Kitabı oxu: «Emilia, la mirada abisal»

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Emilia, la mirada abisal

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Primera edición: noviembre, 2018

Emilia, la mirada abisal

© David Sáez Ruiz

© Éride ediciones, 2018

Espronceda, 5

28003 Madrid

Éride ediciones

ISBN: 978-84-18848-51-3

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO

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Brindo este libro a la memoria de Emilia Bobed Ayora, mi Yaya Emilia.

Lo he escrito para mí, aunque me encantaría que lo apreciaran, rieran y lloraran todos sus descendientes y familiares.

Mi familia, al cabo.

Lo dedico, especialmente, a mi madre, Amparo Ruiz Bobed, y a mi hermana, María Amparo Sáez Ruiz. Ellas, junto a mi querida tía María Pilar Bobed, fueron también mis principales fuentes documentales.

Lo van a entender mejor que nadie. Mejor, tal vez, que yo mismo.

Hasta demá, de matí, Yaya.

Cada siete de mayo, temprano, sonaba el teléfono. A veces muy, muy temprano. La conversación empezaba siempre de la misma forma: «Mariamparoooo, ¿ya has …. ?» (la frase concreta no la cuento, se queda para nosotras). «No, yaya, todavía no».

«Felicidades, corazón». «Gracias yayaaa». «¡Ay, qué rebonica eras!».

Nunca me molestó el «eras». Sabía que para ella seguía siendo igual de rebonica, con muchos años más y ya con algunas arrugas, porque si había algo que tenía seguro en mi vida era que la yaya me quería más que a su vida. Y yo esperaba esa llamada con la misma ilusión de la niñez. Las llamadas se acabaron en 2008, con mi cuarenta y un cumpleaños. Y con ellas se perdió gran parte del encanto de mi cumpleaños. Así de fácil. Así de triste. Si se entera, me mata. Porque ella vivió la vida plenamente, hasta el último momento y si se murió fue porque no le quedó más remedio.

Las despedidas no son mi fuerte. Tanto en mis años de estudiante, como en los que residí en Holanda, el adiós era siempre angustioso y con muchas, muchas lágrimas. Con el tiempo me he ido endureciendo y he conseguido que mis adioses sean menos dramáticos, quizá porque soy más consciente de que cada despedida puede ser la última. Por eso prefiero despedirme con alegría.

A la yaya tampoco le gustaba despedirse. Nada de nada. Si por ella hubiera sido, siempre habríamos estado todos juntos, a su alrededor. Cuando nos despedíamos me abrazaba como nunca he dejado a nadie que me abrace: me apretaba hasta dejarme sin respiración y me llenaba de muchos, muchos besos que yo siempre aceptaba y, dentro de mis posibilidades, devolvía. Cuando estaba a mitad de la escalera siempre repetía la misma advertencia: «Ojo al Cristo». «¿Qué Cristo, yaya?». «El Cristo. Ojo al Cristo, que es de piedra». Yo me reía porque nunca acabé de entender qué pintaba el Cristo cada vez que salía por la puerta. Aunque en el fondo sabía lo que me estaba diciendo: ten cuidado, vuelve. Si no me lo recordaba en la escalera, me llamaba desde el balcón del cuarto piso cuando salía por el portal: «Oyeee, que ojo al Cristo….». Nuestras despedidas siempre acababan así.

Durante su última semana con nosotros pasé muchas tardes con ella. La que iba ser la última estuvimos viendo juntas Pasapalabra, como no podía ser de otra forma. En las conversaciones con la yaya siempre sonaba una televisión de fondo y la última no fue diferente.

«Hala, yaya, me voy a casa. Te veo mañana». Luego un beso rápido (como todos los míos). Ella, como siempre, no me dejó escapar tan fácilmente y me apretó, con poca fuerza ya, pero con su estilo inconfundible. «Hasta mañana». La dejé en su sillón, con el ganchillo en la mano y su tele. En el último momento se volvió:

«Oye, que ojo al Cristo ¿eh?».

