Kitabı oxu: «Detective Malasuerte», səhifə 7

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Regreso al terruño con el elixir del conocimiento

Con lo que me pagó don Antonio por sacarlo del tambo tuve para regresar a Sonoloa en mi Crown Victoria. Aunque no gasta mucha gota, me gusta el Crown por elegante y amplio. Ahora uno de los siete coches en el pueblo era mío.

Al entrar por la calle principal mi corazón se convirtió en un potro indomable. Las señoras asomaron sus narices por las ventanas de sus casas, intentando captar mi identidad. Los chismosos en las aceras y comercios detuvieron su conversación con tal de no perder detalle del vehículo que transitaba frente a sus ojos. Me dirigí a casa de mis padres, situada al otro extremo del pueblo.

No quería acarrear sospechas. Más de alguno me habría seguido hasta allí, por lo que al pasar por el jacal de mis padres no bajé del Crown. Ni siquiera detuve la marcha. Simplemente di vuelta en U, de regreso al pueblo. El jacal, o lo que quedaba de él, se confundía con el baldío de al lado. Sólo se hallaban sus cenizas y los cimientos. Me estacioné frente a la plazuela. Un niño muy guapo se acercó en su bicicleta. Limpié mis lágrimas, abrí la ventana y saqué mi brazo, blandiendo un billete de cincuenta. El niño se detuvo. Su cara estaba cubierta de pecas y me era familiar.

–¿Y la gente que vivía en el jacal donde se ponía el hipnotizador? —dije.

–¿Los Malasuerte? Se quemaron con todo y casa. ¿Me va a regalar ese billete?

Se lo extendí y el muchacho fue por él. Entré a Abarrotes Sin Nombre por un ToniCol. Doña Juana quiso saber de quién era hijo y de dónde provenía. No me reconoció, a pesar de que era de las personas que más ojeriza me tenían en el pueblo, siempre llamándome salado y tonto.

–Soy de Tijuana —respondí.

Preguntó mi nombre.

–Samuel Espada – mentí.

–¿Y a qué se dedica, Samuel Espada?

–Todos los días paso perico, mota y cristal al gabacho.

Doña Juana casi se desmaya de la favorable impresión que le causaron mis palabras.

–Espéreme tantito, no se me mueva. Ahora vuelvo.

Doña Juana pasó a mi lado y abandonó su negocio. Esperé con el ToniCol en mi mano.

–Aquí está —dijo doña Socorro al volver, arrastrando a doña Vicky y a su hermosa hija—. Éste es Samuel Espada. Además de guapo, pasa perico, mota y cristal todos los días al gabacho. ¿Qué tal? —se dirigió a mí—. ¿No le gusta la muchacha? Es trabajadora, limpia y buena para guisar.

–Es muy bonita. Pero…

–¿Es casado? No importa. No es celosa. Usted con que la tenga bien atendida. Sólo se quiere ir de este pueblo de miserias. ¿Verdad, hija?

La adolescente asintió.

–No es eso.

–¿Está muy vieja para usted? ¡Hay otras! Ni modo —aquí doña Socorro se dirigió a su comadre Vicky y luego otra vez a mí—, déjeme ir por la hija de la comadre Sofía. Ésa acaba de cumplir los quince y está bien chula.

–Busco a una muchacha que es de aquí —dije—: Sandy Zamora.

–Esa hedionda —expresó doña Socorro, con asco.

–Está enferma de sus riñones —aclaré.

–Será el sereno pero la muchacha apesta.

–¿No sabe dónde puedo encontrarla?

–Se la llevaron a Houston a operarla de los riñones.

Un abrupto frenón anunció la llegada de un Jeep. Dentro se encontraban dos buchones, uno al volante y otro, literalmente, riding shotgun, mientras que en el asiento trasero iba el niño con mi billete de cincuenta pesos.

–¿Éste es? —quiso saber el conductor, señalándome.

El niño respondió de manera afirmativa.

–Usted va a venir con nosotros, amigo.

–Me acaba de preguntar por Sandy —les informó doña Socorro.

Los dos buchones no eran competencia; sin embargo, seguía demasiado aturdido como para acatar a hacer algo en ese momento.

