Kitabı oxu: «El perro del hortelano / Собака на сене»

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El perro del hortelano

Hablan en ella las personas siguientes.

DIANA, Condesa de Belflor.

LEONIDO, criado.

EL CONDE FEDERICO.

ANTONELO, lacayo.

TEODORO, su secretario.

MARCELA, de su cámara.

DOROTEA, de su cámara.

ANARDA, de su cámara.

OTAVIO, su mayordomo.

FABIO, su gentilhombre.

EL CONDE LUDOVICO.

FURIO.

LIRANO.

TRISTÁN, lacayo.

RICARDO, Marqués.

CELIO, criado.

CAMILO.

Acto primero

Salen TEODORO, con una capa guarnecida de noche, y TRISTÁN, criado. Vienen huyendo.

TEODORO: Huye, Tristán, por aquí.

TRISTÁN: Notable desdicha ha sido.

TEODORO: ¿Si nos habrá conocido?

TRISTÁN: No sé; presumo que sí.

(Váyanse y entre tras ellos DIANA, Condesa de Belflor.)

DIANA: ¡Ah, gentilhombre, esperad!

¡Teneos! ¡Oíd! ¿Qué digo?

¿Esto se ha de usar conmigo?

Volved, mirad, escuchad.

¡Hola! ¿No hay aquí un crïado? ¡Hola! ¿No hay un hombre aquí?

Pues no es sombra lo que vi,

ni sueño que me ha burlado.

¡Hola! ¿Todos duermen ya?

(Sale FABIO, criado.)

FABIO: ¿Llama vuestra señoría?

DIANA: Para la cólera mía,

gusto esa flema me da.

Corred, necio, enhoramala,

pues merecéis este nombre,

y mirad quién es un hombre

que salió de aquesta sala.

FABIO: ¿Desta sala?

DIANA: Caminad,

y responded con los pies.

FABIO: Voy tras él.

DIANA: Sabed quién es.

¿Hay tal traición, tal maldad?

(Sale OTAVIO.)

OTAVIO: Aunque su voz escuchaba,

a tal hora no creía

que era vuestra señoría

quien tan aprisa llamaba.

DIANA: ¡Muy lindo santelmo hacéis!

¡Bien temprano os acostáis!

¡Con la flema que llegáis!

¡Qué despacio que os movéis!

Andan hombres en mi casa

a tal hora, y aun los siento

casi en mi propio aposento

(que no sé yo dónde pasa

tan grande insolencia, Otavio),

y vós, muy a lo escudero,

cuando yo me desespero,

¿ansí remediáis mi agravio?

OTAVIO: Aunque su voz escuchaba

a tal hora, no creía

que era vuestra señoría

quien tan aprisa llamaba.

DIANA: Volveos, que no soy yo;

acostaos, que os hará mal.

(Sale FABIO.)

OTAVIO: Señora…

FABIO: No he visto tal;

como un gavilán partió.

DIANA: ¿Viste las señas?

FABIO: ¿Qué señas?

DIANA: ¿Una capa no llevaba con oro?

FABIO: Cuando bajaba la escalera…

DIANA: ¡Hermosas dueñas

sois los hombres de mi casa!

FABIO: … a la lámpara tiró

el sombrero y la mató;

con esto, los patios pasa,

y en lo escuro del portal

saca la espada y camina.

DIANA: Vós sois muy lindo gallina.

FABIO: ¿Qué querías?

DIANA: ¡Pesia tal!

Cerrar con él y matalle.

OTAVIO: Si era hombre de valor,

¿fuera bien echar tu honor desde el portal a la calle?

DIANA: De valor aquí, ¿por qué?

OTAVIO: ¿Nadie en Nápoles te quiere

que, mientras casarse espere, por donde puede te vee?

¿No hay mil señores que están,

para casarse contigo,

ciegos de amor? Pues bien digo si tú le viste galán

y Fabio tirar, bajando,

a la lámpara el sombrero.

DIANA: Sin duda fue caballero

que, amando y solicitando,

vencerá con interés

mis crïados. ¡Qué crïados

tengo, Otavio, tan honrados!

Pero yo sabré quién es:

plumas llevaba el sombrero

y en la escalera ha de estar.

Ve por él.

FABIO: ¿Si le he de hallar?

DIANA: ¡Pues claro está, majadero!

Que no había de bajarse

por él cuando huyendo fue.

FABIO: Luz, señora, llevaré.

DIANA: Si ello viene a averiguarse,

no me ha de quedar culpado

en casa.

OTAVIO: Muy bien harás,

pues, cuando segura estás,

te han puesto en este cuidado,

pero aunque es bachillería,

y más estando enojada,

hablarte en lo que te enfada,

esta tu injusta porfía

de no te querer casar

causa tantos desatinos,

solicitando caminos que te obligasen a amar.

DIANA: ¿Sabéis vós alguna cosa?

