Cultura política y subalternidad en América Latina

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LA CULTURA POLÍTICA DE LOS SUBALTERNOS Y LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIA INTELECTUAL

James E. Sanders

Utah State University

¿Cómo escribir una historia que incluya a la gran mayoría de personas que vivieron en el pasado?14 Por medio siglo esta pregunta ha tenido una cierta urgencia, no sólo por razones historiográficas sino también porque la respuesta ha sido considerada central en los proyectos que buscan ganar la inclusión en la sociedad de grupos sociales previamente excluidos. En la década de 1960 la historia social creció rápidamente y tuvo bastante éxito en ayudar a nuestra comprensión de muchos grupos sociales, como los esclavos, las mujeres y los obreros, especialmente en lo tocante a sus vidas cotidianas y sus labores. Sin embargo, estas personas que entraron en la historia social raramente aparecieron en la historia política, salvo en resistencia a la política dominante. Pudieron entrar en una rebelión de esclavos, en una jacquerie de campesinos o en una huelga de obreros. Pero estos actos valientes casi nunca —salvo en el caso de la Revolución Haitiana— afectaron las grandes narrativas de la historia ni fueron los motores de la historia. La política de la clase obrera era concebida contra la nación y el Estado. Por eso, en los años noventa, el proyecto de los Estudios Subalternos intentó superar algunos límites de la historia social, especialmente la falta de presencia de los grupos populares en la vida política de la nación.15 Después de discutir, brevemente, la historiografía de los Estudios Subalternos propondré que la próxima etapa de este camino es la entrada de la historia subalterna en el palacio de la historia intelectual, un palacio muy cercado con un foso ancho y profundo.

Puesto que hemos estado cultivando esa corriente que podemos llamar historia subalterna, o nueva historia política, o estudio de la formación de la nación, permítanme meditar un poco acerca de por qué seguí este sendero de los estudios subalternos en vez de practicar una historia social más tradicional que había intentado investigar. Como tantas otras historias, esta historia empezó con Marx. Asistí a uno de los últimos departamentos de historia en los Estados Unidos —la Universidad de Pittsburgh— donde el marxismo todavía era, si no dominante, sí muy animado. Y, como en la India, donde se desarrollaron los Subaltern Studies, este proyecto inicialmente formaba parte de un programa orientado a resolver algunos problemas con el marxismo y la historia de los grupos populares, especialmente grupos que no eran obreros, blancos, europeos y hombres que trabajaban en empresas industriales: en otras palabras, la gran mayoría de la gente del mundo.16 O sea, era una continuación de aquel proyecto de historia social de expandir los sujetos de la historia.

Por supuesto que ha habido una reacción contra el término subalterno, desde la derecha y la izquierda. Sin embargo, no me interesa mucho este debate sobre si debemos utilizar o no el término “subalterno”.17 Estoy interesado en los problemas intelectuales y políticos que los Estudios Subalternos desarrollaron, no en la palabra misma. La he usado simplemente porque es más inclusiva que el término clase obrera. Sin embargo, odio, y esa es la expresión precisa, una parte de los estudios subalternos y los estudios culturales, y es aquella que usa un lenguaje pretencioso e inaccesible al público. Es una ironía que tanto trabajo de los subalternistas sea incomprensible para la gran mayoría del mundo, lo cual me sucede también a mí muchas veces, como respecto al trabajo de Gayatri Spivak o aún con el Black Atlantic de Paul Gilroy.18 He empezado a usar unos términos que mis actores históricos usaron, como “popular” y “clases populares”, que para mí significan más o menos lo mismo que “subalterno”. De todas maneras, la palabra es menos importante que las perspectivas de los intelectuales que originaron los Estudios Subalternos.

