguro de que nos queremos de verdad. Si creyera que Dora podía querer a otro o dejar de quererme, o que yo pudiera amar a otra mujer o dejar de quererla, no sé lo que haría… , creo que me volvería loco.

-¡Ah, Trot! -dijo mi tía sacudiendo la cabeza y sonriendo tristemente-. ¡Ciego, ciego, ciego! Alguien que yo conozco, Trot -añadió mi tía después de un momento de silencio-, a pesar de su dulzura de carácter posee una viveza de afectos que me recuerda a un bebé. Ese alguien debe buscar un apoyo fiel y seguro, que pueda sostenerle y ayudarle; un carácter serio, sincero, constante.

-¡Si supiera usted la constancia y la sinceridad de Dora, tía mía! —exclamé.

-¡Ay, Trot! -repitió ella-. ¡Ciego, ciego! -y sin saber por qué me pareció vagamente que perdía en aquel momento algo, alguna promesa de felicidad que se escapaba y escondía a mis ojos tras una nube.

-Sin embargo —dijo mi tía—, no quiero desesperar ni hacer desgraciados a estos dos niños; así, aunque sea una pasión de niño y niña, y aunque esas pasiones muy a menudo… , fíjate bien, no digo siempre, pero muy a menudo, no conducen a nada, sin embargo, no lo tomaremos a broma, hablaremos seriamente y esperaremos que termine bien cualquier día. Tenemos tiempo.

No era una perspectiva muy consoladora para un amante apasionado, pero estaba encantado de que mi tía conociera el secreto. Recordando que debía de estar cansada, le agradecí tiernamente aquella prueba de su afecto, y después de despedirme de ella con ternura, mi tía y su cofia de dormir fueron a tomar posesión de mi alcoba.

¡Qué desgraciado fui aquella noche en mi cama! Mis pensamientos no podían apartarse del efecto que haría en míster Spenlow la noticia de mi pobreza, pues ya no era lo que creía ser cuando había pedido la mano de Dora, y además me decía que honradamente debía decir a Dora mi situación y devolverle su palabra si lo quería así. Me preguntaba cómo me las arreglaría para vivir durante todo el tiempo que tenía que pasar con míster Spenlow sin ganar nada; me preguntaba cómo podría sostener a mi tía, y me rompía la cabeza sin encontrar solución satisfactoria; además, me decía que pronto no tendría nada de dinero en el bolsillo; que tendría que llevar trajes raídos, renunciar a los bonitos caballos grises, a los regalitos que tanto me gustaba llevar a Dora; en fin, a todo lo que era serle agradable. Sabía que era egoísmo y que era una cosa indigna pensar en mis propias desgracias, y me lo reprochaba amargamente; pero quería demasiado a Dora para que pudiera ser de otro modo. Sabia que era un miserable no preocupándome más por mi tía que por mí mismo; pero mi egoísmo y Dora eran inseparables, y no podía dejar a Dora de lado por el amor de ninguna otra criatura humana. ¡Ah! ¡Qué desgraciado fui aquella noche!

Mi noche estuvo agitada por mil sueños penosos sobre mi pobreza; pero me parecía que soñaba sin haberme dormido de antemano. Tan pronto me veía vestido de harapos y obligando a Dora a it a vender cerillas a medio penique la caja, como me encontraba en la oficina vestido con la camisa de dormir y un par de botas, y míster Spenlow me reprochaba la ligereza del traje en que me presentaba a sus clientes; después comía ávidamente las migas que dejaba caer el viejo Tifey al comer su bizcocho de todos los días en el momento en que el reloj de Saint Paul daba la una; después hacía una multitud de esfuerzos inútiles para obtener la autorización oficial necesaria para mi matrimonio con Dora, sin tener para pagarla más que uno de los guantes de Uriah Heep, que el Tribunal rechazaba por unanimidad; por fin, no sabiendo demasiado dónde estaba, me revolvía sin cesar, como un barco en peligro, en un océano de mantas y sábanas.