OTAVIO: Yo, señora, no sé más

de que en opinión estás

de incasable, cuanto hermosa.

El condado de Belflor

pone a muchos en cuidado.

(Sale FABIO.)

FABIO: Con el sombrero he topado,

mas no puede ser peor.

DIANA: Muestra. ¿Qué es esto?

FABIO: No sé.

Este aquel galán tiró.

DIANA: ¿Este?

OTAVIO: No le he visto yo

más sucio.

FABIO: Pues este fue.

DIANA: ¿Este hallaste?

FABIO: ¿Pues yo había

de engañarte?

OTAVIO: Buenas son

las plumas.

FABIO: Él es ladrón.

OTAVIO: Sin duda a robar venía.

DIANA: Hareisme perder el seso.

FABIO: Este sombrero tiró.

DIANA: Pues las plumas que vi yo,

y tantas que aun era exceso,

¿en esto se resolvieron?

FABIO: Como en la lámpara dio,

sin duda se las quemó

y como estopas ardieron.

¿Ícaro al sol no subía

que, abrasándose las plumas,

cayó en las blancas espumas

del mar? Pues esto sería.

El sol la lámpara fue,

Ícaro el sombrero, y luego

las plumas deshizo el fuego

y en la escalera le hallé.

DIANA: No estoy para burlas, Fabio;

hay aquí mucho que hacer.

OTAVIO: Tiempo habrá para saber

la verdad.

DIANA: ¿Qué tiempo, Otavio?

OTAVIO: Duerme agora, que mañana

lo puedes averiguar.

DIANA: No me tengo de acostar,

no, ¡por vida de Dïana!

hasta saber lo que ha sido.

Llama esas mujeres todas.

OTAVIO: Muy bien la noche acomodas.

DIANA: Del sueño, Otavio, me olvido

con el cuidado de ver

un hombre dentro en mi casa.

OTAVIO: Saber después lo que pasa

fuera discreción, y hacer

secreta averiguación.

DIANA: Sois, Otavio, muy discreto,

que dormir sobre un secreto

es notable discreción.

(Salen FABIO, DOROTEA, MARCELA, ANARDA.)

FABIO: Las que importan he traído,

que las damas no sabrán

lo que deseas, y están

rindiendo al sueño el sentido.

Las de tu cámara solas

estaban por acostar.

ANARDA: De noche se altera el mar

y se enfurecen las olas.

FABIO: ¿Quieres quedar sola?

DIANA: Sí,

salíos los dos allá.

FABIO: ¡Bravo examen!

OTAVIO: Loca está.

FABIO: Y sospechosa de mí.

(Vanse.)

DIANA: Llégate aquí, Dorotea.

DOROTEA: ¿Qué manda vuseñoría?

DIANA: Que me dijeses querría

quién esta calle pasea.

DOROTEA: Señora, el Marqués Ricardo,

y algunas veces el Conde

Paris.

DIANA: La verdad responde

de lo que decirte aguardo

si quieres tener remedio.

DOROTEA: ¿Qué te puedo yo negar?

DIANA: ¿Con quién los has visto hablar?

DOROTEA: Si me pusieses en medio

de mil llamas, no podré

decir que, fuera de ti,

hablar con nadie los vi

que en aquesta casa esté.

DIANA: ¿No te han dado algún papel?

¿Ningún paje ha entrado aquí?

DOROTEA: Jamás.

DIANA: Apártate allí.

MARCELA: ¡Brava inquisición!

ANARDA: Crüel.

DIANA: Oye, Anarda.

ANARDA: ¿Qué me mandas?

DIANA: ¿Qué hombre es este que salió?

ANARDA: ¿Hombre?

DIANA: Desta sala, y yo

sé los pasos en que andas.

¿Quién le trajo a que me viese?

¿Con quién habla de vosotras?

ANARDA: No creas tú que en nosotras

tal atrevimiento hubiese.

¿Hombre, para verte a ti,

había de osar traer

crïada tuya, ni hacer

esa traición contra ti?

No, señora, no lo entiendes.

DIANA: Espera, apártate más,

porque a sospechar me das,

si engañarme no pretendes,

que por alguna crïada

este hombre ha entrado aquí.

ANARDA: El verte, señora, ansí,

y justamente enojada,

dejada toda cautela

me obliga a decir verdad,

aunque contra el amistad

que profeso con Marcela.

Ella tiene a un hombre amor,

y él se le tiene también,

mas nunca he sabido quién.

DIANA: Negarlo, Anarda, es error.

Ya que confiesas lo más,

¿para qué niegas lo menos?

ANARDA: Para secretos ajenos

mucho tormento me das

sabiendo que soy mujer,

mas basta que hayas sabido

que por Marcela ha venido.

Bien te puedes recoger,

que es solo conversación

y ha poco que se comienza.

DIANA: ¿Hay tan crüel desvergüenza?

