Estados Unidos y la Transición española

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Siempre formulado como una hipótesis parece que hubo acuerdo en facilitar cobertura en el caso de que se llegara a la guerra civil, un supuesto que presenta Kissinger –“Si hubiera una guerra civil con un Gobierno de Gonçalves, si Soares y Antunes pidieran ayuda…”– y que Sonnenfeldt amplió para aclarar si se concedería apoyo a los opositores del Norte en el supuesto de una guerra civil, y se acordó que así sería. En cuanto al tema de la independencia de Azores y los problemas derivados de ella, Kissinger situó la posición norteamericana: “Tenemos muchos contactos. No los animamos, nos mantenemos en comunicación, pero sería un gran error apoyarlos”. Se consensuó mantenerse al tanto, pero sin fomentar el movimiento, siguiendo el consejo de Sauvagnargues de que les interesaba más conservar Portugal que solo Azores y apoyar un movimiento separatista en el archipiélago les acarrearía la oposición general de todos los sectores en la metrópolis65.

En conexión con el futuro de Portugal, también se intercambiaron opiniones sobre los respectivos servicios secretos y Sauvagnargues confesó que ni confiaba en ellos ni creía que ellos confiaran en el Ministerio. Kissinger bromeó con que la CIA estuviera toda ella testificando y, en cambio, Callaghan confirmó que en su idea de la autoridad figuraba mantener el Servicio Secreto bajo control y que sobre Portugal estaba informado y conforme con todo lo que se hacía y que actuaban con discreción66. Efectivamente dos comisiones del Congreso, una del Senado y otra de la Cámara de Representantes, estaban examinando las operaciones de la CIA en los últimos veinticinco años, llegando a la conclusión de que la Agencia había actuado ilegalmente, que estaba implicada en intentos de asesinatos de líderes extranjeros y había investigado sobre 9.944 ciudadanos norteamericanos, el resultado es conocido como el Informe Church, cuya publicación tuvo serias consecuencias para la Administración (Mount, G., 2006, p.149), redujo por un tiempo la actividad de la CIA y amplió la determinación del Congreso de seguir fijando límites a las intervenciones exteriores, recortando aún más la libertad de Kissinger.

En relación con España, Kissinger reabre el debate por donde se quedó, el acuerdo de establecer contactos con los grupos que se consideraran importantes para el futuro inmediato. Como expresión verbal de su profundo convencimiento de que en España se reflejaba la evolución de Portugal, afirmaba: “Creo que deberíamos esforzarnos por hacer en España algunas de las cosas que hemos encontrado necesarias en Portugal”67. Iniciando su propia información con el hecho de que, a raíz de las negociaciones de los acuerdos, había pedido al embajador que sostuviera estrechos contactos con la clase política y que se mantenían muy bien informados y en estrecha conexión, aunque tenían problemas “para saber con quién valdría la pena hablar”.

Callaghan y Gensher declararon que permanecían en comunicación con los socialistas del PSOE, que eran los más próximos, la representación francesa asintió. Entonces Kissinger expresó que “el líder de los comunistas ha estado tratando de contactarnos, diciéndonos que él no es como Cunhal” –sabemos que exactamente este fue el mensaje que llevó Ceaucescu a Washington en una entrevista del 11 junio 1975–, que alguien debería establecer comunicación con ellos, dentro, y tanto los británicos como los alemanes confirmaron que ya lo estaban haciendo: “Nuestros socialistas están en contacto”. Se observará que si desde la Embajada norteamericana en Madrid se mantuvieron frecuentes intercambios con distintos líderes socialistas fueron esporádicas con los comunistas, pero sí se había delegado esa función en otros socios de confianza.

La conversación adquirió una dinámica distinta, pero curiosa: las bases y los militares. De nuevo Kissinger ironiza sobre el que Cortina fuera el único en el mundo capaz de desquiciar a Ford. Pero el ministro francés preguntó si el estamento militar en España “también” –como en Portugal– estaba dividido entre los antiguos y los jóvenes oficiales, por lo que Kissinger aseguró que, según su información, los jóvenes oficiales españoles constituían un “fenómeno preocupante”, y Guenther van Well, director político del Ministerio de Exteriores alemán, añadía que el príncipe Juan Carlos les había invitado en ocasiones a entrenar a los suboficiales y que el heredero mantenía muy buenos contactos dentro del colectivo militar.