Una de esas perspectivas fue el estudio de las clases medias, otro grupo que no había interesado mucho a los historiadores marxistas. Una indagación en torno a las clases medias en el contexto de los estudios subalternos seguramente le parecería errónea a algunos de nosotros. Sin embargo, Ranajit Guha, el fundador de los Subaltern Studies en la India, pensaba que en última instancia la subalternidad era una categoría relativa, una relación de poder que podía cambiar debido a las circunstancias: uno es subalterno sólo en relación a un poderoso.19 Mi último libro, The Vanguard of the Atlantic World, ha sido criticado por abandonar las clases populares o por confundir lo popular con las clases medias, pero muchas veces en la historia de las Américas —del norte y del sur— los momentos de alianza entre las clases populares y medias fueron los desafíos más potentes que debió enfrentar el

poder, y estas relaciones fueron, y son, centrales para entender la trayectoria de la nación.20

Sin embargo, creo que la razón más importante del atractivo de los estudios subalternos se encontraba en el deseo de relatar una historia de subalternos que hubieran afectado y cambiado la historia de la nación. Las historias clásicas de la resistencia popular usualmente terminaban con la derrota de las clases populares. Era una historia heroica, claro, pero una historia que iba contra el Estado y la nación y que no había dejado huellas salvo como inspiración de movimientos futuros.21 Por eso casi siempre se habían enfocado en movimientos obviamente radicales, como una rebelión de esclavos o un movimiento laboral socialista o comunista. Entonces, no había muchos estudios sobre las clases populares colombianas decimonónicas, porque no había muchas rebeliones de esclavos o movimientos socialistas en el siglo diecinueve. Sin esos movimientos, los subalternos fueron considerados apolíticos, sin interés en la nación, o tal vez sólo clientes de patrones poderosos o carne de cañón.22 Lo que impulsó los estudios subalternos fue, pues, el deseo de superar la dicotomía resistencia-acomodación para averiguar cuál había sido la política de los subalternos.

Por eso, los historiadores empezaron a preguntar, ¿cómo entraron los subalternos en la vida de la nación, sin determinar de antemano que no tenían interés en la política más allá de sus pueblos? Y, claro, esta fue la meta original de los Subaltern Studies en la India, donde el problema de la nación era la cuestión fundamental del proyecto de Ranajit Guha.23 Esta nueva historiografía ha transformado completamente nuestra comprensión del siglo diecinueve. Porque como lo dijo Tulio Halperín Donghi, el siglo diecinueve había sido considerado en la historia como “la larga espera”, entre la colonia y el siglo veinte.24 Ahora es el centro de debates históricos muy fructíferos. Aquellos estudios subalternos transformaron completamente el estudio de la política de modo que ahora es más y más difícil justificar un estudio de la política que no considere también la política subalterna.25

No obstante, aunque estas historias han dominado los debates en las últimas décadas, sus efectos en las grandes narrativas (“master narratives” en inglés) todavía son mínimos. Las historias subalternas necesitan desafiar las grandes narrativas, o sea, las narrativas hegemónicas de la historia. Durante veinte años hemos escrito numerosas historias sobre la política de los subalternos. Pero, ¿hemos visto cambios en los grandes libros sobre las historias nacionales o regionales? Por ejemplo, todas las obras de quienes hemos investigado a los subalternos, ¿cómo cambiarían El nacimiento de los países latinoamericanos de Bushnell y Macaulay o La historia contemporánea de América Latina de Tulio Halperín Donghi?26 Y, ¿de ser posible que cambiemos estas narrativas, sería factible encontrar un equilibrio entre una historia que le reconozca a los subalternos su importancia para influir y cambiar la cultura política de la nación y una historia de la explotación y la violencia que soportaron muchos subalternos? Una preocupación que tengo sobre mi propio trabajo es mi insistencia en que las clases populares han tenido algún éxito y algún peso como agentes de la historia, y, por otro lado, que en la historia política de Colombia también ha habido éxitos democráticos. Sin embargo, tal vez haya perdido de vista, u ocultado, algo importante: la historia de la represión y la violencia que las clases populares sufrieron, especialmente en sus sitios de trabajo. ¿Es posible un equilibrio, es decir, una síntesis entre la victimización y la iniciativa? ¿Cómo podemos escribir una historia que relate la represión, especialmente el poder del capitalismo, pero que también muestre las posibilidades de emancipación que existieron en el pasado? No sé la respuesta, pero creo que la unión de la historia social y la historia política puede ser un sendero fructífero. Pienso que las mejores obras son las que reúnen las historias más viejas de arrendamiento, de modelos de propiedad territorial, de género, de formas de trabajo, y, claro, de resistencia, con la nueva historia política. Este tipo de estudios lo he llamado “historia social de la política”.27