¡Buena andará la opinión

de una mujer por casar!

¡Por el siglo, infame gente,

del Conde mi señor…!

ANARDA: Tente,

y déjame disculpar,

que no es de fuera de casa

el hombre que habla con ella,

ni para venir a vella

por esos peligros pasa.

DIANA: En efeto ¿es mi crïado?

ANARDA: Sí, señora.

DIANA: ¿Quién?

ANARDA: Teodoro.

DIANA: ¿El secretario?

ANARDA: Yo ignoro

lo demás; sé que han hablado.

DIANA: Retírate, Anarda, allí.

ANARDA: Muestra aquí tu entendimiento.

DIANA: Con más templanza me siento

sabiendo que no es por mí.

¿Marcela?

MARCELA: ¿Señora?

DIANA: Escucha.

MARCELA:¿Qué mandas? (Aparte)

Temblando llego.

DIANA: ¿Eres tú de quién fïaba

mi honor y mis pensamientos?

MARCELA: Pues ¿qué te han dicho de mí,

sabiendo tú que profeso

la lealtad que tú mereces?

DIANA: ¿Tú lealtad?

MARCELA: ¿En qué te ofendo?

DIANA: ¿No es ofensa que en mi casa

y dentro de mi aposento,

entre un hombre a hablar contigo?

MARCELA: Está Teodoro tan necio

que dondequiera me dice

dos docenas de requiebros.

DIANA: ¿Dos docenas? ¡Bueno, a fe!

Bendiga el buen año el cielo,

pues se venden por docenas.

MARCELA: Quiero decir que, en saliendo

o entrando, luego a la boca

traslada sus pensamientos.

DIANA: ¿“Traslada”? ¡Término estraño!

¿Y qué te dice?

MARCELA: No creo

que se me acuerde.

DIANA: Sí hará.

MARCELA: Una vez dice: “Yo pierdo

el alma por esos ojos”;

otra: “Yo vivo por ellos;

esta noche no he dormido

desvelando mis deseos

en tu hermosura”; otra vez

me pide solo un cabello

para atarlos, porque estén

en su pensamiento quedos,

mas ¿para qué me preguntas

niñerías?

DIANA: Tú, a lo menos,

bien te huelgas.

MARCELA: No me pesa,

porque de Teodoro entiendo

que estos amores dirige

a fin tan justo y honesto

como el casarse conmigo.

DIANA: Es el fin del casamiento

honesto blanco de amor.

¿Quieres que yo trate desto?

MARCELA: ¡Qué mayor bien para mí!

Pues ya, señora, que veo

tanta blandura en tu enojo

y tal nobleza en tu pecho,

te aseguro que le adoro,

porque es el mozo más cuerdo,

más prudente y entendido,

más amoroso y discreto,

que tiene aquesta ciudad.

DIANA: Ya sé yo su entendimiento

del oficio en que me sirve.

MARCELA: Es diferente el sujeto

de una carta en que le pruebas

a dos títulos tus deudos,

o el verle hablar más de cerca,

en estilo dulce y tierno,

razones enamoradas.

DIANA: Marcela, aunque me resuelvo

a que os caséis cuando sea

para ejecutarlo tiempo,

no puedo dejar de ser

quien soy, como ves que debo

a mi generoso nombre,

porque no fuera bien hecho

daros lugar en mi casa.

Sustentar mi enojo quiero;

pues que ya todos le saben,

tú podrás con más secreto

proseguir ese tu amor,

que en la ocasión yo me ofrezco

a ayudaros a los dos,

que Teodoro es hombre cuerdo

y se ha crïado en mi casa,

y a ti, Marcela, te tengo

la obligación que tú sabes,

y no poco parentesco.

MARCELA: A tus pies tienes tu hechura.

DIANA: Vete.

MARCELA: Mil veces los beso.

DIANA: Dejadme sola.

ANARDA: ¿Qué ha sido?

MARCELA: Enojos en mi provecho.

DOROTEA: ¿Sabe tus secretos ya?

MARCELA: Sí sabe, y que son honestos.

(Háganle tres reverencias y váyanse.)

DIANA: (Sola.)

Mil veces he advertido en la belleza,

gracia y entendimiento de Teodoro,

que, a no ser desigual a mi decoro,

estimara su ingenio y gentileza.

Es el amor común naturaleza,

mas yo tengo mi honor por más

tesoro,

que los respetos de quien soy adoro,

y aun el pensarlo tengo por bajeza.

La envidia bien sé yo que ha de

quedarme,

que, si la suelen dar bienes ajenos,

bien tengo de qué pueda

lamentarme,

porque quisiera yo que, por lo

menos,

Teodoro fuera más, para igualarme,

o yo, para igualarle, fuera menos.

(Salen TEODORO y TRISTÁN.)

TEODORO: No he podido sosegar.

