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La alhambra; leyendas árabes

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XIII
LA SULTANA LOCA

¡Qué hermosa era aquella muger á pesar de su locura!

Negros sus ojos y sus cabellos, como los ojos y los cabellos del ángel de la noche, su frente, su cuello y sus hombros eran mas blancos que la espuma de un torrente, cuando la ilumina la luz de la luna.

¡Qué hermosa era la sultana Wadah!

Las flores palidecian de envidia al verla, y los ruiseñores cantaban estremecidos de amor cuando ella pasaba lenta y pensativa bajo las enramadas de los jardines del alcázar.

Muchas veces pasaba largas horas sentada á la márgen de las corrientes, mirando abstraida el contínuo trenzar y destrenzar de las aguas ó con la mirada absorsta y fija en esas estrañas figuras que forman las nubes cuando las agrupa y las amontona el viento.

Otras veces se la sorprendia escribiendo sobre la arena con una varita acabada de arrancar á un box, estrañas figuras y caracteres ininteligibles, ó ya retirada en sus retretes, entonando un cántico monótono y misterioso.

Nadie la habia visto reir, pero nadie tampoco la habia visto llorar.

Y á pesar de su enagenacion, y de lo estraño de sus palabras y de sus acciones, nadie á escepcion del rey Nazar la creia loca.

Por el contrario la creian maga, y poseida por un espíritu invisible.

Sus esclavos estaban con terror á su lado y aprovechaban la primera ocasion para huir de ella.

De ella que era tan hermosa.

Pero la mirada de sus negros ojos tenian una fijeza tal, parecian tan hambrientos que aterraban.

El mismo rey Nazar habia acabado por espantarse de ella.

La sultana no lloraba, pero cantaba cada dia de una manera mas triste.

Y aquel canto era la lluvia de lágrimas de su alma.

Hacia muchos años, casi veinte, desde el nacimiento del príncipe Juzef-Abdallah, segundo hijo del rey Nazar, que la sultana Wadah, estaba loca, ó como lo pretendian sus aterrados esclavos, poseida por un espíritu invisible.

Wadah amaba al rey Nazar con un amor desesperado; muchas noches se la escucha llamando de una manera desesperada á Al-Hhamar, y otras abalanzándose y pretendiendo forzar las puertas que conducian á las habitaciones de su esposo.

Otras veces se la oia rugir como una leona, y cuando acudian los esclavos encargados de sujetarla en aquellos accesos, la veian ir de acá para allá levantando tapices corriendo á todos los lugares oscuros, revolviéndolo todo como si buscase algo.

No habia duda: la desdichada sultana Wadah, estaba poseida de un espíritu invisible.

Un dia se abrió la puerta dorada de su retrete.

Wadah exhaló un grito de alegría.

Por aquella puerta solo podia venir el rey Nazar.

El rey entró y cerró de nuevo.

La sultana se abalanzó á él.

– Yo te amo, te amo siempre, esclamó.

Y le besó en la boca.

El rey Nazar contestó estremeciéndose á aquel beso, con un beso trémulo.

– Tú te aterras junto á mí, dijo Wadah, tú me temes ¿por qué temes á tu amada?

El rey no supo qué contestar.

– ¿Has visto acaso otra muger mas hermosa que yo? dijo la sultana fijando su terrible mirada en Al-Hhamar.

– ¡Oh! no: esclamó el rey: tú eres la muger mas hermosa de la tierra.

Y el rey Nazar se estremecia, porque las megillas de la sultana temblaban, y una leve espuma empezaba á blanquear sus labios rojos, como una banda de grana.

– Sí, sí: esclamó Wadah corriendo hácia un gigantesco espejo de plata y arrancándose sus vestiduras hasta quedar medio desnuda: yo me veo ahí; yo soy cada dia mas hermosa: yo embellezco las joyas y doy brillo á los diamantes: yo soy mas blanca y mas nacarada que las perlas: y yo le amo, yo le amo y él me abandona: ¿habrá visto á otra muger mas hermosa que yo?