 

Por supuesto, este esfuerzo sólo ha comenzado, y hay mucho trabajo que nos toca hacer, pero los artículos de este volumen demuestran la fecundidad del campo. Sin embargo, aunque en la historiografía política de los subalternos hay tantas investigaciones necesarias en cuanto a la construcción del Estado y la nación, me gustaría sugerir otro sendero que la historia subalterna también necesita seguir: la historia intelectual.

¿La historia intelectual (o conceptual)? ¿No es ésta la historia más aislada, más conservadora, más tradicional? ¿Por qué queremos meternos en ella? Pues tal vez porque una historia subalterna intelectual pueda salvar la historia intelectual como salvó la historia política. Debemos recordar que en los años noventa hubo preocupación porque la historia política se estuviera muriendo, no había mucho interés en ella y la mayoría de historiadores hacían historia social e historia cultural. Era vista como un campo bastante conservador que sólo estudiaba a las élites y a los poderosos, exactamente como muchos ven hoy la historia intelectual.

Y creo que no es polémico decir que la historia intelectual ha pasado de moda y ha sido reemplazada por la historia cultural. Esa debilidad de la historia intelectual es en gran parte culpa suya. Por décadas ha sido muy conservadora en sus sujetos y sus métodos de investigación y me parece que ese tipo de historia todavía es básicamente una lista, una progresión, del pensador tal que influyó en el pensador tal, el cual influyó a su turno en el pensador fulano, y así sucesivamente. Lo que le falta a esa historia es la interacción de estas ideas con la sociedad en un sentido más amplio. Como lo ha planteado Francisco Ortega en su trabajo, la preocupación de los historiadores intelectuales ha sido si sus sujetos colombianos han entendido “correctamente” las ideas de los pensadores europeos. Ortega discute esto en lo relativo a la influencia de Jeremy Bentham en Colombia: en vez de entender cómo fue que los colombianos decimonónicos usaron las obras de Bentham para crear sus propias y originales ideas sobre el honor, el orden y la moralidad política —el propósito de Ortega en su importante libro—28 los historiadores han estado preocupados por cuáles de sus sujetos históricos entendieron “verdaderamente” a Bentham.

Esta metodología tradicional va de la mano con un eurocentrismo muy fuerte en muchas obras de historia intelectual.29 John Headley, en The Europeanization of the World: On the Origins of Human Rights and Democracy, ha insistido en que fueron Europa y Estados Unidos —y solamente Europa y Estados Unidos— donde se crearon la democracia y la idea de derechos universales. Headley desprecia todos los esfuerzos no europeos considerándolos insostenibles y sin respaldo institucional.30 Tristemente, como lo discutiremos luego, este estereotipo no es raro entre los historiadores globales y es peor aún con los historiadores de Europa o de Estados Unidos. Sin embargo, este eurocentrismo es asombrosamente común también entre algunos historiadores que estudian las tradiciones intelectuales de América Latina. Para Roberto Breña, por ejemplo, los movimientos y creaciones intelectuales más importantes del mundo hispánico empezaron en España y solo después se trasladaron a América Latina.31 La crítica profunda al eurocentrismo que tantos autores vinculados a los Subaltern Studies y los estudios pos-coloniales han hecho, me parece que no ha influido la historia intelectual de la misma manera en que ha cambiado la historia política y social.32

