Kitabı oxu: «La madurez del cine mexicano», səhifə 5

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La madurez adúltera

En Las oscuras primaveras (Agencia Sha - Alebrije Cine y Video - Tintorera Producciones, 100 minutos, 2014), deliberadamente gris y opaco segundo largometraje ficcional del portentoso y calculadísimo estilista veracruzano excuequero de 45 años Ernesto Contreras (magníficos cortos previos: El milagro, 2000, y Los no invitados, 2003; largo ficcional: Párpados azules, 2007; largo documental: Café Tacvba, seguir siendo, 2010, codirigido con Juan Manuel Cravioto), con guión como de costumbre de su hermano Carlos Contreras, el fornido plomero fabril de cuerpo tatuado Igor (José María Yazpik tan animalazo domado como en Abel) y la sensual subauxiliar oficinista de cuerpo pulposo Pina (Irene Azuela más caldosa aún que en Bajo la sal o en Tercera llamada) se conocen por azar, fajan de inmediato aun sin haberse dicho sus nombres, se siguen atrayendo poderosamente y por ese deseo irresistible, sin cesar reiniciado y siempre insatisfecho, están dispuestos a incitarse hasta la saciedad, mostrándose sus cuerpos mutuamente sin pudor alguno en lugares públicos, o a sostener frenéticas relaciones carnales en donde sea y a la hora que sea, pero no son libres, él está casado con la sensitiva hembrita hebrita cinéfila Flora (Cecilia Suárez tan sublime como en Párpados azules o en Nos vemos, papá) que lavándole la ropa a su prudente vecino ya mayor el Sr. Valdez (Fernando Becerril), así como a la solitaria anciana chismosita del piso superior María (Margarita Sanz), se gana unos pesos extra para invitar al cine impenitente, y ella es la atenta madre soltera del bodoquito obediente de 10 años Lorenzo (Hayden Meyerberg bipolarmente trabajado) que soporta un padre biológico Sandro (Flavio Medina) raras veces alcanzable por teléfono, que suele dejar regados por el piso noche tras noche sus numerosos juguetes y que ahora necesita de su progenitora un esfuerzo monetario supremo para actuar el privilegiado rol del león en una representación escénica escolar de recibimiento triunfal de la ansiada primavera; por lo que los infelices amantes Igor y Pina conciertan torpes citas para verse a solas, sin éxito posible alguno, se exasperan, desesperan, sienten irracionalmente que les estorban sus seres queridos inmediatos y comienzan a realizar actos difíciles de entender por nadie, él invirtiendo todos sus ahorros y los de su cónyuge en la compra absurda de una histerizante fotocopiadora que sin embargo servirá para que pronto Pina se independice soberanamente realizando redituables trabajos hormiga de fotocopiado cómodo al vecindario, y ella retardando al máximo la confección del costoso disfraz leonino para dejar irritantemente en desventaja a su aspirante a intérprete y echando intempestivamente a la basura los juguetes de su hijo para ofrecerle en agresivo sucedáneo un simple carrito nuevo colmándole la paciencia y haciéndolo lanzar también ése desde una azotea y orillándolo a recurrir al rescate de su padre; sin embargo, cuando los felices amantes Igor y Pina logren estar al fin juntos bajo el mismo techo y sobre el mismo lecho, en otro lugar de la gran ciudad la frágil Flora perecerá aplastada bajo la fotocopiadora desbarrancándose que en un rapto de rabia pretendía llevarse consigo por las escaleras de su edificio y un entristecido pequeño Lorenzo deberá migrar muy lejos al lado del abandonador padre motorizado Sandro a quien detesta pero que ha hecho su advenimiento en perdonavidas plan adoptivo para llevárselo consigo por indeseable tiempo indefinido.