TRISTÁN: Y aun es con mucha razón,

que ha de ser tu perdición

si lo llega a averiguar.

Díjete que la dejaras

acostar, y no quisiste.

TEODORO: Nunca el amor se resiste.

TRISTÁN: Tiras, pero no reparas.

TEODORO: Los diestros lo hacen ansí.

TRISTÁN: Bien sé yo que, si lo fueras,

el peligro conocieras.

TEODORO: ¿Si me conoció?

TRISTÁN: No y sí,

que no conoció quién eras,

y sospecha le quedó.

TEODORO: Cuando Fabio me siguió

bajando las escaleras,

fue milagro no matalle.

TRISTÁN: ¡Qué lindamente tiré

mi sombrero a la luz!

TEODORO: Fue

detenelle y deslumbralle,

porque si adelante pasa,

no le dejara pasar.

TRISTÁN: Dije a la luz al bajar:

“Di que no somos de casa”,

y respondiome: “Mentís”.

Alcé, y tirele el sombrero.

¿Quedé agraviado?

TEODORO: Hoy espero

mi muerte.

TRISTÁN: Siempre decís

esas cosas los amantes

cuando menos pena os dan.

TEODORO: Pues ¿qué puedo hacer, Tristán,

en peligros semejantes?

TRISTÁN: Dejar de amar a Marcela,

pues la Condesa es mujer

que, si lo llega a saber,

no te ha de valer cautela

para no perder su casa.

TEODORO: ¿Y no hay más, sino olvidar?

TRISTÁN: Liciones te quiero dar

de cómo el amor se pasa.

TEODORO: Ya comienzas desatinos.

TRISTÁN: Con arte se vence todo;

oye, por tu vida, el modo

por tan fáciles caminos.

Primeramente has de hacer

resolución de olvidar,

sin pensar que has de tornar

eternamente a querer;

que si te queda esperanza

de volver, no habrá remedio

de olvidar, que si está en medio

la esperanza, no hay mudanza.

¿Por qué piensas que no olvida

luego un hombre a una mujer?

Porque pensando volver

va entreteniendo la vida.

Ha de haber resolución

dentro del entendimiento,

con que cesa el movimiento

de aquella imaginación.

¿No has visto faltar la cuerda

de un reloj y estarse quedas,

sin movimiento, las ruedas?

Pues desa suerte se acuerda

el que tienen las potencias

cuando la esperanza falta.

TEODORO: ¿Y la memoria no salta

luego a hacer mil diligencias,

despertando el sentimiento

a que del bien no se prive?

TRISTÁN: Es enemigo que vive

asido al entendimiento,

como dijo la canción

de aquel español poeta,

mas por eso es linda treta

vencer la imaginación.

TEODORO: ¿Cómo?

TRISTÁN: Pensando defetos

y no gracias; que, olvidando,

defetos están pensando,

que no gracias, los discretos.

No la imagines vestida

con tan linda proporción

de cintura, en el balcón

de unos chapines subida;

toda es vana arquitectura,

porque dijo un sabio un día

que a los sastres se debía

la mitad de la hermosura.

Como se ha de imaginar

una mujer semejante,

es como un diciplinante

que le llevan a curar;

esto sí, que no adornada

del costoso faldellín.

Pensar defetos, en fin,

es medecina aprobada.

Si de acordarte que vías

alguna vez una cosa

que te pareció asquerosa

no comes en treinta días,

acordándote, señor,

de los defetos que tiene,

si a la memoria te viene,

se te quitará el amor.

TEODORO: ¡Qué grosero cirujano!

¡Qué rústica curación!

Los remedios al fin son

como de tu tosca mano.

Médico impírico eres;

no has estudiado, Tristán.

Yo no imagino que están

desa suerte las mujeres,

sino todas cristalinas,

como un vidro transparentes.

TRISTÁN: Vidro, sí, muy bien lo sientes,

si a verlas quebrar caminas.

Mas si no piensas pensar

defetos, pensar te puedo,

porque ya he perdido el miedo

de que podrás olvidar.

¡Pardiez! Yo quise una vez,

con esta cara que miras,

a una alforja de mentiras,

años cinco veces diez,

y entre otros dos mil defetos,

cierta barriga tenía,

que encerrar dentro podía,

sin otros mil parapetos,

cuantos legajos de pliegos

algún escritorio apoya,

pues como el caballo en Troya

pudiera meter los griegos.

¿No has oído que tenía

cierto lugar un nogal,

que en el tronco un oficial

con mujer y hijos cabía,

y aún no era la casa escasa?

Pues desa misma manera

en esta panza cupiera

un tejedor y su casa,

y queriéndola olvidar,

que debió de convenirme,

dio la memoria en decirme

que pensase en blanco azar,

en azucena y jazmín,

en marfil, en plata, en nieve,

y en la cortina, que debe

de llamarse el faldellín,

con que yo me deshacía.