–¿Anda armado? —quiso saber el de la escopeta, mientras su compañero me registraba.

–Está limpio —dijo el que me manoseó.

–Súbase al Jeep.

Me hicieron sentarme en el asiento del copiloto y tomamos el camino a la extinta casa de mis padres, pasamos al lado de sus ruinas y nos seguimos de largo en dirección a la presa. Seguimos subiendo la pendiente de la sierra por un kilómetro más. Fincada en medio de las primeras hileras de pinos, se encontraba un caserón con muros de ladrillo visto, tejas esmaltadas, piso cerámico y toda una flota de Jeeps y camionetas frente a ella. Un establo y un corral con tres cuacos pura sangre estaban al lado de un pozo de agua con su respectivo brocal. Nos estacionamos frente al establo e ingresamos al caserón.

Más que a los pinos de la montaña, olía mucho a jabón y a cloro. Luego supe por qué: proveniente del patio trasero, se podía escuchar el vaivén de fuertes brazos femeninos tallando con vigor prendas enjabonadas sobre el lavadero. Esta gente de la sierra sigue sin creer en las lavadoras, pensé. Un disco de Miguel y Miguel amenizaba las tareas domésticas de las criadas que laboraban en el caserón.

A mi izquierda se encontraba una puerta de nogal que daba a un despacho decorado con la cabeza disecada de un venado y una silla de montar. El lugar olía a madera, pino y piel curtida. También olía a la machaca del desayuno. Había un escritorio de roble al fondo y, tras éste, otra puerta, de donde salió un vaquero joven, atlético y bien parecido.

–Germán Arroyo, para servirle —dijo, extendiéndome su mano.

Nos saludamos.

–Samuel Espada, mucho gusto.

–¿Te cambiaste el nombre, Malasuerte?

–¿Cómo me conoces?

–Toma asiento, por favor.

Me senté. El tal Germán se colocó detrás del escritorio. El de la escopeta se sentó a mi lado.

–Gracias a ti liberaron a mi padre, aunque tú perdiste a los tuyos, y lo siento. Agustín Zamora mandó a quemar el jacal con ellos dentro.

–Eres hijo de don Germán. ¿Don Agustín liberó a tu padre?

El vaquero dejó escapar una risita de nervios:

–Durante la carnicería que llevaste a cabo le diste piso al que tenía a mi papá secuestrado en su casa. Por eso te hice venir a punta de escopeta, porque te tenemos miedo. Esa misma noche le vino una embolia a don Agustín que lo dejó paralizado de medio cuerpo. Aprovechamos la decaída de don Agustín y le quitamos el negocio de una buena vez.

El niño con mi billete de cincuenta entró por la puerta a mis espaldas. Preguntó por su padre.

–No está —dijo Germán, de manera tosca.

El niño hizo el intento de cruzar el estudio hacia la puerta frente a mí. German quiso saber a dónde se dirigía.

–A buscar a mi papá —respondió el niño.

–Regrésate.

El niño obedeció a Germán, quien lucía muy nervioso a partir de la interrupción del chico.

–¿Qué pasó con Sandy? —dije.

Germán intentó recobrar la compostura.

–Sandy heredó las propiedades de don Agustín, por lo que tuvimos que casar a mi hermano con ella, como lo hacían los reyes en Europa, que casaban a sus hijos por conveniencia y de manera estratégica. Al principio Sandy no quiso pero luego le dijimos que si se casaba con mi hermano él se la llevaría a Houston a que la operaran de sus riñones.

–¿Tu lacayo no va a dejar de apuntarme con su escopeta?

–Eliseo, baja el arma —ordenó Germán.

Eliseo acató las ordenes de su patrón, segundos antes de recibir una patada en el pecho de mi parte, la cual lo mandó de espaldas al suelo, con todo y silla, dándome tiempo de ir por su arma, cortar cartucho y apuntarle en la cara a su patrón.

–Si no quieres que decore la pared con tus sesos, dile a mi tío que salga de esa puerta —dije, señalando con mi cabeza hacia la puerta ubicada en el fondo.

–¿De qué hablas, Tomás?