Nuevamente, Kissinger volvió sobre la relación de España con la Alianza, interrogándoles sobre si, llegado el caso de que la siguiente semana se cerrara un acuerdo sobre las bases, podría decirse en el comunicado oficial que “creemos [se sobreentiende todos los presentes] que ello contribuye a la defensa de Occidente”. La respuesta casi reproduce lo acontecido en Bruselas: Callaghan reafirmó su negativa a causa de Gibraltar; Sauvagnargues solo contestó que “dependía” y Gensher admitió el acuerdo. Por ello Kissinger explicó la visión americana de ese final de negociaciones del Acuerdo, admitiendo que la Administración no quería dejar las bases mientras no dispusieran completamente de las bases turcas. Que nunca habían entendido qué querían los españoles, así que nunca habían estado en situación de hacer propuestas concretas, que hasta el final no habían sabido si habría, finalmente, acuerdo o se esfumaría. Que habían llegado a pensar que los españoles querían que desalojaran. Que se trataría de un acuerdo marco y que luego continuarían negociándose los contenidos económicos y militares exactos. Ante la sugerencia de que era mejor firmarlo con los sucesores, afirmó que forzosamente habrían de hacerlo entonces y Kissinger expuso que incluiría un reconocimiento de la contribución que las bases cumplían, pero lo harían bilateralmente, en vista de la no aceptación.

En suma, que ni siquiera en el grupo íntimo de los cuatro grandes, donde los temas más complejos eran analizados abiertamente y donde se trataba de alcanzar el máximo acuerdo sobre el Mediterráneo, la Administración norteamericana pudo lograr la aquiescencia para, al menos retóricamente, respaldar la idea de la contribución española a la defensa occidental como un refrendo mayoritario; en este caso era su principal aliado, el Gobierno británico, el que planteaba mayor oposición por el contencioso de Gibraltar. Por otra parte, el acercamiento sobre planteamientos políticos y la idea de actuar conjuntamente sobre grupos políticos de la oposición y ante el resto de los Gobiernos comunitarios y la opinión pública occidental resultó imposible a corto plazo, porque el 27 de septiembre finalmente se produjeron las temidas ejecuciones, pero el propósito cobró fuerza a partir de diciembre.

En el caso de España, las circunstancias se terciaron por el peor de los caminos previstos, complicando cada vez más el panorama para esa premeditada evolución sin traumas que tanto EE.UU. como Europa querían, pero en la que los europeos cada vez creían menos. El mismo 27 de septiembre Sauvagnargues y Kissinger se encuentran de nuevo. Las ejecuciones se habían producido esa madrugada y, con la diferencia horaria, en Nueva York ya se conocían las fuertes reacciones de la ciudadanía y los medios de prensa de varios países europeos, entre ellos Francia, en contra del Gobierno español, así que era inevitable que surgiera una referencia a este tema en el encuentro. Kissinger declara que no entiende el porqué de una reacción tan violenta cuando se trataba de terroristas convictos de asesinatos: “Pero, ¿qué hace esa gente? Habían matado a unos policías. Así que ¿está tan mal que el Gobierno los ejecute?” Ante esta expresión de sorpresa, Sauvagnargues no responde nada concreto, solo algo así como: “ya se sabe, la opinión pública...” Pero Kissinger manifestó rápidamente cómo lo veía él y reconoció que se había sentido casi en la obligación de hacer una declaración oficial, pero luego pensó que no había motivo, porque no creía que el Gobierno español estuviera tan equivocado. Concedía que “tal vez se equivocaron en el uso de un tribunal militar, y podrían haber sido más magnánimos, como yo mismo les he recomendado que fueran”68. Entonces sí, dio Sauvagnargues una opinión más personal, si bien comedida, explicando que, sin voluntad de interferir, solicitaron clemencia y creían que el Gobierno español había cometido una gran equivocación.

