Kitabı oxu: «Bajo la piel»

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Gunnar Kaiser

Bajo la piel

Traducción de Claudia Baricco


Kaiser, Gunnar

Bajo la piel / Gunnar Kaiser.- 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2020

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Claudia Baricco.

ISBN 978-987-8388-08-3

1. Narrativa Alemana. I. Baricco, Claudia, trad. II. Título. CDD 833

narrativas

Título original: Unter der Haut

Traducción: Claudia Baricco

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1a edición en Argentina

1a edición en España

© 2018 Piper Verlag GmbH, München/Berlin

Published by arrangement with International Editors’ Co

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2020

www.adrianahidalgo.com

ISBN 978-987-8388-08-3

La traductora agradece el apoyo del Ministerio de Cultura y Ciencia del Estado Federado de Renania del Norte Westfalia y del Colegio Europeo de Traductores de Straelen.

Impreso en Argentina

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Índice

Portadilla

Legales

Libro uno. Nueva York, 1969

Libro dos. Bajo la piel. De la vida de un criminal. Primera parte

Libro uno. Nueva York, 1969

Libro dos. Bajo la piel. De la vida de un criminal. Segunda parte

Libro tres. Primera parte. Israel, 1990

Libro tres. Segunda parte. Argentina, 1990

Para S.

Libro uno

Nueva York, 1969

1

Cuando era joven, buscaba chicas. Mi búsqueda comenzó temprano en la mañana del día en el que cumplí veinte años y terminó bajo las estrellas de la última noche de verano de mi vida. Por entonces y allá de donde vengo, de los jóvenes como yo decían que éramos como los sonámbulos, adictos a la luna, y lo mío era una adicción. Pero mi caso era algo especial.

En la primavera había dejado la casa de mis padres, me había mudado a Manhattan y había comenzado a estudiar. Lo poco que necesitaba lo ganaba haciendo el reparto de carne para los carniceros judíos de Williamsburg y Staten Island. Al menos eso era lo que les decía a mis padres cuando me preguntaban qué hacía, y no era una mentira.

Pero tampoco era la verdad. La verdad era que me la pasaba dando vueltas por la ciudad con la cámara que había heredado de mi hermano, de día por las calles de Brooklyn y de noche por los clubes y los bares al sur de la Houston Street; fotografiaba aquí a los travestis delante de las entradas de los sótanos de la Greenwich Lane, allí las manos de una parejita fumando en una fiesta, más allá la ropa tendida que flameaba entre los tejados. Yo iba andando y mirando. Y buscaba chicas.

Mi trabajo me obligaba a saltar de la cama temprano, al amanecer conducía dos horas recorriendo las carnicerías y antes de las nueve regresaba al local del mayorista con el camión de reparto vacío y un par de billetes en los bolsillos. Luego el día era todo para mí y mi Rolleiflex. Iba andando por las calles y despilfarraba mi vida como si fuera inmortal. Bien pasada la medianoche regresaba sin remordimiento alguno a mi cueva del East River, me desplomaba en la cama y soñaba que sostenía entre los brazos a una de las muchachas que aquel día se habían cruzado en mi camino. Era el año 1969, la Luna estaba en la casa siete, yo tenía veinte años y estaba claro que no dormía lo suficiente.

Ella era la chica definitiva, como se dice. Nadie lo dice, tampoco se decía entonces, pero aquel día para mí ella lo era, y aquel día era lo único que yo tenía. Ella lo era: definitiva, irrevocable y absoluta. Se cruzó en mi camino una mañana a comienzos del verano en la avenida Flatbush detrás del Prospect Park. Había surgido de la oscuridad de una boca del metro e iba andando delante de mí, rizos rubio rojizos, chaqueta de cuero y una falda color malva, una diosa salida de un catálogo de modas. Calculaba que tendría unos tres años más que yo, pero me había dicho a mí mismo que eso no me importaría. Tampoco era ya ninguna niña, sino una mujer madura, más madura que yo. Quizás estaba cursando el último semestre de Historia del Arte, llevaba un libro ilustrado sobre Caravaggio en su mochila y trabajaba en algún café. Pero ella lo era: la chica definitiva, yo lo sabía y la seguí. Aquel día no debía llegar a su fin sin que yo antes hubiera conseguido una foto o un beso suyo. O ambas cosas.