Junto al eurocentrismo, la otra falla de la historia intelectual es su elitismo.33 Los intelectuales que han merecido ser estudiados casi siempre son de la clase alta. 34 Los historiadores han tratado de justificar esto con la excusa de las fuentes. Solamente los educados y los alfabetizados dejaban algo escrito que permitía conocer sus pensamientos. Sin embargo, los historiadores ofrecieron las mismas excusas en los años sesenta en lo relativo a la historia social. Era imposible, decían, estudiar las vidas de esclavos o mujeres o trabajadores porque ellos no dejaron fuentes escritas.35 Claro, los historiadores simplemente no habían buscado estos recursos en los archivos —y en realidad habían muchísimos— o debían aprender nuevas maneras de leer otras fuentes para buscar en ellas la vida popular. Por supuesto, siempre queremos más y hay vacíos y la tarea es muy difícil, pero es posible hacerla. Hay que ampliar nuestro sentido de los recursos para pensar y escribir la historia intelectual. De cualquier modo, esta excusa de las fuentes encubría un estereotipo más profundo: las clases populares no tenían, y no tienen, supuestamente, pensamientos que merezcan su estudio.

Otro gran obstáculo de la historia intelectual tradicional es su obsesión con el origen de una idea o un pensamiento, como si el origen nos relatara todo. Éste no es el énfasis en la historia de la tecnología, por ejemplo.36 Si bien es importante que los alemanes Karl Benz o Gottlieb Daimler hubieran inventado el automóvil, es igualmente importante la difusión de esta tecnología por Henry Ford en Estados Unidos, porque fue la difusión la que afectó la sociedad más profundamente, no la creación inicial.37 Los historiadores en otros campos también han empezado a criticar la concepción que busca al primero en descubrir o iniciar un concepto o proceso histórico, y cómo estas búsquedas de “los primeros” han deformado —usualmente debido al eurocentrismo— la historiografía.38 Necesitamos, creo, una historia intelectual que se enfoque en las prácticas cotidianas y en cómo las ideas fueron transformadas por estas prácticas así como en las ideas en tanto que invención abstracta y en los debates doctrinales entre letrados.

Tal vez estoy planteando un argumento demasiado polémico. Los mejores historiadores de las ideas ya están transformando la historia intelectual, aunque creo que todavía se necesitan cambios profundos.39

Voy a aprovechar este ensayo para repensar dos historias intelectuales de mi primer libro, Republicanos indóciles, que Isidro Vanegas tradujo tan cuidadosa y cultamente.40 Tengo que repensarlo, porque aunque quería darle voz a los subalternos indígenas y afro-colombianos, cuando escribí este libro, hace quince años, todavía no podía aceptar o entender, completamente, las consecuencias de lo que descubrí en los archivos: no solo la contribución intelectual de esos grupos a la nación y a la política —lo cual era mi propósito— sino también que ellos hicieron una contribución a la historia intelectual. Por ejemplo, los indígenas del Cauca empezaron a desarrollar una nueva comprensión de la ciudadanía decimonónica buscando resolver un problema del concepto de ciudadanía que aún hoy enfrentan las sociedades democráticas: el choque entre las identidades particulares —muchas veces de minorías— y la identidad supuestamente universal de la ciudadanía. Los afro-colombianos del Cauca, al mismo tiempo, estuvieron redefiniendo el significado de la igualdad y su relación con el republicanismo de formas tan creativas y avanzadas como en cualquier otro lugar del mundo atlántico.

Empecemos con los indígenas del sur del Cauca.41 En el siglo diecinueve tanto a los liberales como a los conservadores les preocupaba que los indígenas no fueran aptos para ser ciudadanos. Para muchos conservadores el problema era esencialmente racial mientras que muchos liberales pensaban que cualquier problema racial podía ser resuelto mediante la “civilización”, la educación y el “blanqueamiento” de las clases bajas. El problema más grave, sin embargo, era la posición legal de los indígenas, afuera de la igualdad jurídica que era tan central a la visión de republicanismo de los liberales. Los liberales advertían que mientras los indígenas fueran gobernados por una legislación especial “no se volverían ciudadanos libres y miembros activos de una república democrática”.42 Otro liberal sostenía que el estatus especial indígena era “similar al de los menores, disipadores, dementes y sordomudos”.43 Los liberales propusieron la división de los resguardos para que los indígenas pudieran deshacerse de los rezagos de su identidad colonial que los mantenía como gente separada del resto de la sociedad. Tras eso, pensaban, podrían unirse a la sociedad republicana.