En realidad, a Kissinger le inquietaba que, con Franco a un paso de la muerte y la transición en su punto de arranque, una oleada de antiespañolismo recorriera las calles y las sedes de los Gobiernos en Europa occidental, porque ellos acababan de cerrar la negociación e iban a firmar resueltamente el acuerdo marco el 4 de octubre, en medio de tal efervescencia, lo que les iba a hacer quedar nuevamente como los eternos valedores de un dictador que moría ejecutando, y temían que el antiespañolismo se transformara en antiamericanismo. Además, cuando todos eran conscientes de que el control sobre el cambio en España dependía de su acercamiento a Europa, los europeos hacían el gesto de retroceder. Por tanto, Kissinger expresó a Sauvagnargues su preocupación por la reacción pública ante la firma del tratado en ese clima tan enrarecido. El sentimiento estaba presente en el momento de la firma y fue comentado por Ford, Kissinger y Scowcroft la víspera en el despacho oval, cuando Kissinger refirió que al fin los protocolos iban a ser firmados y que había que esperar la crítica airada de los liberales europeos. Ford reconoció que él también había estado pensando en lo mismo y, luego, Kissinger adelantó cómo debían tratar el tema con el canciller Schmidt con quien iban a verse seguidamente, porque, textualmente, Schmidt “no era racional” en esto y que deberían destacar que, con ello, se intentaba contribuir a arreglar el periodo posfranco69.

Así fue, horas más tarde, los tres estaban presentes cuando entró el canciller Helmut Schmidt en el despacho oval y se abrió una conversación cuyo contenido giró sobre la crisis económica de los países industrializados con aspectos como la recriminación de los europeos hacia Estados Unidos porque aplicaba sus medidas financieras sin considerar el efecto en las economías de los países industrializados de Europa. En ese marco, Schmidt expresó su preocupación ante el hecho de que pudiera producirse una caída de la bolsa de Nueva York que arrastrara consigo a las europeas. Este era un tema económico que Tindemans ya había tratado en Helsinki70; Schmidt tampoco estaba conforme con la decisión norteamericana de dejar que el dólar fluctuara excesivamente porque repercutía en la capacidad de compra y venta de los países europeos. Se habló también, tal como había sucedido con Sauvagnargues en la última cita, de los preparativos de la Conferencia de Consumidores y Productores de París, a la que España había sido invitada como país industrializado.

 

El día anterior, había recibido Kissinger un informe de Denis Clift para preparar esa cita e incluía una advertencia sobre que Schmidt, aun entendiendo el interés norteamericano por mantenerse en España, no estaba dispuesto a callar cuando el acuerdo de las bases se hiciera público con su cláusula de reconocimiento de la contribución de España a la defensa occidental, en medio del rechazo europeo por la violencia gubernamental. Clift recordaba, así mismo, que la semana anterior, Gensher había asegurado a Kissinger que los alemanes no repudiarían tal contribución. Por tanto, para alcanzar el compromiso con Schmidt se argumentaría que la “corriente de histeria” desatada en Europa en relación con España servía para polarizar la situación allí y alimentar el círculo de violencia, pidiéndole que colaborara para enfriar la situación71.

Más o menos así sucedieron las cosas y fue el mismo Schmidt el que sacó el espinoso tema para recomendar que aguardaran unas semanas antes de la firma del protocolo, para evitar el antiamericanismo72. Kissinger explicó que todos los plazos se habían agotado y que, de hecho, si no estuvieran en vísperas de firmar tendrían que estar retirando sus efectivos militares de las bases, así que no les quedaba otra que cumplir sin dilación. Tal como estaba acordado, insistió: “Hemos diseñado el acuerdo para facilitar la transición desde el franquismo”. Por lo que Schmidt preguntó cuál era el punto de vista de la oposición moderada, y Kissinger no contestó, pero subrayó: “Juan Carlos está de acuerdo”. El comentario de Schmidt implicó la aceptación del silencio americano, aunque auguraba lo peor: “Creo que ha perdido su oportunidad [Juan Carlos]. Correrá la sangre el próximo año y Arias pagará por ello. Los Gobiernos europeos no protestarán, pero sí, la prensa, los sindicatos, etc”73.

En realidad, más que la premura de tener que evacuar, La Administración Ford estaba totalmente empeñada en firmar antes de la muerte de Franco para no depender de futurible alguno. En ello está también presente la experiencia de lo sucedido en Portugal, donde justo cuando estaba casi resuelta la renegociación del acuerdo de uso de la base de Lajes, en Azores, se produjo el hundimiento de la dictadura; las negociaciones quedaron rotas y hubo que recomenzar con los nuevos gobernantes, en un proceso dilatadísimo, interrumpido porque el Gobierno portugués tenía primero que atender a la estabilización política de la Revolución y también porque el archipiélago había iniciado su propio derrotero de enfrentamiento conservador con el rumbo de la metrópolis. Así lo reconoce el propio Kissinger en su inmediato encuentro con el vicepresidente Deng Xiaoping, entonces a cargo de las relaciones exteriores de China.