–No mencionaste al Gitano. El niño es su hijo. Están idénticos. Cuando le pregunté acerca de mis padres vino corriendo a avisarle al Gitano, quién ahora trabaja para ustedes. Haz que salga ahora mismo.

Abrió la puerta el Gitano, quien apareció delante de mí.

–Papá —exclamó el niño y pasó a mi lado para encontrarse con el Gitano.

–Hazte para allá —le ordenó mi tío al Gitanito, empujándolo a un lado.

Enseguida se dirigió a mí:

–No pude hacer nada por mi hermano. Te buscaba cuando los mataron. Dejé que subieras al tren. Después de eso me alié con los Arroyo. Les ayudé a liberar a don Germán. Te lo digo por si quieres creerme. Si no, puedes jalar del gatillo. Nomás no lo hagas frente al niño.

Bajé la escopeta.

–Díganle a mi pollita que cumplí mi promesa de volver… Ah, y por cierto, le traje su cochina caja de herramienta – dije, antes de partir.

Malasuerte conoce al Chico Malaestrella

El enterarte de la muerte de tus padres te hace olvidar a una traicionera apestosa. Me hice de una novia en Tijuana. Su nombre era Marcela y trabajaba en una Disneylandia del Amor llamada Adelitas. No dejaría que Sandkühlcaán se llevara a mi chica. La esperaba todas las madrugadas afuera de su trabajo para llevarla a su hogar. Buscaba el Coupe de Ville con la mirada. Esa noche leía el periódico en lo que Marcela terminaba de verse con un gringo.

Una mujer grandota y fea tenía rato espiándome. No gorda, sino alta y de estructura pesada. Su pelo era rojo y maltratado por los tintes que usaba. No trabajaba en el Adelita. Jamás la había visto antes. Se acercó a mí con su mano extendida.

–Mi nombre es Rosa Henderson. Usted es el detective que salió en los periódicos. ¿Tiene una tarjeta de presentación? Quizá lo necesite para un caso.

Rosa Henderson lucía más sospechosa que un cincuentón con cola de caballo. A pesar de ello, le entregué mi tarjeta de presentación. La mujer prometió contactarme al día siguiente y desapareció. Tocó mi turno de entrar al hotel con la bella Marcela. El gringo que iba de salida sonrió al ver el bote de helado que tenía en mi mano.

¿Para qué el bote de helado? Verán, las nalguitas de Marcela eran como un poema de Eliot; como dos perritos labradores jugando; como el día inaugural de la temporada de beisbol. Las usaba como almohada, como plato de comida y, sí, también, como cono de helado.

Le pedí a la mucama que cambiara las sábanas en lo que mi novia se aseaba en la regadera.

Al otro día por la tarde regresé al Adelitas. Me aseguré que el Coupe de Ville no estuviese cerca. Como era temprano y ombligo de la semana, había pocos clientes y los tragos estaban al dos por uno. El vendedor de metanfetaminas salió de los camerinos con la caperuza de su suéter de felpa echada sobre su cabeza. Me le quedé viendo. Detestaba a ese sujeto. Lo bueno que mi chica no consumía drogas. Se oyó la campana del horno de microondas, cuya cuenta regresiva llegó a cero. El cantinero sacó el plato con los burritos. Las ficheras se acercaron a la barra.

–Éstos son de huevo con carne, aquellos de frijoles puercos, estos otros de carne adobada —dijo el cantinero, separando cada burrito por categoría.

Los burritos los preparaba su esposa. El cantinero los vendía a dólar, para ganarse un dinero extra. Las ficheras se dirigieron, con sus respectivos burritos, rumbo al área de camerinos, porque el gerente del Adelita no las dejaba comer en el área de piso. Decía que se perdía el glamur. Disiento: no hay nada más sexy que una furcia comiendo burritos en tanga y tacones altos.

Marcela no encargó burros porque comió en casa, antes de que la trajera al trabajo en mi Crown Victoria. Lo nuestro era ya una relación formal. Estábamos a punto de vivir juntos. Como dicen, la iba sacar de jalar. Me veía con mi novia en su trabajo porque en su casa estaba su mamá y su hijo y mi casa estaba muy chiquita.

Durante el post-coito fumamos un churro de crónica californiana que yo mismo forjé con Zig-Zag. Marcela no me devolvía el gallo.