Su camino nos llevó por aquella umbrosa mañana de junio y por medio Brooklyn, pasando por delante de los discípulos del Hare Krishna y de los sin techo de la Estación Atlantic, hasta que finalmente, como si esperara a alguien, se detuvo delante de un diner, se arregló los cabellos en el reflejo de la vidriera y entró. Yo conocía el local. Allí había llevado yo los viernes el sobre sellado con mi sueldo; a un local repleto, porque los estibadores de los muelles habían tenido la misma idea y allí se podían comer tacos rellenos por cincuenta centavos de dólar. Pero a aquella hora temprana no había mucho movimiento. En su interior una indolencia complaciente me recibió en medio de flotantes partículas de polvo, sobre las mesas había una luz dorada, y en el aire persistía aún el olor a humo y cerveza de la noche anterior. Un hombre mayor estaba sentado en una esquina con el periódico y bebía té, una pareja negra en el centro tapaba la música con su charla y el sonido de las bolas de billar al entrechocarse, y en la barra Pedro, un joven latino de elegante bigotito, miraba algo aburrido a mi chica definitiva. Ella se había sentado en una pequeña mesa junto a la ventana, había sacado un libro de su mochila y se había puesto a leer bajo la luz matinal que caía sobre el rojo cobrizo de sus cabellos y el blanco marfil de su rostro. Por un momento me quedé como perdido en medio del salón, como fuera de lugar, porque en realidad yo no tenía nada que buscar allí, al menos nada respetable, salvo entablar conversación con una muchacha desconocida, un beso y una noche con ella. Pero el día de mi cumpleaños había hecho un juramento: a partir de ese instante ya no sería un cobarde. A partir de ese instante no me detendría ante nada. Quería vivir una vida salvaje, salvaje e insaciable.

En ese momento me acordé de aquello y, como aparentemente nadie se había fijado en mí, me armé de valor, me liberé de mi rigidez, apoyé la cámara sobre la mesa al lado de la muchacha y me senté. Desde allí podía observarla y cuando fuera el momento, dirigirle la palabra. Hablarle a una muchacha es como tomar una fotografía, hay que hacerlo en el momento justo. Mientras tanto intenté ver el título de su libro, quizás yo lo había leído o al menos podía hacer como si lo hubiera hecho. Pero en ese mismo momento Pedro apareció delante de ella, tomó su pedido y volvió a deslizarse detrás de la barra sin dignarse a dirigirme siquiera una mirada. Admiré la serenidad que mostraba aun en presencia de aquella diosa. Mientras el cansancio matinal se imponía por sobre el llamado de su naturaleza masculina, yo me fui poniendo cada vez más nervioso a medida que parecía acercarse el momento adecuado y cuanto más pensaba en cómo hacer para hablarle.

La excitación me paralizaba. No podía apartar los ojos de ella, de ese ser irresistible de ojos demasiado radiantes y pestañas demasiado largas; no podía dejar de observarla, su mirada como sumida en sus propios pensamientos, una actriz de una película de Antonioni. Cuando cinco minutos después Pedro le llevó el café, yo aún no me había animado a decirle una palabra. Ahora que lo tenía enfrente, le pedí tartamudeando lo primero que me vino a la mente. En un intento de dar una impresión de cool y desenvuelto, a la diez de la mañana pedí con voz ronca una cerveza. No había conseguido leer el título de su libro ni había podido distinguir ningún detalle que me permitiera entablar una conversación casual con ella; una conversación inofensiva, que no despertara sospechas, como las que entablan hombres y mujeres en tantos lugares de esta Tierra. Una conversación por la que uno no fuera ni lapidado ni proscrito públicamente. Jonathan, ¿por qué eres tan cobarde, pese a todos tus juramentos y los buenos propósitos para tu nuevo año?, me pregunté.