El rey Nazar conoció que habia ido á ver á la sultana en uno de sus mas graves momentos de locura.

Wadah continuó delante del espejo, destrozándose los cabellos y arracándose las joyas que la cubrian.

– Sí, sí; soy muy hermosa, Nazar; mírame, amado mio, mírame y ámame; solo he perdido el color de mis megillas: me he quedado blanca, blanca como la luna: pero… eso fué desde un dia…

Destellaron un relámpago salvaje los ojos de la sultana, se estremeció toda, lanzó un grito horrible, y casi desnuda, arrastrando su larga túnica de brocado, destrenzados los larguísimos cabellos, flotando sobre los tersos y redondos hombros, empezó á buscar por los rincones de la cámara, á revolver los almohadones del divan, á levantar los tapices de los retretes.

– ¡Mi rosa blanca! gritaba: ¡mi rosa blanca! ¡yo la tenia escondida y me la han robado!

Y luego se sentó en el suelo, cruzó sus manos sobre sus rodillas y se puso á cantar una melodía vaga, sin palabras, triste y lánguida como un suspiro.

El rey Nazar la contemplaba inmóvil, y lágrimas de compasion asomaban á sus ojos suspendidas sobre sus megillas.

¡La rosa blanca!

Jamás Wadah habia pronunciado una sola palabra que aclarase el misterio de la causa de su locura.

¡La rosa blanca!

Hé aquí lo único que se la oía pronunciar en medio de su delirio.

El rey habia preguntado á sus sabios, y estos se habian esforzado en vano por descifrar aquel misterio.

En una ocasion se habia puesto una magnífica rosa blanca, en una copa de oro, oculta tras un tapiz, y el mismo rey Nazar habia observado á su esposa escondido.

Llegado el acceso, la sultana habia buscado, segun costumbre, por todas partes, y al encontrar la rosa, se habia arrojado sobre ella y la habia despedazado esclamando.

– Mi rosa era mas blanca, y mas pura, y mas fragante.

El rey habia renunciado ya á conocer el misterio de la locura de su esposa.

Y habian pasado años y años.

Sin embarco, Wadah no habia olvidado su perdida rosa blanca.

Seguia sentada en el suelo cruzadas las manos delante de sus rodillas, y entonando su triste y lánguida melodía.

– ¡Wadah! la dijo el rey.

– ¿Quién me llama? esclamó la sultana escuchando con atencion.

– Soy yo… dijo el rey, yo que te amo.

– ¡Ah! dijo la sultana, el rey Nazar: el rey Nazar es un ingrato; cuando yo le conocí, solo tenia una pequeña, una pobrecilla bandera y doscientos esclavos, ginetes en yeguas negras y armados de lanzas: era un pobre walí… pero yo le amé y fué poderoso.

Wadah pronunciaba estas palabras con una cadencia lenta, gutural y tenia fija la vista en las bovedillas doradas de la cúpula.

– Yo era maga… un mago me habia traido de las montañas donde nace el Nilo.

Yo amaba entonces solamente á mi rosa blanca, y la escondia para que nadie la marchitara con sus miradas.

Pero ví á Al-Hhamar y le amé; le amo tanto como á mi rosa blanca.

Le favorecí con mi poder; le dí un amuleto que le hizo invencible, y Al-Hhamar se apoderó primero de un pueblo y luego de otro y se hizo rey, rey fuerte, y sus soldados le llamaron el vencedor y el magnífico.

La rosa blanca tuvo celos de mi amor al rey Nazar y me abandonó.

Y el rey Nazar me abandonó tambien, á pesar de que sabia que era mi alma.

El rey Nazar amaba á otra muger.

¡Leila-Radhyah! ¡ah! ¡Leila-Radhyah! ¡pero tú tampoco has gozado los amores de Nazar! ¡yo sé que Nazar llora por tí!

Estremecióse Al-Hhamar. Era la primera vez que la sultana Wadah nombraba á la princesa africana.

¿Sabria Wadah lo que habia sido de ella?