Los indígenas caucanos estaban maniatados. O aceptaban la ciudadanía liberal y abandonaban sus comunidades, sus tierras y su identidad indígena, o serían tildados de casta retardataria colonial y así excluidos de la vida política de la república. Las comunidades indígenas rechazaron la oferta maniquea de los liberales y a cambio instauraron la reclamación de una ciudadanía —y un republicanismo— que no excluía su identidad indígena sino que más bien buscaba crear un nueva formulación de la ciudadanía. En peticiones y cartas enviadas por comunidades indígenas, los líderes indígenas insistían en que eran granadinos —o colombianos— y que formaban parte de la nación, con todos los derechos adquiridos por tal estatus. El inicio usual de las peticiones incluía alguna variación de “usar el derecho de petición que la constitución concede a cada granadino”.44 Los indígenas de Jambaló, por ejemplo, hicieron notar que tenían las mismas responsabilidades que “otros ciudadanos no indígenas”, pero aseguraron que querían mantener sus tierras comunes.45 En vez de simplemente insistir en que eran ciudadanos, estrategia muy común entre los subalternos, los indígenas también argumentaron que esta ciudadanía era compatible con su visión particular de una identidad como indígenas.

Así, los indígenas de Túquerres exigieron al Estado que respetara “nuestras tradiciones [de] vivir en comunidad”, al tiempo que aseguraban que eran “ciudadanos granadinos”.46 Significativamente, indígenas de muchas parcialidades de Obando argumentaron que la nueva república había otorgado a los indígenas “la prerrogativa de representarnos y defender nuestros derechos”.47 Los derechos más importantes, por supuesto, eran la posesión de sus tierras comunes y el auto-gobierno. Otros indígenas aseguraban que eran los “republicanos, quienes proclaman la igualdad”, los que tenían el deber de proteger los resguardos.48 Los indígenas sopesaron la idea de ciudadanía de las élites colombianas e insistieron no sólo en que el indigenismo era compatible con la ciudadanía y la nación republicana, sino en que la ciudadanía, una ciudadanía indígena, les había otorgado nuevos derechos y una posición distinta frente al Estado, con los cuales podían defender sus comunidades. Los indígenas crearon un contra-discurso hacia la élite republicana, el cual no los marginaba ni los obligaba a sacrificar sus comunidades, ni sus tierras o su identidad a cambio del estatus político de ciudadanos.

Para los liberales la igualdad jurídica y el universalismo fueron centrales a su comprensión de la ciudadanía. Sin embargo, como veremos con los afro-caucanos, los indígenas crearon una nueva visión de la ciudadanía y la igualdad. Para los indígenas la igualdad consistía en una relación, no sólo con los extraños, sino con los miembros de su propia comunidad. Desde un pueblo cercano a Pasto el pequeño cabildo lo explicó de esta manera:

“Desde tiempos patriarcales hemos poseído nuestras propiedades en comunidad y hemos disfrutado de ellas en la más completa paz y armonía; no deseamos una propiedad exclusiva, porque disponemos de la común con igualdad y orden. La igualdad de nuestros derechos no deseamos que consista en la igual porción de tierras que tengamos, sino en el igual derecho que tengamos todos en la comunidad; allí hay justicia y de la justicia se desprende la igualdad”.49

 

La igualdad no era solamente una cuestión jurídica sino que estaba relacionada con la creación y mantenimiento de una comunidad así como con la insistencia en derechos iguales para defender esta comunidad.