–Rolling Stone —le pedí.

Marcela dijo que estaba muy estresada y que por eso no lo soltaba.

–Me la consigue un boticario nazi que la trae de California —dije.

Marcela tosió cuando ya no pudo aguantar por más tiempo el humo en sus pulmones:

–No tiene semillas, ni ramitas. Pura hierba, Tomás. Me cayó de perlas.

Supuse que su estrés se debía al miedo a ser raptada por Sandkühlcaán. Marcela dijo que no tenía miedo a ser subida al Coupe de Ville porque sabía que yo la protegería y que, en realidad, su estrés era debido a que todos los días, mientras fichaba bebidas, tenía que lidiar con una rotación de cinco monólogos que se repetían eternamente. Estaba el que afirmaba ser la víctima de una esposa que no lo dejaba en paz; el que se hacía pasar por narcotraficante poderoso, capaz de desaparecer a cualquiera con el tronar de sus dedos; el escritor que le obsequiaba su libro; el ingeniero que sabía más de su puesto que todos sus superiores en la fábrica, y el redentor: ¿qué hace una chica como tú en un lugar como éste?

Le pregunté por el alacrán tatuado en su omoplato.

–Es que soy de Durango —dijo.

–¿Tu familia sigue allá?

–Todos menos mi hermano, mi mamá y mi hijo.

–¿A qué se dedica él?

Marcela esbozó una sonrisa maliciosa.

–Toca el bongo y el cuerno de chivo con Los Vaqueros del Caribe.

–¿Qué son Los Vaqueros del Caribe? ¿Un comando armado?

–Eso y un conjunto musical que mezcla la salsa de Nueva York con el country de Nashville. Van empezando pero tocan muy bien. Asesinan aún mejor. Puro trabajo limpio. No dejan testigos ni huellas digitales. Están bien preparados. Estudiaron tácticas de combate en Israel y en Arizona.

–¿No tienes un contacto? —dije—. Un vecino está buscando grupo.

–¿Para tocar o para matar?

–Para tocar música en su cumpleaños.

Marcela fue por su bolso, de donde extrajo una tarjeta de presentación, la cual me entregó.

–Ahí está el teléfono de su representante.

Alguien tocó a la puerta. Se me acabó el tiempo.

–Me tengo que ir —expresé.

–Nadie nos molestará si compras otra botella de champagne.

–Se me acabó el dinero, Marcela. Además, estoy agotado. Iré a descansar un rato a mi casa. En la madrugada paso por ti.

Nos despedimos de besito.

Al llegar a la vecindad el boticario nazi jarocho tenía su música a todo volumen. Me preguntó si quería que le bajara a la salsa. Le dije que no sería necesario, ya que tenía el sueño pesado, y le entregué la tarjeta de presentación de Los Vaqueros del Caribe. Muy entusiasmado me dijo que les llamaría para pedirles un presupuesto. Por la mañana alguien tocó a mi puerta. Me vestí y abrí.

–Hola, mi nombre es Rubén Cervantes. ¿Usted es detective privado? —dijo un muchacho, señalando el letrero sobre mi puerta, el cual rezaba:

MALASUERTE, DETECTIVE PRIVADO
SUS PROBLEMAS SON MI NEGOCIO
DISCRECIÓN ABSOLUTA

Aún no reunía el capital necesario para poner mi propio despacho, así que atendía desde mi casa que es su casa. Llovía a cántaros. Rubén Cervantes estaba ensopado de la cabeza a los pies. En apariencia, Rubén Cervantes era el muchacho más común que uno pudiese imaginar: estatura media tirando a baja; complexión media tirando a delgada; piel blanca tirando a morena. Tenía una mirada rencorosa. Su apariencia no era descuidada pero no contaba con el presupuesto necesario para ser definido como dandy. Por ejemplo, sus tenis blancos estaban viejos pero limpios. Lo mismo se podía decir de su pantalón, desteñido por las lavadas.

Le pregunté qué se le ofrecía.

–Mi amiga es la representante de Los Vaqueros del Caribe, quienes van a tocar en el cumpleaños de su amigo. Vine a acompañarla para afinar los detalles de la contratación cuando vi este letrero. ¿Usted encuentra personas desaparecidas?

