Paprika Johnson y otros relatos

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PAPRIKA JOHNSON

y otros relatos

DJUNA BARNES

PAPRIKA JOHNSON
y otros relatos

Traducción de Ce Santiago


Primera edición: enero, 2019

Los relatos contenidos en este libro aparecieron en las revistas

All Story Cavalier Weekly, The Trend y New York Morning

Telegraph Sunday Magazine

© de la traducción: Ce Santiago, 2019

© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2019

Ilustración de cubierta: María Díaz Perera

Producción del ePub: booqlab

Publicado por La Navaja Suiza Editores

Editorial Humbert Humbert, S.L.

Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID

http://www.lanavajasuizaeditores.com

ISBN: 978-84-123059-2-0

IBIC: FA

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

ÍNDICE

Greenwich Village, kilómetro cero

PAPRIKA JOHNSON Y OTROS RELATOS

Un toque de comedia

¿Quién es el tal Tom Scarlett?

La broma entre las bromas

La tierra

La cobarde

Paprika Johnson

Una noche en el bosque

Greenwich Village, kilómetro cero

«No dejaremos de explorar

y el fin de nuestra exploración

será encontrar el punto de partida y

conocer el lugar por primera vez».

Cuatro cuartetos, T.S. ELIOT

En una época el nombre de Djuna Barnes era sinónimo de París, literatura descarnada, amores tempestuosos y noches eternas de jazz y alcohol. Pero Barnes no nació en la Rive Gauche, sino que creció en Long Island educada por su abuela, escritora y sufragista, y por su padre, un artista fracasado defensor acérrimo de la poligamia que había decidido aislarse de un mundo que no parecía reconocer su valía. Sin embargo, a Djuna no le hizo falta recorrer demasiados kilómetros para encontrar una nueva vida alejada de ese pequeño pueblo que la asfixiaba y en el que sufrió uno de los capítulos más terribles de su existencia, su violación por parte de un vecino, afirma la rumorología, sin que su propio padre se opusiera.

En Nueva York, tomó contacto con el Pratt Institute de Brooklyn y con The Art Students League de Manhattan y, sobre todo, formó parte del colectivo de artistas Provincetown Players, que era considerada la compañía más innovadora del teatro estadounidense, que impulsó la carrera de dramaturgos como Eugene O´Neill y Susan Glaspell. Allí Djuna Barnes encontró un espacio único en el que se valoraba la producción artística de las mujeres y se desafiaba el status quo de Broadway. En la temporada 1919-1920, denominada como «la temporada de la juventud», Barnes estrenó tres de sus obras junto a autores como el mismo O´Neill, Edna St. Vincent Millay y Wallace Stevens. Por entonces, ya era conocida por sus artículos en The Brooklyn Daily Eagle, que contaban con ilustraciones suyas, y que le abrieron las puertas de otras muchas publicaciones como The New York Press, The World y McCall´s. En sus artículos de esa época puede encontrarse una voz ya experimental y desafiante.

En 1915 publicó su primera obra, El libro de las mujeres repulsivas, una antología de ocho poemas decadentistas, en la que, a través de un marcado sarcasmo llevado al absurdo, incluyó un innovador discurso feminista y descripciones exhaustivas sobre el cuerpo y la sexualidad de la mujer. A pesar de su importancia, Barnes acabó renegando de este libro llegando a quemar numerosos ejemplares.

Los relatos de este libro forman parte de esa primera época de emancipación y experimentación, y tal vez debido a esa deuda vital pasó en esas mismas calles del Village la última etapa de su vida. No existe una Djuna neoyorquina y una Djuna parisina. En Paprika Johnson y otros relatos también está el rastro de la autora de El bosque de la noche. En sus páginas podemos encontrar Greenwich Village pero también tiene lugar un regreso al campo en el que creció, un reencuentro con seres absolutamente primarios alejados de la sofisticación neoyorquina o europea. Personajes con instintos casi animales que buscan el olor de la tierra. Ella misma nació en una pequeña choza en la ladera de una montaña. Esta también es Djuna Barnes.

