Kitabı oxu: «La aventura de Saíd»

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¡Echa abajo los prejuicios racistas!

A todos aquellos que, como Saíd, se lanzaron a la aventura de emigrar y sólo hallaron hostilidad y desprecio.



Agradezco su colaboración a SOS Racismo, al Centro de Información para Trabajadores Extranjeros de Comisiones Obreras (CITE), al Centro de Servicios Sociales de Ciutat Vella, al Centro de Inmigración de Cáritas Diocesana y, especialmente, a Núria Vives, Ita Espinosa, Cristina Zamponi, Xavier Olivé, Kahlib Farsan, Jordi Capdevila y Álex Masllorens.


 
“Crecer también es saber que la tristeza
y hasta la afrenta no son, por suerte,
exclusiva de los viles, sino un grotesco
patrimonio de todos, y que por los ojos
de los marginados, de los pobres, de los vencidos,
se nos va a todos el gozo de vivir
armoniosamente y con alegría.”
 
MIQUEL MARTÍ POL

1 Harrag

EL patrón de la patera detuvo el motor y se encaró con los cinco hombres que llevaba a bordo. El súbito silencio parecía hacer la noche todavía más oscura. Apenas se veían unos a otros, pese a que estaban en una embarcación de seis metros escasos de eslora.

–Final de trayecto-dijo el patrón con voz ronca-. Ahora tenéis que saltar al agua y alcanzar la playa nadando.

Los hombres lo miraron, sorprendidos. Parada, la embarcación se movía de un lado a otro como si fuese un corcho. No se podía decir que la mar estuviese picada, pero tampoco estaba en calma.

–¿Qué dices? -saltó uno de ellos-. ¿Te has vuelto loco?

–Yo no sé nadar -dijo Saíd, el más joven.

–¿Y las bolsas? -apuntó otro.

–Ya os las guardaré yo -contestó el patrón con sorna.

–¡Pero si no se ve la costa!

–¡Claro que se ve! Mirad aquellas luces de allí… Ahora. ¿Las veis…? Lo que pasa es que el oleaje las oculta, pero la playa está a menos de quinientos metros. De eso podéis estar seguros.

–El trato no era éste. Tienes que llevarnos hasta la playa.

–Mira, amigo, yo no me la juego. Hay mucha vigilancia y no quiero quedarme sin barca. Además, el trato era que os llevaría hasta la costa española. Pues ahí delante la tenéis.

–¡Eres un cabrón! ¡No saltaremos!

–¡Ya lo creo que saltaréis! -dijo el patrón endureciendo el rostro y cogiendo una barra de hierro que había junto al timón-. ¿Verdad que saltarán, Sherif? -añadió dirigiéndose al marinero que estaba en la popa, detrás de los hombres.

–¡Claro, patrón! ¿Quién quiere que sea el primero?

Y mientras decía esto, Sherif se levantó. Era un hombre corpulento y de cara ancha, oculta tras una barba negra y rizada. En las manos llevaba uno de los remos de la barca, que blandía amenazadoramente.

–Ese bravucón que acaba de decir que no van a saltar -respondió el patrón, sonriendo-. Le haremos dar ejemplo.

El marinero tocó con el remo el hombro de Abdeslam.

–No podéis hacernos eso. Moriremos ahogados -se lamentó el que estaba al lado de Abdeslam-. No podemos nadar quinientos metros con esta mar y de noche.

–Sois jóvenes y fuertes -dijo el patrón-. Seguro que podéis hacerlo. Uno es capaz de cualquier cosa cuando no tiene otra alternativa. Y os aseguro que no la tenéis. ¿Verdad que no, Sherif?

–No, patrón, no les queda otra alternativa. Venga, tú, levántate -y volvió a golpear el hombro de Abdeslam, esta vez un poco más fuerte.

Abdeslam se levantó lentamente y, de pronto, se abalanzó sobre Sherif. Fue un gesto desesperado e inútil porque el marinero, que esperaba una reacción como aquélla, le clavó el remo en el pecho y lo empujó hacia atrás con todas sus fuerzas. Abdeslam tropezó con el hombre que tenía a su lado, perdió el equilibrio y cayó por la borda. En el último momento pudo agarrarse al escálamo. Al verlo, Sherif descargó un golpe brutal en las manos de Abdeslam, que con un grito de dolor se soltó y desapareció en la noche.