–¿Puedes cubrir mis honorarios? —dije.

Rubén Cervantes gritó. Me hizo saltar del susto. No estaba acostumbrado a los arranques melodramáticos del muchacho al que apodé el Chico Malaestrella.

–¡Lo sabía! En esta ciudad nadie da paso sin guarache. Eso me pasa por esperar algo de la gente. Las demás personas no son como uno, que trata de ayudar, de preocuparse. Hay que jalar parejo. Uno le echa ganas, pero no doy una.

Rubén Cervantes fue por su cartera, de la cual extrajo la imagen de un santo.

–Aquí traigo este San Juditas pero no me ha servido de nada. ¿Qué estoy haciendo mal? No ha llovido en todo el año pero tenía que llover hoy que me puse mis tenis blancos. No doy una.

–Vamos a La Ballena —dije—. Ahí me sigues contando.

Su cara se le iluminó y recuperó la compostura:

–Déjame avisarle a mi amiga.

Bajamos las escaleras. En el patio de la vecindad se encontraba la representante de Los Vaqueros del Caribe hablando con el boticario nazi jarocho. Era una jovencita no muy agraciada pero simpática. Veía a Rubén con ojos llenos de amor no correspondido. Me extendió su mano.

–Amparo, para servirle —se presentó—. Rubén vio el letrero en su condominio y fue a tocarle para ver si le podía ayudar. ¿Lo va a ayudar?

Dije que tal vez.

–Me quedaré con el detective —expresó Rubén.

Amparo me dio las gracias por ayudar a su amigo y desapareció en su coche con el logotipo de Los Vaqueros del Caribe. En el camino a la cantina La Ballena, Rubén aplastó dos cerotes. Pisó la primera mierda, nos cruzamos al otro lado de la calle y pisó la segunda. Creí que ese tipo de cosas nomás me pasaban a mí. Había encontrado mi alma gemela.

–Mis tenis Nike, velos cómo quedaron. Llenos de mierda.

El Chico Malaestrella apuntó al cielo:

–El hijo de su puta de arriba me odia.

–No blasfemes o vamos a salir mal —le advertí.

Terminamos la primera ronda de cervezas y Rubén Cervantes fue por su billetera.

–Yo invité —dije.

Esto pareció ofenderlo.

–Tengo dinero.

–¿Tú también trabajas para Los Vaqueros del Caribe? —cambié de tema.

Rubén Cervantes volvió a entrar en modo Shakespeare:

–Trabajo de cajero en el banco pero falté. Tengo problemas con mi supervisor. Es como si me detestara, ¿me entiendes? Como cuando ves a un cabrón que te cae como patada en los güevos. No me da permiso ni de cagar.

Siete rondas de cerveza fueron suficientes para que Rubén purgara todas sus frustraciones. La vida de Rubén era una línea interminable de descalabros con periodos intercalados de respiro, diseñados para mantenerlo con vida para luego hacerlo sufrir un poco más. El mundo inicialmente le dio una buena acogida, recibiéndolo en buena cuna, con el propósito de acostumbrarlo a lo bueno para, así, verlo resentir con más ahínco las carencias por venir.

Rubén nació en el seno de una familia de clase media. Tenía ocho años cuando sus tías convencieron a su padre, capitán de barco, de que había cometido el error de casarse con una mujerzuela que lo engañaba durante sus ausencias. El padre de Rubén le creyó a sus tías y abandonó a su mamá. Rubén se despidió de sus estudios en un colegio privado y se metió a trabajar de paquetero en un supermercado. Años más tarde la madre se unió en concubinato con el ministro de un iglesia cristiana. Rubén le agarró buena estima a su padrastro. Esto aumentaría la tristeza el día en que sorprendió a un extraño cabalgando a su mami, quien optó por acusar a Rubén de drogadicción y de robo. Pruebas destinadas a reforzar el argumento de la señora fueron sembradas en el cuarto de Rubén. Alhajas del pastor aparecieron en la habitación de Rubén, al igual que distintos tipos de sustancias ilegales. Más deprimido que nunca, Rubén se vino a Tijuana a buscar una nueva vida y a empezar de cero.

