Tres hombres en bicicleta

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Seriyadan: En serio #9
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capítulo ii

Un negocio delicado. Lo que podría haber dicho Ethelbertha. Lo que dijo. Lo que dijo la señora Harris. Lo que le dijimos a George. Saldremos el miércoles. George sugiere la posibilidad de mejorar nuestra cultura. Harris y yo dudamos. ¿Quién es el que hace más esfuerzos en un tándem? La opinión del hombre de delante. La perspectiva del hombre de detrás. De cómo Harris perdió a su mujer. La cuestión del equipaje. La sabiduría de mi difunto tío Podger. Principio de una historia sobre un hombre que tenía una maleta.

Aquella misma noche desplegué mi plan ante Ethelbertha. Empecé mostrándome algo irritable a propósito. Mi idea era que Ethelbertha se fijara en ello. Yo lo admitiría y lo achacaría a mi enorme tensión nerviosa. Naturalmente, eso nos empujaría a hablar sobre mi salud en general y sobre la evidente necesidad de que tomara medidas inmediatas y rotundas. Supuse que, con un poco de tacto, incluso conseguiría que la sugerencia partiera de la propia Ethelbertha. Me la imaginaba diciendo: «No, querido, lo que necesitas es un cambio, un cambio completo. Acepta mi consejo y sal por ahí un mes. No, no me pidas que vaya contigo. Ya sé que te gustaría, pero no vendré. Lo que necesitas es la compañía de otros hombres. Trata de convencer a George y a Harris de que vayan contigo. Créeme, un cerebro privilegiado como el tuyo necesita descansar de vez en cuando de la tensión del entorno doméstico. Olvídate por unos días de que los niños necesitan lecciones de música, y botas, y bicicletas, y tintura de ruibarbo tres veces al día; olvídate de que en la vida existen cosas como cocineras y decoradores de interiores, y perros del vecino, y cuentas del carnicero. Vete a algún frondoso rincón del planeta donde todo te resulte nuevo y extraño y tu cerebro sobreexcitado se llene de paz e ideas frescas. Vete y déjame que te eche de menos, y que reflexione sobre tu bondad y tu virtud, pues teniéndolas siempre presentes puedo llegar, como humana que soy, a olvidarlas, del mismo modo en que uno acaba siendo indiferente a la bendición del sol y a la belleza de la luna. Vete y regresa con la mente y el cuerpo revitalizados, más bueno y brillante, si eso es posible, que cuando te fuiste».

Pero incluso cuando alcanzamos nuestros anhelos, estos nunca llegan de la manera en que deseamos. Para empezar, Ethelbertha pareció no darse cuenta de que yo estaba irritable. Tuve que hacérselo notar.

—Ya me perdonarás, pero esta noche no me encuentro muy bien.

—¡Ah! —dijo ella—. No te he notado distinto. ¿Qué te ocurre?

—No sabría decir qué es —respondí—. Pero hace semanas que lo veo venir.

—Es el whisky —señaló Ethelbertha—. Nunca bebes whisky excepto cuando vamos a casa de Harris. Ya sabes que no te sienta bien. No tienes una cabeza muy resistente.

—No es el whisky —repliqué—. Es más profundo que eso. Creo que es algo más mental que físico.

—Has vuelto a leer esas críticas —dijo Ethelbertha más comprensivamente—. ¿Por qué no sigues mis consejos y las quemas en la chimenea?

—Y tampoco son las críticas —respondí—. Últimamente son bastante halagadoras, al menos una o dos.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó— Debe de haber algo que…

—No, no lo hay —repliqué—, y eso es lo más destacable. Solo puedo describirlo como si una extraña sensación de inquietud se hubiera apoderado de mí.

Tuve la impresión de que Ethelbertha me miraba con expresión de curiosidad, pero no dijo nada y yo continué hablando.

—Esta dolorosa monotonía de la vida, estos días de pacífica felicidad, sin novedad alguna, me consternan.

—Yo no me quejaría mucho —dijo ella—. Puede que vengan días peores y nos gusten aún menos.

—No estoy seguro de eso —repliqué—. En una vida de continua alegría puedo imaginar el dolor como un cambio agradable. En ocasiones me pregunto si los santos del cielo no sienten la continua serenidad como una carga. Para mí, una vida de dicha eterna, sin que la interrumpiera contraste alguno, sería, me da la impresión, verdaderamente irritante. Supongo que soy un hombre extraño —continué—. A veces no acabo de entenderme. Hay momentos en que me odio a mí mismo.