Pero no se atrevió á preguntarla.

Continuó callando y escuchando con toda su alma.

Wadah permaneció sentada en el suelo con la mirada fija en la cúpula y hablando como si estuviese sola.

– El rey Nazar es un ingrato: me lo debe todo y me vé morir y no tiene compasion de mí. Una sola palabra suya seria para mí como el rocío de la alborada para las flores marchitas, y no pronuncia esa palabra.

Al-Hhamar se acercó á Wadah, la levantó en sus brazos, la estrechó en ellos y la besó en la boca.

Wadah se estremeció; dió un grito, miró de hito en hito al rey Nazar, y rompió á llorar.

Era la primera vez que lloraba despues de veinte años.

Su mirada lúcida, radiante, se posó en el rey y sus labios sonrieron.

– ¡Ah, eres tú, tú! ¿cuanto tiempo hace que no te he visto? esclamó: ¡ah! ¿quién me ha arrancado mis vestiduras, quién ha destrenzado mis cabellos?.. ¿has sido tú?

No: no; es imposible, tú tienes abandonada á tu esposa, tú no la amas.

– ¡Wadah! ¡Wadah! esclamó el rey, ¿por qué dudas de mí?

– Dime: continuó Wadah, ¿por qué has traido á mi lado una doncella que yo no conocia, una hermosísima doncella á quien enamoras?

– Bekralbayda es una esclava que he comprado para tí.

– Sí; es verdad, dijo Wadah: tambien Leila-Radhyah, era una esclava, y sin embargo tú la amabas, Nazar.

– ¡Leila-Radhyah! dijo el rey: dejemos en paz á los muertos.

– ¡Sí es verdad, dijo Wadah: dejemos en paz á los muertos! pero tú la amabas, Nazar.

– Yo no he amado á ninguna mas que á tí: tú en cambio amas á un fantasma, á un misterio, mas que á tu esposo.

– ¡Yo!

– Sí; tú amas mas que á mí á tu rosa blanca.

– ¡Oh! esclamó la sultana Wadah, y en sus negros ojos brillaba la razon: ¡cuán torpes son los hombres! ¿No has comprendido cuál era mi rosa blanca?

– No, nunca lo has esplicado.

– La rosa blanca… era mi alma… mi alma que me la han robado los que me robaron tu amor: yo hé debido estar loca, Nazar.

– Acaso Dios lo haya permitido.

– Yo recuerdo, como sueños confusos, sueños horribles.

– Es necesario no recaer mas en esos sueños, amor de mi alma, dijo el rey estrechándola entre sus brazos.

– Necesito el amor y la compañía de mi esposo, dijo Wadah.

– Y bien, la tendrás.

– Necesito que vivas á mi lado.

– Viviré.

– Quiero que tu hijo el príncipe Mohammet…

 

– ¿Qué sabes tú del príncipe?

– Sé que está preso.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Bekralbayda mi esclava, que le vé lodos los dias asomado á un ajimez en lo alto de la torre del Gallo de viento.

Palideció levemente el rey Nazar y Wadah aspiró aquella palidez.

– Mi hijo ha cometido un delito de inobediencia y es necesario que le castigue.

– ¿Y no habla por él en tu corazon el amor de su madre?

– ¡Wadah!

– Perdónale, señor, perdónale… aunque no sea mas que por la memoria de tu perdida Leila-Radhyah.

Pronunció la sultana con tal sarcasmo estas palabras, que el rey empezó á sospechar lo que nunca habia sospechado: que su esposa hubiese tenido parte en la muerte de la princesa.

Y como si Wadah solo hubiese recobrado por un momento la razon para aterrar al rey Nazar, volvió á su violento estado de locura.

El rey salió aterrado de la cámara.

Apenas se perdió el ruido de las pisadas del rey, cuando Wadah se alzó del suelo donde de nuevo se habia sentado, sombría, terrible: en sus ojos habia vuelto á aparecer la razon.