–¡Asesinos! -gritó desde el agua. Pero ya no se le veía.

Dos de los hombres aprovecharon que Sherif se había quedado inclinado cerca de la borda para lanzarse sobre él e intentar tirarlo al agua, pero el gigantón aguantó la embestida. Un golpe de mar derribó a los tres, que cayeron por la borda hechos un ovillo.

–¡Patrón! -gritó Sherif, chapoteando frenéticamente.

El patrón levantó la barra de hierro, amenazador.

–¡Venga, vosotros dos al agua!

Pero ni Saíd ni el otro se movieron.

–¡Por Alá que vais a saltar al agua! -dijo el patrón, apartándose del timón y acercándose a los dos que quedaban a bordo.

–¡Patrón, ayúdeme! -volvió a gritar Sherif.

Su voz era desesperada. El oleaje lo alejaba de la barca y, pese a que braceaba para acercarse, no lo conseguía. De los otros dos, igual que de Abdeslam, no se veía ni rastro. Seguramente habían optado por nadar hacia la costa, o quizá se habían ahogado. Al ver que el patrón se acercaba, el compañero de Saíd se levantó del asiento y después de murmurar un apresurado “que Alá me proteja”, se lanzó al agua. Saíd, con un gesto rápido, cogió el otro remo del fondo de la embarcación, y plantó cara al patrón.

–¡Ayuda!

La voz de Sherif se oía cada vez más lejana.

–Así que quieres gresca, ¿eh, chico? -dijo el patrón, deteniéndose justo a la distancia del remo.

–No sé nadar -repitió Saíd con un hilo de voz.

–Pues tendrías que haber aprendido.

El balanceo de la embarcación hacía difícil mantenerse en pie. Por eso, cuando el patrón vio que Saíd se desequilibraba ligeramente, aprovechó la circunstancia para acercársele. El muchacho, en lugar de intentar mantener el equilibrio, se dejó caer al fondo de la barca, al tiempo que giraba el remo con todas sus fuerzas. El patrón recibió el golpe de la pala del remo en pleno rostro y cayó de lado sobre la borda. Antes de salir del aturdimiento del trompazo, sintió que la punta del remo se le clavaba en el costado y lo empujaba con fuerza. Instintivamente, se agarró a él y, cuando Saíd lo soltó, remo y patrón cayeron al agua. Saíd vio que el hombre asomaba la cabeza junto a la embarcación y estiraba los brazos hasta agarrarse a la borda, pero, pese a sus esfuerzos, no conseguía subir.

–¡Hijo de puta, ayúdame a subir!

Pero Saíd no se movía; estaba quieto, sentado en el banco de madera, mirando hipnotizado al patrón, que intentaba subir una y otra vez sin lograrlo.

–¡Te llevaré a la playa! ¡Te lo juro por Alá!

Si el patrón hubiese visto la mirada inexpresiva de Saíd, habría comprendido enseguida que aquel muchacho de poco más de dieciocho años, que había decidido emprender la aventura de emigrar, no le ayudaría. Estaba demasiado alterado por la brutalidad de la escena que acababa de vivir y no tenía ni el valor ni las fuerzas suficientes para enfrentarse a él de nuevo; lo dejaría allí colgado, sin hacer nada, hasta que el agotamiento y el frío lo rindiesen y entregase su cuerpo al mar.

–¡No puedo más! ¡Ayúdame! ¡Alá te maldecirá toda la vida si me dejas morir!

Por toda respuesta, Saíd cerró los ojos, se tapó los oídos y comenzó a murmurar los noventa y nueve nombres de Alá.

–Alá el Clemente, Alá el Misericordioso, Alá el Rey, Alá el Santo, Alá el Dios de la Paz, Alá el Fiador…

La tradición musulmana decía que quien conociese todos los nombres de Alá entraría en el Paraíso, hiciese lo que hiciese.

Cuando Saíd vio entrar a Hussein en la panadería, no podía creérselo.