Habitualmente, un discursito como aquel, aludiendo a profundidades ocultas de indescriptible emoción, conmueven a Ethelbertha, pero aquella noche estaba extrañamente indolente. En lo que respecta al paraíso y sus posibles efectos sobre mí, me sugirió que no me preocupara, remarcando que era de tontos ir al encuentro de un problema que podía no darse, y por lo que se refería a ser un hombre extraño, eso, suponía ella, no era algo que yo pudiera evitar, y que si había gente dispuesta a soportarme, pues entonces eso zanjaba la cuestión. La monotonía de la vida, añadió, era una experiencia compartida, así que simpatizaba conmigo al respecto.

—No puedes imaginarte cómo me gustaría marcharme a veces incluso de tí —dijo Ethelbertha—. Pero sé que no puede ser, así que no le doy más vueltas.

Nunca le había oído decir algo parecido. Aquello me sorprendió y me apenó sin medida.

—No es una observación muy amable —le dije—, muy poco propia de una esposa.

—Ya lo sé —replicó—, por eso nunca te lo había dicho. Vosotros, los hombres —continuó—, no comprendéis que por mucho que os queramos, hay momentos en que nos empalagáis. No sabes cuántas veces desearía ponerme el sombrero y salir, sin que nadie me preguntara a dónde voy, qué voy a hacer, cuánto tiempo estaré fuera y cuándo estaré de vuelta. No sabes cuántas veces me gustaría pedir una comida que me gusta a mí y que les gusta a los niños, pero que haría que te levantaras de la mesa, te pusieras el sombrero y te marcharas al club. No sabes cuántas veces tengo ganas de invitar a casa a algunas amigas que yo adoro y que sé que tú detestas, y de visitar a personas que yo quiero ver; y de acostarme cuando estoy cansada yo, y de levantarme cuando me plazca. Dos personas que viven juntas se ven obligadas a sacrificar constantemente sus propios deseos en beneficio mutuo. A veces es bueno aflojar un poco la tensión.

Más tarde, al reflexionar sobre las palabras de Ethelbertha, comprendí su sabiduría, pero debo admitir que en aquel momento me dolieron e indignaron.

—Si tu deseo es deshacerte de mí…

—¡No seas ganso! —exclamó Ethelbertha—. Solo quiero pasar sin ti un poquito de tiempo, justo el suficiente para olvidar que tienes uno o dos defectos que hacen que no seas perfecto, justo el suficiente para recordar qué buen compañero eres en otros aspectos, y desear tu regreso, como solía hacer en los viejos tiempos, cuando no te veía tan a menudo y no podía sentirme, quizá, un poco indiferente, del mismo modo en que uno acaba siendo indiferente a la bendición del sol simplemente porque amanece a diario.

No me gustaba el tono que había adoptado Ethelbertha. Me daba la impresión de que había en ella cierta frivolidad, inadecuada para el asunto que estábamos tratando. Que una mujer contemplara alegremente una ausencia de su marido de dos o tres semanas no me parecía ni bonito ni femenino, no era propio de Ethelbertha. Estaba preocupado, ya no tenía ningún deseo de emprender aquel viaje. Si no hubiera sido por Harris y George, habría abandonado. Tal como estaban las cosas, no veía el modo de excusarme con dignidad.

—Muy bien, Ethelbertha —repliqué—, como desees. Si quieres unas vacaciones de mí, podrás disfrutarlas. No obstante, espero que no te parezca una curiosidad impertinente por mi parte saber qué te propones hacer en mi ausencia.

—Alquilaremos aquella casa de Folkestone y me iré allí con Kate —respondió ella, y añadió—: Y si quieres hacerle un favor a Clara Harris, convence a Harris para que se vaya contigo, y así Clara puede venir con nosotras. Las tres pasábamos muy buenos ratos antes de que aparecierais vosotros y será delicioso repetirlos. ¿Crees —continuó— que puedes persuadir al señor Harris para que vaya contigo?

Le dije que lo intentaría.

—Este es mi chico. Inténtalo. Quizá también logres que se os una George.

Le contesté que no encontraba ninguna ventaja en que George viniera, pues al ser soltero nadie se beneficiaría de su ausencia. Pero una mujer nunca comprende el sarcasmo. Ethelbertha simplemente señaló que le parecía poco amable no incluirlo. Prometí que se lo diría.

