Kitabı oxu: «Rescates emocionantes»

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Rescates emocionantes

Lori Peckham


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Dedicado a...

Un agradecimiento especial a...

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Rescates emocionantes

Título del original: Guide’s greatest rescue stories, Review and Herald Publ. Assn., Hagerstown, MD, EE.UU., 2011.

Compilación: Lori Peckham

Dirección: Claudia Brunelli

Traducción: Claudia Blath

Diseño de tapa: Leandro Blasco, Ivonne Leichner

Diseño del interior: Giannina Osorio

Ilustración: Walter Gómez (tapa); Sandra Kevorkian (interior)

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXXI

Es propiedad. Copyright de la edición original en inglés © 2011 Review and Herald Publ. Assn. Todos los derechos reservados.

© 2012, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana. La edición en castellano se publica con permiso de los dueños del Copyright.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-384-5


Rescates emocionantes / compilado por Lori Peckham / Dirigido por ClaudiaBrunelli. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo digital: OnlineTraducción de: Claudia Blath.ISBN 978-987-798-384-51. Vida cristiana. 2. Libro para niños. I. Peckham, Lori, comp. II. Brunelli, Claudia, dir. III. Blath, Claudia, trad.CDD 268.432

Publicado el 26 de marzo de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Dedicado a...

Mi hermana, Teri, que me salvó la vida al menos una vez cuando éramos chicas. Brillante, servicial y de mente rápida, todavía participa de rescates como técnica de emergencias médicas (TEM) y emergentóloga en espacios exteriores.

Un agradecimiento especial a...

El personal de Guide: Randy Fishell, editor; Rachel Whitaker, editora asociada; y Tonya Ball, asistente técnica. Estas colecciones Guide no existirían sin su maravillosa visión y ayuda.

Los que han compartido sus asombrosas historias de rescate con la revista Guide a lo largo de los años, y el personal que reconoció su valor.

Las personas que actúan con heroísmo, ya sean rescatistas entrenados, personal médico, padres, hermanos, amigos o transeúntes.

“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13).

Capítulo 1
Carlo, el viejo dormilón

Keith Moxon


El invierno llegó de repente ese año. El termómetro había estado bajando gradualmente en los últimos dos o tres días, y luego el cielo lleno de nubes se volvió plomizo.

Para Carlo, el viejo perro San Bernardo, esa era la señal para mudarse adentro de la casa. Se estiraba cómodamente en las partes más cálidas de la sala y dormitaba por horas.

Una noche Jenny, cuando le pidieron que pusiera la mesa, no lo vio. Tropezó con esa figura adormilada y casi derramó la leche.

–¡Mamá! –estalló–, ojalá nos deshiciéramos de este perro perezoso. Es una molestia.

–¿Eso crees? –preguntó la mamá–. Yo creo que es muy agradable.

–Siempre está estorbando –gruñó Jenny.

–Si estamos jugando a la pelota, se acuesta y se echa a dormir justo encima del arco, y es tan pesado que nadie puede moverlo –añadió Pedro, el hermanito.

–Y cuando queremos hacer huerta, siempre la estropea –continuó Jenny–. El verano pasado insistía con echarse a dormir sobre mis plantas de tomate.

–Pero, chicos –dijo la mamá–, deben recordar que cuando ustedes eran pequeños, él siempre les tenía paciencia, y los llevaba a pasear sobre su lomo y nunca le importaba lo que le hicieran.

–Pero eso fue hace muchos, muchos años –objetó Pedro.

–El tío Juan dice que deberíamos pegarle un tiro y ponerle fin a sus sufrimientos. Tiene reuma –dijo Jenny.

–Y está medio ciego –añadió Pedro.

–Bueno, chicos, tal vez sea así –reconoció la mamá con un suspiro–. Pero, de todos modos no tendremos a Carlo por mucho más tiempo, y creo que debieran ser amables con él por todos los buenos momentos que les supo dar. Tienen una deuda de gratitud con él.

–¿Deuda de gratitud? ¡Bah! –dijo Jenny entre dientes.