– ¡La ama! ¡ama á esa doncella! esclamó: ¡ha palidecido al saber que Bekralbayda ama á su hijo! Pues bien: ¡mis celos mataron á Leila-Radhyah! ¡mis celos matarán á Bekralbayda!

Y acabó de componer el desórden de sus ropas: recogió sus cabellos y salió lenta y fatídica de la cámara dorada, por una puerta opuesta á aquella por donde habia salido el rey.

XIV
LO QUE SE VEIA DESDE LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO

Mientras pasaba la luna fijada por plazo por Yshac-el-Rumi para mostrar al rey la reproduccion de las maravillas del Palacio-de-Rubíes, acontecian en el palacio del Gallo de viento pequeños sucesos pero graves, y que no son para pasados en olvido.

El príncipe se desesperaba en la prision de la torre.

Encerrado allí como una águila en su jaula sufria esa tortura lenta del prisionero, que vé los azules horizontes, la gente que vá y que viene, que entra y que sale, y la envidia, porque su paso no puede estenderse mas allá de los muros de su prision.

Inaccion forzada, terrible, que irrita, que desespera, que desalienta, y tanto mas cuando no se conoce el término de ese estado aflictivo, cuando no se sabe si se saldrá de la prision para la tumba ó para el destierro.

Y cuando el que está preso ama como amaba el príncipe: cuando se tienen celos como el príncipe los tenia: cuando se vé desde la prision lo que el príncipe veia lodos los dias, la vida llega á hacerse insoportable.

Al amanecer, por medio de las calles de cesped de un jardin que veia el príncipe desde su empinada prision, atravesaba una forma blanca, leve y gentil y se perdia entre la espesura de los bosquecillos.

Aquella forma, aquella muger hechicera, era Bekralbayda.

Poco despues una forma negra, lenta, grave, magestuosa, se perdia por el mismo lugar por donde habia entrado la jóven.

Aquella forma negra, aquel hombre de andar reposado y magestuoso, era el rey Nazar.

Pasaba el tiempo: el príncipe devorado de celosa rabia contaba por cada instante un siglo.

Al fin el rey y Bekralbayda salian del bosquecillo, atravesaban juntos el sendero y se perdian bajo los pórticos.

No era solo el príncipe el que veia esto.

Lo veia la sultana Wadah, estremecida de rabia desde sus miradores.

Veíalo tambien estremecido de una cruel alegría desde una torrecilla del muro, el astrólogo Yshac-el-Rumi.

Llegó al fin el plazo prefijado por el astrólogo.

Una noche entró en la cámara del rey con un voluminoso rollo de pergaminos.

Hízole sentar Al-Hhamar y le dijo:

– Estoy impaciente por construir ese alcázar: mi amor hácia tu hija es cada dia mas grande.

– Mi hija es muy afortunada, poderoso señor.

– Pero tu hija se obstina en no corresponder á mi amor sino cuando haya construido para ella un alcázar.

– Aquí tienes las trazas de él, magnífico sultan, cuadra por cuadra, rico y magestuoso, como ha querido hacerle Dios.

El astrólogo estendió uno por uno todos los pergaminos.

En él estaban pintadas primorosamente las habitaciones del alcázar, los patios, las fuentes, las galerías caladas, las blancas columnatas de mármol, los claros estanques, los techos de oro, rojo y azul, las cúpulas estrelladas; una gran inmensidad de esquisitas labores, de alicatados maravillosos, de labradas maderas, de celosías, de puertas: aquello era un prodigio que maravilló al rey.

– Mira, señor, le decia el astrólogo, cuán bello es este patio: sus columnatas forman un espeso bosque cuando se le mira desde sus galerías, y los graciosos arcos parecen las copas de jóvenes palmeras que se cruzan; mira cuán magnífica es esa fuente que se sustenta sobre esos doce leones: pues las cuatro salas que rodean el patio, parecen robadas del paraiso: sus cúpulas son cielos estrellados y sus ajimeces parecen tan hermosos como los ojos de una hurí.