La madurez adúltera pone en amarga acción irónica una pareja de amantes ilegítimos chilangos que se desean poderosamente pero siempre fallan en estar juntos, hastiados de mostrarse los genitales bajo las mesas del comedor colectivo y de copular a la carrerita en las escaleras del edificio donde laboran, pero sobre todo de acudir por riguroso y frustrante turno unilateral a sus citas clandestinas en los hoteles de Tlalpan, recibiendo invariable e inclementemente un alevoso aunque lamentable plantón de la otra parte del enlace, o séase una pareja adúltera no demasiado distinta de aquella simultánea que integraban la bella casada pelinegra parisina (Héloise Godet) y el pálido inmigrante magrebí soltero (Kamel Abdelli), tras haberse conocido por casualidad y haberse enamorado de manera irresistible, sólo para pasársela de continuo desnuda en sus citas clandestinas, aunque malgastando todo el tiempo dirimiendo sus desavenencias sentimentales y discutiendo entre sí, sobre su situación, sus estrategias u otros temas virulentos, en vez de copular gozosamente, y luego salían a interrogar sobre asuntos profundos a transeúntes y amigos, sólo advirtiéndose a punto de estar bien unida gracias a la intervención de un deambulatorio perro mediador de merodeador origen campirano; pero con la enorme diferencia de que nuestros Igor y Pina ni siquiera cuentan con un perro bienhechor que, como buen francés, hasta intenta hablar para unirlos, haciendo más premiosa su condición y antilírica su crónica de pobres amantes mexicanos.

La madurez adúltera guarda también una extraña semejanza con el verídico triángulo amoroso vuelto sorda tragedia franquista alpargatera de época que filmó el respetabilísimo veterano barcelonés Vicente Aranda en 1990 bajo el nombre de Amantes: idéntica presencia del invierno como crispado reflejo vil de las almas jodidas de los vencidos de antemano, similar dramatización de un suceso de presumible nota roja en grave tono pasional, reveladora equivalencia con un turbio clima moral inexpresable, sólo que aquí en Contreras el exrecluta bonito (allá Jorge Sanz) ha devenido un rudo bricoleur de máquinas de oficina con pinta de artesanía tarasca, aunque igual se halla cobardemente desmembrado entre una rústica mujercita al extremo del desamparo (allá una muy joven Maribel Verdú) que pronto dejará de ser santa para ser crudamente esquilmada en sus ahorros y una lagartona casera viuda (allá Victoria Abril) vuelta apurada madre soltera, pero análogamente regia, perpetuamente sexobjetosa enfundada en obviotas lencerías y atuendos leopardescos, con quien el varón desea jugar a sus anchas a El imperio de los sentiditos (Nagisa Ōshima, 1976), sacándole a la hora de la verdad por sus partes nobles y sentimentales un pañuelito que a los personajes de Las oscuras primaveras les hace falta, aunque también delineándose así las peripecias fatales en los huesitos de una inteligente estructura fílmica jamás melodramática, una sorda hecatombe íntima provocada por el indeciso gandallismo voluntario / involuntario de la parejita diabólica, actuando premeditadamente o no, con una maldita ambigüedad hervorosa e irreverente que nos sacude hasta los cimientos espirituales y culposos, hasta el límite del suicidio grosero por amor-pasión, allá de la felliniana víctima a lo Cabiria ante la suntuosa Catedral de Burgos ahogada en la nieve y aquí de la deshecha esposa incapaz de tolerar el peso de la separación desplomándose bajo una lerda fotocopiadora sin control.