Sin embargo, para entonces la cena estaba lista, y como a Jenny y a Pedro les encantaba todo lo relacionado con la comida, por el momento dejaron de lado lo que iban a hacer con Carlo.

Después de unos días de clima helado, hubo un período cálido y luego cayó un poco de nieve que cubrió de un blanco brillante los árboles pelados de alrededor de la casa. Uno o dos días más tarde cayó la primera nevada fuerte, con grandes bolas de nieve que descendían pesada y rápidamente, y se formó una capa de treinta centímetros en el patio. Para Jenny y Pedro, ahora era el momento para hacer bolas y muñecos de nieve, largarse en trineo y patinar.

–Vayamos a ver si ya se congeló el arroyo –le dijo Jenny a Pedro, después de largarse por trigésima vez en trineo por la colina, cerca de su casa.

–¡Sí, vamos! –exclamó Pedro.

Pero cuando Jenny miró el rostro expectante de su hermano, resonó en su mente lo que su mamá les había dicho cuando salieron a andar en trineo: “No vayan a ninguna otra parte. Vengan directo a casa”.

Bueno, el arroyo estaba casi de camino a casa, solo que el trayecto era un poquito más largo. Y además, en realidad, ella era una niña grande ahora, casi una joven. Sin duda, se podía tener plena confianza en ella para apenas ir a mirar el arroyo. Cediendo a sus pensamientos, tomó la mano de Pedro y juntos partieron hacia el arroyo.

El esfuerzo a través de la nieve, después de tanto tiempo de deslizarse en trineo, les llevó más tiempo del que Jenny había calculado. Antes de llegar a destino, un niño rendido pidió descansar. “Está bien”, decidió Jenny, quizá debían olvidarse del arroyo y volver a casa.

Cuando se dieron vuelta para desandar sus pasos, por primera vez Jenny se dio cuenta de que el cielo se estaba oscureciendo. Antes de haber recorrido la mitad del camino hacia su casa, había cambiado a su característico tono plomizo que solo significaba una cosa: ¡nieve!

Quedar atrapado a pie en una tormenta de nieve en Canadá es de temer. Una pizquita de ansiedad pasó por la mente de Jenny, por lo que le pidió a Pedro que caminara más rápido.

No obstante, la naturaleza humana no puede hacer tanto. Pronto el niñito pidió descansar nuevamente y, después de eso hubo, descansos frecuentes.

Al observar las nubes amenazantes que se cernían sobre ella, Jenny apuraba lo más posible a su hermano menor, pero Pedro pronto llegó a un punto en que no pudo dar ni un paso más. Comenzaron a caer copos de nieve y, presa del pánico, Jenny tomó a Pedro, se lo subió a caballito y continuó con mucho esfuerzo.

Pero ahora, era ella a quien le venían momentos de agotamiento. La carga doble era demasiado. Bajó a Pedro al piso y cayó desplomada. Los copos de nieve comenzaron a caer cada vez con mayor intensidad, hasta que todo a su alrededor era una cortina de nieve que caía, ocultando todo de la vista.

Jenny se acurrucó junto a su hermano, diciéndole que pronto la nieve se detendría y que luego podrían continuar.

Pero las horas pasaban, y la nieve que caía suavemente no cesaba. Pedro se quedó dormido y recostó su cabeza en la falda de su hermana.

De tanto en tanto Jenny retiraba la nieve que intentaba cubrirlos, y buscaba ansiosamente una señal de que la tormenta estuviese disminuyendo, pero era en vano. En silencio, comenzó a llorar de miedo y a temblar porque el frío se filtraba por su ropa. Entonces, el cansancio comenzó a pasarle factura. Intentó luchar contra él por un tiempo, pero luego decidió dormirse una siestita. Esto la haría sentirse renovada, y entonces podría cuidar mejor a Pedro.

Mientras todavía sostenía la cabeza de su hermano en la falda, se recostó sobre un codo y cerró los ojos. Al quedarse dormida, se fue deslizando lentamente hacia abajo hasta quedar con la cabeza en la nieve.