–¡Hussein! ¿Qué haces aquí?

Los dos amigos se abrazaron.

–He venido a ver a la familia.

–Creía que ya no te acordabas de nosotros. ¿Cómo estás?

–Bien, muy bien.

–Saíd, tienes trabajo, ya charlaréis en otra ocasión -graznó la voz desagradable de Mahmut, el panadero.

–Tú, tan amable como siempre, ¿verdad, Mahmut? -dijo Hussein con ironía-. Bien, ya me voy. No quiero distraer a tu esclavo.

Saíd se sintió incómodo por el calificativo de su amigo.

–Es que tengo que ir a repartir el pan -dijo, deseoso de evitar una disputa entre su patrón y Hussein-. A mediodía estaré listo. Si quieres, quedamos.

–De acuerdo. Yo estaré en casa. Pasa a recogerme.

Cuando Hussein salió de la panadería, Mahmut se encaró con Saíd.

–No sé por qué tiene que venir a verte aquí ese fanfarrón. ¿No sabe que estás trabajando?

–Sólo ha entrado a saludarme. Hacía más de dos años que no nos veíamos.

–¿Y no podía esperar a que terminases?

Saíd optó por no decir nada más y continuó poniendo el pan en la cesta para salir a repartirlo. Mahmut estaba cada vez más desagradable, y la única forma de evitar broncas era no llevarle la contraria. Aun así, no había día en que no se enzarzasen por una cosa o por otra. Llevaba cinco años trabajando en la panadería, y Mahmut debía de pensar que era el mismo chaval que cuando comenzó; no quería darse cuenta de que ya no podía regañarle como a un crío. A Saíd cada vez le costaba más morderse la lengua para no mandarlo al cuerno. Si no hubiera sido porque necesitaban el dinero en casa y el trabajo estaba tan mal, ya lo habría plantado. Sólo faltaba la arpía de su mujer, desconfiada hasta el extremo. Cuando el muchacho volvía de repartir, ella contaba y recontaba el dinero que le entregaba, y pobre de él si faltaba un solo dirham. Entonces lo trataba de ladrón, por lo menos. Ya podía explicarle que alguien no le había podido pagar, que le pagaría la próxima vez. “Pues si no paga, no le dejes el pan”, le decía ella. Para evitarse problemas, Saíd había tomado una decisión: cuando ocurría eso ponía el dinero de su bolsillo y lo cobraba más adelante, que a menudo no era cuando les llevaba pan otra vez, sino cuando podían. En el barrio no sobraba el dinero.

Hussein y Saíd habían crecido juntos en el mismo callejón del barrio más pobre de Xauen. Hussein era mayor que Saíd y eso había hecho que éste lo mirara siempre con admiración y respeto. Para él, rodeado de hermanas (tenía cuatro hermanas, dos mayores que él y dos más pequeñas), Hussein había sido como el hermano que le hubiese gustado tener. Por eso sintió tanto que decidiera irse a buscar trabajo en el extranjero. Habían pasado casi tres años y todavía recordaba sus palabras:

–Me voy, Saíd. Estoy harto de esta miseria, y la única forma que tengo de salir de ella es marcharme al extranjero.

–¿Y qué dicen tus padres?

–No les gusta la idea, pero los he convencido. Boutahar está trabajando en Marsella y manda dinero a su casa. Y Abdelkader está en París. A todos les va mejor que aquí.

–¿Y no sientes dejar el barrio, los amigos…?

“A mí”, pensó Saíd, pero no lo dijo.

–No. Este barrio no me ha dado nada. Ni en mi infancia, ni ahora. Así que yo tampoco le debo nada.

Aunque Saíd era consciente de que su relación había ido cambiando a medida que se hacían mayores, las ásperas palabras de Hussein le dolieron. Al crecer, Hussein se había convertido en un muchacho inquieto y ambicioso, lleno de amargura; no había en el barrio ningún trabajo que le gustase, y al final siempre se despedía de mala manera. Precisamente, Saíd entró de ayudante del panadero cuando Hussein dejó el trabajo sin más ni más. “Mañana no vendré”, le dijo Hussein a Mahmut un día. “Estoy harto de hornear y repartir pan, y de aguantarte a ti y a la roñosa de tu mujer.” Y en efecto, no volvió más. Después estuvo unos meses en una barbería, y de la barbería pasó al hotel A Asmaa, el mejor de Xauen, pero tampoco allí estuvo mucho tiempo. Saíd recordó que, cuando se marchó al extranjero, Hussein trabajaba como camarero en un café de la plaza del mercado.