Y esa noche se apagó mientras dormía. Y con ella se marchó una parte fundamental de mi vida. Tuve el enorme privilegio de convivir con ella durante seis años, poco después de fallecer mi yayo. Las dos solas. Y de ella aprendí mucho. Y me dio mucho. Todo lo que tenía. El amor entre padres e los hijos es inmenso, pero el amor de una abuela es algo diferente. Los padres te educan, te corrigen, te regañan cuando hace falta. El trabajo de la yaya era otro. Su trabajo era quererte. Y me quería. Y yo a ella. Más que a mi vida.

Gracias, David, por este precioso homenaje a la yaya Emilia. Gracias por dejarme aportar mi granito de arena.

María Amparo Sáez Ruiz

Con tu batín y tu limpia sonrisa te vi despedirme desde la ventana

tú te quedaste enterrando las penas de toda una vida y yo me llevé tanto amor aquella mañana…

Ojalá pudiese retenerte a mi lado

como guardé tus risas y tu cariño

como mimé tus guisos y tu estofado.

Pero no puedo más que anhelarte

e hincharme de orgullo al recordar

que fui partícipe de tus instantes

que tuve en tu viaje un lugar,

de privilegio, además.

Aún te siento…

y en mí vives a cada paso,

porque mi sangre es la tuya

y tus sueños son los lazos

que me sujetan cada día

y me hacen seguir andando.

Allá donde estés

guárdame un sillón junto al tuyo

para compartir la eternidad viendo la tele y tomarte la mano y que me cuentes.

Y nos miremos en la profundidad

del sentir más dulce y sincero

ese que nunca se apaga

el de la Yaya a su nieto.

Cristina Giménez López

Prefacio

Llegué a Valencia un 13 de octubre de 1991. Había salido de Albarracín a media tarde, con el ánimo envalentonado y el cerebro doliente por la víspera festiva. Mi entusiasmo resplandecía, incongruente, ante la tristeza que los ojos de mi madre vertían en el aire. No la culpo. El adiós del que se va es siempre diferente al adiós del que se queda. Cuatro años antes, recién cumplidos los catorce, había marchado al internado mucho más alicaído. Ahora lo recuerdo con nostalgia, pero entonces lo viví con cierta angustia. Cuando tienes catorce años, solo eres capaz de mirar hacia el lejano viernes, la navidad remota, el verano imposible.

Intenté animar a mamá. El jueves estaría de vuelta. Me iba a hacer compañía a su madre, mi abuela, la Yaya. No había espacio para lamentaciones. Ella debía comprender que en el corazón de mis dieciocho años circulaba sangre aventurera.

Tras un interminable viaje en coche, llegué al número once de la calle Bellús al filo de las siete de la tarde, y busqué el timbre de la puerta ocho, en el que todavía se podía leer:

«Emilia Bobed Ayora - Amparo Sáez Ruiz».

El diálogo de telefonillo siempre era el mismo. Ella preguntaba:

«¿quién?».

Yo contestaba con otra pregunta:

«¿Yaya?».

Ella confirmaba, la voz afilada por la soledad:

«Yaaaya…».

Imagino que, en su juventud, mi abuela tendría la voz limpia, pero yo siempre la escuché hablar en un tono entre arenoso y estridente, de azúcar y chirigota.

Una vez dentro, alcanzaba en tres pasos el pie de la escalera y alzaba la vista a las alturas del cuarto piso, donde, invariablemente,

me aguardaba la sonrisa redonda, de diente dorado, de la Yaya. En todas mis edades ascendí aquellas escaleras con emoción infantil, a la espera del abrazo de batín que hoy, con cuarenta y cinco, todavía busco en los días grises y encuentro en algunos sueños. No termino de disfrutar esos reencuentros. Los vivo angustiado porque he de salir de aquella casa para seguir con mi vida, cuidar a mis hijos o atender el trabajo, apesadumbrado porque ella quedará sola, y un poco delicada. Es una mezcla de sueño reconfortante y pesadilla, con fácil interpretación: pese a que tenía ochenta y un años cuando yo empecé a vivir con ella, sobrevivió a la licenciatura entera, al curso de postgrado de dos años que hice a continuación y a los avatares de la realidad, algunos muy duros, durante casi una década más. Considerando que mucho tiempo después de aquel trece de octubre, la inercia de la vida me empujó a dejarla sola de nuevo, no es necesario haber estudiado a Freud para entender esos sueños que todavía me asaltan. Al despertar, continúo en la presunta realidad, tan lejana y diferente a como la imaginé en aquellos años, y sigo respirando, solo porque si no respiro me ahogo.