Como puede verse en el texto de la conferencia sostenida por el jefe de prensa de la Casa Blanca, Ron Nessen, los medios norteamericanos también criticaron el silencio oficial. Nessen fue preguntado directamente que, frente a medidas como la llamada a consulta de los embajadores o la demanda de expulsión del presidente mexicano Echevarría, qué iniciativas se contemplaban y si el silencio se debía al “apoyo continuo al régimen de Franco o a las negociaciones de las bases”. En su respuesta, Nessen declaró que la pena capital despertaba sentimientos muy controvertidos también en Estados Unidos, pero que “preferían no abordar este asunto con más detalle, ya que es un asunto interno español”. El 30 de septiembre publicó New York Times una información presentada por el portavoz de la presidencia Ron Nessen sobre estas declaraciones subrayando en su titular “US sees ‘internal matters’” y precisando que las ejecuciones coincidían con el cierre de las negociaciones para el uso de las bases74.

Esta serie de entrevistas previas a la muerte del general Franco finaliza con las interesantes referencias a la situación española que realizan Kissinger y Deng Xiaoping en el viaje de Kissinger a China en Octubre de 1975. El día 21 en Pekín el tema de conversación versó sobre la inestabilidad del Mediterráneo y la guerra civil en Angola. En referencia a Portugal, expresa Kissinger que, por un periodo, pareció que el Partido Comunista controlaría la situación, aunque se había logrado detener ese proceso: “Estamos trabajando con los aliados de Europa Occidental para reforzar las fuerzas que se oponen a Cunhal. Algunas de esas fuerzas son más retóricas que reales”. Deng Xiaoping alude a que los militares gonçalvistas estaban preparando un golpe, tal vez para el 11 de noviembre, fecha en la que se conmemoraba la independencia de Angola. Kissinger le corroboró que, efectivamente, tenía noticias de esas intenciones... pero que estaban “en contacto con otros líderes militares” y se opondrían claramente al golpe75. Ambos opinaron que en el horizonte portugués todavía quedaban muchos enfrentamientos y habría que mantenerse alerta y Kissinger expresó su preocupación porque sus socios europeos se “relajasen” después de cada éxito puntual y sigue, “Estamos determinados a resistir un golpe soviético allí, incluso si ello condujera al conflicto armado. Sé que planean una intervención, pero no les será fácil”. No se había manifestado así en sus conversaciones con sus homólogos europeos, en China daba rienda suelta a su prevención con los soviéticos. Como suele suceder, desde la explicación sobre Portugal se llegó al tema de España y una vez más explicitó: “No queremos repetir la situación de Portugal en España”.

Kissinger manifiesta a Deng Xiaoping que el Partido Comunista Español se había puesto en contacto con él en varias ocasiones; persistía en pensar que estaba controlado por Moscú e interrogó sobre ello a su interlocutor, quien le aseguró que las relaciones del Partido Comunista Español con los soviéticos no eran buenas y lo denominó “partido revisionista”. Se alude también al grado de influencia del Partido Comunista Español en el Ejército y Kissinger expresó otra vez que en la más alta oficialidad apenas había interferencia, pero que habían conseguido cierto reclutamiento entre la suboficialidad y entre los capitanes, que era una escala con escaso mando. En el tema militar, Kissinger siguió informando, brevemente, sobre la firma del acuerdo de uso de las bases y confirmó que habían procedido a firmar para no tener que volver a empezar con los sucesores, como les ocurrió en Azores, según se ha indicado previamente.

