El trovador menesteroso de la calle del Encanto

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El trovador menesteroso de la calle del Encanto
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EL TROVADOR MENESTEROSO

DE LA CALLE DEL ENCANTO

Los últimos días de César Vallejo

[FERNANDO MARCH]

Primera edición: febrero de 2020

© Copyright de la obra: Fernando March

© Copyright de la edición:

Angels Fortune Editions ISBN: 978-84-121212-6-1

Corrección: Teresa Ponce

Maquetación: Celia Valero

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cual- quier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

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Breve biografía de César Vallejo

César Abraham Vallejo Mendoza nació el 16 de marzo de 1892 en Santiago de Chuco, una pequeña ciudad situada en una zona de sierra del departamento de La Libertad en Perú. Hijo de Francisco de Paula Vallejo Benítez y María de los Santos Mendoza Gurrionero, fue el menor de once hermanos; su apariencia mestiza se debió a que sus abuelas fueron indígenas y sus abuelos españoles, uno de ellos fue el sacerdote mercedario José Rufo Vallejo.

En 1910 se matriculó en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional de Trujillo, pero debido a problemas económicos regresó a su pueblo, con el propósito de trabajar y ahorrar para continuar luego sus estudios.

César Vallejo está considerado el máximo exponente de las letras de Perú y uno de los más importantes innovadores de la poesía del siglo xx.

Abarcó casi todos los géneros literarios: poesía, narrativa, guiones de teatro y diversos ensayos. Además realizó una labor periodística escribiendo crónicas y artículos.

Hastiado de la mediocridad local, tenía ya sus miras puestas en el Viejo Mundo. Con el dinero que le adeudaba el Ministerio de Educación, se embarcó rumbo a Europa, de donde no regresó más. Se instaló en París donde permaneció (con algunos viajes a la Unión Soviética, España y otros países europeos) hasta el fin de sus días. Estos años estuvieron marcados por una gran pobreza y un intenso sufrimiento físico y moral.

Afiliado al Partido Comunista de España (1931) y nombrado corresponsal, siguió de cerca las acciones de la Guerra Civil y escribió su poema más político: España, aparta de mí este cáliz, que apareció en 1939 impreso por soldados del Ejército republicano.

Casado con Georgette Philippart de 1934 a 1938. Esta tenía solo treinta años cuando se quedó viuda, preservando para la posteridad la obra literaria de su marido, una de las más importantes escritas en español.

César Vallejo falleció en París el 15 de abril de 1938. Fue enterrado en el cementerio de Montrouge, para luego ser trasladado por iniciativa de su viuda a Montparnasse.

Obras: Los heraldos negros; Trilce; Escalas; Poemas humanos; España, aparta de mi este cáliz...

CAPÍTULO I

Nunca imaginó que acabaría así. Él, hermético vate provinciano a quien un selecto grupo de amigos y literatos desarraigados anunciaban en París como «el mayor poeta del infinito dolor humano», ahora proscrito y desamparado de la única ciudad que había elegido libremente, por voluntad propia, para encontrar y cimentar en ella los aposentos perentorios de su idílico reposo y su autoexilio definitivo.

Nunca como entonces abominó estar allí, sostenido fuertemente de las gélidas barandas, en la popa de un vapor de carga, bamboleante, en la ruta forzosa y clandestina hacia Barcelona. Así, mientras depositaba su mirada profunda, inconsolable, sobre el desvaído puerto de Marsella, bajo las luces declinantes de la tarde, percibía con desolación las estructuras corroídas de las dársenas de Arenc, Lazaret y La Joliette, el Fuerte de SaintJean en la boca del VieuxPort, el Palacio del Faro y la suave cuesta de Notre Dame de la Garde. Con el antiguo puerto a sus pies, ignoraba por completo si aquella sería la última vez que tendría ante sí las apacibles costas de Francia.

Por otro lado, algo le atormentaba mucho más allá de aquella desapacible fuga y era la irremediable realidad de que esta vez no volvía solo con el propósito de pasar un agradable fin de semana o en un plan de excursión temporal con los amigos, sino que en esta ocasión tendría que aferrarse con dientes y uñas a territorio español, por tiempo indefinido, y eso venía a ser la consumación de un destino adverso que él había procurado por todos los medios, en todos los tiempos y formas posibles, olvidar y evadir.

Y no era para menos.