La madurez adúltera marca implacable y catecúmena la tragedia de la alternación y del top-shot aplastante, con fundamental fotografía reinventora absoluta de mortecinas atmósferas citadinas del también realizador Tonatiuh Martínez (La casa de enfrente, 2002), una dirección de arte a rajatabla rasa de Bárbara Enríquez y Alejandro García, una música coagulada en grumos ambientales de Emmanuel del Real (con sus hermanos Ramiro y Renato), una geométrica edición sin fisuras de Valentina Leduc Navarro y una canción erotizada cual obvísima variable descendente (“No puedo parar”), gracias a las cuales esa alternación resulta decisiva en los momentos cruciales (la culminante fusión de los amantes mientras sus familiares se hunden en cada extremidad) o veladamente incisiva del sagaz secreto intencional (recuentos sin humor de las cómicas escapadas fallidas, histeria por la entrega de la copiadora y recogida de juguetes destinados a la negra bolsa de basura) y categóricos esos top-shots aplastantes a todo lo largo del recorrido hacia lo irremediable cual mínimos aplastamientos en anunciadora serie progresiva (cuerpos adosados, vistas del metro o de la unidad habitacional, baño purificador de Igor), con el objeto de que en ambos casos expresivos puedan medrar a un tiempo tanto el asfixiante mundo cerrado de la moral tradicional como un tributo casi romántico a la mejor trayectoria del cine realista de Ernesto Contreras fronterizo con la somnolencia vital de sus criaturas delicadas (las alucinadas de Los no invitados, las tímidas aún con Párpados azules) como algo tendiente a lo sagrado: el sagrado amasiato imposible e intocable sin crisis global ni sacrificio, de preferencia el de los demás, cual subproducto ¿inevitable?

Y la madurez adúltera explora sin sordidez alguna más zonas oscuras del espacio citadino, de la culpa solitaria, la mente y la sociedad mexicanos que cualquier film neonoir o de horror enigmático, la destrucción o el amor, basta con que caiga-quien-caiga nuestro musculoso Pepe el Toro postepiteño malafeitado y nuestra Chorreada del Siglo XXI decidan mover guapachosamente la cadera durante la explícita cópula eufórica con dominante femenina (porque aquí las mujeres siempre han llevado la iniciativa erótica), y basta con que se llegue al fondo del drama del invierno y de la comedia del deseo de que llegue la primavera ¡por fin, ya, cuanto antes!, decir invierno como se diría desangelada construcción mortecina injustamente padecida, decir primavera como se diría omnidesinhibidora Primavera de Praga íntima o primaveras árabes del sexo, el fin de la cruel temporada en el infierno lóbrego y el arribo de la lúbrica estación celestial solariega, todo ello evidenciado en la recitación colectiva que preparan los niños de primaria para dar digno recibimiento refulgente a una primavera puerilmente idealizada y para la que necesitaba su traje de león el pequeño retorcido Lorenzo, misma que concluyentemente se celebrará con gran vehemencia y alborozo, pero en ausencia suya.

La madurez repetitiva

Sin duda, “la repetición es el término operativo en el cine de Pereda” y en su más reciente obra se logran de manera fehaciente “una exposición del método y una nueva mirada a su obsesión”, puesto que la repetición es tanto forma como concepto: la poética de la película trabaja con la repetición y su tema pasa también por aplicar lo que se repite al misterio de la identidad”, para consumarse a modo de “una indagación filosófica sobre el tiempo y la insustancialidad del yo” (Roger Koza, en el Catálogo del FICUNAM, 2015), ya en un punto cumbre, óptimo, clave y formidablemente explícito de su madurez repetitiva, como sigue.

Lado A: La madurez repetitiva acogedora

En el mediometraje coproducido con Canadá El palacio (Interior13cine, 36 minutos, 2013), solidario aunque levemente burlón opus 8 del prolífico autor total independiente y consentido festivalero todavía tercamente de espaldas ante cualquier ambición mercantil a sus 31 años Nicolás Pereda (tras su colaboración desequilibrada pero acaso clave en algún sentido con el danés Jacob Secher Schulsinger Matar extraños, 2013), se hace la crónica docuficcional de un hipotético centro de capacitación y entrenamiento para sirvientas en Ciudad de México, especie de centro de acogida o de refugio para féminas solas donde un nutrido grupo de mujeres desempleadas (exactamente diecisiete), con edades que van de 8 a 65 años y cuyas ropas aparecen expuestas o recogiéndose en los mecates exteriores de sus humildes cuartos, reciben instrucción de todo tipo sobre cómo asearse y cómo realizar el aseo de la casa, empezando por el cepillado de sus dientes en los fregaderos del patio, la preparación de la comida en una cocina colectiva, el acarreo de agua para los inodoros improvisados, el lavado, el planchado y la limpieza general, el tendido de las camas cual ambición perfeccionista, y culminando por el aprendizaje de ciertas estrategias a cumplir por esas aspirantes a trabajadoras domésticas, para convencer de que cuentan con aptitudes deseables y buena disposición a las futuras patronas posibles aunque inmostrables, en la hora crucial de la entrevista para discutir rigurosidad de horarios, exigencias de puntualidad, monto de salario y actitud flexible para continuar incrementando sus destrezas.