Por la tarde vi a Harris en el club y le pregunté cómo le había ido.

—¡Oh, muy bien! —contestó—. No hay inconveniente en que me vaya. —Pero algo en su voz sugería una satisfacción incompleta, así que le insistí en que me explicara más—. Estuvo suave como la seda —continuó—. Dijo que la idea de George era excelente y que estaba segura de que me haría bien.

—Parece estupendo —dije—. Entonces, ¿qué hay de malo?

—No hay nada de malo —respondió—, pero eso no fue todo. Siguió hablando de otras cosas.

—Comprendo —dije.

—Ya sabes que tiene esa manía del cuarto de baño —continuó.

—Algo he oído —respondí—. Le ha metido la idea en la cabeza a Ethelbertha.

—Pues bien, he tenido que acceder a que se pongan manos a la obra de una vez. No podía negarme más cuando ella ha sido tan comprensiva con lo del viaje. Me costará cien libras, por lo menos.

—¿Tanto? —pregunté.

—Penique sobre penique —dijo Harris—. El presupuesto, por ahora, ya asciende a sesenta libras.

Sentí mucho oírle decir aquello.

—Luego está la cuestión de los fogones de la cocina —continuó Harris—. Todo lo que ha ido mal en casa durante los dos últimos años ha sido por culpa de esa cocina.

—Lo sé—dije—. Nosotros hemos vivido en siete casas desde que nos casamos, y cada cocina era peor que la anterior. La de ahora no solo es inútil sino que además es malvada. Parece que sabe cuándo vamos a celebrar una fiesta y entonces deja de funcionar.

 

—Nosotros vamos a comprar una nueva —dijo Harris, pero sin demasiado entusiasmo—. Clara pensó que ahorraríamos haciendo las dos cosas a la vez. Creo que si una mujer quisiera una tiara de diamantes diría que la quería para ahorrarse el gasto de un sombrero.

—¿Cuánto calculas que te va a costar la cocina? —le pregunté. Me interesaba el tema.

—No lo sé —respondió Harris—, otras veinte libras, supongo. Luego hablamos del piano. ¿Alguna vez te has fijado en las diferencias entre un piano y otro?

—Parece que unos suenan más alto que otros —dije—, pero uno acaba acostumbrándose.

—Al nuestro le fallan los agudos. Por cierto, ¿qué son los agudos?

—Es lo más chillón del cachivache —le expliqué—, la parte que suena como si le pisaras el rabo. Las piezas brillantes siempre acaban con una floritura aguda.

—Pues quieren más —dijo Harris—, nuestro piano no tiene bastante de eso. Lo pondré en el cuarto de las niñas, y compraré uno nuevo para el salón.

—¿Algo más? —pregunté.

—No —dijo Harris—, no creo que se le ocurra nada más.

—Ya verás como cuando vuelvas a casa ya se le habrá ocurrido algo —señalé.

—¿Como qué? —dijo Harris.

—Como una casa de verano en Folkestone.

—¿Para qué va a querer una casa en Folkestone? —exclamó Harris.

—Para vivir en ella —sugerí—, durante los meses de verano.

—Pero si en vacaciones se va con las niñas a Gales a ver a los suyos. Nos han invitado.

—Probablemente —señalé—, se irá a Gales antes de ir a Folkestone, o quizá pase por Gales de regreso a casa, pero querrá una casa de verano en Folkestone de todos modos. Puede que me equivoque, por tu bien espero que así sea, pero tengo el presentimiento de que no.

—Este viaje va a salir caro —reflexionó Harris.

—Fue una sugerencia estúpida —dije—. Desde el principio.

—Fuimos tontos al hacerle caso —dijo Harris—. Uno de estos días nos meterá en un verdadero lío.

—Siempre ha sido un atolondrado —señalé.

—Un testarudo —añadió Harris.

En ese preciso instante oímos su voz en el vestíbulo, preguntando si había llegado el correo.

—Mejor no le decimos nada —sugerí—, ya es demasiado tarde para echarnos atrás.

—No habría ninguna ventaja en ello —replicó Harris—. Tendría que pagar el baño y comprar el piano de todos modos.

George entró de buen humor en la habitación.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó—. ¿Lo habéis conseguido?