Mas tomé más cuerdo acuerdo,

y di en pensar como cuerdo

lo que más le parecía:

cestos de calabazones,

baúles viejos, maletas

de cartas para estafetas,

almofrejes y jergones,

con que se trocó en desdén

el amor y la esperanza,

y olvidé la dicha panza

por siempre jamás amén,

que era tal, que en los dobleces,

y no es mucho encarecer,

se pudieran esconder

cuatro manos de almireces.

TEODORO: En las gracias de Marcela

no hay defetos que pensar.

Yo no la pienso olvidar.

TRISTÁN: Pues a tu desgracia apela,

y sigue tan loca empresa.

TEODORO: Todo es gracias, ¿qué he de hacer?

TRISTÁN: Pensarlas hasta perder

la gracia de la Condesa.

(Sale la CONDESA.)

DIANA: Teodoro.

TEODORO: La misma es.

DIANA: Escucha.

TEODORO: A tu hechura manda.

TRISTÁN:(Aparte.)

Si en averiguarlo anda,

de casa volamos tres.

DIANA: Hame dicho cierta amiga,

que desconfía de sí,

que el papel que traigo aquí

le escriba. A hacerlo me obliga

la amistad, aunque yo ignoro,

Teodoro, cosas de amor,

y que le escribas mejor

vengo a decirte, Teodoro.

Toma y lee.

TEODORO: Si aquí,

señora, has puesto la mano,

igualarle fuera en vano,

y fuera soberbia en mí.

Sin verle, pedirte quiero

que a esa señora le envíes.

DIANA: Léele.

TEODORO: Que desconfíes

me espanto. Aprender espero

estilo, que yo no sé,

que jamás traté de amor.

DIANA: ¿Jamás, jamás?

TEODORO: Con temor

de mis defetos no amé,

que soy muy desconfïado.

DIANA: Y se puede conocer

de que no te dejas ver,

pues que te vas rebozado.

TEODORO: ¿Yo, señora? ¿Cuándo o cómo?

DIANA: Dijéronme que salió

anoche acaso, y te vio

rebozado el mayordomo.

TEODORO: Andaríamos burlando

Fabio y yo, como solemos,

que mil burlas nos hacemos.

DIANA: Lee, lee.

TEODORO: Estoy pensando

que tengo algún envidioso.

DIANA: Celoso podría ser.

Lee, lee.

TEODORO: Quiero ver

ese ingenio milagroso.

(Lea.)

“Amar por ver amar envidia ha sido,

y primero que amar estar celosa

es invención de amor maravillosa

y que por imposible se ha tenido.

De los celos mi amor ha procedido

por pesarme que, siendo más

hermosa,

no fuese en ser amada tan dichosa

que hubiese lo que envidio merecido.

Estoy sin ocasión desconfïada,

celosa sin amor, aunque sintiendo,

debo de amar, pues quiero ser amada.

Ni me dejo forzar, ni me defiendo;

darme quiero a entender sin decir

nada:

entiéndame quien puede; yo me

entiendo.”

DIANA: ¿Qué dices?

TEODORO: Que si esto es

a propósito del dueño,

no he visto cosa mejor,

mas confieso que no entiendo

como puede ser que amor

venga a nacer de los celos,

pues que siempre fue su padre.

DIANA: Porque esta dama sospecho

que se agradaba de ver

este galán, sin deseo;

y viéndole ya empleado

en otro amor, con los celos

vino a amar y a desear.

¿Puede ser?

TEODORO: Yo lo concedo;

mas ya esos celos, señora,

de algún principio nacieron,

y ese fue amor, que la causa

no nace de los efetos,

sino los efetos della.

DIANA: No sé, Teodoro, esto siento

desta dama, pues me dijo

que nunca al tal caballero

tuvo más que inclinación,

y en viéndole amor, salieron

al camino de su honor

mil salteadores deseos,

que le han desnudado el alma

del honesto pensamiento

con que pensaba vivir.

TEODORO: Muy lindo papel has hecho.

Yo no me atrevo a igualarle.

DIANA: Entra y prueba.

TEODORO: No me atrevo.

DIANA: Haz esto, por vida mía.

TEODORO: Vusiñoría con esto

quiere probar mi ignorancia.

DIANA: Aquí aguardo; vuelve luego.

TEODORO: Yo voy.

(Vase.)

DIANA: Escucha, Tristán.

TRISTÁN: A ver lo que mandas vuelvo,

con vergüenza destas calzas,

que el secretario, mi dueño,

anda salido estos días;

y hace mal un caballero,

sabiendo que su lacayo

le va sirviendo de espejo,

de lucero y de cortina,

en no traerle bien puesto.

Escalera del señor,

si va a caballo, un discreto

nos llamó, pues a su cara

se sube por nuestros cuerpos.

No debe de poder más.

DIANA: ¿Juega?