–Trabajé desde niño pero a mí me gusta usar el cerebro. No soy de los que se enorgullecen de trabajar para un patrón que te explota. Creen que se van a hacer ricos así. Y todo por la culpa de mi jefa, que se casó con un pescador en vez de contactar a mi verdadero papá, que es un francés. Eso es lo que decían mis tías: que a mi mamá se la cogió un turista parisino. Quiere decir que soy de Primer Mundo y aquí estoy batallando con esta bola de perros muertos de hambre. El caso es que me ha ido mal en la vida y en el amor… hasta que conocí a Lupita. La vi por primera vez cuando ella iba saliendo del templo de los testigos de Jehová. Fue amor a primera vista. Sus papás le pusieron así, Guadalupe, cuando eran católicos. Su nombre provocaba muecas en la congregación… Y entonces pasó esto por lo que vengo contigo: quiero matar al Duende. Se llevó a Lupita en un Coupe de Ville.

Se me paró el corazón.

–Ese duende, ¿tenía la sonrisa del Lucky Charms?

–¡El mismo!

–¿Cómo desapareció?

–No sé qué paso. Me estoy arrancando los pelos de la desesperación. Fue en la Zona Norte. Me acompañaba un anciano de la congregación. Siempre íbamos detrás de Lupita y la señora Elena. Para cuidarlas; sin embargo, me distraje y Guadalupe desapareció cerca de donde estábamos. El anciano se esmeraba en hacerle ver los evidentes signos del Apocalipsis a un travestí. En eso escuché a doña Elena gritando que se habían llevado a Lupita en un Cadillac.

–¿Un Coupe de Ville blanco? —dije.

–¡El mismo!

Me levanté de la mesa:

–Vamos a encontrar a ese hijo de puta —vociferé.

Sentí el mareo producto del hambre, el sueño y el alcohol ingerido. Rubén y un servidor convenimos en que lo mejor sería dormir y comer algo antes de buscar duendes. Además, debía recoger a Marcela en su trabajo. Eran las cuatro y media de la madrugada. Despertadores sonaban como navajas destazando sueños. Un burro pintado de cebra pasó a mi lado. Media cuadra más adelante tres bomberos intentaban bajar de un balcón a un jipi que amenazaba con arrojarse al vacío. Por ningún lado vi el Coupe de Ville blanco. Marcela estaba en el hotel Lerma con un gringo que la compró por toda la noche. El asfalto en el callejón Coahuila se encontraba húmedo por el chubasco de una hora antes. No olía tanto a drenaje gracias a la lluvia, pero sí a carnitas, a pecado y a perfume barato. Me comí unos tacos de suaperro en lo que Marcela salía de su trabajo.

–Nos regresamos a México porque en el gabacho no les puedes pegar a tus chamacos – contó el que pidió un taco de ojo y otro de sesos—. Tus propios hijos les marcan el 911 y la placa te lleva preso por darles un cintarazo, ¿puedes creerlo?

Marcela tapó mis ojos con sus manos callosas.

–¿Marcela? —adiviné, luego de reconocer su perfume.

–¿Cómo adivinaste?

–Por tus manos suaves y tersas —mentí.

Pagué la cuenta y paré un taxi. Antes de subirnos al vehículo vi a la señora grandota con el pelo seco y maltratado del otro lado de la calle. Estaba parada entre las paraditas chiapanecas del callejón Coahuila. Mirándonos. Llevaba puesta una gabardina color caqui y unas gafas muy oscuras, a pesar de la hora. No le di importancia.

–¿Quién es? —dijo Marcela, cuando me sorprendió viendo a Rosa Henderson.

–Nadie —aseguré.

Llevé a Marcela a su casa. Se duchó y nos acostamos, abrazaditos. Un par de horas después me despertó mi celular. Era Rosa Henderson. Salí del cuarto de Marcela, rumbo a la sala, para tomar la llamada. La señora me dijo que debíamos vernos de inmediato. Que era urgente, agregó. Nos quedamos de ver en el estacionamiento que está junto a la línea fronteriza, a las ocho de la mañana. Salí de casa de Marcela sin despertarla.