– Indudablemente Dios es grande sobre todas las grandezas, decia el rey, y este alcázar es una de sus maravillas.

Sus arcadas son tan ligeras, que parece que ha de hacerlas mover la brisa; sus columnas son tallos de azucenas en búcaros de nacar.

Sus estanques son espejos de Dios, y cada uno de sus jardines parecen el chal de una hurí.

¿Qué hombre podrá realizar tanta maravilla?

Ya no estraño que el rey Aben-Habuz se volviese loco al ver tanto prodigio.

– Tú realizarás esta obra admirable, poderoso sultan Nazar, dijo el astrólogo.

– Yo he construido en mi Granada cien mezquitas y doscientos algibes, dijo el rey: yo he abierto á la ciencia multitud de escuelas: yo he rodeado el recinto de muros que orlan mil y treinta torres y treinta mil almenas: yo he invertido ciertamente en todas esas obras grandes tesoros: ¿pero qué tesoros bastarian para construir este alcázar, maravilla de las maravillas?

– El palacio en que vives no es digno de tu grandeza.

– Sea feliz y próspero mi pueblo, que yo tengo bastante con una torre para morar y una piel de tigre para reclinar mi cabeza, como el viejo rey Abu-Mozni-el-Zeirita.

– Tú amas á mi hija.

Calló el rey.

– Mi hija no te concederá su amor, sino cuando hayas construido para ella este rico alcázar.

– Tu hija me pide mucho. Es una esclava demasiado cara.

– Mi hija será sultana.

Se estremeció el rey.

– Mi hija es mas hermosa y mas preciada que ese alcázar que tanto te enamora.

Meditó un momento el rey, y luego dijo levantándose de una manera decidida.

– ¡Construiremos el alcázar de las maravillas, Yshac! ¡yo te lo juro!

XV
UNO PARA CADA ALMENA

Y es de advertir que cuando el rey Nazar formó la resolucion de construir aquel magnífico alcázar, no tenia una sola dobla en su tesoro.

Porque el rey Nazar invertia sumas cuantiosísimas en la construccion de hospitales, mezquitas, escuelas, y otros establecimientos, y en pagar sabios que enseñasen al pueblo.

El rey habia concebido un proyecto, para llevar el cual á cabo, envió cartas á todas las villas del reino, llamando á todos los caballeros sus vasallos.

Ocho dias despues hervia Granada en forasteros.

Deslumbraban las galas y el aparato con que aquellos habian venido á la córte, y las posadas estaban llenas, y se preguntaban los unos á los otros para qué habria hecho el rey aquel llamamiento.

Al fin un dia los convocó el rey Nazar á su palacio de la torre del Gallo de viento, y cuando todos estuvieron reunidos, salió vestido magníficamente en un caballo cubierto de paramentos de brocado, llevado de las riendas de púrpura por dos wazires, rodeado de sus sabios y de sus walíes y seguido de los esclavos negros de su guardia.

Precedian al rey Nazar timbaleros y trompetas, y de este modo, llevando tras sí á todos los nobles que habia convocado, bajó por Al-Acab31 á la calle de Elvira, y atravesando el barrio que poblaba la tribu de los Gomeles, subió á la Colina Roja.

En el centro de la cumbre habia una magnífica tienda de seda y oro levantada para el rey.

Delante de la tienda habia un trono.

Cuando el rey Nazar llegó junto al trono, descabalgó y descabalgaron los de su comitiva, y de igual manera descabalgaron los caballeros.

El rey subió sobre el trono, rodeándole los de su séquito, y luego delante del trono y en media luna se estendieron todos los nobles, que pasarian de cuatro mil.

El rey Nazar paseó por ellos una mirada orgullosa.

La mirada de un rey que contemplaba delante de sí una caballería tan rica, tan noble y tan valiente.

– Os he llamado, dijo el rey, para concederos una gracia.

Salió una aclamacion unánime de las bocas de los caballeros.

– Todos sois nobles y valientes, y la paz en que estamos con el cristiano, os tenia ociosos y disgustados, convertidos en labradores.