Mientras me preguntaba esto, un hombre se había parado delante de su mesa. Debía haberle hablado, porque ella alzó la vista hacia él, sonrió y cerró el libro. Supuse que había estado sentado en algún oscuro rincón, fuera de mi campo visual. Entonces se acercó a sólo unos pasos de la muchacha e intercambió algunas palabras con ella, pero en voz tan baja que no alcancé a comprender nada. Al principio pensé que se conocían, pero pronto tuve que admitir que él era un desconocido como yo. La rapidez con la que ese hombre, un judío espigado de unos cuarenta y tantos largos y camisa blanca de cuello duro, había establecido una suerte de familiaridad con ella me dejó perplejo, pues ella volvió a sonreír, dijo algo y con un parpadeo dejó que tomara asiento enfrente de ella.

Lo que dijo entonces lo entendí. Lo dijo tan fuerte y claramente que es el día de hoy que no lo he olvidado.

“Aunque viajemos por todo el mundo para encontrar la belleza, no la hallaremos si no la llevamos dentro.”

Lo dijo como en una letanía, por lo que supuse que estaba recitando algún verso de un poema. La muchacha se echó a reír fuertemente, con dos dedos se corrió un mechón de pelo de la frente y luego acarició con la palma el libro que tenía delante.

–¿Lo leyó? –preguntó.

–¿Leerlo? –Él tomó el libro, fue palpando el gastado volumen de tapas de lino, amarillo sol con una cinta señaladora verde, y lo sostuvo sobre las palmas de sus manos como si fuera un pequeño animal que durmiera allí bajo su guarda–. Yo lo escribí.

–¿Entonces usted es Ralph Waldo Emerson? –Ella rio–. Encantada, Sir. Pensé que hacía tiempo que había fallecido.

–Se podría decir así –respondió él–. Pero tranquila, llámeme Ralph.

Ella bajó la vista y sonrió mientras Mr. Emerson observaba el libro y, repitiendo el mismo gesto de la muchacha, acariciaba delicadamente la tapa con la yema de los dedos. Ahora que él lo sostenía en la mano finalmente alcancé a ver el título.

R.W. Emerson. Naturaleza.

Luego él volvió a hablar. Había algo en su voz que me irritaba, pero no podía decir qué era.

–Es una bella edición la que tiene usted. Algo así no se consigue en cualquier sitio.

Se hizo una pausa en la que mi muchacha bajó la vista. No me quedaba claro qué podía tener el libro que fuera tan valioso; me hubiera gustado observarlo más de cerca para poder participar en la charla, pero tenía que cuidarme de no llamar demasiado la atención mientras los miraba. La pareja negra de la mesa de billar debía haber notado mi curiosidad y seguro que ya estaban cuchicheando sobre mí.

Finalmente ella dijo:

–Un regalo de mi padre.

El hombre acercó el libro a su rostro. Parecía olerlo, inspirar su aroma, con los ojos cerrados, como si entre esas tapas estuvieran ocultos todos los secretos del mundo. Luego fue pasando cuidadosamente la palma de la mano por el lomo, bajó la cabeza y dijo:

–Un libro magnífico.

Oí cómo la chica se deslizaba hacia un lado y otro en su silla como si de pronto algo la hubiera excitado. Yo me había olvidado de toda mi timidez, tenía la vista clavada en ellos como un idiota, y vi cómo la mirada de ella iba de las manos del desconocido a sus ojos.

–Siempre lo llevo conmigo.

La sonrisa había desaparecido de su rostro.

–Yo también tengo una edición en casa –dijo el hombre casi en un susurro, pero a un volumen suficientemente alto como para que yo entendiera. Él parecía responder a la inquietud de ella, querer calmarla con sus palabras–. La primera edición del ensayo. Un suntuoso volumen de Concord que incluso quizás Emerson tuvo alguna vez en sus manos. Ya es un poco antiguo, pero no se le nota. ¿Quieres verlo?

Diciendo estas palabras se levantó, sin devolverle el libro, y ella lo permitió. Por un momento pensé que él se pondría de rodillas y le pediría casamiento, pero no, permaneció erguido y la miró, y al cabo de tres interminables segundos ella también se levantó, tomó su chaqueta y su mochila, siguió a Mr. Emerson sin siquiera mirar atrás y se fue del diner con él.