Los dos amigos se encontraron al mediodía y Hussein invitó a Saíd a tomar un refresco. Salieron de casa y se dirigieron al mercado. Por el camino, Saíd advirtió por primera vez el cambio que se había producido en Hussein. Iba bien vestido, con un conjunto de camisa y pantalón vaqueros de marca y llevaba un buen reloj en la muñeca.

–Parece que te van bien las cosas.

–No me puedo quejar -dijo Hussein, displicente.

–¿Y por qué te quedaste en Barcelona?

–Por casualidad. Iba hacia París y me detuve en Barcelona. La ciudad se estaba preparando para los Juegos Olímpicos y había bastante trabajo. Pregunté en un par de obras si necesitaban gente, y me cogieron. Y ya no me he movido.

–¿Y aún trabajas en la construcción?

–No, eso fue al principio. Después cambié, era demasiado duro. Trabajaba un montón de horas y cobraba una miseria. Además, cuando terminaron las obras olímpicas, dejó de haber trabajo.

–Y ahora, ¿qué haces? -preguntó Saíd.

–Negocios -contestó Hussein con una sonrisa misteriosa.

A pesar de que era la hora de más sol, en las calles que rodeaban el mercado todavía había gente. En la plaza, los vendedores recogían los puestos, y el suelo estaba lleno de papeles, cartones, cajas vacías, plásticos y basura. Los dos jóvenes la atravesaron y cuando Saíd creía que iban a entrar en el café donde había trabajado Hussein, éste lo cogió por el brazo y tiró de él.

–Ven, quiero enseñarte una cosa.

Dejaron la plaza y Hussein lo condujo hasta la avenida de Hassan II. Cuando llegaron delante de un coche con matrícula española, Hussein se detuvo, sacó las llaves del bolsillo y lo abrió.

–Venga, sube, que vamos a dar una vuelta.

–¿Es tuyo este coche? -preguntó Saíd, admirado.

–Del todo.

El coche no era una maravilla, pero arrancó a la primera, y los dos amigos se dirigieron a la plaza de Mohammed y, desde allí, a la carretera general.

–Te habrá costado un dineral -insistió Saíd, que no acababa de creerse que su amigo tuviera un coche.

–Trescientas mil pesetas. Unos veinticinco mil dirhams. Es de segunda mano, pero va bastante bien. He venido desde Barcelona hasta aquí sin ningún problema.

Mientras veía correr el paisaje a una velocidad inusual, Saíd pensaba que, en efecto, las cosas debían de ser diferentes en el extranjero. Para que su amigo hubiera podido comprarse un coche sólo tres años después de haber dejado el pueblo, tenían que serlo a la fuerza. Él nunca podría comprarse uno allí. Y su espíritu, normalmente tranquilo y resignado, se alteró con el aguijonazo de la envidia. A él también le gustaría poder tener un coche a los veintidós años. Seguro que entonces Jamila no lo desdeñaría como ahora.

–¿Y tú, qué? ¿No te decides a dejar a ese desgraciado de Mahmut y marcharte? -Hussein continuó sin esperar la respuesta de Saíd-. Si te quedas aquí no harás nunca nada. Aquí no hay vida. La vida de aquí es ir tirando sin esperanza. ¿A qué puedes aspirar? ¿A tener un día una panadería en nuestro barrio? ¿Y qué es eso? Nada.