TRISTÁN: ¡Pluguiera a los cielos!

Que a quien juega, nunca faltan,

desto o de aquello, dineros.

Antiguamente los Reyes

algún oficio aprendieron

por, si en la guerra o la mar

perdían su patria y reino,

saber con qué sustentarse;

dichosos los que pequeños

aprendieron a jugar,

pues en faltando, es el juego

un arte noble que gana

con poca pena el sustento.

Verás un grande pintor,

acrisolando el ingenio,

hacer una imagen viva,

y decir el otro necio,

que no vale diez escudos;

y que el que juega, en diciendo

“paro”, con salir la suerte,

le sale a ciento por ciento.

DIANA: En fin ¿no juega?

TRISTÁN: Es cuitado.

DIANA: A la cuenta, será cierto

tener amores.

TRISTÁN: ¿Amores?

¡Oh, qué donaire! ¡Es un yelo!

DIANA: Pues un hombre de su talle,

galán, discreto y mancebo,

¿no tiene algunos amores

de honesto entretenimiento?

TRISTÁN: Yo trato en paja y cebada,

no en papeles y requiebros.

De día te sirve aquí;

que está ocupado sospecho.

DIANA: Pues ¿nunca sale de noche?

TRISTÁN: No le acompaño, que tengo

una cadera quebrada.

DIANA: ¿De qué, Tristán?

TRISTÁN: Bien te puedo

responder lo que responden

las mal casadas, en viendo

cardenales en su cara

del mojicón de los celos:

“Rodé por las escaleras.”

DIANA: ¿Rodaste?

TRISTÁN: Por largo trecho,

con las costillas conté

los pasos.

DIANA: Forzoso es eso,

si a la lámpara, Tristán,

le tirabas el sombrero.

TRISTÁN:(Aparte.)

¡Oste, puto! ¡Vive Dios,

que se sabe todo el cuento!

DIANA: ¿No respondes?

TRISTÁN: Por pensar

cuándo, pero ya me acuerdo:

anoche andaban en casa

unos murciélagos negros;

el sombrero los tiraba;

fuese a la luz uno dellos,

y acerté, por dar en él,

en la lámpara, y tan presto

por la escalera rodé,

que los dos pies se me fueron.

DIANA: Todo está muy bien pensado,

pero un libro de secretos

dice que es buena la sangre

para quitar el cabello,

de esos murciégalos digo,

y haré yo sacarla luego,

si es cabello la ocasión,

para quitarla con ellos.

TRISTÁN:(Aparte.)

¡Vive Dios que hay chamusquina,

y que por murciegalero

me pone en una galera!

DIANA: ¡Qué traigo de pensamientos!

(Sale FABIO.)

FABIO: Aquí está el Marqués Ricardo.

DIANA: Poned esas sillas luego.

(Salen RICARDO, Marqués, y CELIO.)

RICARDO: Con el cuidado que el amor, Dïana,

pone en un pecho que aquel fin desea,

que la mayor dificultad allana,

el mismo quiere que te adore y vea:

solicito mi causa, aunque por vana

esta ambición algún contrario crea,

que dando más lugar a su

esperanza,

tendrá menos amor que confïanza.

Está vusiñoría tan hermosa,

que estar buena el mirarla me

asegura,

que en la mujer, y es bien pensada

cosa,

la más cierta salud es la

hermosura,

que en estando gallarda, alegre,

airosa,

es necedad, es inorancia pura,

llegar a preguntarle si está buena,

que todo entendimiento la condena.

Sabiendo que lo estáis, como lo dice

la hermosura, Dïana, y la alegría,

de mí, si a la razón no contradice,

saber, señora, cómo estoy querría.

DIANA: Que vuestra señoría solenice

lo que en Italia llaman gallardía

por hermosura, es digno

pensamiento

de su buen gusto y claro

entendimiento;

que me pregunte cómo está, no creo

que soy tan dueño suyo que lo diga.

RICARDO: Quien sabe de mi amor y mi deseo

el fin honesto, a este favor se obliga.

A vuestros deudos inclinados veo

para que en lo tratado se prosiga;

solo falta, señora, vuestro acuerdo,

porque sin él las esperanzas pierdo.

Si como soy señor de aquel estado,

que con igual nobleza heredé agora,

lo fuera desde el Sur más abrasado

a los primeros paños del Aurora,

si el oro de los hombres adorado,

las congeladas lágrimas que llora

el cielo, o los diamantes orientales

que abrieron por el mar caminos

tales

tuviera yo, lo mismo os ofreciera;

y no dudéis, señora, que pasara

adonde el sol apenas luz me diera,

como a sólo serviros importara;

en campañas de sal pies de madera

por las remotas aguas estampara,

hasta llegar a las australes playas,

del humano poder últimas rayas.

DIANA: Creo, señor Marqués, el amor

vuestro

y, satisfecha de nobleza tanta,

haré tratar el pensamiento nuestro,

si al Conde Federico no le espanta.