¿Yo estaba furioso o entusiasmado? Ya no lo sé, y quizás tampoco lo supe en ese momento. No sólo era que me había robado la chica definitiva con un truco barato sin dignarse a dedicarme siquiera una mirada; no sólo que ella se había involucrado con él con una presteza como si aquella mañana sólo hubiese ido allí con esa intención; no sólo era que él era tan viejo como ella y yo juntos y hubiera podido ser nuestro padre: lo que más me desconcertaba era el hecho de que aquel tal Mr. Emerson no había tocado ni un solo momento a mi chica, ni su hombro, ni su espalda, ni su mano, y no obstante ella se había ido con él como llevada por un hilo invisible.

Acabé mi cerveza. La parejita del billar se había quedado muda y estaba allí parada como indecisa, el hombre del periódico dormitaba. Pedro levantó las mesas y se quedó mirándome con una sonrisita mientras yo agarraba la cámara, abría la puerta de un golpe y salía del local.

2

La Nueva York de aquellos días y el joven que llevaba una cámara colgada al cuello y también mi nombre: ninguno de los dos existe más. En mí ya no hay ningún cabello, ninguna célula de la piel que le pertenecieran, y también la ciudad, por cuyas calles él fue andando, hace tanto tiempo que desapareció que ni siquiera las viejas fotos consiguen evocarla. Cuando miro las fotos que me enviaron y que ahora tengo de nuevo delante mío, no encuentro en ellas ningún indicio real de cómo era la vida en aquel entonces. Las veredas, los autos, los ruidosos niños con su soga para saltar, la salida del sol sobre el muelle 1, las calles con los cafés gitanos, los gatos reunidos en los patios traseros al caer la noche, los brazos fláccidos de los hombres mayores en camiseta, los últimos hippies del Bridge Park: todo eso que yo alguna vez registré ahora me parece falso y como si fuera una imitación, artificial y afectado, como si junto con el polvo sobre el papel fotográfico se hubiese depositado también una capa de un nostálgico kitsch. También de los detalles del edificio de la Willow Street, delante del cual estuve por primera vez aquel día de junio de 1969, recuerdo otros diferentes a los que me muestra la fotografía. No recuerdo la hiedra de hojas pequeñas que va trepando desde gruesos maceteros de piedra a ambos lados del pórtico y cubre toda la fachada hasta el segundo piso; no recuerdo los nichos de las ventanas con sus vidrios repartidos de seis piezas, tan altos y angostos como troneras y que hacen que el frente parezca una fortaleza; apenas si recuerdo los tres frontones georgianos de ladrillo colorado de los cuales los dos pequeños forman el caballete del tejado, y el grande, sostenido por austeras columnas, se destaca sobre la entrada del edificio. No lo recuerdo.

Y eso, aunque desde el día con el que comienzo estas notas estuve tantas veces delante de su casa como de ninguna otra en mi vida. ¿Cómo puede ser? ¿Las fotos están mal hechas? ¿Me quieren engañar con sus extraños ángulos, con sus manchas de humedad y su pátina blanco-negruzca? ¿O con los años algo se interpuso a mi recuerdo, la imagen de un sueño, de un modo tan imperceptible que ahora me hace dudar de estos insobornables testigos del pasado? ¿Es en realidad sobre mí sobre el que se depositó una capa de kitsch nostálgico?

Pero yo recuerdo. Recuerdo el silencio que reinaba cuando uno estaba parado ante los cinco escalones que conducían al portal por debajo del voladizo. Es que el edificio era uno de los pocos en ese tramo de la Willow Street que estaba retirado algunos metros de la vereda, de modo que entre los muros de las casas vecinas se formaba como una especie de patio que el visitante debía atravesar antes de poder subir los escalones hasta las alas de ébano de la puerta de entrada. Es el día de hoy que sigo sintiendo el olor que me recibió en la sombra del patio empedrado aquel día y todos los días que siguieron, un aroma a un frescor húmedo, un hálito mohoso que emanaba de los zarcillos de la vieja hiedra y de los húmedos ladrillos ya desde tiempos inmemoriales jamás tocados por la luz del sol. Recuerdo la sensación de frío en mi mano cuando me agarré de la baranda de hierro fundido de la escalera, como queriendo impedir toda retirada; la lisura del pomo del picaporte que yo giré vacilante antes de tomar conciencia finalmente de que a partir de ese instante ya no había marcha atrás.