Los relatos aquí reunidos están protagonizados por mujeres fuertes, como Paprika Johnson, Madame o las hermanas Una y Lena, mujeres que, como ella, eran juzgadas de manera implacable por la moralidad imperante. Pero hay también espacio para los hombres, y sorprende la agudeza con la que Barnes puede retratar el dolor de un padre o de un amante. Estos cuentos son a su manera la guía de juventud de Djuna para sobrevivir en un mundo «moderno», una guía en la que no duda en colocar a sus personajes al borde del abismo, donde ella se encontraría tantas veces.

Muchos han querido ver en Djuna una suerte de Virginia Woolf, pero no podían ser más distintas. No se puede entender a Virginia Woolf sin la influencia del grupo Bloomsbury o el apoyo de su marido, Leonard. Sin embargo, Djuna fue siempre un ser solitario, a pesar de sus grandes pasiones. Woolf suavizó las tramas sexuales, mientras que Barnes fue una de las primeras en narrar sin matices ni autocensuras una pasión lésbica.

Greenwich Village, el corazón de la bohemia estadounidense, se puso a los pies de esa joven extraña llegada de Cornwall-on-Hudson. Pero los sueños de Djuna pronto viajaron lejos de Nueva York. París ya era entonces la capital del modernismo en el arte y la literatura, y allí se habían desplazado pintores, fotógrafos y escritores en busca de una libertad creativa y personal hasta entonces desconocida. Es cierto que Greenwich Village era un oasis en un país temeroso de dios y de la opinión del prójimo, pero Djuna había crecido en un ambiente que defendía el amor libre, y su familia conocía su bisexualidad desde el final de su adolescencia. Finalmente, el Village se convirtió en un nuevo pueblo en el que todos la juzgaban con mayor o menor acierto.

En 1920 fue enviada a París por la revista McCall’s con el encargo de entrevistar a miembros de la «generación perdida», de la que ella misma formó parte más adelante. Allí conoció a uno de sus grandes amigos, James Joyce, quien la reafirmó en su deseo de experimentar con el lenguaje, la metáfora y el subconsciente. Tras leer Ulises, Barnes afirmó que nunca más se vería capacitada de escribir una línea. Sin embargo, el foco de su narrativa difería. Joyce buscaba convertir en extraordinario lo común, lo anodino; mientras Barnes, derivado de su constante atracción por el abismo, buscaba lo opaco, lo grotesco incluso.

En 1928, además de su aclamada novela Ryder, publicó El almanaque de las mujeres, un roman á clef que describía un círculo social lésbico que tomaba como centro el salón literario de Natalie Clifford Barney. De nuevo, Barnes dio rienda suelta a la sátira a través de un lenguaje oscuro. En dicho libro se pueden reconocer a personajes claves del París de aquellos años como Alice Toklas o Gertrude Stein. Tal vez por lo descarnado de su retrato, en un principio publicó el libro de forma anónima, aunque se jactaba al final de su vida de haber vendido ejemplares «pateando las calles parisinas». Solo años después reconoció lo que era un secreto a voces, tras esa obra irreverente estaba, cómo no, la pluma mordaz e implacable de Djuna Barnes.

París le dio a Djuna sus mejores años, allí se creó el mito de la que, como ella misma decía, era «la escritora desconocida más famosa del mundo», y también le dio la mayor pasión de su vida, la escultora Thelma Wood, protagonista de su gran novela, El bosque de la noche, que contó con prólogo de T. S. Eliot, quien, además, ayudó a Barnes a acortar el texto para que pudiera ser aprobado por la censura. En su prólogo, Eliot afirmaba que pretendía «dejar al lector en disposición de descubrir la excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia isabelina».