Mi tía tampoco descansaba; yo la sentía pasearse de arriba abajo. Dos o tres veces en el curso de la noche apareció en mi habitación como un alma en pena, vestida con un largo camisón de franela, que la hacía parecer de seis pies de estatura, y se acercaba al divan en que yo estaba acostado. La primera vez di un salto de terror ante la noticia de que tenía motivos para creer por la luz que se veía en el cielo que la abadía de Westminster estaba ardiendo. Quiso saber si las llamas no llegarían a Buckingham Street en el caso de que cambiara el viento. Cuando reapareció más tarde no me moví; pero se sentó a mi lado, diciendo en voz baja: «¡Pobre muchacho! », y me sentí todavía más desgraciado al ver lo poco que se preocupaba de sí misma para pensar en mí, mientras que yo estaba egoístamente absorto en mis preocupaciones.

Me costaba trabajo pensar que una noche que a mí me parecía tan larga pudiera parecer corta a nadie. Y me puse a imaginar un baile en que los invitados pasaran la noche bailando; después todo aquello se convirtió en un sueño, y oía a los músicos siempre tocando la misma pieza, mientras veía a Dora bailar siempre lo mismo, sin fijarse en mí. El hombre que había estado tocando el arpa toda la noche trataba en vano de guardar su instrumento en un gorro de algodón de medida corriente en el momento en que me desperté, o mejor dicho, en el momento en que renuncié a tratar de dormirme al ver que el sol brillaba en mi ventana.

Había entonces en una de las calles que desembocan en el Strand unos antiguos baños romanos (quizá están todavía), donde tenía la costumbre de ir a sumergirme en agua fría. Me vestí lo más silenciosamente que pude y, dejando a Peggotty el encargo de ocuparse de mi tía, fui a precipitarme en el agua de cabeza, y después tomé el camino de Hampstead. Esperaba que aquel tratamiento enérgico me refrescara un poco el espíritu, y creo que realmente me sentó muy bien, pues no tardé en decidir que lo primero que tenía que hacer era ver si conseguía rescindir mi contrato con míster Spenlow y recobrar la cantidad entregada. Almorcé en Hampstead y después tomé el camino del Tribunal, a través de las carreteras, todavía húmedas de rocío, en medio del dulce perfume de las flores que crecían en los jardines del camino o que pasaban en cestas sobre las cabezas de los jardineros; yo sólo pensaba en intentar aquel primer esfuerzo para hacer frente al cambio de nuestra situación.

Llegué tan temprano a la oficina que tuve tiempo de pasearme durante una hora por los patios antes de que el viejo Tifey, que era siempre el primero en estar en su puesto, apareciera con la llave. Entonces me senté en un rincón a la sombra, mirando el reflejo del sol sobre los tubos de la chimenea de enfrente y pensando en Dora, cuando míster Spenlow entró, reposado y dispuesto.

-¿Cómo está usted Copperfield? -me dijo-. ¡Qué mañana tan hermosa!

-Una mañana encantadora -respondí-. ¿Podría decirle a usted una palabra antes de que entrara en el Tribunal?

-Sí -dijo-; venga usted a mi despacho.

Le seguí al despacho, donde empezó por ponerse su traje mirándose en un espejito colgado detrás de la puerta de un armario.

-Siento mucho decirle -empecé- que he recibido muy malas noticias de mi tía.

-¿De verdad? ¡Cómo lo siento! Pero ¿no será un ataque de parálisis, espero?

-No se trata de su salud -repliqué- Es que ha tenido grandes pérdidas; mejor dicho, que no le queda absolutamente nada.

-¡Me sor … pren… de usted, Copperfield! —exclamó mister Spenlow.

Moví la cabeza.

-Su situación ha cambiado de tal modo, que quería pedirle si no sería posible… sacrificando parte de la suma pagada para mi admisión aquí, claro (no había meditado aquel ofrecimiento generoso; pero lo improvisé al ver la expresión de espanto que se pintó en su fisonomía).— si no sería posible anular el contrato que hicimos.

Nadie se puede imaginar lo que me costó hacer aquella proposición. Era pedir como una gracia que me separaran de Dora.

-¿Anular nuestro contrato, Copperfield, anularlo?

Le expliqué con cierta firmeza que acudía a todos los expedientes porque no sabía cómo subsistir si no ganaba dinero; que no temía nada por el porvenir, y apoyé mucho en ello para hacerle ver que sería un yerno digno de atención, pero que por el momento me veía en la necesidad de trabajar.