Saíd escuchaba a su amigo en silencio. Ya había pensado en marcharse, pero le asustaba la idea. Allí, en el barrio, tenía la familia, los amigos, el trabajo, la chica que le gustaba, y, a su manera, era feliz. Él no era como Hussein: no tenía su iniciativa y audacia. Por ejemplo, nunca se había atrevido a traficar con hachís con los extranjeros, como hacía Hussein cuando estaba allí, y como hacían la mayoría de los chicos del barrio. De pequeño, casi nunca se había pegado a los turistas pidiendo, y cuando lo hizo fue porque lo hacían todos sus amigos…

–Ya te lo dije cuando me marché y te lo vuelvo a decir ahora. Saíd, deja el barrio y vete al extranjero. Aquí no hay nada que hacer. Hemos nacido en la miseria y moriremos en la miseria si no ponemos remedio. Y el único remedio es emigrar. Si quieres venir a Barcelona… Yo ahora estoy bien instalado. Comparto un piso con tres compañeros y habría sitio para uno más…

Las palabras de Hussein sumieron a Saíd en un mar de contradicciones. ¡Claro que aspiraba a mejorar su situación, que deseaba poder ofrecer a Jamila algo más que un sueldo de miseria! Pero se resistía a pensar que la única forma de hacerlo era dejar a la familia, a los amigos, el lugar donde había crecido, y lanzarse a una aventura incierta. Claro que estando Hussein en Barcelona podía ser todo diferente, más fácil; no tendría que enfrentarse a la terrible situación de encontrarse solo en un país extranjero, rodeado de gente a la que no entendía, y sin casa, ni amigos, ni trabajo…

Continuaron hasta Sefliane y allí dieron la vuelta para regresar. El paisaje corría delante de la mirada de Saíd como si tuviese vida propia. Bajo el sol, el roquedal lucía sus mejores tonos terrosos, salpicados por el verde blanquecino de los matojos. Aquélla era una tierra pobre, que a duras penas permitía sobrevivir a una población que se afanaba por sacarle algún provecho. Pero cada vez era más difícil, cada vez había más miseria en el pueblo. Por eso eran cada vez más los hombres que se marchaban. Algunos empezaban probando fortuna en las ciudades grandes, Rabat, Casablanca, Mequinez o Marraquech, donde había fábricas; otros, como su amigo, optaban por ir directamente a Europa. Si obtenían el pasaporte, no había demasiados problemas para salir del país; pero si no lo conseguían, tenían que arriesgarse a salir clandestinamente en alguna barca de pesca o como polizones en barcos de pasajeros o en mercantes. Y después de esta aventura comenzaba la de atravesar España y llegar a Francia, Bélgica o Alemania para buscar trabajo.

–¿Qué te parece el coche? Va bien, ¿verdad?

–¡Y tanto! ¡Es magnífico que puedas tener coche!

–Mis padres no se lo creían. El hijo que ya daban por perdido ha aparecido de golpe con un coche y cargado de regalos. Porque no veas la de cosas que he traído para todos. A ti también te he traído algo. Saíd miró a Hussein entre sorprendido y curioso. Éste abrió la guantera del coche y sacó un paquete pequeño.

–¿Qué es? -preguntó Saíd con un cierto brillo en los ojos. Le había emocionado que su amigo se acordase de él.

–Míralo.

Saíd desenvolvió el paquete y se encontró con un reloj de esfera negra.

–¡Es precioso!

–Venga, póntelo.

Saíd se puso el reloj en la muñeca y lo contempló, admirado. Era su primer reloj.

–Gracias, Hussein -dijo con voz emocionada.

–¿Qué hora es? -preguntó Hussein, satisfecho. Saíd dudó. No entendía demasiado aquel reloj: sólo tenía dos agujas y rayitas; ni un solo número.

–Pues…, creo que es lo bastante tarde como para que Mahmut me eche una bronca cuando llegue -dijo finalmente Saíd.

Y los dos amigos rieron.

2
A la deriva

SAÍD volvió a mirar el reloj. Era la una del mediodía. Llevaba más de doce horas solo y a la deriva en medio de un mar cada vez más encrespado. No había sabido poner en marcha el motor de la patera, y sin remos no podía dirigirla hacia la costa. El patrón tenía razón: con la primera luz del alba, Saíd había visto la costa española bastante cerca; pero, poco a poco, empujada por el viento y el oleaje, la embarcación se había ido alejando mar adentro, y ahora la costa sólo era una línea en el horizonte. Al principio se había desesperado. ¡Estaba muy cerca de su objetivo y le era imposible alcanzarlo! Pero a medida que las horas pasaban, lentas, lentísimas, el agotamiento y la debilidad habían ido calmando su desazón hasta convertirla, casi, en una total indiferencia ante su suerte.