Algo en su tono no me gustó demasiado, y noté que Harris también se había fijado.

—¿Conseguir el qué? —dije.

—Pues, vaya, lo del viaje.

Pensé que era el momento de hablar claro con George.

—En la vida de casado —dije—, el hombre propone, la mujer obedece. Es su deber, todas las religiones lo enseñan así.

George juntó las manos y fijó la mirada en el techo.

—Podemos bromear un poco sobre eso —continué—, pero cuando llega el momento de la verdad, es lo que siempre ocurre. Hemos dicho a nuestras esposas que nos vamos. Naturalmente, se han entristecido. Preferirían venir con nosotros. O, en su defecto, que nos quedáramos con ellas. Pero les hemos explicado nuestros deseos al respecto… y ahí se ha acabado la cosa.

—Perdonadme, no lo había entendido —dijo George—. Solo soy un soltero. La gente me cuenta esto y lo otro y lo de más allá, y yo simplemente escucho.

—Ahí es donde te equivocas —dije—. Cuando quieras información ven a mí o pregúntale a Harris y te diremos la verdad sobre estas cuestiones.

George nos lo agradeció y procedimos a tratar el asunto que teníamos entre manos.

—¿Cuándo partimos? —preguntó George.

—Por lo que a mí respecta, enseguida —replicó Harris—. Cuanto antes mejor.

Su idea, imagino, era irse antes de que a la señora Harris se le ocurrieran otras cosas. Acordamos partir el miércoles.

—¿Qué hay de la ruta? —dijo Harris.

—Tengo una idea —dijo George—. Aventuro que estáis deseosos de aumentar vuestra cultura, ¿verdad?

—No tenemos deseos de convertirnos en fenómenos —puntualicé—. Hasta un grado razonable, sí, siempre y cuando no implique grandes gastos y a ser posible con poco esfuerzo personal.

—Puede hacerse —dijo George—. Ya conocemos Holanda y el Rin. Pues bien, sugiero que tomemos un barco hasta Hamburgo, visitemos Berlín y Dresde y sigamos hasta la Selva Negra, pasando por Núremberg y Stuttgart.

—Hay lugares preciosos en Mesopotamia, según me han dicho —murmuró Harris.

George dijo que Mesopotamia estaba muy apartada de nuestro camino, y que la ruta de Berlín a Dresde era más practicable. Para bien o para mal, nos persuadió para que aceptáramos su propuesta.

—Supongo que llevaremos las bicicletas como siempre —dijo George—, Harris y yo en el tándem, y J…

—No me parece bien —interrumpió Harris con firmeza—. Tú y J. en el tándem y yo solo.

—A mí me da lo mismo —encajó George—. J. y yo en el tándem, Harris…

—No tengo inconveniente en turnarnos —interrumpí—, pero no voy a cargar con George todo el camino, deberíamos repartirnos la carga.

—Muy bien —dijo Harris—, nos la repartiremos. Pero bajo la ineludible condición de que él también tenga que esforzarse.

—¿De que tenga que qué? —dijo George.

—Esforzarse —insistió Harris—. A lo largo de todo el camino, pero especialmente en las subidas.

—¡Por favor! —exclamó George— ¿Es que vosotros no pensáis hacer nada de ejercicio?

Siempre se generan situaciones desagradables en torno a este tándem. La teoría del que va delante es que el que va detrás no hace nada. La del que va detrás es que solo él aporta la fuerza motriz y que el otro se limita a resoplar. Es un misterio que nunca se resolverá. Es muy molesto que cuando la Prudencia te susurra a un oído que no te excedas en tu esfuerzo para no enfermar del corazón mientras la Justicia te pregunta al otro oído: «¿Por qué deberías ser tú quien lo haga todo? Esto no es una calesa. Él no es tu pasajero», oigas al otro refunfuñar:

—¿Qué pasa? ¿Has perdido los pedales?

En cierta ocasión, durante sus primeros días de casado, Harris se disgustó mucho debido a esta imposibilidad de saber lo que hace el que va detrás. Iba pedaleando con su esposa por Holanda. Las carreteras estaban llenas de baches y el tándem saltaba continuamente.

—Agárrate —dijo Harris sin volver la cabeza.

Pero lo que entendió la señora Harris cuando él dijo «agárrate» fue «bájate», algo que ninguno de los dos puede explicar.