-Siento mucho lo que me dice usted, Copperfield -respondió míster Spenlow-; lo siento muchísimo. No hay costumbre de anular un contrato por semejantes razones. No es modo de proceder en los negocios. Sería un mal precedente… ; sin embargo…

-Es usted muy bueno -murmuré, en espera de alguna concesión.

-Nada de eso; no se equivoque —continuó míster Spenlow-; iba a decirle que si tuviera las manos libres, si no tuviera un asociado, míster Jorkins…

Mis esperanzas se desvanecieron al momento; sin embargo, hice todavía un esfuerzo.

-¿Y cree usted que si me dirigiera a míster Jorkins… ?

Míster Spenlow movió la cabeza con abatimiento.

-Dios me libre, Copperfield —dijo-, de ser injusto con nadie, y menos con míster Jorkins. Pero conozco a mi asociado, Copperfield. Míster Jorkins no es hombre que acoja bien una proposición tan insólita. Míster Jorkins sólo conoce las tradiciones recibidas, y no sale de ellas. ¡Usted le conoce!

Yo no le conocía. Nada más sabía que mister Jorkins había sido anteriormente director de todo y que ahora vivía solo en una casa muy cerca de Montagu-Square, que le hacía horriblemente falta revocar; que llegaba a la oficina muy tarde y se iba muy temprano; que nunca parecía que le consultaran sobre nada; que tenía un gabinete sombrío para él solo en el primer piso, en el que nunca se hacía ningún negocio, y que tenía sobre su pupitre una carpeta vieja de papel secante, amarilla por el tiempo, pero sin una mancha de tinta, y que se decía que estaba allí desde hacía veinte años.

-¿Tendría usted inconveniente en que hablara del asunto a míster Jorkins? -le pregunté.

-Ninguno -dijo míster Spenlow-; pero tengo experiencia sobre el carácter de míster Jorkins, Copperfield. Querría que fuese de otra manera y me alegraría mucho poder hacer lo que usted desea. No tengo ningún inconveniente en que hable usted a míster Jorkins si cree que merece la pena,

Aprovechándome de su permiso, que acompañó de un apretón de manos, continué en mi rincón, pensado en Dora y mirando al sol, que abandonaba los tubos de las chimeneas para iluminar la pared de la casa de enfrente, hasta la llegada de míster Jorkins. Entonces subí a su gabinete, y en mi vida he visto un hombre más sorprendido de recibir una visita.

-Entre usted, míster Copperfield; pase usted.

Entré, me senté y le expuse mi situación poco más o menos como se la había expuesto a míster Spenlow. Míster Jorkins no era tan terrible como podía uno sospechar. Era un hombre grueso, de sesenta años, de expresión dulce y benévola, que tomaba tal cantidad de tabaco, que entre nosotros se decía que aquel estimulante era su principal alimento, puesto que después no le quedaba sitio en todo su cuerpo para ninguna otra cosa.

-¿Supongo que habrá usted hablado de ello a míster Spenlow? -dijo míster Jorkins después de haberme escuchado hasta el fin con algo de impaciencia.

-Sí, señor; es él quien me ha sugerido su nombre.

-¿Le ha dicho que yo pondría inconvenientes? -preguntó míster Jorkins.

Tuve que admitir que a míster Spenlow le parecía muy verosímil.

-Lo siento mucho, míster Copperfield -dijo míster Jorkins muy confuso-, pero no puedo hacer nada por usted. El caso es… Pero tengo una cita en el banco. Si usted me permite.

Y diciendo esto se levantó precipitadamente, a iba a abandonar la habitación, cuando me atreví a decirle que temía que no hubiera medio de arreglar el asunto.

-No -dijo míster Jorkins deteniéndose en la puerta para mover la cabeza-; hay inconvenientes, ¿sabe usted?

Continuó hablando muy deprisa. Después salió.

-Comprenda usted, míster Copperfield -dijo volviendo a entrar muy inquieto-, que si míster Spenlow ve inconvenientes…

-Personalmente no, señor.

-¡Oh, personalmente! -repitió míster Jorkins con impaciencia-. Le aseguro que tiene inconvenientes, míster Copperfield, insuperables. Lo que usted desea es imposible… Pero tengo una cita en el banco…

Y se escapó corriendo. Según he sabido después, pasó tres días sin reaparecer por su despacho.