A veces, al alcanzar la puerta ocho tenía que saludar también a los vecinos. Aprovechando que había cruzado el pasillo, la Yaya tocaba su timbre mientras yo subía. Daba un recado banal a Juanita, la vecina, o simplemente le comunicaba que en ese preciso momento llegaba su nieto David, el de la Amparín. Aquellos vecindarios vivieron la posguerra entera con las puertas abiertas, el aroma del guiso fronterizo integrado en cada recibidor. Un pueblecito vertical, condensado en ocho bloques de edificios que respiraban el mismo olor a contaminación, sutilmente marinada, y despertaban juntos, de madrugada, con el estallido alegre y repentino del tren de cercanías, el trenet.

La mayoría de los días me esperaba sola, apoyada en la barandilla de madera, sus hoyuelos horadando ambos mofletes en dos pinceladas risueñas. Cuando la abrazabas, si le rascabas la espalda a la altura de los riñones, se agitaba como un sonajero, enferma de cosquillas.

Después, entraba, despacito, en la casa, interponiéndose entre tu paso y tu destino, para que intentaras adelantarla y acusarte de tener muy poca paciencia. Poco importaba que tuvieras prisa o sueño, anduvieras enamorado o pendiente de un examen definitivo.

Mientras deshacías tu maleta, ella te perseguía, y te hablaba, inmisericorde: de la señora Águeda (pobre mujer) muy preocupada porque últimamente no se veía bien el Canal Nou; del Antonio, el marido de la Juanita, que hay que ver qué servicial era y qué atento, y las chiquillas, tan cariñosas siempre; del Francisquete, que había pasado a verla para enseñarle una maqueta preciosa, con soldados a los que se les veía hasta el blanco de los ojos; del Pepe Luis, tan bruto y tan noble, que estaba meditando alistarse en la Legión; o el Luisete, igual de alto y templao que su padre; o la Eva, con toda la cara y el tipo de su Amparín, cuando era joven. Porque su Amparín, mi madre, fue una muchacha muy guapa, incluso salió de clavariesa en la fiesta del barrio. Preguntaba por mis hermanos: el Tomasete (igual de ganso que su tío Paquito) y la María Amparo. Hay qué ver qué dispuesta era la María Amparo para el ganchillo, y la gracia que tenía para esas cosas, que se pegaba horas dándole a la labor, lo mismo te hacía un macetero que una colcha, y todo bien. Hablaba de la Rosario y del señor Manolo, cada vez más sordo; del Paquito y la Marisol, el Said y la Míriam, con su cara de porcelana.

Inevitablemente, aunque tuvieras dieciocho años y tu vida eclosionara cada día entre esperanzas y decepciones, ella hablaba, y te perseguía.

Todos ustedes habrán tenido abuela, algunos incluso habrán tenido dos abuelas. Seguro que todas merecieron que se escribiera un libro en su honor. Pero el de mi Yaya Emilia lo voy a escribir yo, y lo haré por tres motivos:

La peripecia que ella vivió merece ser contada. Al menos veinte descendientes directos existimos por el coraje que mi abuela derrochó en los malos tiempos. Esta novela es una prueba de vida, un largo abrazo de papel, póstumo y merecido. Un tributo a la heroicidad y un bálsamo urgente para los lamentos vanos que hoy me ahogan.

En segundo lugar, quiero cerrar un círculo afectivo, por justicia poética. Escribo este libro para mi madre, uno de los mejores regalos que la Yaya Emilia brindó al mundo, especialmente a mi padre (un poco a su pesar, para qué nos vamos a engañar).