Esa era la casa a la que el judío del diner había llevado raptada a mi chica. Yo los había seguido hasta esa calle, había visto cómo habían doblado internándose en la oscuridad del patio, y a partir de ese punto ya no cabía otra posibilidad que el que hubieran subido juntos la escalera en la que ahora, ni cinco minutos más tarde, me encontraba yo solo y dubitativo.

Después, en Israel, pensé a menudo en esta casa de Brooklyn Heights. Soñé con ella, con su ubicación sobre el acantilado sobre la bahía de Nueva York, con las barandas color ámbar de sus escaleras, con sus techos altos y el hogar de mármol, como si fuera un ser humano que aún tenía una cuenta pendiente conmigo. Volvieron a mí vívidamente sus proporciones, su olor y esa frialdad que me penetraba, y me estremecí sin explicarme si mi estremecimiento sólo se debía al recuerdo de la crispación que aquel verano mis inexpertos nervios debieron de soportar a partir de aquel día de junio, o si me estremecía porque lentamente comenzaba a sospechar. Pero al mismo tiempo me gustaba pensar en ello y estremecerme. En algún momento sentí un ansia de volver a traer a la memoria todo aquello y de sentir el horror ante tal... sí, ¿ante qué? Por qué el recuerdo me volvía a transportar siempre a ese estado de medrosa avidez es algo sobre lo que durante mucho tiempo no reflexioné en absoluto, y es el día de hoy que, sentado en otra punta totalmente diferente del mundo y sosteniendo en mis manos fotos de una vida olvidada, no me lo puedo explicar. Quizás es porque ni siquiera ahora sé quién era realmente el hombre que vivía allí en el último piso.

Y así es como el recuerdo de la casa y del hombre que la habitaba a veces me parece como si fuera mi primer recuerdo de infancia. Los vidrios ciegos de las ventanas, sin limpiar como los cristales de unas vetustas gafas, las hojas de hiedra y del periódico vespertino del día anterior que crujen sobre el empedrado bajo mis pasos, la luz plomiza que cae indolente sobre el patio. Me veo en la escalera delante de la puerta del edificio, día tras día, con un atado de libros bajo el brazo o una muchacha de la mano; lo veo a él, cómo está sentado arriba en el salón, huelo el humo de los cigarros y el aroma del cuero, oigo su voz susurrándome por centésima vez.

Mi cabeza me juega malas pasadas. Recuerdo que mi hermano me enseñó cómo lanzar una pelota de fútbol americano, yo tenía seis años, pero siento como si hubiera sido muchos años después de haber conocido al tal Mr. Emerson. Ya no recuerdo nada del día de mi segunda boda, aunque fue recién hace un par de años y lo pasé como mucho a veinte millas de aquí. Pero sí sé, como si aquel primer día de mi vida consciente hubiese sido ayer, que temblé cuando giré el pomo de la puerta y entré por primera vez a ese vestíbulo cuyo frescor habría de recibir aún tan a menudo al joven visitante.

3

–Tú debes ser Johnny.

Ya no sé qué respondí cuando tuve delante a mi chica definitiva y me llamó por un nombre que no era el mío. Nadie me llamaba Johnny por aquel entonces, mis padres me llamaban Jonathan; cuando las cosas se ponían serias, mi padre lo pronunciaba a la alemana; y mi hermano me decía simplemente “nene”.

–Gretchen. –Ella sonrió y me dio la mano.