Cuando el patrón de la patera desapareció en la noche con una última petición de ayuda y él se quedó solo en la barca, Saíd se sintió presa del pánico. La oscuridad era aterradora, y el mar, un bramido constante que lo aterrorizaba. Al principio le pareció imposible sobrevivir a una noche como aquélla. Creyó que no podría dominar el terror y que moriría de miedo antes de que saliera el sol. Lo único que había conseguido no saltando al agua era alargar su final. Y, encogido en un rincón de la barca, se dispuso a esperar la muerte. “No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.”

Sin embargo, los minutos pasaban y él continuaba vivo; temblaba sin control, el mar lo zarandeaba, y era incapaz de pensar con claridad, pero estaba vivo. Y, poco a poco, sin darse cuenta, se fue adaptando a la nueva situación. De cuando en cuando veía en la lejanía la luz de una barca de pesca y se ponía a gritar como un loco. Pero era inútil: el rugido de las olas ahogaba los gritos de socorro.

Nunca se había sentido tan insignificante. Le parecía que su vida estaba en manos de las fuerzas naturales que movían aquella barca como si fuese una paja y que él era sólo un observador privilegiado de aquel espectáculo colosal. Una y otra vez, había intentado desesperadamente poner en marcha el motor, pero no había podido. Finalmente, los esfuerzos y la tensión lo habían extenuado. No recordaba si se había adormecido o no; pero, de pronto, el cielo comenzó a clarear y el mar apareció a su alrededor como una masa negra y oscilante que le sostenía. Lentamente, las tinieblas se fueron disipando, el agua adquirió un tono gris metálico y el cielo se iluminó. Con la luz, su espíritu se serenó un poco. ¡Había sobrevivido a la noche! Estaba helado y entumecido, pero vivo, y eso le animó.

Entonces pensó por primera vez en su situación y se dijo que si todavía no había naufragado, quizá debía empezar a hacerse a la idea de que aquella solitaria deriva podía durar muchas horas más, o incluso días, y que era preciso organizarse.

Saíd registró la embarcación y encontró una botella de agua, pero nada de comida. La habían consumido toda durante la travesía. Habían salido del pequeño puerto pesquero de Martil la madrugada anterior y navegaron durante todo el día. El patrón les había dicho que aquella ruta, mucho más larga que la que suele seguirse para cruzar el estrecho de Gibraltar, era la mejor para burlar la intensa vigilancia costera cerca de Algeciras; que no se preocupasen, que él los dejaría en una playa donde no había ningún peligro de que los cogiesen. ¡Cerdo!

Cuando Saíd pensaba en el patrón se estremecía y procuraba quitárselo de la cabeza enseguida. Quería olvidar sus gritos y sus súplicas, sus amenazas, sus maldiciones y, finalmente, su silencio. No quería preguntarse si había actuado bien o mal dejándolo morir. Estaba convencido de que, si le hubiese ayudado, aquel hombre lo habría matado. De hecho, él era el único testigo de su crueldad, y no habría dudado en eliminarlo. Todavía recordaba el tono burlón en que había pronunciado la frase “final de trayecto”. ¡Hijo de puta! ¡Ojalá se pudriese en el fondo del mar para siempre!

¿Habrían podido llegar a la playa sus compañeros de viaje? Saíd quería creer que sí; aquella aventura que apenas acababa de empezar para todos ellos no podía terminar de una manera tan trágica y ridícula a la vez. Por decirlo así, engañados antes de salir de casa. Y si no habían llegado a la playa, le consolaba pensar que el patrón tampoco se había salido con la suya. Al fin y al cabo, aquel hombre perverso había encontrado lo que se merecía; sólo lamentaba haber sido él el brazo ejecutor de la justicia divina.