La madurez repetitiva acogedora despliega un bello, entrañable y elocuente álbum de imágenes de mujeres en su calidez cotidiana, producto de una visión a la vez involucrada y distante, con fotografía muy atenta de Pedro Gómez y diáfano sonido en in cuanto en off de José Miguel Enríquez, donde pueden hallar imágenes depuradas de un fino film d’auteur de un género híbrido imposible de ser deslindado o definido, imágenes alígeras y hasta insólitas como el prodigioso larguísimo plano inaugural de las 17 mujeres aglutinadas codo con codo alrededor de unos fregaderos en trance de efectuar un inusitadamente comunal-promiscuo cepillado de dientes, imágenes límpidas como esos planos matinales de las alcobas abiertas a oquedades o a fractalidades generosas, imágenes observacionales de rara belleza inesperada sobre la realización de las más humildes tareas porque hoy “Pereda es capaz de filmar el acto de colgar ropa y tender una cama como si se tratara de un acontecimiento estético” (Roger Koza en el Catálogo del FICUNAM 2014), imágenes cual visiones inesperadas que llegan a impregnarse de cierta benevolencia sonriente como la inoportuna instalación de otro catre más dentro de una habitación ya embutida de lechos, imágenes sentidamente efusivas como el espontáneo abrazo fraternal de dos conmovedoras sirvientas en proceso de formación, imágenes abocadas a cierta sorna afectuosa como la de esa niñita de chicle que hace y deshace y recoge y vuelve a tender sábanas y colchas de una cama cual faena de Sísifo de nunca acabar e imposible de cumplir al gusto de los severos requerimientos de una implacable analista de voz dictatorial que permanece en el fuera de campo (a diferencia del omnipresente instructor tiránico de batería J. K. Simmons del Whiplash de Damien Chazelle, 2014), imágenes que inclusive podrían fungir cual intempestivos nuevos arquetipos irrepetibles a un tiempo colectivistas anticeremoniales o protosacrificiales, todas ellas para culminar en un omnisapiente interrogatorio en off a varias mujeres que ensayan quasi dramatúrgicamente con la intención de adquirir suficientes armas orales para la hora de comparecer, dentro de la impersonal impersonalizante tradición de la secuencia confesional-inquisitorial montada contra el púber cautivo de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), si bien ahora el asedio es contemplado y dirigido en solitario autista un tanto acezante y taimado, al estilo del manejo engañoso y errático que picaronamente ha ejercido Pereda hasta en contra de su sorjuanesca tía diva Jesusa Rodríguez (en Todo, en fin, el silencio lo ocupaba, 2010).

La madurez repetitiva acogedora abunda con dulzura en la monstruosa y cruel ironía de llamarle Palacio a un refugio para menesterosas, una ironía en apariencia inocente pero lúcida, sobre todo por aquello de que “en la ironía casi siempre hay duplicidad (no hay ironía sin fingimiento, sin una parte de mala fe” y de que “la lucidez nos enseña que todo lo que no es trágico es irrisorio” pero no la ironía (amarga por naturaleza) sino sólo “el humor añade, con una sonrisa, que no es ninguna tragedia” (André Comte-Sponville en su imprescindible Pequeño tratado de las grandes virtudes), convirtiendo sin embargo en semifantasía solidaria algunos efectos (jamás estragos) de la desigualdad social y la precariedad económica, mientras de seguro en otra realidad más apremiante otro grupo de 17 mujeres se enfrenta sin preparación alguna al acre universo de la necesidad y la inconciencia: la libertad para vender su ínfima y menospreciada fuerza de trabajo, creyendo que la conciencia es innecesaria.