La constante innovación en su estilo en El bosque de la noche va acompañada de una inmersión dolorosa en sus personajes. Eliot afirmaba: «Las penas que sufren las personas por sus particulares anormalidades de temperamento son visibles en la superficie: el significado más profundo es que la desgracia y la esclavitud humanas son universales». Dylan Thomas, admirador de la prosa de Barnes, repetía que esta no era una prosa fatua «porque trata de lo que algunos seres humanos sienten, piensan y hacen». Djuna trazó en ese libro un mapa hacia un oscuro bosque lleno de dolor y, aunque no lo pareciera, de profundo realismo, no apto para todos los lectores.

 

A pesar de las alabanzas de la crítica y de otros escritores, la obra no encontró el favor del público. Este fracaso comercial agudizó su alcoholismo y las crisis depresivas que sufría tras su ruptura con Thelma Wood, a pesar de que a ojos de todos seguía disfrutando de la electrizante vida parisina, acompañada de artistas como Charles Chaplin, Marcel Duchamp y un joven Samuel Beckett, de las fiestas en la mansión inglesa de Peggy Guggenheim y de sus viajes al norte de África. Tras un intento de suicidio en un hotel londinense en 1939, su gran amiga y protectora, Peggy Guggenheim, la embarcó rumbo a Nueva York. Al llegar a la ciudad veinte años después, Barnes regresó al Village, y allí durante cuatro décadas abandonó el alcohol y se entregó a la poesía. Sin embargo, su producción literaria pareció haberse detenido en el viejo continente. En su pequeño apartamento la rodeaban infinitos papeles, piezas inconclusas en recibos, tarjetas de visitas, viejos periódicos.

Djuna Barnes se sintió opacada por los hombres de su generación, «la generación perdida». De nada sirvieron las súplicas de admiradoras como Carson McCullers o Anaïs Nin, a quienes nunca quiso recibir, ni de nada tampoco sirvieron los pequeños homenajes de los neoyorquinos. Llegó incluso a exigir bajo amenazas que retiraran su nombre a una pequeña librería.

Las décadas pasan por Nueva York, pero su leyenda sigue siendo la misma. Una ciudad implacable con sus habitantes, a los que abandona en la soledad y en la locura. Muchos dicen recordar a Djuna Barnes gritándose a sí misma a través de las ventanas de su casa.

Tras su muerte, en 1982, T. S. Eliot siguió velando por su memoria, y consiguió que se publicara su última obra, la pieza teatral La antífona, en la que Barnes relata su propia violación. Solo el paso del tiempo ha recompensado a Djuna como merecía reconociendo no solo su imprescindible contribución a la literatura modernista, sino también al feminismo, la sexualidad y la moralidad de un país cambiante que Barnes tuvo que dejar atrás para lograr la libertad que tanto ansiaba en su vida y en su creación artística.

Qué habría dicho la Barnes («The Barnes», como a ella le gustaba que la llamaran), que tanto luchó contra las convenciones sociales, al ver que su obituario en The New York Times sobre todo resaltaba que vivía sola en un minúsculo apartamento de una habitación en Greenwich Village y que la sobrevivían, no su obra, sino tan solo «un hermano, Saxton, de Bethlehem, Pennsilvania, y dos hermanastros, Duane y Muriel, ambos de Philadelphia».

Pero ningún obituario anticuado puede borrar el alma de la verdadera Djuna Barnes. En este libro podemos sentir las ganas de vivir de una joven dispuesta a comerse al mundo, al mismo tiempo que lo observa con detenimiento desde una mentalidad de otro siglo, desde el futuro. Aun así, veinte años después de su exilio, como anunciaba T. S. Eliot, Djuna regresó «al punto de partida y a conocer el lugar por primera vez». Regresó al territorio de estos relatos.