Saíd no pudo evitar volver a mirar el reloj. La una y diez. ¡Sólo habían transcurrido diez minutos desde la última vez! A lo largo de la mañana, el tiempo había cambiado; las nubes habían desaparecido empujadas por el viento del oeste, y el sol caía a plomo sobre la barca, que no paraba de bailar. De pronto se dio cuenta de que se había olvidado por completo del mareo que lo mortificara el día anterior. No hay nada como tener una preocupación más grande para olvidarse de la más pequeña. La una y cuarto. Enojado consigo mismo por no poder resistir la tentación de mirar la hora una y otra vez, decidió quitarse el reloj de la muñeca y esconderlo. Si estaba tan pendiente del tiempo, se le hacía aún más largo. En una ocasión, mientras observaba el mar sin percibir nada que no fuese idéntico al instante anterior, tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido, que estaba atrapado en un punto muerto de la existencia y que permanecería allí, a la deriva, eternamente. Fue un pensamiento fugaz, pero lo angustió mucho.

En un gesto impulsivo, contrario a su voluntad, sacó el reloj del bolsillo para mirarlo de nuevo. Había transcurrido un cuarto de hora. ¡Sólo un cuarto de hora! El hambre empezaba a mortificarlo. Sentía las tripas moverse y gruñir. Revolvió otra vez el interior de la barca buscando algo para comer, pero no encontró nada. Cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, halló debajo del asiento del patrón, entre unas cuerdas, una caja de latón. La abrió: dentro había un sedal. Eso fue un consuelo. No había hallado comida, pero al menos tenía un aparejo con el que podía conseguirla. Aunque no había pescado nunca, Saíd no dudó en cómo utilizar el sedal. Desenrolló rápidamente el hilo, enganchó en la punta del anzuelo un trocito de trapo untado con grasa del motor (no tenía ninguna otra cosa que pudiera servir de cebo) y lo lanzó al agua.

La pesca lo entretuvo unas cuantas horas. Casi sin darse cuenta, el sol comenzó a ponerse y aparecieron las primeras estrellas. El viento estaba en calma desde hacía rato y el mar tenía un aspecto tranquilo y silencioso. La costa española continuaba siendo una línea perceptible en la lejanía, y Saíd la contemplaba hasta que le dolían los ojos.

Pero, a pesar de su perseverancia, no pescaba nada. Los peces llegaban, se acercaban al cebo, lo olían y se iban. No les resultaba nada apetitosa aquella bola negra de olor nauseabundo. Finalmente, Saíd pensó que, si les hacía creer que el anzuelo era un ser vivo, quizá les haría más gracia. Y comenzó a dar tirones al hilo para que el cebo saltara dentro del agua. Cuando llevaba un rato empleando esta nueva técnica, pescó un pez que tendría un palmo de largo. Eso le animó bastante, y pensó que al menos podía alimentarse hasta que lo recogieran. Pero a la hora de comérselo no lo vio tan claro. Con un cuchillo medio oxidado que encontró también en la caja de latón, cortó la cabeza del pez, lo abrió por la mitad y lo limpió. El animal desprendía un fuerte olor a mar, y su carne era de una viscosidad muy desagradable. Lo lavó antes de llevárselo a la boca e hincarle los dientes sin pensárselo demasiado. Tuvo que hacer un esfuerzo para retener en la boca el trozo que había cortado. Empezó a masticarlo despacio; pero, enseguida, el asco le hizo escupirlo, y tuvo que beber un sorbo de agua para quitarse el mal sabor que le había dejado. Se sentía débil y sabía que tenía que comer, pero no podía tragar el pescado crudo. Eso lo desesperó.

La noche volvía a echársele encima, y le aterraba tener que enfrentarse de nuevo a la oscuridad y al bramido del mar. Había comenzado a soplar un viento suave, ahora de levante, y automáticamente el mar había vuelto a rizarse. La embarcación, dócil al ritmo de las olas, se balanceaba con la cadencia de un columpio. Las horas de tranquilidad habían sido pocas.