La señora Harris razonaba así: «Si me hubieras dicho agárrate, ¿por qué iba a bajar?».

Harris, en cambio razonaba así: «Si hubiera querido que te bajaras, ¿por qué iba a decirte agárrate?».

La amargura del suceso se desvaneció, pero hasta la fecha siguen discutiendo sobre aquello.

Sea cual sea la explicación, nada altera el hecho de que la señora Harris se bajó mientras Harris seguía pedaleando con fuerza, convencido de que ella seguía sentada detrás. Según parece, al principio ella creyó que él continuaba ascendiendo la cuesta simplemente para fanfarronear. En aquellos días aún eran jóvenes y él solía hacer ese tipo de cosas. Ella esperaba que al llegar a la cima él desmontaría y, apoyado en despreocupada y elegante actitud, la esperaría. Pero cuando, por el contrario, lo vio superar la cima y continuar con rapidez por la acusada y larga cuesta, primero se sorprendió, luego se indignó y por último se alarmó. Corrió hasta la cresta de la colina y gritó, pero él no volvió la cabeza. Lo vio desaparecer en un bosque a milla y media de distancia, y entonces se sentó y se echó a llorar. Aquella mañana habían discutido un poco, y ella se preguntó si es que se lo había tomado demasiado en serio y pretendió marcharse. Ella no llevaba dinero. No hablaba holandés. La gente que pasaba parecía compadecerse de ella. Ella intentaba hacerles comprender lo que había ocurrido. Entendían que había perdido algo pero no adivinaban qué. La llevaron hasta el siguiente pueblo y le buscaron un policía. Este concluyó, gracias a la interpretación de sus gestos, que un hombre le había robado la bicicleta. Lo comunicó por telégrafo y en un pueblo a cuatro millas de distancia descubrieron a un desafortunado muchacho que iba montado en un modelo antiguo de bicicleta de mujer. Lo llevaron hasta ella en un carro, pero como pareció que ella no pareció mostrar interés alguno ni por el chico ni por la bicicleta, lo dejaron marchar, bastante desconcertados.

Entretanto, Harris había continuado su carrera con gran placer. Le parecía que de repente se había vuelto un ciclista más fuerte y más capaz en todos los sentidos. Así que dijo, dirigiéndose a lo que creía que era su mujer:

—Hacía meses que no encontraba la bicicleta tan ligera. Creo que es este aire, me hace mucho bien.

Luego le dijo que no se asustara y que le iba a enseñar lo rápido que podía pedalear. Se inclinó sobre el manillar y se entregó con todas sus fuerzas. La bicicleta brincaba por la carretera como un ser vivo, granjas e iglesias, perros y gallinas se le venían encima y quedaban atrás. Los viejos se detenían a mirarlo, los niños lo vitoreaban.

Así recorrió unas cinco millas. Luego, según explica, nació en su interior la sensación de que algo iba mal. El silencio no le sorprendía, pues el viento soplaba con fuerza y la bicicleta traqueteaba bastante. Fue como una sensación de vacío lo que se apoderó de él. Tanteó hacia atrás con la mano, pero allí no había nada. Saltó, o más bien cayó al suelo, y miró hacia atrás por el camino. Nada, solo la blancura del sendero que se extendía a través del oscuro bosque, y no podía distinguirse alma alguna. Volvió a montar y encaró la colina en dirección contraria. En diez minutos llegó al lugar donde la carretera se dividía en cuatro. Desmontó y trató de recordar qué camino había tomado.

Mientras pensaba, pasó un hombre sentado de lado en un caballo. Harris le detuvo y le explicó que había perdido a su mujer. El desconocido no pareció ni sorprendido ni apenado por él. Mientras hablaban pasó otro granjero a quien el primer hombre le explicó el asunto, no como un incidente, sino como una buena historia. Lo que pareció sorprender al segundo fue que Harris armara un jaleo por ello. Harris no sacó nada en claro ni de uno ni de otro, y los maldijo mientras volvía a montarse en el tándem y encaraba el camino de en medio. A mitad de la colina encontró a dos chicas y a un muchacho entre ambas. Por lo que se ve, estaban sacándole el mejor partido. Les preguntó si habían visto a su esposa. Ellos le preguntaron cómo era. Pero Harris no sabía suficiente holandés para describirla con propiedad, todo lo que pudo decirles fue que era una mujer muy guapa, de mediana estatura. Evidentemente, esto no los satisfizo. La descripción era demasiado general, cualquier hombre podía decir lo mismo y de esta manera quizá tomar posesión de una esposa que no era la suya. Le preguntaron cómo iba vestida y por nada del mundo fue capaz de recordarlo.