Abordan, luego, el análisis del heredero, porque Xiaoping pregunta a Kissinger su impresión y este lo describió como “un hombre simpático, ingenuo. No entiende la revolución y no entiende a qué se enfrentará. Cree que puede hacerlo con buena voluntad. Sus intenciones son buenas [pero] no creo que sea lo suficientemente fuerte como para conducir los acontecimientos por sí mismo”76. Xiaoping se refiere a la posibilidad de que Franco le transmitiera el poder en vida y Kissinger lo desmiente, aclarando que ese rumor se llevaba escuchando hacía un tiempo, pero que a Franco le gustaba demasiado el poder como para renunciar, aunque hiciera “mucho tiempo que no esté capacitado y se duerma en las reuniones oficiales”. Kissinger se extendió en la burla a sus entrevistas con Franco: “De hecho. Tiene tendencia a dormirse cuando se está hablando con él [Risa]. He estado allí con dos presidentes y se ha quedado dormido las dos veces. En realidad, cuando estuve con el presidente Nixon, tuvo un efecto hipnótico. Le vi dormirse y yo me dormí también. Así que solo permanecieron despiertos el presidente Nixon y el ministro español de Exteriores [Risa]. Sería bueno que renunciara al poder”.

El beneficio de la duda

A partir de noviembre cambia el contenido de los contactos con los líderes internacionales sobre el futuro de España: el objetivo a corto plazo sería lograr una presencia del mayor nivel en los actos de investidura del sucesor, como indicio de confianza y credibilidad en los propósitos liberalizadores del nuevo monarca y algo después, a lo largo de 1976, el conseguir que, a pesar de la parálisis del proyecto reformador con el primer Gobierno de la monarquía, Europa continuara concediendo crédito a las declaraciones y promesas del rey y del ministro de Exteriores, José María de Areilza.

En la evolución española los acontecimientos se sucedieron ya imparables: había sobrevenido el segundo internamiento del general Franco, la negativa inicial de don Juan Carlos a una segunda sustitución temporal, el diagnóstico médico de que el general estaba en fase terminal y no era recuperable, la aceptación final del sucesor y su viaje repentino al Sáhara. En los Ministerios de Exteriores de Europa Occidental se discute cómo proceder ante los rituales fúnebres y los de investidura del monarca y su primer discurso. Mientras unos interpretan que están ante los intentos del régimen por asegurar un franquismo sin Franco, otros querrían ver el fin de un pasado y el arranque de algo nuevo. Esta, en conformidad con todos los argumentos que se habían venido expresando hasta entonces, era la interpretación de la Administración norteamericana, y a tal fin se conectaba con su Embajada en Madrid para lograr concitar, en el momento decisivo de la Sucesión, el mayor apoyo por parte de Europa Occidental. Sin duda, se brindó un sostén inestimable a la nueva monarquía, porque tras las ejecuciones de septiembre, el régimen vivía una nueva etapa de aislamiento y de agrio rechazo internacional.

En el siguiente capítulo se analizará el telegrama que la Secretaría de Estado remitió a la Embajada en este sentido. En primer lugar, se enuncian puntualmente cuáles son los objetivos de la política norteamericana con respecto al cambio político español y cuáles las estrategias para conseguirlo. En esencia se aclaraba que la Administración había apoyado a lo largo del año, sin mucho éxito, una apertura del régimen para suavizar la transición; se incluía una severa advertencia sobre el peligro comunista en el futuro inmediato y se recordaba que los EE.UU. habrían de jugar un papel “estabilizador”, asegurándose que los cambios no se dieran demasiado rápido ni que desbordaran unos “límites realistas”. Pero lo que interesa en este hilo documental es la recomendación a la Embajada de que se mantuvieran contactos continuos con el resto de las representaciones diplomáticas en Madrid para exponer esos criterios, a fin de ayudar a España en un rápido establecimiento de una democracia parlamentaria77 y la afirmación por enésima vez de que “el futuro de España es un interés directo de Europa Occidental” y de que los líderes europeos desempeñarían un papel importante según cómo restablecieran sus contactos multilaterales con España.

Todos estos propósitos se plasmaban en ese requerimiento concreto de que los Gobiernos miembros de la Comunidad estuvieran altamente representados en las ceremonias que se iban a desarrollar en España, y en la recomendación se hablaba no solo del protocolo de la Sucesión sino de los funerales como de “una declaración por el futuro y no en términos de recriminación por el pasado”. Igualmente se ordenaba que desde la Embajada se solicitaran declaraciones positivas de los líderes europeos con respecto al futuro español78. Se buscaba extender entre el cuerpo diplomático una pauta: que el rango de los asistentes se entendería como respaldo al rey y contribuiría a dar cobertura a su proyecto de reforma y a la estabilidad. El embajador Stabler cumplió puntualmente las indicaciones del Secretario y ya, en telegrama a Washington del 7 de ese noviembre, se enviaba la primera información obtenida de las conversaciones que Stabler había sostenido con los embajadores de Reino Unido, Alemania, Italia, Francia, Bélgica y Canadá79, que luego será utilizada para insistir tanto directamente con los respectivos Gobiernos como en conjunto a través del mando de la Alianza en Bruselas.