Al oscurecer, Saíd se había abrigado con dos jerséis, uno suyo y otro sacado de la bolsa de un compañero, pero ahora volvía a sentir frío. Los dientes comenzaron a castañetearle, aunque no sabía muy bien si de frío o de miedo. Jamás había imaginado que podría llegar a sentirse tan desvalido. Y sin poderlo evitar se puso a llorar. Primero en silencio, después con fuertes sollozos, que sacudían todo su cuerpo. No recordaba haber llorado nunca de aquella manera. Al cabo de un rato se calmó y se sintió mejor. El oleaje no era tan fuerte como la noche anterior, y pensó que sólo era cuestión de resistir hasta que alguien lo encontrase. Estaba cerca de la costa española, y los barcos pesqueros salían todos los días; seguro que alguno de ellos lo encontraría.

Confortado con este pensamiento, Saíd volvió a plantearse que tenía que comer. Si cortaba el pez en trocitos pequeños, quizá podría engullirlos. La noche también era más clara que la anterior: una media luna arrancaba reflejos oscilantes del agua, y las estrellas eran destellos de luz en la oscuridad del cielo. Después de ponerse una chaqueta que encontró en otra bolsa, Saíd se dedicó a la tarea de cortar trocitos de pez y llevárselos a la boca. De este modo se comió casi la mitad. Esa comida frugal tuvo la virtud de hacer que se sintiera harto y se animara todavía más. Ya sabía cómo debía comerse el pescado crudo para que el estómago lo soportase. Y, a pesar de las circunstancias, aquel pequeño éxito le hizo sentirse feliz.

Superada la crisis inicial, se planteó más serenamente la segunda noche en el mar. Con la ropa sacada de todas las bolsas improvisó un lecho entre los asientos de la barca y se tumbó encima. En esta posición estaba algo resguardado del viento, pero el olor a pescado podrido y a gasóleo era más fuerte. Al cabo de un rato, Saíd ya se había acostumbrado y, resignado a su suerte, se dedicó a contemplar el firmamento. Imaginó que los miles y miles de estrellas que había encima de él eran ventanitas por donde la mirada de Alá vigilaba a cada hombre y a cada mujer. En aquellos momentos, Alá, que ya se había dado cuenta de la difícil situación de Saíd, debía de estar organizando las cosas para salvarlo. Y le rogó que no tardase mucho en hacerlo porque ya no le quedaba agua y no sabía cuánto tiempo podría aguantar a base de pescado crudo. También pensó que todo lo que le pasaba era quizá un aviso o un castigo. Quizá, Alá no veía con buenos ojos que abandonase su casa y su tierra y se fuese a vivir al extranjero, entre cristianos. Quizá era eso. Pero si no quería tal cosa, ¿por qué le tenía tan olvidado? ¿Por qué lo había condenado a vivir tan miserablemente? ¿Qué había hecho para no merecer una vida mejor? Y su padre, un hombre creyente y bueno, siempre dispuesto a ayudar a la gente del barrio, ¿qué había hecho para merecer una vida tan dura y difícil como la que llevaba? No, él no regresaría ahora; había tomado una decisión y no daría marcha atrás. Si Alá lo salvaba, le daría las gracias, pero no volvería a Xauen, al menos mientras no consiguiera el dinero suficiente para hacerlo en otras condiciones. Él no renegaba del barrio como Hussein, le dolía marcharse, pero tenía que intentarlo, por él, por su familia, por su futuro, y si no se marchaba ahora, después sería peor. Ahora dejaba a los padres, a las hermanas, a los amigos; pero cuando tuviera que dejar también una esposa y unos hijos, sería mucho más doloroso. Era terrible que la vida separase a las familias de aquella manera. Alá debería hacer algo para evitarlo. No era bueno que un hombre tuviese que abandonar a su familia para abrirse camino y no verla padecer hambre. No era bueno ni era justo. Nadie debería verse obligado a abandonar la tierra que lo ha visto nacer para poder vivir: allí tiene sus raíces, las vivencias que han configurado su ser, y le costará mucho olvidarlas, si lo hace: “¡Ojalá pueda regresar pronto con dinero y Jamila acepte casarse conmigo!”, pensó Saíd con nostalgia. Y, olvidándose por completo de su condición de náufrago, se durmió y soñó con un futuro lleno de felicidad.

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Litresdə buraxılış tarixi:
23 aprel 2025
Həcm:
121 səh. 2 illustrasiyalar
ISBN:
9788467544664
Tərcüməçi:
Müəllif hüququ sahibi:
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