Por último, y en un alarde de puro egoísmo, necesito regresar al aroma de aquel cuarto piso, número once y puerta ocho de la calle Bellús. Al amor incondicional que recibí por parte de mi abuela. Con cuarenta y cinco años, por bien que se haya dado, la vida ha golpeado tus huesos. Has tenido tiempo de equivocarte más allá del error, coleccionar cicatrices y cronificar algunas heridas. Cuando vivía con ella, aunque todo fuera mal, no tenía más que subir aquellas escaleras, esconderme en su salita y esperar a que cocinara un estofado mientras pasaba a limpio los apuntes de Psicofarmacología. Ella me enseñó a apreciar la sencillez de la rutina, a disfrutar la expectativa de añadir miga de pan a las albóndigas, como había recomendado Arguiñano al mediodía, o chorizo del bueno, como le gustaba hacer al Yayo. A adormecer cualquier dolor con una sonrisa. Ahora, diez años después de su muerte, algunos asuntos marchan regular, otros incluso fatal, y ella ya no está. La Yaya sabía cómo mirar a la vida con sorna, un ojo prendido de burla y el otro a medio cerrar. Ante cada «ay Dios mío» que se le escapaba, se respondía con un guasón «y de los demás, tío». Rubricaba cada lamentación sentenciando que, al fin y al cabo, de todo hay que dar gracias a Dios.

Aunque te caiga una teja en la cabeza.

Tal vez lo único que espero al escribir este libro sea aprender a seguir su ejemplo.

Los escribientes engendramos nuestras novelas en lugares extraños y en momentos, casi siempre, inoportunos. Yo sentí la imperiosa necesidad de contar esta historia una mañana de agosto de 2008, en el cementerio de Benimaclet, mientras el operario apartaba con cuidado la lápida con el nombre de mi Yayo Paco. Como pueden comprobar, la gestación ha sido larga. Mi primera intención fue tejer un universo literario que comenzara el 2 de octubre de 1910 y terminara el 27 de abril de 1938, respectivas fechas de nacimiento de mi abuela y de mi madre. Recrear aquella España posterior al desastre de Cuba, los felices años veinte, el advenimiento de la República y su traumático final con el estallido de la guerra. Todo contado a través de una vida cualquiera, crucial y baladí, corriente y extraordinaria, como cualquier vida. Aunque pronto descarté, por pura incapacidad, ese primer planteamiento, el impulso investigador propició hallazgos reveladores, casi poéticos. Por ejemplo, el día que nació mi Yaya, en la portada del ABC un avión aterrizaba en la playa de la Concha de San Sebastián, mi ciudad quimera. «Las fiestas de aviación en San Sebastián», rezaba el titular. ¿Casualidad? Yo prefiero pensar que queda una brizna de armonía en el universo.

A ese mismo diario se asoman Alberto Do Carmo y Agustina de Jesús, dos novios que intentaron suicidarse por amor junto al arroyo de Butarque, en Leganés. El redactor no aclara en qué quedó el intento, ni dónde fue a parar la pasión después del resfriado. Tanto la Vanguardia como el ABC informan de la muerte de Miguel Sawa, escritor reconocido en la época, cuya existencia ignoré hasta que escruté aquellos periódicos. El mismo día, José Ortega y Gasset recibió una beca para «hacer estudios de Filosofía en Alemania por dos meses y medio». Entre crónicas taurinas y huelgas de la metalurgia en Barcelona, la publicidad animaba «a cuantas mujeres sufren a tomar las Píldoras Pink, que dan sangre rica y pura, restablecen el apetito, calman los nervios y restauran las fuerzas».

Un anuncio ilustrado del New York Institute of Science ofrecía, totalmente gratis, un libro del que aprender las artes del Hipnotismo.

Animaba a ministros del Evangelio, abogados, médicos, hombres de negocios y damas de buena sociedad a profundizar en los secretos de la influencia hipnótica para curar enfermedades y malos hábitos, ganarse la amistad y el amor, aumentar sus rentas y gratificar sus deseos. En Zaragoza, se clausuró un congreso de camareros, tras el cual «los zaragozanos obsequiaron con un banquete a los asambleístas» (no aclara si las bandejas las sirvieron los zaragozanos o los asambleístas). Y en la misma ciudad, según confirman hasta tres periódicos, «la Policía ha capturado a Braulio García, fugado de la cárcel de Sariñena». En Valladolid, los hermanos Quintero asistían a los teatros Zorrilla y Calderón de la Barca, en los que se representaban obras suyas. Mientras los reyes visitaban Valencia en viaje oficial, la Guardia Civil de Egea de los caballeros detenía a tres gitanos hermanos por la muerte de su padre, Florencio. Dos trenes chocaron en Cartagena dejando contusiones en tres empleados del ferrocarril. El torero bilbaíno Antolín Arenzana fue contratado para torear en Caracas (Venezuela) tres corridas y un beneficio, y al niño Felipe Amigo Cuadrado le explotó un tubo de pólvora y le destrozó la mano derecha, que hubo que amputarle.