PAPRIKA JOHNSON y otros relatos

Un toque de comedia

Era un hombre alto –con unas manos largas y pálidas que oscilaban en sus muñecas como flores en finos tallos–. Tenía los ojos alargados, afilados y azules, y los recorría un curioso ramillete de venas, como si los propios globos oculares fuesen pequeñas bayas colocadas en el centro de una parra. Caminaba de una forma peculiar, apoltronado a medias, y pese a no dar nunca la impresión de ir con prisas, de algún modo se las arreglaba para desplazarse un poco más rápido que cualquiera de sus tres amigos. Las caderas se le aplanaban en la base de sus delgadas piernas, y los bolsillos abultados del traje de tweed los llevaba siempre medio llenos de trozos de papel. Un puro solía colgarle de la comisura de la boca y de cuando en cuando mandaba una espiral de humo por encima de la cabeza, la cual había comenzado a perder pelo. Producía la misma impresión que una imagen de una montaña alta sobre la que hubiera descendido una nube. Cuando hablaba lo hacía de un modo breve y tajante que enfatizaba de vez en cuando arrastrando una «y», un «los» o un «si».

Había hecho muchas cosas durante su vida, sobre las que no hablaba con nadie. Le gustaba pensar que era sin embargo capaz de maravillar a esos pocos amigos a los que ni siquiera había interesado jamás. Una y otra vez, cuando podría haber contado su historia sacándole un rédito considerable, no había alcanzado a hacerlo. ¿Por qué? Probablemente porque, al fin y al cabo, esta era deprimente, ordinaria, insustancial.

Los amigos de este hombre eran de los que en un instante descendían de «amigos» a «pandilla».

Bastan las circunstancias para que se vuelvan amigos, amantes, enemigos, ladrones, camorristas, lo que sea. Puede ser una mano en el hombro, una palabra susurrada al oído, cierta combinación de incidentes en apariencia insignificantes.

Este hombre, Roger, lo sabía muy bien. Pese a sus andares reticentes, pese a su calma y pese a su habla en ocasiones apresurada, hasta el momento no les había permitido tomar conciencia del hecho de que él era su maestro. Se sentaba entre ellos, frotándose el mentón, fumando su puro, tosiendo y nunca decía palabra. A veces bebía con ellos, reía cuando ellos no reían, permanecía impasible cuando ellos aullaban. Era únicamente en momentos como aquellos cuando ellos se detenían en seco, y, mirándolo, estallaban en medias risas o en toses fingidas. Él entendía muy bien el motivo. Nunca decía nada.

Este hombre tenía esposa y un hijo. Nunca hablaba de ellos, excepto una o dos veces cuando mencionaba a su chico con una pizca de orgullo poco disimulada.

Su esposa, aunque corpulenta y taciturna, era de esa clase de mujeres que siempre aparece en fiestas y bailes con un abanico de plumas de delicada frondosidad, o es vista saliendo de los salones de té con una larga rosa entre los dientes –algo que probablemente han hecho todas las mujeres del mundo.

Llevaba su pasión por las flores hasta su propio dormitorio y desde allí a los alféizares de cada ventana del apartamento. Maceteros verdes alojaban pensamientos y violetas de temporada, y las regaba con tanta frecuencia que las mataba.

Sus flores iban justo después de la pasión por su hijo. Para su marido ella tenía ese tipo de peculiar beneplácito que una mujer muestra a menudo en público, echándole demasiado azúcar en el té o privándole por completo de este cuando cenaban a solas. Pero para ella, Roger habría sido quizás uno de los grandes hombres de la historia.

El chico era frágil y en cierto modo como su padre –solo que más bajito y más enérgico–. Tenía el pelo largo y rubio, la nariz recta, un mentón varonil, una buena dosis de llana honestidad y un marcado talento para el piano. Sin embargo, a veces hacía escuetos comentarios merecedores de la ira de su madre, que levantaba sus pobladas cejas, y provocaba que su padre se removiera de incomodidad.

Empezaba a ser atractivo y lo sabía. Su intento de dejarse bigote le había salido muy bien, y se lo ensortijaba de manera tan continuada que sus ejercicios de digitación en escalas habían empeorado con la mano derecha.