Los últimos meses del año 1930, en París, habían sido para él de una tribulación denigrante e inadmisible. Desde hacía más de dos años, su persona venía siendo reglada con milimétrica precisión por agentes encubiertos de la policía francesa. Estos habían sido estrictamente comisionados por la prefectura de París para inmiscuirse sin remordimientos ni cortedades en los asuntos principales, y aun triviales, de numerosos comunistas, exiliados, que pudieran considerarse altamente peligrosos para la seguridad del Estado y el mantenimiento del orden político y social de Francia. Su dosier o expediente (entre los muchos que se apilaban en las lúgubres oficinas de la 36 Quai des Orfévres) era, por obra y gracia de aquellos agentes esmerados, de un volumen considerable, llegando a sobrepasar a todos los allí existentes con el nada despreciable espesor de casi dos codos de alto.

Los comisionados principales, Gardnier y Mignard, acopiaban con avidez de naturalistas enajenados una serie de datos y conclusiones de pesquisas sobre diversas actividades periodísticas, literarias, proselitistas y aun de los pormenores nada gratificantes ni significativos de su atormentada vida privada.

El acoso sistemático se había hecho efectivo muy poco tiempo después de su primer viaje a Rusia, y ya para finales del segundo viaje hasta las brigadas móviles le seguían los pasos.

No era de extrañar que para el desenlace final (con los lamentables sucesos de Quai de Orsay) ya toda su humana resistencia hubiera sido rebasada, quebrada y pisoteada por la inaudita desfachatez de las autoridades policiales parisinas y su enfermiza adicción a querer saberlo todo acerca de él.

Tales excesos de intromisión en su pobre vida solo habían conseguido socavar su profunda sensibilidad y su amor incondicional por París, con una creciente y poderosa animadversión por todo lo relacionado con las actividades impositivas de la policía francesa. Algo que inevitablemente para él (dado su carácter rencoroso) terminó por extenderse a sus opiniones sobre la política francesa, sus conclusiones acerca del pensamiento francés, sus apreciaciones acerca de la gente y la lengua francesa y, finalmente, a su admiración por la mismísima ciudad de París. Ciudad que había sido para él, desde el principio, como el amor adoptivo de su vida y un auténtico faro de ilustración para su aplicada inteligencia. Un lugar ideal para la libertad creativa, el conciliábulo y la tolerancia entre las razas. El lugar elegido por él para olvidar, al menos por un instante, todos aquellos vejámenes sufridos en el seno de su propio país bajo la égida de ciertas mentes preclaras y prominentes, pero a la vez infinitamente denigrantes y egoístas por sus irremediables prejuicios de casta.

Por todo ello, cuando encaró públicamente a los agentes Gardnier y Mignard a la salida de la estación de Quai de Orsay —en presencia de cuatro camaradas del partido (Bazán, Velásquez, Seoane y Tello) y a los pocos minutos de ser intervenidos por los mencionados agentes cuando retornaban de despedir a dos correligionarios connacionales, que, llegados de un congreso comunista realizado en Moscú, buscaban embarcarse o hacia el puerto de El Havre o hacia el de Burdeos en la búsqueda de su destino final, que era el Perú—, lo hizo con tal desencadenada violencia e inaudito rencor que los llamó «perros desgraciados» y «causantes de la ruina de mi vida», forcejeó con ellos e intentó golpearlos, pues tenía la profunda convicción de que estaban cometiendo una intolerable injusticia y un vil atropello contra la humilde pero inexorable dignidad de su persona.

Lamentablemente para sus amigos y para él —poeta andino, melancólico, peruano y exiliado—, el solo hecho de intentar golpear a dos agentes comisionados por la Inspectoría de Gobierno, en un país que no era el suyo, constituía un agravio aparatoso e intolerable en contra del propio Estado francés y vino a ser la gota que derramó el cáliz de la paciencia de las autoridades parisinas, que en breve se reunieron y acordaron unánimemente elaborar y emitir un comunicado oficial que ordenaba su necesaria expulsión de París y de todo territorio francés, en un plazo no mayor de seis semanas a partir de la ratificación del referido acuerdo. Dicho decreto fue aprobado y emitido el día 2 de diciembre de 1930 en la Prefectura de París, ante la presencia y conformidad de Jean Baptiste Pascal Eugène Chiappe, prefecto de la policía de la ciudad, en las postrimerías del gobierno de André Tardieu como presidente del Consejo de Ministros y ministro del Interior de Francia. Tal documento no sería ratificado sino hasta el día 17 del mismo mes, durante la crisis del Gobierno y ante la presencia de Théodore Steeg, nuevo presidente del Consejo. Es a partir de este último acontecimiento que a Velásquez, Bazán y al humilde «poeta del infinito dolor humano» se les da casi seis semanas de plazo (hasta el 29 de enero del año siguiente) para abandonar limpiamente y sin estropicios el país.

 
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