En otras palabras, en el siglo diecinueve los indígenas del Cauca estuvieron pensando cómo manejar, con algún éxito, debo subrayarlo, algunos de los problemas más duros y complejos de la teoría democrática. Primero, ¿cómo pueden ser asegurados los derechos de una minoría en un sistema democrático en el que las mayorías deben tener el poder? Y, segundo, ¿cuál sería la relación entre las identidades particulares (sean de religión, de cultura, de idioma, de raza) y el universalismo de la ciudadanía republicana? Éstos son problemas que atormentan a las sociedades democráticas hoy en día, como sucede en Estados Unidos especialmente. No estoy diciendo que los indígenas caucanos hubieran resuelto estos problemas. Creo, sin embargo, que los indígenas dieron pasos muy significativos para resolverlos, en contraste con lo planteado por una historiografía vieja que dijo que a los indígenas no les interesaba la ciudadanía (porque era una creación occidental, de interés sólo para los liberales letrados o porque su identidad era sólo una entidad local, procedente de la época colonial). Cuando escribí Republicanos indóciles no podía reconocer plenamente la importancia del concepto indígena de ciudadanía, porque yo también estaba atrapado por una historiografía vieja sobre la creación de la idea de ciudadanía nacional, supuestamente creada por la revolución francesa. Quería insistir en que los subalternos habían concebido una esfera política nacional y habían actuado para crear y definir una nueva cultura política, pero no llegué a pensar la importancia de estas creaciones subalternas para la historia intelectual, para repensar la historia de la idea y la comprensión de la ciudadanía en un contexto global.

También los afro-caucanos nos muestran cómo la ausencia de la historia de los subalternos en Colombia —y otras partes de las Américas— ha ocultado un mejor discernimiento del desarrollo de la idea de igualdad en el contexto global. La historia tradicional de la igualdad se ha enfocado en los gigantes de la Ilustración y en las revoluciones de Estados Unidos y Francia. Sin embargo, como lo han demostrado Nick Nesbitt y Laurent Dubois, fue en Haití y en Guadeloupe donde se desarrolló la idea fundamental de que la igualdad era un derecho universal, en vez de un derecho perteneciente a unos pocos escogidos.50 Igualmente importante, Marixa Lasso e Isidro Vanegas han mostrado que fue en las Américas, especialmente en Colombia, donde la igualdad ganó potencia e importancia para la cultura política, en comparación tanto con Europa como con Estados Unidos.51 La Constitución de Cádiz fue efectivamente importante en el reclamo de la noción de igualdad, pero fueron los americanos quienes impulsaron e insistieron en la igualdad, fueron ellos quienes lucharon contra las limitaciones de Cádiz, y fueron ellos, en Colombia, quienes hicieron de la igualdad una parte central de la cultural política cotidiana. Fue en las sociedades del Nuevo Mundo donde se creó la igualdad como una idea central de la política.

Este proceso continuó durante el siglo diecinueve. En el Cauca, los afro-caucanos y otros liberales populares crearon su propia síntesis de la igualdad y el republicanismo. Ellos continuaron la trasformación de la igualdad, desde una esfera solamente jurídica, tal vez política, a una esfera social y económica también. Como lo he escrito en otros lugares, la igualdad fue el tropo principal del discurso político de los liberales populares.52 Sin embargo, tal vez no había alcanzado a entender cómo esos liberales populares innovaron el sentido de la igualdad. Después de la guerra de mil ochocientos setenta y seis, en una petición sorprendente, la Sociedad Democrática de Cali exigió la redistribución de la tierra, el derecho a recoger leña de los bosques y la eliminación del arrendamiento. Sus miembros, y la gente del Valle en general, dijeron, merecían estas reformas a causa de sus servicios al Partido Liberal en la reciente guerra civil:

“Aunque parezca esto una petición exagerada, no lo es, si se la sujeta al criterio de la justicia, considerando, que tienen derecho perfecto a vivir en el Cauca, en los términos expresados [es decir, sin ser arrendatarios y en su propia tierra] todos los individuos nacidos aquí o fuera, que han acudido presurosos a defender el territorio; porque, ¿cómo puede concebirse justo el que viven sin hogar los únicos que en todo tiempo han venido defendiendo el suelo que los vio nacer contra las repetidas e injustas invasiones de Antioquia, apoyadas por los que se dicen dueños de la mayor parte de los terrenos del Cauca?”.53

Ellos insistieron que los traidores ricos no debían controlar la tierra por haber ayudado al enemigo de la libertad y porque su monopolio de ella impedía la igualdad de todos los ciudadanos.