Estaba decidido a mover tierra y cielo si era necesario. Esperé, por lo tanto, el regreso de míster Spenlow para contarle mi entrevista con su asociado, dándole a entender que tenía algunas esperanzas de que fuera posible dulcificar al inflexible Jorkins si se proponía hacerlo.

-Copperfield -me contestó míster Spenlow con una sonrisa sagaz-, usted no conoce a mi asociado míster Jorkins desde hace tanto tiempo como yo. Nada más lejos de mi espíritu que suponer a Jorkins capaz de hipocresía; pero Jorkins tiene una manera de presentar sus objeciones que muy a menudo engaña a las gentes. No, Copperfield; créame -dijo moviendo la cabeza-; no hay manera de conmover a míster Jorkins.

Yo empezaba a no saber demasiado cuál de los dos, si míster Spenlow o míster Jorkins, era realmente el asociado de quien provenían los inconvenientes; pero veía con claridad que en uno o en otro había una fuerza invencible y que no había que contar, ni mucho menos, con el reembolso de las mil libras de mi tía. Dejé las oficinas en un estado de depresión que no recuerdo sin remordimientos, pues sé que era el egoísmo (el egoísmo de los dos, Dora) el que lo formaba, y me volví a casa.

Trataba de familiarizar mi espíritu con lo peor que pudiera suceder a intentaba imaginar las determinaciones que tendríamos que tomar si el porvenir se nos presentaba bajo los colores más sombríos, cuando un coche que me seguía se detuvo a mi lado, haciéndome levantar los ojos. Por la portezuela me tendían una mano blanca, y vi la sonrisa del rostro que nunca había visto sin experimentar un sentimiento de reposo y de felicidad desde el día que lo había contemplado en la antigua escalera de madera y que había asociado en mi espíritu su belleza serena con el suave colorido de la vidriera de la iglesia.

-¡Agnes! -exclamé con alegría-. ¡Oh mi querida Agnes, qué alegría verte a ti mejor que a ninguna otra criatura humana!

-¿De verdad? -dijo en tono cordial.

-¡Tengo tanta necesidad de hablar contigo! -le dije-. El corazón se me tranquiliza sólo con mirarte. Si hubiera tenido una varita mágica, tú eres la persona que hubiera deseado ver.

-Vamos -dijo Agnes.

-¡Ah! Dora quizá primero -confesé enrojeciendo.

-Ya lo creo que Dora primero -dijo Agnes riendo.

-Pero tú la segunda -le dije-. ¿Dónde ibas?

Iba a mi casa para ver a mi tía, y se alegró mucho de salir del coche, que olía a cuadra; demasiada cuenta me di, pues había metido la cabeza por la portezuela todo el tiempo mientras charlaba. Despedimos al cochero, se agarró de mi brazo y echamos a andar juntos. Ella era la personificación de la Esperanza; ya no me sentía el mismo con Agnes a mi lado.

Mi tía le había escrito una de esas extrañas y cómicas cartitas que no eran mucho más grandes que un billete de banco. Rara vez llevaba más lejos su verbo epistolar. Era para anunciarle que había tenido pérdidas a consecuencia de las cuales dejaba definitivamente Dover; pero que ya había tomado una decisión y que estaba demasiado bien para que nadie se preocupara por ella, y Agnes había venido a Londres para ver a mi tía, que la quería y a quien quería mucho desde hacía años, es decir, desde el momento en que yo me establecí en casa de míster Wickfield. No estaba sola, según me dijo. Había venido con su padre y con Uriah Heep.

-¿Son ya asociados? -pregunté-. ¡Que el Cielo le confunda!

-Sí -dijo Agnes-; tenían algunos negocios aquí, y he aprovechado la ocasión para venir yo también a Londres. No hay que creer que sea por mi parte una visita completamente desinteresada y amistosa, Trotwood, pues… temo tener prejuicios injustos… ; pero no me gusta dejar a papá solo con él.

-¿Sigue ejerciendo la misma influencia sobre míster Wickfield, Agnes?

Agnes movió tristemente la cabeza.