Yo no había golpeado, no había hecho siquiera ningún ruido perceptible, sólo me había quedado parado delante de la única puerta que había en el último piso y había respirado. La puerta estaba abierta, entornada, de modo que, como anestesiado y expectante en la oscuridad, pude distinguir una débil franja de luz y escuchar voces. En los dos pisos inferiores había pasado por delante de negras puertas laqueadas, sin letreros, sin nombres, apartamentos sin timbres, sin felpudos. Ninguna señal de vida humana me había recibido allí por lo que mi curiosidad me había impulsado hacia más arriba como a un animal depredador; hasta arriba de todo, donde me quedé quieto, a la escucha, en el último rellano de la escalera.

Habló un hombre, luego una mujer. Una muchacha quizás. La muchacha. Se hizo una pausa, yo no me moví. Sentía mi corazón luchando contra mi respiración. Entonces se abrió la puerta y delante de mí la tuve a ella, con sus altos pómulos y sus cobrizos cabellos; sonrió y me hizo pasar.

Estaba tan excitado que no atiné más que a preguntar titubeante:

–¿Nos conocemos?

Pero ella ya iba andando por el largo corredor delante de mí. Vi los libros en las estanterías a la derecha y a la izquierda, las que llegaban hasta el techo, y luego las líneas de su cuerpo. Sus hombros, sus caderas, su trasero. El corredor, estrecho y en sombras y que recién al final se ensanchaba un poco, me dio la sensación de la entrada a una mina. De golpe me invadieron pensamientos que yo quizás debía haber tenido antes: ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué buscaba? ¿Por qué me esperaban los dos? ¿Me habían oído en la escalera? ¿Se habían dado cuenta de que los había seguido? ¿Acaso ya les había llamado la atención en el diner?

Y mientras pensaba esto, me di cuenta de que ya era demasiado tarde para volver atrás y toda pregunta carecía de sentido.

–Tienes que mejorar tu puntualidad si quieres ser un verdadero artista.

Su voz fue lo primero con lo que se dio a conocer. La profunda voz gutural del judío del diner venía del centro de la espaciosa habitación a la que me había conducido Gretchen. Un suave resplandor de luz rojiza se coló por las ventanas a través de las pesadas cortinas de fieltro y alcanzó apenas para llegar a distinguir los objetos más voluminosos del cuarto. Era más bien un salón, una enorme sala biblioteca y escritorio con un hogar de mármol rodeado por los tres lados por armarios para libros que llegaban hasta el techo. A la derecha había un caballete con una tela, a la izquierda un piano de roble. Delante de las ventanas, un anticuado escritorio de caoba, un sillón y dos alargados divanes con almohadones; nuestro anfitrión estaba más echado que sentado en el de la izquierda. Aparentemente el apartamento abarcaba toda la planta, probablemente habían unido tres apartamentos para hacer uno.

De nuevo me molestó algo en su voz, como si fuese falsa, como si no fuese su propia voz. Gretchen se sentó en el sillón, con la mochila a sus pies, y sonrió al verme tan perdido. O bien los dos querían burlarse de mí o allí había habido una equivocación que no me correspondía a mí solo aclarar. Entre el lugar donde estaba sentada Gretchen y el diván de la derecha había dos libros sobre una pequeña mesa baja; la cubierta amarillo sol me permitió volver a reconocer la Naturaleza de Emerson; el otro, un pesado volumen con encuadernación de cuero, supuse que sería la sensacional edición de 1838, la de Concord, que Emerson mismo había tenido en sus manos y que aquel día me había enseñado que también con libros viejos se podía seducir a mujeres jóvenes.

Hasta ese momento el dueño de casa no se había movido, por lo que al cabo de un par de segundos de silencio me sentí obligado a dar el primer paso. Me acerqué y me disponía a extenderle la mano cuando, con una agilidad que no hubiera esperado en él, saltó del diván, avanzó un paso hacia mí, ante lo cual yo retrocedí, e hizo una inclinación con las manos unidas delante del pecho. Yo no pude hacer más que responder su saludo. Con las manos unidas me quedé allí parado mientras él se alejaba de Gretchen y de mí e iba hasta la ventana.

–Creo que por hoy bastará con un par de fotos retrato. El cuerpo lo hacemos después.