Rosa Henderson me esperaba en el estacionamiento. Vestía pants para hacer ejercicio, sudadera y tenis Nike. Todo color rosa y todo haciendo juego. Su pelo estaba más reseco que nunca. Se encontraba recargada sobre su Mercedes. Le pregunté qué se le ofrecía de mí. Me extendió una página del clasificado. Señaló un anuncio ubicado en la sección sentimental:

–Lea éste de aquí —me pidió.

Leí:

Me llamo Alejandra. Busco a un chico que se hace llamar Psycho Rabbit. Lo conocí el viernes 16 de octubre en el bar Harley's. Mi correo: gothic_chick@redwire.com

–¿Y esto qué? —dije.

–Esta jovencita buscaba a mi hijo. Psycho Rabbit es el alias que Humbertito usa en el internet.

–¿Y eso qué?

–Ya lo queremos rifar. ¡Nos urge que salga! ¡Está arruinando nuestra vida sexual! Verás, John, mi esposo, es su padrastro. El papá de Humbertito murió en el temblor del 85. ¡John es mi segunda oportunidad en el amor! Le llevé este periódico a Tito y le vi la emoción en la cara. Los chicos se pusieron en contacto y a los días Tito me pidió el coche. ¡Adelante, matador!, le dije. En la noche nos llegó con la cara golpeada, el ojo morado y con el vidrio del coche estrellado. ¡Qué te pasó!, le dije. No nos quiso contar. Por eso se me ocurrió contactarlo a usted, para averiguar qué le pasó. Espéreme aquí.

Rosa Henderson fue hacia la cajuela de su coche, de donde sacó una fotografía, una peluca, ropa negra, delineador, pintura de uñas y unas botas Dr. Martens.

–Las botas son del trece americano. Espero que le queden. Si se pone todo eso se va a ganar la confianza de mi hijo. Hoy se celebra un concierto de rock en el estacionamiento del hipódromo. Usted va ir disfrazado con esto y le sacará plática a Humbertito.

Rosa Henderson me extendió una fotografía de su hijo. Humberto era un chico de hombros caídos y vientre voluminoso.

–¿Qué pasa si no quiere hablar conmigo? —dije.

–Todos sus amigos que tocaban la guitarra con él ya están casados. Algunos trabajan en la industria maquiladora, otros atienden sus propios negocios. Se convencieron de que jamás serán estrellas del rocanrol. Todos maduraron, menos Tito. Por eso se siente muy solo, traicionado y necesitado de alguien con quien hablar. Usted sólo tiene que aprenderse unos datos importantes. ¿Tiene con qué apuntar?

Extraje la libreta y la pluma que siempre cargo en mi cazadora de piel café.

–¿Listo? Aquí va: el mejor disco de Iron Maiden es El número de la bestia; de Slayer es Reinar en la sangre; de Pantera es Vulgar despliegue de poder. Ah, y le dice que los de Metallica se volvieron putos cuando se cortaron el pelo. ¿Entendido? No se le olvide. Le daré tres mil pesos por contactar a mi hijo y otros siete mil más por ayudarme a casarlo con esa jovencita. ¿Qué dice?

Apoyado sobre la cajuela del Mercedes-Benz, le hice un recibo de honorarios a la señora Henderson por tres mil pesos.

Había una fotografía de un servidor en la entrada del hipódromo, junto al guardia de seguridad. No se me debía permitir la entrada debido a que mi pelo rojo ponía nerviosos a los apostadores pero logré burlar el filtro de seguridad gracias a que iba disfrazado de metalero: con peluca, delineador, ropa y pintura de uñas color negro.

Ese miércoles se llevaría a cabo el cuarto juego por el campeonato de la Liga Americana entre los Yankees y los Indios. Como detesto a los bombarderos, aposté veinte dólares a que ganaban, para arruinarles la fiesta. De la ventanilla del hipódromo me fui caminando hasta el estacionamiento, donde se celebraba el recital de rock.

Me metí en personaje. Había memorizado mis líneas, usaba delineador en los ojos, peluca, vestía ropa negra y calzaba botas Dr. Martens. Me sentía un poco ridículo, pero el compromiso que tenía con mi oficio era lo más importante. Me recordaba la vez que Philip Marlowe se hizo pasar por ratón de biblioteca afeminado para entrar a la librería de Geiger.