 

Tal como se puede esperar de todo el recorrido anterior, los embajadores de Francia y Alemania fueron muy receptivos, aunque sus Gobiernos también albergaban dudas. El embajador de Alemania en Madrid confirmó que su Gobierno interpretaba de la misma manera que el norteamericano los acontecimientos y que, por ello, si al funeral solo asistiría el embajador, para la proclamación de Juan Carlos lo haría el ministro de Exteriores, Gensher, y probablemente el propio presidente Walter Scheel acudiría a la ceremonia religiosa posterior. Más expresiva aún resultó la contestación francesa: el embajador comentó que Valéry Giscard d’Estaing y Juan Carlos hablaban por teléfono con asiduidad y que diversas declaraciones públicas de Giscard manifestaban su apoyo al príncipe. Como en el caso anterior, el embajador iría solo a los funerales, pero el ministro Jean Sauvagnargues asistiría a la proclamación de Juan Carlos y al ritual de los Jerónimos llegaría personalmente Giscard y se aseguró algo tan esencial como que su presencia no estuviera condicionada a lo que el príncipe dijera o no en el discurso de proclamación, tal como se había rumoreado entre las Embajadas. De hecho, este “espaldarazo” –tal como lo juzgó la prensa francesa– al futuro monarca se convirtió en un catalizador para la asistencia de otras representaciones europeas.

Para entender el elevado respaldo que conllevaban tales afirmaciones hay que conocer la fuerte crítica que estas decisiones y la proximidad de Valéry Giscard d’Estaing a Juan Carlos levantaba en Francia en amplios sectores de la prensa y en la opinión ciudadana, así como en la oposición política, que protagonizó una fuerte discusión en la Asamblea. Como dato concreto, los Ayuntamientos comunistas, en protesta por el decreto que obligaba a que la bandera ondeara a media asta en los edificios oficiales, colocaron la bandera republicana80.

Como se ha ido constatando la relativa identificación de posturas entre los cuatro grandes con respecto a qué procedimientos seguir respecto a la península, es fácil imaginar que el embajador británico confirmara que en Londres se asentía, en lo general, con la propuesta americana, pero la designación de los representantes dejaba ver la continua reticencia con que lo español se miraba en el Reino Unido, tanto entre los gobernantes como entre la población. El embajador detalló que, en cuanto a las ceremonias, no había recibido indicación, aunque quedaba claro que ninguna autoridad se desplazaría para el funeral, por lo que, como en los casos anteriores, asistiría solo el embajador, en tanto que “se manejaba la posibilidad de que un miembro de la familia real asistiera a las ceremonias posteriores” (en referencia a la proclamación de Juan Carlos y su ritual religioso). Los movimientos italianos, como en ocasiones anteriores, quedaban dictados por la falta de cohesión del Gobierno de Aldo Moro. Transmitía Stabler que, “personalmente” el embajador estaba de acuerdo con la postura del resto, pero ni tenía instrucciones ni pensaba que las fuera a recibir, porque al Partido Socialista no le gustaría que el Gobierno animara mucho a un príncipe al que veían como al sucesor de Franco y su régimen. Italia alinearía su posición con la postura de los Nueve sobre España, pero no tomaría ninguna iniciativa particular. Sobre los rituales, algún exprimer ministro acudiría a la toma de posesión, pero solo el embajador al funeral y nada se había decidido en Roma para las celebraciones posteriores. En cuanto a Bélgica, Stabler aseguraba que el embajador demostró aceptar el acuerdo general y añadió que el Gobierno belga quería ser útil al príncipe, siempre que sus acciones futuras encarrilaran el progreso evolutivo. En relación a las ceremonias, se planteaba que una delegación viniera a la toma de posesión, pero bajo ninguna circunstancia se quedaría al funeral, y, a las celebraciones religiosas posteriores, podría asistir el príncipe Alberto. Por último, el embajador de Canadá declaró que no tenía instrucciones pero que estaba tratando de conseguir en Otawa que “dirigieran un cálido mensaje de apoyo al príncipe en su toma de poder […]”, tal como se había solicitado desde EE.UU.