Estas y otras muchas noticias salpican los noticieros de aquella fecha, mezcladas con sugerentes anuncios de cafés La estrella, vendaje Barrere para los herniados, sombreros de señora y polvos de jabón Creme Simon, maravillosos para la toilette diaria.

Además de todas ellas, aunque ni una sola de las publicaciones diera fe sobre el acontecimiento, por encima de otros milagros y sucesos, aquel 2 de octubre de 1910, nació mi Yaya Emilia.

Ojalá sepa hacer justicia a su vivencia en las siguientes páginas. Si ustedes tienen este libro entre sus manos es que, de alguna manera, lo he conseguido.

I. Mi hermanica

A la Yaya le encantaba la tele. Le gustaban hasta los anuncios.

Nunca le acabó de convencer que ampliaran las emisiones al horario matinal, porque esas horas estaban destinadas a las faenas.

Si se sentaba a verla antes de comer, lo hacía en periodos breves y puntuales: el centrifugado de una lavadora, el tiempo que tardaban en subir las rayas de la olla o la plancha en calentarse. Sin interés, con cierto desdén. Pero desde la hora de la comida y hasta las doce de la noche, el televisor de mi abuela calentaba el enchufe sin clemencia. Cuando el aparato se estropeó y hubo que cambiarlo por otro más moderno, repudió al primer candidato porque en su parte superior no había anchura suficiente para acomodar marcos de fotos.

Casi siempre veíamos juntos el mismo programa, más o menos consensuado: Su media naranja, Quién sabe dónde, Lo que necesitas es amor, Sorpresa sorpresa, Rubí, Heidi (sí, la serie de dibujos japonesa, otra vez ¿qué pasa?) … ella se sentaba con su ganchillo en el sillón alto de madera y yo me acomodaba a su lado, en la mecedora reclinable o en el tresillo de escay. Si veíamos una película, tenía que ser «de las que salen casas y gente, sin cosas raras». Y en los tiempos vacíos, mientras esperábamos el fin de la publicidad o cuando, sencillamente, ella se aburría, hablaba: de los altibajos anímicos de su amiga Adela, de sus planes para la comida del día siguiente, de su pasado infinito.

Nuestro único teléfono estaba en el pasillo, ni siquiera en la salita de estar. Elegante, de baquelita negra, estridente rueda giratoria y cable en espiral. Era tangible, que no táctil. Ignorábamos que algún día se podría navegar fuera del agua, todavía menos con un teléfono en la mano. No existían redes en las que sumergirse, lo único que se podía hacer dentro de una red era enredarse; ni historias de Instagram que hoy permiten permanecer físicamente con una persona y al tiempo sorber esencias de otras vidas más interesantes.

En los noventa, la mayoría de los verbos significaban solamente lo que significan, y no podías publicar una felicidad etérea, de ficción o de postal, como ahora. Te sincerabas con tu mejor amigo, con la pausa y la sensatez que otorgaban el cara a cara, el teléfono y las cartas manuscritas. Si tenías a tu abuela al lado, enfrascada en su labor y en sus recuerdos, de vez en cuando la escuchabas.

Una de esas noches de película rara, moderna, sin casas y gente, me contó por qué mi madre se llama Amparo, o Amparín, como ella la llamaba.

O Amparico, como estaba destinada a llamarse.

***

1922 fue el año de la publicación del Ulises de Joyce y del estreno del tenor Fleta en Madrid con la ópera Carmen. Egipto se independizó del Reino Unido y nació el Estado libre irlandés, antecesor de la República de Irlanda. Los médicos Banting y Best descubrieron la insulina y entre otros millones de personas, llegaron al mundo Pier Paolo Pasolini, Tony Leblanc, Antonio Bienvenida, Olga Guillot, José Saramago y Ava Gardner.