Permanecimos callados. Yo la miré a Gretchen, a la que casi había olvidado. Qué hermosa era. La oscuridad la envolvía como a una piedra preciosa que capta aún la luz más exigua y la potencia, y con ella ilumina toda una cueva. Mr. Emerson había recogido una de las cortinas de tal modo que una rendija de luz diurna cayó sobre las paredes cubiertas de libros y había murmurado algo ininteligible. Entonces se volvió hacia nosotros mientras detrás de él el cortinado volvía a caer delante de la ventana. Hizo un gesto con la cabeza indicando la cámara que yo llevaba colgada al cuello y atravesó la sala hasta una puerta de estilo francés rodeada de armarios de libros.

–A esta hora del día hay mejor luz en el atelier.

Yo comprendí, o mejor dicho: esperé haber comprendido. Con un golpe de puño él había abierto el ala izquierda de la puerta, logré echar un vistazo al enorme cuarto inundado de luz y vacío salvo por una cama que había del otro lado; él abrió también la otra ala de la puerta y se quedó parado bajo su marco. Cuando entonces Gretchen avanzó y pasando por delante de él ingresó a la luz, yo estuve seguro de que se trataba de un error: un error, empero, que yo no debía dejar escapar. Lo que estuviera sucediendo allí y lo que fuese a suceder, a fin de cuentas... me encontraba en una misma casa con mi chica definitiva; ella me había hablado, me había dado su nombre y –aunque no había sido del todo mi propio mérito– me disponía a tomarle fotos. Mi nueva vida comenzaba de un modo sumamente prometedor.

Los resplandecientes rayos de sol que entraban en el atelier me hicieron entornar los párpados. Brillaban sobre la cama blanca como la nieve que había en el centro y se reflejaban en los cuatro pomos de bronce de sus esquinas. Las paredes y el techo, incluso las vigas sobre las ventanas estaban todos pintados de blanco, sólo el piso de madera relucía en un gris hielo. Mientras nuestro anfitrión permanecía en el marco de la puerta, yo entré al austero cuarto y me pregunté qué podía justificar su denominación como “atelier”; me pareció más bien un dormitorio que no se había terminado de acondicionar.

Gretchen se sentó sobre el borde del colchón, con las piernas cruzadas sobre la manta blanca, se ubicó en el centro del cono de luz, el que parecía que iluminaba todos los edificios y todas las calles de todo Brooklyn, se ubicó en ese resplandor santo, presentó su sonrisa perlada y compitió radiante con el sol. Y ganó.

Yo temí que las veinticuatro fotos que le hice estuvieran sobreexpuestas y también movidas sin arreglo, tal luminosidad irradiaba su belleza, y tanto temblaba yo mientras cumplía con aquel repentino encargo y en silencio Mr. Emerson nos miraba desde el dintel de la puerta.

Ella sabía exactamente cómo quería que la fotografiaran, no necesitaba que le dieran indicaciones. No era su primera vez. Ponía su rostro donde estaba la mejor luz, a veces miraba a la cámara, le sonreía o la miraba meditabunda, a veces miraba soñadora por la ventana por debajo de sus largas pestañas, a veces se mordía el labio inferior como plagada de dudas sobre sí misma, luego volvía a separar los labios como si el airecillo calmara un dolor invisible, a veces alzaba el torso, a veces dejaba caer los hombros, a veces se pasaba los dedos por el pelo. Ella sabía cómo hacerlo, sabía lo bella que era y por lo visto también sabía cuándo se acababa una película; pues con el último clic se levantó, se alisó la falda y me agradeció con un beso en la mejilla. La cámara se me escapó de las manos, justo alcancé a rescatarla antes de que golpeara contra el piso. Gretchen se había ido del atelier.

–Si quieres, podemos comenzar mañana con las sesiones.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que él no se había dirigido a mí, sino a ella. Los vi a ambos de pie en la semipenumbra del salón, vi el rostro de ella resplandecer cuando se volvió hacia él y dijo algo. Finalmente unió las manos delante del pecho y se inclinó ante él. Él también unió las palmas e inclinó lentamente la cabeza ante ella.

Luego ella desapareció en la oscuridad, tan rápido como una hora antes había salido del metro detrás del Prospect Park y había ingresado en mi vida.

17,82 ₼

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