A pesar de todo, los telegramas que se cruzaron esa semana demuestran que las posiciones no estaban totalmente cerradas y que desde las distintas capitales europeas se miraban entre sí y hacia Madrid para resolver qué hacer: ningún jefe de Estado quería verse solo en España. Aunque se coincida en la disposición a otorgar a don Juan Carlos, tal como en algún momento solicitara Kissinger, el beneficio de la duda. No obstante, nos quedaría resolver si más bien secundando la posición americana o no. Ante el conjunto de las conversaciones sostenidas en 1975, habría que pensar que, desde Francia y Alemania, se desarrollaba una política de acercamiento a España por decisión propia con procedimientos y medidas diferentes a las americanas y con el objetivo de favorecer una monarquía parlamentaria y estrechar las respectivas relaciones bilaterales en un futuro. La estrategia en el camino había sido diferente de la de Estados Unidos porque hasta ese momento se habían medido los acercamientos para no dar la imagen de apoyo al régimen y simultáneamente evitar un vacío con consecuencias graves en el futuro y también para favorecer cierta fluidez de contactos con grupos opositores, ocurrió que el enroque final del régimen y la ola de protestas populares de la última semana de septiembre en Europa provocaron que los Gobiernos europeos temieran que su gesto hacia Madrid les costara caro en casa.

El comportamiento de la República Federal sirve de muestra, pero el resto de las cancillerías actuó con similar reticencia. Efectivamente se pensaba en dos representaciones distintas, según la colocación de los actos, investidura y sepelio y luego celebración religiosa de la proclamación. Para la primera fase se pensaba en Gensher, pero como su agenda estaba muy cargada, parecía que tendría que sustituirlo Georg Leber –ministro de Defensa–, que no quería asistir de ninguna manera ante la experiencia de las protestas levantadas por la asistencia del general Hildebrandt a la manifestación del primero de octubre y el resto de los ministros también andaba remiso. En cuanto a Scheel, se planteaba asistir al tedeum, pero “no acudiría si iba a ser el único jefe de Estado” y para el 14 de noviembre todavía esperaba el pronunciamiento de Ford y Giscard; ya en el último momento, el 20, se notificó que el ministro sería el de Agricultura, Josef Ertl –quien después desempeñó un papel decisivo en las negociaciones de España con la CEE–, y definitivamente Scheel confirmaba su traslado para el miércoles 26, “habiendo comprobado que también estarían otros jefes de Estado”81.

En paralelo a estas conexiones entre Embajadas, la Administración norteamericana también implicó a la estructura de la OTAN y en particular a Luns; de hecho significaba el mantenimiento de la actitud sostenida desde la cumbre de mayo. El 5 de noviembre, Kissinger remitió a la misión norteamericana en la Alianza un llamamiento revelador que establecía que, como la transición española había comenzado, era el momento de que los aliados abordaran su significado y su posible decurso, que como Luns también lo veía así, había cursado una convocatoria para una reunión privada de los representantes permanentes –salvo el de Portugal– para el siguiente 7, y por ello pedía que contactara con el secretario de la Alianza y le pidiera que “incorporara el planteamiento norteamericano en su intervención”82. En esencia la postura norteamericana es la que ya conocemos, que en el cambio de régimen había una oportunidad y serios peligros, que el éxito dependía en gran medida de la receptividad europea y que ellos seguían manteniendo el objetivo de la integración en la Alianza como una vía para asegurar la democratización. En Bruselas los convocados se reunieron en el despacho de Luns y luego comieron juntos, pero salvo el posibilismo de Alemania y Bélgica no se llegó a mucho más, y el representante francés se molestó por el procedimiento, le parecía que era natural que los aliados se ocuparan de la relación futura de España con la Alianza, pero consideró que la petición norteamericana en ese foro parecía entrometerse en las relaciones bilaterales de cada país83. Aún se organizó otro almuerzo de este tipo, el 18, en el que el panorama estuvo más claro y la mayoría de las monarquías –curiosamente más reticentes que las Repúblicas– habían resuelto el dilema entre el protocolo y la política enviando a algún destacado miembro de las familias reinantes.

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