Dudo que ningún hombre pueda recordar cómo va vestida una mujer diez minutos después de haberla dejado. Recordaba una falda azul y algo que la completaba hasta llegar al cuello, una blusa, sin duda. También recordaba vagamente un cinturón. Pero ¿qué clase de blusa? ¿Verde? ¿Amarilla? ¿Azul? ¿Con el cuello cerrado o con un lazo? En el sombrero ¿llevaba flores o plumas? Por cierto, ¿llevaba sombrero? No se atrevía a decir nada por miedo a cometer un error y que lo enviaran decenas de millas por el camino equivocado. Las dos jóvenes empezaron a reír, lo cual, dado su estado de ánimo, irritó a Harris. El joven, que parecía deseoso de sacárselo de encima, le sugirió que preguntase en la comisaría de Policía del siguiente pueblo. Harris se dirigió allí. En la policía le dieron un trozo de papel y le dijeron que escribiera una descripción completa de su esposa, junto con los detalles de cuándo y cómo la había perdido. Él no sabía dónde la había perdido, todo lo que podía decir era el nombre del pueblo donde habían almorzado. Estaba seguro de que estaba allí con ella y de que habían salido juntos.

El policía miró con expresión de sospecha. Dudaba de tres cosas. Primera: ¿era realmente su esposa? Segunda: ¿la había perdido realmente? Tercera: ¿por qué la había perdido? De todos modos, con la ayuda del recepcionista de un hotel que hablaba un poco de inglés, Harris pudo vencer sus escrúpulos. Le prometieron hacer algo al respecto, y por la noche se la trajeron en un carro, junto con una cuenta de gastos. El encuentro no fue tierno. La señora Harris no es buena actriz y le cuesta mucho disimular sus sentimientos. En aquella ocasión, confesó después con sinceridad, no hizo nada para ocultarlos.

 

Una vez arreglado el asunto de las bicicletas, se presentó la eterna cuestión del equipaje.

—Supongo que será la lista habitual —dijo George disponiéndose a escribirla.

Eso se lo había enseñado yo. Y yo, por mi parte, lo había aprendido años atrás de mi tío Podger.

—Antes de empezar a hacer las maletas—solía decir mi tío—, haz una lista.

Era un hombre metódico.

—Toma un pedazo de papel —siempre empezaba por el principio—, escribe en él todas las cosas que puedas necesitar, luego repásalo y comprueba que no has puesto algo que en realidad no te hace falta. Imagínate en la cama, ¿qué llevas puesto? Pues bien, ponlo, y además pon una muda de recambio. Te levantas. ¿Qué haces? Te lavas. ¿Con qué te lavas? Con jabón. Pon jabón. Continúa así hasta que hayas terminado. Luego la ropa. Empieza por los pies: ¿qué llevas en los pies? Botas, zapatos, calcetines. Ponlo. Continúa hasta que llegues a la cabeza. ¿Qué necesitas además de la ropa? Un poco de brandy. Ponlo. Un sacacorchos. Ponlo. Ponlo todo, así no te olvidarás de nada.

Este es el plan que siempre seguía él. Hecha la lista, la repasaba cuidadosamente, como siempre aconsejaba, para ver si se había olvidado de algo. Después la leía de nuevo y tachaba todo lo que no era realmente necesario.

Y después perdía la lista.

—En las bicicletas solo llevaremos lo necesario para un día o dos —dijo George—. El resto del equipaje podemos mandarlo de una ciudad a la siguiente.

—Debemos ser cuidadosos —dije— Una vez conocí a un hombre que…

Harris miró su reloj.

—Ya nos lo explicarás en el barco —dijo—. Debo encontrarme con Clara en la estación de Waterloo dentro de media hora.

—No necesitaré media hora —dije—. Es una historia auténtica y…

—No la desperdicies —dijo George—. Me han dicho que hay noches lluviosas en la Selva Negra, entonces estaremos encantados de escucharla. Lo que tenemos que hacer ahora es acabar la lista.

Ahora que lo recuerdo, nunca pude acabar aquella historia, siempre hubo algo que me interrumpió. Y era realmente auténtica.