Decía cosas como:

–Es inútil, para qué hablar del progreso de la civilización. No somos más que monos con experiencia.

–Ay, cariño.

–Sí, sé que no suena agradable, no tienen modales en absoluto. Pero esa es la única diferencia, fíjate. Los modales han manumitido a las mujeres hasta tal punto… Shaw, por ejemplo, las ha liberado a través de la cortesía infatigable de los maridos de sus heroínas. Y ningún hombre llegaba a rey hasta que no hubiese adquirido el arte de hacer reverencias sin dificultad. La diferencia entre la reverencia del burgués y la del aristócrata está en que el primero tiene flácidos los músculos de la cara, de tal forma que permiten que las mejillas y los labios le caigan hacia delante, dándole al rostro una apariencia taciturna, descompuesta; mientras que el otro, aunque lo cuelgues boca abajo en el cadalso, mantiene el rostro intacto.

–Cariño, eres lo que los ingleses llaman horrendo.

Él se ensortijó el bigotito.

–Ya sabes que te lo advertí –dijo.

Luego su madre suspiraba, doblaba su pañuelo hasta formar un cuadrado muy pequeño y le decía a Roger:

–Lo siento, pero me parece que el muchacho se está volviendo raro, como si estuviera hecho de una materia extraña.

Roger siempre respondía en tono plano y monocorde:

–Si fuese un material, sería seda –y entrechocando sus talones, salía a beber con sus tres amigos en un silencio abstracto.

¿Qué era lo que él más temía? Sencillo.

Temía que su hijo se hastiara del círculo idéntico de la existencia; pero al mismo tiempo lo sabía incapaz de nada nuevo a no ser que el destino lo empujara a ello. Esa era la razón fundamental de su silencio respecto de su pasado: ni siquiera a su hijo le reveló jamás nada de lo vivido antes de cumplir los veintinueve. Esperaba que su silencio durante este intervalo de su existencia resultara una fuente de especulación romántica para su hijo y que, por tanto, lo mantuviera un poco más cerca de su familia.

Deseaba para su hijo una carrera honorable. Por qué, ya lo veremos.

Le había sugerido a menudo el prestigio asociado a la química. Su hijo se limitaba a reírse. Le sugería una carrera en matemáticas. «Dos y dos son cinco», respondía su hijo al instante. Se olvidaba del tema y acometía un elogioso relato de la vida del antropólogo. «Los hombres tienen cuatro patas», replicaba su hijo, «pero han aprendido a llamar manos a dos de ellas». Su padre suspiraba.

–¿Por qué no te decides entonces por la ingeniería civil?

–Para construir un puente –respondía el hijo– cargas a un hombre con las cosas que odia hasta que, con la espalda encorvada hasta el suelo, vuelva a llamar patas a sus manos.

Roger le daba la espalda de repente y, calándose el sombrero hasta los ojos, salía a la calle.

Bueno, ¿qué iba a hacer al respecto? ¿Qué iba a hacer su hijo? ¿El haragán?

–Eh, eh –mascullaba para sí mismo–. Yo le enseñaré.

Pero cuando los padres mascullan que ya enseñarán ellos, es junto cuando van a aprender algo.

Entonces, cierto día, su hijo apareció en casa sin bigote. Roger se fue a su habitación y cerró la puerta. Allí estuvo durante horas caminando de un lado a otro, las manos a la espalda, un gesto extraño en la cara, muy triste y muy feliz a la vez. De hecho, tenía el aspecto de un hombre al que le acaban de arrojar un vaso de agua fría en plena cara a la vez que le han ofrecido un sustancial aumento de sueldo.

Por una parte, Roger estaba perplejo, y por otra, profundamente tranquilo. Algo parecía haberse roto en él, aunque al salir de la habitación más tarde, en torno a su boca se había instalado la severidad y la frialdad brillaba en sus ojos.

Conforme salía, toqueteaba afanoso y totalmente absorto una pequeña tira de papel. La había puesto con las demás en sus atestados bolsillos.