RICARDO: Bien sé que en trazas es el Conde

diestro,

porque en ninguna cosa me adelanta;

mas yo fío de vós, que mi justicia

los ojos cegará de su malicia.

(Sale TEODORO.)

TEODORO: Ya lo que mandas hice.

RICARDO: Si ocupada

vuseñoría está, no será justo

hurtarle el tiempo.

DIANA: No importara nada,

puesto que a Roma escribo.

RICARDO: No hay disgusto

como en día de cartas dilatada

visita.

DIANA: Sois discreto.

RICARDO: En daros gusto.

Celio, ¿qué te parece?

CELIO: Que quisiera

que ya tu justo amor premio tuviera.

(Vase RICARDO.)

DIANA: ¿Escribiste?

TEODORO: Ya escribí,

aunque bien desconfïado,

mas soy mandado y forzado.

DIANA: Muestra.

TEODORO: Lee.

DIANA: Dice así:

(Lee DIANA.)

“Querer por ver querer, envidia

fuera,

si quien lo vio, sin ver amar no

amara,

porque antes de amar, no amar

pensara,

después no amara, puesto que

amar viera.

Amor, que lo que agrada

considera

en ajeno poder, su amor declara,

que como la color sale a la cara,

sale a la lengua lo que al alma altera.

No digo más, porque lo más ofendo

desde lo menos, si es que desmerezco

porque del ser dichoso me defiendo.

Esto que entiendo solamente ofrezco,

que lo que no merezco no lo entiendo

por no dar a entender que lo

merezco.”

DIANA: Muy bien guardaste el decoro.

TEODORO: ¿Búrlaste?

DIANA: ¡Pluguiera a Dios!

TEODORO: ¿Qué dices?

DIANA: Que de los dos

el tuyo vence, Teodoro.

TEODORO: Pésame, pues no es pequeño

principio de aborrecer

un crïado, el entender

que sabe más que su dueño.

De cierto Rey se contó

que le dijo a un gran privado:

“Un papel me da cuidado,

y si bien le he escrito yo.

Quiero ver otro de vós

y el mejor escoger quiero.”

Escribiole el caballero,

y fue el mejor de los dos.

Como vio que el Rey decía

que era su papel mejor,

fuese y díjole al mayor

hijo de tres que tenía:

“Vámonos del reino luego,

que en gran peligro estoy yo.”

El mozo le preguntó

la causa, turbado y ciego,

y respondiole: “Ha sabido

el Rey que yo sé más que él”,

que es lo que en aqueste papel

me puede haber sucedido.

DIANA: No, Teodoro, que aunque digo

que es el tuyo más discreto,

es porque sigue el conceto

de la materia que sigo;

y no para que presuma

tu pluma, que, si me agrada,

pierdo el estar confïada

de los puntos de mi pluma;

fuera de que soy mujer

a cualquier error sujeta,

y no sé si muy discreta,

como se echa de ver.

Desde lo menos aquí

dices que ofendes lo más

y amando; engañado estás,

porque en amor no es ansí,

que no ofende un desigual

amando, pues solo entiendo

que se ofende aborreciendo.

TEODORO: Esa es razón natural.

Mas pintaron a Faetonte

y a Ícaro despeñados:

uno, en caballos dorados,

precipitado en un monte,

y otro, con alas de cera,

derretido en el crisol

del sol.

DIANA: No lo hiciera el sol

si, como es sol, mujer fuera.

Si alguna cosa sirvieres

alta, sírvela y confía,

que amor no es más que porfía;

no son piedras las mujeres.

Yo me llevo este papel,

que despacio me conviene

verle.

TEODORO: Mil errores tiene.

DIANA: No hay error ninguno en él.

TEODORO: Honras mi deseo; aquí

traigo el tuyo.

DIANA: Pues allá

le guarda, aunque bien será

rasgarle.

TEODORO: ¿Rasgarle?

DIANA: Sí,

que no importa que se pierda,

si se puede perder más.

(Váyase.)

TEODORO: Fuese. ¿Quién pensó jamás

de mujer tan noble y cuerda

este arrojarse tan presto

a dar su amor a entender?

Pero también puede ser

que yo me engañase en esto.

Mas no me ha dicho jamás,

ni a lo menos se me acuerda:

“Pues ¿qué importa que se pierda,

si se puede perder más?”

Perder más… Bien puede ser

por la mujer que decía…

Mas todo es bachillería,

y ella es la misma mujer.

Aunque no, que la Condesa

es tan discreta y tan varia

que es la cosa más contraria

de la ambición que profesa.

Sírvenla Príncipes hoy

en Nápoles. ¿Qué no puedo

ser su esclavo? Tengo miedo,

que en grande peligro estoy.

Ella sabe que a Marcela

sirvo, pues aquí ha fundado

el engaño y me ha burlado.