Los liberales populares merecían la tierra simplemente debido a que eran ciudadanos y, sobre todo, ciudadanos soldados, pero también debido a los nuevos significados de la igualdad que ellos mismos habían creado. Los veteranos de la Sociedad Democrática cerraron su solicitud evocando las terribles consecuencias de que se les negara lo que pedían: un retorno a la condición de esclavos, un destino cuya evasión animaba el discurso del liberalismo popular y que destruiría las esperanzas de esta nueva igualdad. Criticaban la obligación de deferencia y la pérdida de libertad, o sea una ciudadanía vacía, que conllevaría la falta de tierra. Ellos escribieron: “la tierra no puede ser ocupada en extensiones excesivas que priven a los demás miembros de la comunidad de los medios de subsistencia o los obliguen a ser esclavos de esos llamados señores feudales, que no admiten en sus supuestas propiedades territoriales sino a aquellos individuos que implícitamente les venden su independencia personal, es decir, su conciencia y su libertad, dejando de ser ciudadanos de un pueblo libre, para ser colonos o tributarios de un individuo particular”.54 Los liberales populares estaban redefiniendo la libertad. En su visión, la libertad sólo era posible con la igualdad social y económica que una redistribución de la tierra proveería (es difícil entender esto porque la importancia de la vida económica es raramente considerada por la historia intelectual de las ideas). Para los liberales populares la igualdad no consistía solamente en una igualdad de derechos jurídicos o políticos, sino que también involucraba una base económica mínima que asegurara su posición como ciudadanos independientes.

Es difícil reconocer que estos liberales populares hubieran sido la vanguardia de una historia de la igualdad. Veamos cómo uno de los más destacados historiadores de la historia global trata el problema de la igualdad y la política en el siglo diecinueve. Thomas Bender plantea que “la cuestión social” no fue parte del discurso político norteamericano, en el nivel nacional, durante el último tercio del siglo.55 En Estados Unidos se le dio el crédito al movimiento obrero por haberle abierto nuevos significados sociales a la igualdad —y que los pioneros fueron los obreros norteamericanos, sólo seguidos por los de América Latina—, significados que sólo explotaron a finales del siglo diecinueve. No obstante, en otros sitios de las Américas ya se habían desarrollado nociones sociales de la igualdad y la política, nociones que fueron centrales para la política nacional bastante antes de que lo fueran en Estados Unidos.

Aquella obra de Bender, que se subtitula America’s Place in World History, o sea “El Lugar de Estados Unidos en la Historia Global”, nos muestra los límites de la historiografía global actual. A las demás naciones de las Américas no les toca mucha parte en esta historia, salvo como víctimas de la codicia norteamericana. Creo que este estilo todavía es la norma en la mayoría de historias globales. Sin embargo, los esfuerzos de estos subalternos colombianos nos demuestran el fracaso de las grandes narrativas de la historia global, en las cuales las sociedades de América Latina sólo son espacios de colonialismo, imperialismo y resistencia (o de fracaso y estancamiento).56 América Latina aún es raramente vista como un lugar de creación intelectual, un sitio donde, al igual que en Europa y Estados Unidos, se desarrollaron en el siglo diecinueve algunas de las prácticas y los pensamientos más importantes del mundo moderno: la ciudadanía, la igualdad, el republicanismo, la democracia y la modernidad.57

Por eso necesitamos continuar el esfuerzo de escribir una nueva historia global, sin eurocentrismo y sin una división muchas veces falsa entre Estados Unidos y los otros estados de las Américas. Este proyecto es antiguo. El libro que más influyó en mí como estudiante fue The Black Jacobins de C. L. R. James, escrito en mil novecientos treinta y ocho. James insistió en que la historia haitiana era historia universal, tan importante como las revoluciones de Francia o Estados Unidos.58 Debemos continuar la obra de historia global de James, no en el sentido de comparar Colombia con Estados Unidos o Europa, sino más bien para conocer todos los sitios de creación de la política y las ideas de nuestro mundo. La gran mayoría de personas que vivía en repúblicas estaba en las Américas —no en Europa o solamente en Estados Unidos— y fueron sus experiencias, sus acciones y sus ideas las que definieron y crearon la república y la democracia en la historia del mundo.