El programa de la noche incluía a conjuntos musicales como Vómito Intestinal y Aborto Nazi. En esos momentos Los Pederastas Satánicos interpretaban su éxito “Comezón anal”. La tierra del estacionamiento se alzaba por los aires mientras los chicos bailaban una danza que consistía en chocar unos contra otros. Había sudor y mugre por todos lados. Asqueroso, pensé. Encontré a Tito en un puesto de cerveza. Era gordo y barbón pero vestía una playera negra con la imagen estampada de un rockero bien rasurado y atlético. Me paré a un lado de él:

–Los de Metallica se volvieron putos cuando se cortaron el pelo —recité mi parlamento de memoria. Esto hizo que Tito se concentrara en un servidor.

–Verdad que sí —exclamó, emocionadísimo.

Continué con el libreto:

–El mejor disco de Pantera es Vulgar despliegue de poder.

–Estoy de acuerdo… aunque Vaqueros del infierno también es muy bueno.

–Mi nombre es Tomás Peralta.

Me dio su nombre. Nos dimos la mano.

–Te invito unas chelas en el bar del hipódromo – propuse.

Volví a entrar al book. El campeonato de la Liga Americana era transmitido en el bar del hipódromo. Los bombarderos del Bronx tenían una racha de once partidos sin perder. Hizo falta que les metiera dinero para que Dave Justicia le conectara un cuadrangular al gran David Cone, poniendo así a Cleveland a la delantera. Tito quiso saber cuál era el disco que más me gustaba de Slayer. Me tuve que esforzar bastante en recordar este dato, el cual tenía perdido en algún rincón de mi memoria. Tal vez eran las tres jarras de cerveza o el partido de los Yankees lo que metía ruido en mi cabeza. Hice como que la competencia estaba dura entre los diferentes títulos publicados por el conjunto musical en cuestión.

–Reinar en la sangre —exclamé, triunfal, cuando por fin pude recordar mi línea.

–Sin duda.

Le eché el humo de mi cigarro en la cara:

–Suficiente de buena música, ¿cómo te va con las mujeres?

El muchacho introdujo un dedo en su oído, lo sacó lleno de cerumen y lo olió.

–Tengo algunos problemas de paternidad con damiselas que me quieren amarrar, pero yo nací para ser libre.

–Sin duda. Por pura curiosidad, ¿no andabas con una llamada Alejandra?

Tito me miró con desconfianza.

–¿Cómo lo sabes?

Actué con naturalidad. Le di un trago a mi cerveza.

–Te vi con ella en el Harley’s.

Este comentario lo relajó un poco. Incluso le extrajo una sonrisa nostálgica.

–Qué buen bar, el Harley’s. Lástima que lo cerraron.

Le pregunté qué fue de Alejandra.

–¿Por qué quieres saber?

Le di una palmada en la espalda, para relajarlo.

–Porque hacían bonita pareja.

–Alejandra y yo terminamos mal.

Puse cara de preocupación. Le pregunté qué pasó.

–En realidad solo salimos en dos ocasiones. Esa vez que nos viste en el Harley’s y otra en el concierto de Los Mongoles Violadores. Tocaban “Hemorroides con pus”.

Tito procedió a tocar con furia una guitarra imaginaria:

–Esa que dice, ¡tengo hemorroides con pus en el ano / y van a explotar en tu baño! Qué buena canción. Luego la llevé a su casa, en la colonia Ermita, ¡y que se me cuartea el vidrio de enfrente! Me bajo del coche, veo una piedrota sobre el cofre y entonces me salen cuatro cholos, de la nada. Me dice uno: ¿qué te traes con mi hermana? Alejandra dice: ponte en paz, José. A mí me dice: vámonos, Humberto. Voy al coche, abro la puerta y se borra todo. Recibí un batazo en la cara.

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Yaş həddi:
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Litresdə buraxılış tarixi:
04 may 2025
Həcm:
524 səh. 7 illustrasiyalar
ISBN:
9786075279480
Naşir:
Müəllif hüququ sahibi:
Bookwire
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