-Ha cambiado todo tanto en nuestra casa, que ya no reconocerías nuestra querida y vieja morada. Ahora viven con nosotros.

-¿Quién? -pregunté.

-Uriah y su madre. Él ocupa tu antigua habitación -dijo Agnes mirándome a la cara.

-¡Lástima no estar encargado de proporcionarle los sueños! ¡No seguiría durmiendo allí mucho tiempo!

-Yo continúo en mi antigua habitacioncita -dijo Agnes-;aquella en que aprendía mis lecciones. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Te acuerdas? La habitación pequeña que daba al salón.

-¿Que si me acuerdo, Agnes? Es en la que te vi por primera vez; estabas de pie en aquella puerta, con la cestita de las llaves colgada.

-Precisamente —dijo Agnes sonriendo-. Me gusta que lo recuerdes tan bien. ¡Qué felices éramos entonces! Sí; he conservado aquella habitación para mí; pero no siempre puedo librarme de mistress Heep, ¿sabes?, pues a veces tengo que hacerle compañía, cuando me gustaría más estar sola. Pero es la única queja que tengo contra ella. Algunas veces me cansa con tanto elogiar a su hijo. ¿Pero qué hay más natural en una madre? Es muy buen hijo.

Miraba a Agnes mientras que me hablaba así, sin descubrir en su rostro la menor sospecha de las intenciones de Uriah. Sus hermosos ojos, tan dulces y tan seguros al mismo tiempo, sostenían mi mirada con su franqueza de costumbre y sin la menor alteración en el rostro.

-El mayor inconveniente de su presencia en casa -dijo Agnes- es que no puedo estar con papá todo el tiempo que quisiera, pues Uriah está constantemente entre nosotros. No puedo velar por él, si es que no es una expresión demasiado atrevida, tan de cerca como me gustaría. Pero si emplean con él la mentira o la traición, espero que mi cariño termine por triunfar. Espero que el verdadero afecto de una hija vigilante y abnegada sea más fuerte que todos los peligros del mundo.

Aquella sonrisa luminosa, que no he visto nunca en ningún otro rostro, desapareció en el momento en que yo admiraba su dulzura y en que recordaba la felicidad que antes tenía viéndolo, y me preguntó con un cambio marcado en la fisonomía, mientras nos acercábamos a la calle en que estaba mi casa, si yo sabía cómo había perdido su fortuna mi tía. Ante mi respuesta negativa, Agnes se quedó pensativa, y me pareció sentir temblar el brazo que se apoyaba en el mío.

Encontramos a mi tía sola y un poco inquieta. Había surgido entre ella y mistress Crupp una discusión sobre una cuestión abstracta (la conveniencia de residir el bello sexo en unas habitaciones de soltero), y mi tía, sin preocuparse de los espasmos de mistress Crupp, había cortado la discusión declarando a aquella señora que olía a coñac, que me robaba y que se marchara al momento. Mistress Crupp, considerando aquellas dos expresiones como injuriosas, había anunciado su intención de apelar al jurado inglés, refiriéndose, a lo que colegí, a nuestras libertades nacionales.

Sin embargo, mi tía había tenido tiempo de reponerse mientras Peggotty había salido para enseñarle a míster Dick los guardias a caballo. Además, encantada de ver a Agnes, no pensaba ya en su disputa no siendo para envanecerse de la manera como había salido de ella. Así es que nos recibió de muy buen humor. Cuando Agnes hubo dejado su sombrero encima de la mesa y se sentó a su lado, no pude por menos que pensar, viendo su frente radiante y sus ojos serenos, que aquel parecía el lugar donde debía siempre estar; que mi tía tenía en ella, a pesar de su juventud a inexperiencia, una confianza absoluta. ¡Ah! ¡Tenía mucha razón en contar con su fuerza, con su afecto sencillo, con su abnegación y fidelidad!

Nos pusimos a hablar de los negocios de mi tía, a la cual conté lo que había intentado inútilmente aquella mañana.

-No era juicioso, Trot; pero la intención era buena. Eres un buen chico, generoso; pero más bien creo que debía decir un hombre, y estoy orgullosa de ti, amigo mío. No hay nada que decir hasta ahora. Ahora, Trot y Agnes, miremos de frente la situación de Betsey Trotwood y veamos en qué está.

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