Abrió de un empujón la puerta que conducía a la sala que él y sus amigos tanto frecuentaban.

Por fin, todos guardaron silencio.

Estaban más que incómodos. Luego se sobresaltaron. Había llegado eso que habían estado aguardando; eso que habían estado esperando estaba a punto de suceder. Sentían que estaban justo en el umbral de eso que llaman aventura, y que los tornaría para siempre de figuras triviales y aburridas en algo histórico y terrible.

Pidieron una ronda de cerveza y bocadillos. Roger se abstuvo de estos últimos.

–No –dijo él, como respondiendo a algo que hubieran coreado–. No, chicos, aquí no nos falta nada salvo un poco de cautela y una buena ración de presteza.

Uno de ellos preguntó qué ocurría.

–Esto –dijo despacio, poniéndose una mano en la cadera y alargando los dedos con suavidad, estirándolos cuan largos eran desde la palma–. Esto es lo que ocurre… necesito vuestra ayuda conjunta, ¿comprendéis?

Ellos afirmaron.

–También necesito discreción, ¿entendéis?

Asintieron con la cabeza.

 

–¿Puedo confiar en todos… vosotros?

Asintieron por segunda vez.

–Veréis, no se puede completar sin vuestra ayuda, de lo contrario lo haría yo solo. El chico es fuerte y yo ya no soy joven.

Colocó con delicadeza el papel delante de los tres y los miró uno a uno mientras leían.

La nota decía, de puño y letra de su hijo: «Está bien. Charlie va a completar una gran huida esta noche si no llueve, y si llueve, esperaremos a que haga una noche despejada. No me hace gracia comenzar bajo la lluvia una aventura que es probable que me cambie la vida».

Y por debajo un garabato rezagado: «¡Tres hurras por la cada vez mayor hermandad del anillo!».

Los hombres volvieron a sentarse.

–¿Y bien?

Respondieron que no lo entendían del todo.

Roger lo explicó detenidamente:

–Se trata de mi hijo, comprendéis. Siempre ha amenazado con fugarse. Su primera idea fue convertirse en jinete de circo. Cuando tenía quince años. Luego quiso ser policía. Y más tarde, de un tiempo a esta parte, no hace más que leer las columnas de deportes… Eso significa que Jess Willard1 le tiene el alma atrapada. El resto es bastante simple. Va a escaparse con ese amigo suyo, Charlie, él mismo pugilista en un sentido laxo. Quiero decir, si no llueve…

–¿Qué tenemos que hacer? –preguntaron los tres.

–Detenerlo, claro está –respondió Roger al instante.

–¿Cómo?

Él rio y estrujó la nota, apretando el puño por vez primera delante de ellos.

–¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Cómo evitar que tus hijos se caigan del árbol si no es asustándolos?

–Bien, ¿qué hemos de hacer entonces? ¡Detalles!

Roger puso los dos brazos encima de la mesa con las manos entrelazadas en sus extremos.

–Primero, debéis venir a mi casa. Segundo, debéis tener paciencia, mucha paciencia, ya que tendré que meteros en la bodega.

–Eh, ahí hace frío –dijo uno.

–Es necesario –respondió Roger–. Luego, cuando os dé la señal, saldréis corriendo y agarraréis al chico. Le dais un susto de muerte y me lo entregáis a mí. Desde luego –añadió–, podría razonar con él esta noche. Decirle que lo he descubierto. Enseñarle la nota, pero…

Hizo una pausa, mirando en derredor.

–Pero eso no lo detendría por mucho tiempo. Ese tipo de cosas no hace sino disparar la imaginación de un niño.

Aquello los decepcionó un tanto.

–No parece algo ni peligroso ni interesante.

Roger dio un puñetazo en la mesa.

–Para mí –respondió–, para mí… es suficiente. Es importante para mí. Implica el futuro de mi chico.

Se dio la vuelta. Tenía lágrimas en los ojos.

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