También, a destiempo y contra esperanza, en 1922 nació Amparo Bobed Ayora, Amparico. Gabriela, mi bisabuela, había cumplido cuarenta años y desde los treinta y ocho estaba aquejada de un mal de tripas quebrantahuesos y paralizante. Emilia, que había entrado de aprendiz en un taller de costura, terminó por abandonarlo para atender a su madre. Al nacer Amparico, aprendió a ejercer de cuidadora y madre asistente en una familia donde también vivían un padre guardia civil (Raimundo), un jovenzuelo de catorce años (Luis, hermano mayor) y un zagal de siete (Pepe).

Amparico no fue una niña fuerte, más bien al contrario. Sus manitas, sus ojos redondos y su lenta crianza languidecieron con dulzura en un hogar que rezumaba cierta pesadumbre desde que Gabriela cayó enferma. Una tarde de marzo salió a jugar a la Glorieta con su vecina Juanita, una niña de su misma edad cuyo padre había sido destinado a Teruel como director de la RENFE. El contraste de vitalidad entre las dos amigas era notorio. La Yaya solía decir que Juanita era la goma (porque botaba constantemente) y Amparico el plomo (por su lentitud de movimientos). Aquella tarde, entre la taba, el corro y el escondite, se olvidaron del azul del cielo, del blanco de las nubes y del aire que respiraban. La cualidad más dulce de la infancia es, sobre todo, la capacidad para olvidar el presente. Abstraídas en el trance de mil juegos, las niñas no se dieron cuenta de que empezaba a llover. Posiblemente, la urgencia por regresar y evitar la reprimenda les condenó a un empapamiento que caló hasta el fondo de sus huesos. Tal vez, si hubieran calculado las consecuencias con criterio adulto, se habrían guarecido en cualquier portal hasta que cesara el aguacero. Pero eran niñas.

Sencillamente corrieron para llegar lo antes posible a casa. Ambas podían imaginar el gesto preocupado de sus madres, y anticiparon una regañina que se les antojó más temible que el chaparrón.

Cuando Amparico apareció en casa junto a Juanita, mojadas ambas hasta las entrañas, Gabriela pronunció una frase que habría de perdurar en el tiempo:

«Amparico, hija, si sales de esta, ya no te mueres».

Hoy contemplamos la muerte como un trámite ajeno, un monstruo que dormita bajo la cama. Sentimos su presencia y disimulamos ante su sombra como si pudiéramos esquivarla. Pero en los años veinte del siglo pasado, la vida era el reverso de una muerte más que cotidiana, un milagro al que abrazar con delicadeza. Fleming descubrió la penicilina unos meses después de aquella primavera incipiente, pero habrían de pasar muchos años antes de su llegada a España. Precisamente fue otra Amparo, la niña Amparito Peinado, una de las primeras receptoras de la penicilina, en un caso que mantuvo en vilo al país en marzo de 1944. En 1928, uno de cada tres niños moría antes de cumplir los cinco años: de diarrea, calentura, septicemia o pulmonía. Los cuidados intensivos se aplicaban en casa artesanalmente, a cucharaditas de paciencia y manzanilla, cariño y miel.

Sin duda, Amparico disfrutó de todas las atenciones posibles.

Además de las plegarias, no le faltó un caldo caliente, el mejor bocado de la despensa y las pocas medicinas que la época y la ciudad ofrecían. Pero el augurio de mi bisabuela estaba cargado de sentido y de verdad:

«Si sales de esta, ya no te mueres».

***

En nuestro tiempo, un enfriamiento como aquel se supera con una semana de amoxicilina, que vivimos como un engorro porque siempre olvidamos alguna toma. Los medicamentos se disuelven en cuerpos repletos de defensas, calorías y adipocitos. Maldecimos nuestra suerte porque la farmacia de guardia está a veinte kilómetros, que recorremos en nuestro propio automóvil en doce minutos, sin frío ni calor. Aunque el médico nos recomiende el paracetamol como primera opción, damos Dalsy a nuestros hijos porque les gusta más el sabor. Y aun así, a veces, clamamos al cielo y vivimos convencidos de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Amparico murió un 29 de marzo de 1928, a los pocos días de aquel chaparrón inclemente, con seis añitos recién cumplidos.