Contestaron al rey unánimes señales de asentimiento.

– Mirad las distantes sierras: aquellas son las fronteras de nuestro territorio: de una parte hácia la tramontana tenemos á Murcia, de otra á Jaen, de otra á Córdoba, y allá al frente á Africa.

Volviéronse las miradas de los caballeros á las distantes fronteras con una avaricia feroz.

– Vosotros volariais sobre vuestros caballos y sobre vuestras almadias, atravesariais esas fronteras y ese mar, y hariais la guerra si yo os lo permitiese.

– ¡Sí, sí, sí! gritaron enardecidos de entusiasmo todos los caballeros.

– Pero yo no puedo permitiros la guerra; tengo asentadas las paces con los reyes de Castilla y Aragon y con los emires de Africa.

Nublóse el atezado rostro de todos aquellos bravíos guerreros.

– Mi estandarte real no puede ir delante de vosotros, añadió el rey Nazar.

– ¿Y cómo hemos de pasar las fronteras cristianas y embestir las riberas de Africa, tienes asentadas paces con los emires moros y los reyes cristianos? dijo uno de los caballeros.

– Yo no puedo permitiros la guerra: pero vosotros podeis hacer una sola algarada32.

Volvió á brillar la alegría en el rostro de los caballeros.

– ¿Una algarada á todo trance, señor? dijo el mismo anciano.

– Sí, respondió el rey.

– ¿A la redonda en las fronteras del reino?

– Sí.

– ¿Y contra las riberas de Africa?

– Sí.

– ¿Y ningun daño nos parará, poderoso señor?

– Ninguno; pero atended lo que os voy á decir.

Creció el silencio entre los caballeros.

– Os permito una algarada de sol á sol contra las fronteras de Córdoba, Jaen, y Murcia, y contra la ribera opuesta de Africa frente á nosotros. Una algarada de sol á sol y nada mas. ¿Me entendeis bien?

– Sí, sí, poderoso señor.

– Pero entended mejor lo que os voy á decir: dentro de ocho dias me habeis de entregar en Granada treinta mil cautivos.

– ¡Treinta mil cautivos! esclamaron con asombro los caballeros moros.

– Sí, treinta mil cautivos, dijo el rey: uno para cada almena.

– ¿Pero dónde encontraremos tantos cautivos, poderoso señor?

– Buscadlos; y… al campo vuestras banderas; á la mar vuestras fustas: pasados ocho soles, me habeis de entregar en Granada treinta mil cautivos, uno para cada almena.

 

Y el rey despidió á sus caballeros y se volvió á su castillo.

– ¡Treinta mil cautivos! decian poco despues aquellos feroces guerreros galopando por los caminos en busca de sus villas y alquerías.

– ¡Uno para cada almena! murmuraban otros pensativos.

– ¿Qué pretenderá hacer el rey Nazar? añadian todos.

31La cuesta.
32Algarada: correría de pocas horas en tierra enemiga, durante la cual incendiaban aldeas y caseríos, cautivaban hombres y mugeres y se volvian con la presa: en esta ocasion la fé de Al-Hhamar respecto á los tratados con sus aliados, era una especie de fé púnica: segun el derecho internacional de aquellos tiempos, no se entendia rota una tregua ni falseado un tratado de paz, porque los vasallos de una de las dos altas partes contratantes, rompiesen por la frontera en algara, hiciesen presas y se volviesen sin pasar adelante: como en aquellos tiempos era muy dificil sostener á la gente rapaz y aventurera, estas correrías eran mútuas, y para prevenirlas no se tomaba otra precaucion que la de guarnecer fuertemente las fronteras: un rey, sin embargo, podia castigar á muerte sus vasallos que hubiesen entrado á saco y degüello por las tierras de aquel con quien tenian estipuladas paces: pero los corredores tenian muy buen cuidado de enviar parte de la presa al rey, mediante cuyo tributo el rey hacia, como suele decirse, la vista gorda, y aun solia elogiar la hazaña.