Pero en vano se recela

mi temor, porque jamás

burlando salen colores.

¿Y el decir con mil temores

que se puede perder más?

¿Qué rosa al llorar la Aurora

hizo de las hojas ojos,

abriendo los labios rojos

con risa a ver cómo llora,

como ella los puso en mí,

bañada en púrpura y grana,

o qué pálida manzana

se esmaltó de carmesí?

Lo que veo y lo que escucho,

yo lo juzgo, o estoy loco,

para ser de veras poco,

y para de burlas mucho.

Mas teneos, pensamiento,

que os vais ya tras la grandeza,

aunque si digo belleza,

bien sabéis vós que no miento,

que es bellísima Dïana,

y es discreción sin igual.

(Sale MARCELA.)

MARCELA: ¿Puedo hablarte?

TEODORO: Ocasión tal

mil imposibles allana,

que por ti, Marcela mía,

la muerte me es agradable.

MARCELA: Como yo te vea y hable,

dos mil vidas perdería.

Estuve esperando el día

como el pajarillo solo,

y, cuando vi que en el polo

que Apolo más presto dora,

le despertaba la Aurora,

dije: “Yo veré mi Apolo.”

Grandes cosas han pasado,

que no se quiso acostar

la Condesa hasta dejar

satisfecho su cuidado;

amigas que han envidiado

mi dicha con deslealtad

le han contado la verdad,

que entre quien sirve, aunque veas

que hay amistad, no la creas,

porque es fingida amistad.

Todo lo sabe en efeto,

que si es Dïana la luna,

siempre a quien ama importuna,

salió y vio nuestro secreto;

pero será, te prometo,

para mayor bien, Teodoro,

que del honesto decoro

con que tratas de casarte

le di parte, y dije aparte

cuán tiernamente te adoro;

tus prendas le encarecí,

tu estilo, tu gentileza,

y ella entonces su grandeza

mostró tan piadosa en mí,

que se alegró de que en ti

hubiese los ojos puesto,

y de casarnos muy presto

palabra también me dio,

luego que de mí entendió

que era tu amor tan honesto.

Yo pensé que se enojara

y la casa revolviera,

que a los dos nos despidiera

y a los demás castigara,

mas su sangre ilustre y clara,

y aquel ingenio en efeto

tan prudente y tan perfeto

conoció lo que mereces.

¡Oh, bien haya, amén mil veces,

quien sirve a señor discreto!

TEODORO: ¿Que casarme prometió contigo?

MARCELA: ¿Pones duda

que a su ilustre sangre acuda?

TEODORO:(Aparte.)

Mi ignorancia me engañó.

¡Qué necio pensaba yo

que hablaba en mí la Condesa!

De haber pensado me pesa

que pudo tenerme amor,

que nunca tan alto azor

se humilla a tan baja presa.

MARCELA: ¿Qué murmuras entre ti?

TEODORO: Marcela, conmigo habló,

pero no se declaró

en darme a entender que fui

el que embozado salí

anoche de su aposento.

MARCELA: Fue discreto pensamiento,

por no obligarse al castigo

de saber que hablé contigo,

si no lo es el casamiento,

que el castigo más piadoso

de dos que se quieren bien

es casarlos.

TEODORO: Dices bien,

y el remedio más honroso.

MARCELA: ¿Querrás tú?

TEODORO: Seré dichoso.

MARCELA: Confírmalo.

TEODORO: Con los brazos,

que son los rasgos y lazos

de la pluma del amor,

pues no hay rúbrica mejor

que la que firman los brazos.

(Sale la CONDESA.)

DIANA: Esto se ha enmendado bien;

agora estoy muy contenta,

que siempre a quien reprehende

da gran gusto ver la enmienda.

No os turbéis, ni os alteréis.

TEODORO: Dije, señora, a Marcela

que anoche salí de aquí

con tanto disgusto y pena

de que vuestra señoría

imaginase en su ofensa

este pensamiento honesto

para casarme con ella,

que me he pensado morir,

y dándome por respuesta

que mostrabas en casarnos

tu piedad y tu grandeza,

dile mis brazos, y advierte

que si mentirte quisiera,

no me faltara un engaño,

pero no hay cosa que venza,

como decir la verdad

a una persona discreta.

DIANA: Teodoro, justo castigo

la deslealtad mereciera

de haber perdido el respeto

a mi casa, y la nobleza

que usé anoche con los dos

no es justo que parte sea

a que os atreváis ansí,

Pulsuz fraqment bitdi.

Yaş həddi:
12+
Litresdə buraxılış tarixi:
17 iyul 2025
Yazılma tarixi:
1954
Həcm:
140 səh. 1 illustrasiya
ISBN:
978-5-17-169051-9, 978-5-17-169050-2
Müəllif hüququ sahibi:
Издательство АСТ
Yükləmə formatı:
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