Sencillamente dejó de respirar, agotada por la tos, vacía, consumida por la infección. Los nacidos en los setenta, hemos escuchado muchas veces: «vas a coger una pulmonía», pero no llegamos a comprender el sentido de esas palabras porque los niños que fuimos nunca moríamos a resultas de un chaparrón. El miedo de nuestros mayores a la lluvia imprevista, el afán de las madres por alimentar a sus hijos o la angustia ante un bebé que no termina de ganar peso, son la herencia de un pasado muy cercano que hoy nos parece mentira. Nos atrevemos a pensar, incluso, que el hecho de que fuera más frecuente convertía a la muerte en llevadera. Al fin y al cabo, nuestras abuelas hablaban de su descendencia enumerando los hijos que habían tenido y los que sobrevivieron a la infancia: «Tuve cinco hijos y me viven tres».

La vida era así.

Pero el dolor ante la pérdida de un hijo atravesaba el alma como un hierro candente, igual que ahora. Su condición de previsible y habitual no edulcoraba un trance insoportable. Lo superaban porque no tenían otra opción: agarrarse a la miseria para seguir luchando por su familia. Que hoy hablen sobre la muerte con la entereza que lo hacen no significa que no partiera su alma en mil pedazos. Significa, simplemente, que cuando ciertas heridas se cierran con sal y vinagre, el ser humano se hace inmune a cualquier dolor.

La ignorancia, nuestra ignorancia, es a veces tan torpe que roza la soberbia.

***

«Mi madre ya no se recuperó de aquel golpe»

Cada vez que me hablaba de su hermanica, la Yaya concluía el relato con esa frase sencilla y rotunda. Y después sus ojos quedaban anclados en un vacío insondable, la mirada embebida de pesadumbre, de la que solamente salía para apostillar la narración con pensamientos de acuarela:

«El tío Pepe, pobre, parece que lo veo, llorando a todo llorar».

«Era el juguete de la casa».

«Mi padre, con lo chiquero que era, imagínate, fue un golpe tremendo».

«La madre de Dios…»

Acompasaba los suspiros con golpecitos de su pie derecho, rítmicos y sordos, y un ligero balanceo de cabeza, testimonio mudo, tal vez, de las palabras que jamás se atrevió a pronunciar.

«La madre de Dios…»

***

Yo acompañaba sus silencios con un respeto torpe, aturdido por la naturalidad que imprimía al tono dramático. Porque las conversaciones con la Yaya siempre combinaban dos partes de drama con una de comedia, o viceversa. Destilaban gotitas de verdad, teatralizada en su justa medida, con las pausas que el cansancio de su voz reclamaba. Jamás añadía un matiz de tragedia a la vida contada, aunque estuviera explicándote cómo murió su hermanita de seis años.

Yo encendí un cigarrillo y, tras la primera bocanada de humo, le pregunté si Juanita, la niña que salió aquella tarde a jugar con su hermana, era la misma persona que muchos años después llegué a conocer como mi tía Juanita. Ella asintió y diluyó su tristeza en una sonrisa queda, la que emanaba de sus ojos cada vez que la Juanita venía a visitarnos, siempre de uvas a peras, siempre como si fuera ayer.

La Juana fue una de esas mujeres que forman parte de la familia desde que eres un niño, aunque no sepas de dónde ha salido. Ni siquiera te lo planteas porque siempre la has llamado tía, sin pararte a pensar si el parentesco es real o no. Mi primer recuerdo de aquella tía postiza huele a tortilla recién hecha y pan del día. Yo debía de tener once o doce años, y no alcanzaba a comprender por qué aquella señora de hablar entrecortado, a la que apenas conocía, me quería tanto como para levantarse a las siete de la mañana y hacerme un almuerzo caliente. Un bocadillo de tortilla en el recreo era la felicidad de mis once años. No sé si mis hijos lo agradecen tanto como yo entonces, pero hay días que me da por quererlos al estilo de mi tía Juanita, y me pongo a freír panceta y batir huevos como si no hubiera un mañana.

Cada vez que la tía regresaba a nuestra vida, y sobre todo, cada vez que nos despedíamos de ella, en la encrucijada entre sus ojos grandes y los de mi madre o mi abuela, confluían un millón de historias: deudas eternas sin reclamar, vínculos de azúcar, cicatrices y hiel. Huellas de un pasado inabarcable que, sin embargo y de algún modo, escondían el porqué de los bocadillos de mi infancia.

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