La madurez repetitiva acogedora recibe con suavidad pero maliciosamente en su seno al teatro del Trabajo, ilustra acerca de la manera de convertirse en niñera o empleada doméstica o enfermera a domicilio ya en la práctica hoy en México, escenifica tanto la falta de ética y de valores como el engaño profundo y el simulacro a veces ingenioso que subyacen y presiden el adiestramiento y la consecución de un empleo en esos campos, y así no es azaroso que Sonia Rangel, especialista filosófica en el cine de Pereda, se refiera a El palacio como la acción de “una microfísica del poder, que expone la situación de las empleadas domésticas, haciendo visibles las relaciones de dominación que han sido normalizadas alrededor de esta forma de trabajo”, y por añadidura “el palacio es una casa a la cual las señoras van en busca de servidumbre, realizando una serie de entrevistas de trabajo a las empleadas, en una especie de casting que nos recuerda el ejercicio de Matar extraños”, allí donde “la entrevista se convierte en un dispositivo para dar voz a esas mujeres anónimas, en imágenes que operan como ecos silenciosos que denuncian la desigualdad y la opresión liberando la potencia del anonimato” (en Ensayos imaginarios. Aproximaciones estéticas al cine de David Lynch, David Cronenberg y Béla Tarr, seguido de Nicolás Pereda o la repetición, 2015), item más, una entrevista siempre basada en pequeñas grandes violencias convenidas, puesto que se encuentran fincadas en la simulación de capacidades y en la conquista del empleo, o sea, puesto que no hay conquista sin violencia ni abuso ni usurpación de autoridad, esa conquista significa también alienación y enajenamiento o toma por asalto: la apropiación de un puesto de trabajo a como dé lugar.

Y la madurez repetitiva acogedora entronca con el cine precedente de Pereda, a la vez extendiéndolo y depurando tanto sus enfoques descriptivos como sus recursos expresivos siempre carentes de cualquier énfasis o explicitud temática, se permite un dejo colateral y casi por accidente de cierto onirismo, en la figura de ese burro (ese emblema universal de la servidumbre y el manso aguante del peor maltrato) que anda suelto por los patios y hurga con su hocico en las plantas de unas macetas o deambula en las habitaciones de las féminas, cual hallazgo de un paraguas en una máquina de coser (Lautréamont) o la aparición de un asno destripado sobre un piano de cola (Buñuel), y al modo del borrico-encarnación de la colérica gracia divina de Robert Bresson (en Al azar Baltazar, 1966), con la mayor indolencia casi indiferente, pues esa bestia pre y postsurrealista a la vez habrá de servir sólo para ser desechado finalmente y que el flujo fílmico pueda enfocarse más bien en las consabidas repeticiones eternas que siguen constituyendo tanto el Perpetuum mobile (2009) como el móvil perpetuo de Los mejores temas (2012), y a las que hoy se abandonan con gusto nuestras novísimas habitantes del mundo de Pereda, sin saberlo, medio automatizadas, para acabar renunciando a todo “ritornello motriz” (Rangel dixit) para volcarse en esos dimórficos cuestionarios verbales a los que acepta someterse desde un fuera de campo acusmático una quasi empleada doméstica rezongona hasta lo desafiante llamada Eli (Elizabeth Tinoco), así como su todoaquiescente homóloga Rossy (Rosa María Lara) y hasta una vetusta doña sexagenaria aún en activo por necesidad hogareña, ajustando sobre la marcha sus problemas de horario y ambiciones monetarias, destacando sus disposiciones para aprender aquello que aún no saben de la práctica doméstica y fundamentando sus urgencias, para poder seguir laborando a cualquier edad avanzada y sobre todo para autovalorarse y hacerse valorar en un mismo impulso, ese sí nada abstracto, y ganarse el respeto que merecen, nada más y que caiga la guillotina sobre una ya lacónica pantalla, hacia un espacio en negro contundente, tajante, elocuente y en burbujeantes puntos suspensivos finales.

7,27 ₼
Janr və etiketlər
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701 səh. 3 illustrasiyalar
ISBN:
9786070295058
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