Un manto blanco comenzó a extenderse sobre ellos. Todavía dormían cuando cayó el sol y la negrura de la noche se cerró sobre la escena.

Dos o tres horas antes de esto, la señora Curtis, en la finca, había visto que se aproximaba la tormenta. Con los primeros copos de nieve había ido hasta la ventana a examinar con sus propios ojos la ladera donde sabía que sus hijos habían ido a deslizarse en trineo. Pero no había ningún indicio de ellos allí.

Se puso el abrigo y salió corriendo hasta el establo donde su esposo estaba trabajando. Allí tampoco había ningún rastro de ellos.

Todavía no era momento para angustiarse, se dijo a sí misma la mamá, pero algo aceleraba sus pasos mientras ella y su esposo iban hasta la colina, donde encontraron el trineo abandonado casi cubierto de nieve. Ahora sin disimular su ansiedad, regresaron a la finca y salieron en diferentes direcciones para revisar todos los lugares posibles donde los niños podrían estar.

Los minutos pasaban. Los niños no aparecían. Ahora no había dudas para los afligidos padres: ¡sus hijos estaban en medio de la tormenta de nieve!

Carlo, como de costumbre, estaba dormitando junto a la estufa de la cocina. Pero su mente de repente se sacudió y se despertó por el sonido del llanto de la señora Curtis. Abrió los ojos para verla, con el rostro pálido y temblando se enjugaba los ojos con el pañuelo mientras se aferraba al brazo de su esposo que hablaba por teléfono.

Varias veces el señor Curtis colgaba el teléfono y lo volvía a levantar llamando a diferentes casas para preguntar por el paradero de sus hijos y, luego, preguntaba si alguien podía venir a ayudar a buscarlos.

Carlo no entendía todo eso, pero sus sentidos le dijeron que algo andaba mal. Caminaba lentamente por ahí, ahora curioso por toda la agitación.

La llegada de una cantidad de gente extraña en respuesta al llamado del señor Curtis pidiendo ayuda era un desafío para Carlo, y este se paseaba pesadamente, ladrando y quejándose.

Una y otra vez las palabras “Pedro”, “encuéntrenlos”, “Jenny”, “perdidos”, “encuéntrenlos”, “busquen” llegaban a sus oídos perrunos y, de repente, en un arrebato de inteligencia, se dio cuenta de que Jenny y Pedro no estaban allí y de que todos estaban tratando de encontrarlos. Él sabía dónde estaban. Estaban jugando con el trineo en la colina. Él los iría a buscar.

Inadvertido para la gente que iba y venía, Carlo lentamente se dirigió a la puerta y se abrió paso en la oscuridad.

La búsqueda continuó durante toda la noche con faroles y linternas. La señora Curtis, a la que le prohibieron dejar la casa, hacía innumerables bebidas calientes e incontables sándwiches.

Al sonido de buscadores que se aproximaban, ella corría hasta la puerta y miraba con ojos vidriosos hacia la noche, exclamando:

–¿Alguna noticia?

–¡Todavía nada! ¡Todavía nada! –era la triste respuesta.

Y entonces más bebidas calientes y sándwiches, más charla, más palabras de aliento de todos.

La pobre madre no podía olvidarse del termómetro que colgaba afuera de la ventana, y trataba de no fijarse en los pequeños abrigos que colgaban detrás de la puerta de la cocina.

Y entonces, ¡los gritos! Y con los gritos, ¡los ladridos! La esperanza se precipitó como un fuego encendido, y la mamá llegó a la puerta de un salto.

A la distancia, escuchó que gritaban:

–¡Los encontramos! ¡Los encontramos! ¡Gracias a Dios!

Tratando de retener las lágrimas y las risas, la señora Curtis salió sin abrigarse al aire frío de la medianoche para recibir al tropel que se reía y gritaba. Un hombre tenía a Pedro, otro a Jenny y, en brazos de dos jóvenes, había un perro alborotado que ladraba: ¡Carlo!

–Bueno, mamá, no era necesario preocuparse por los abrigos –se rió el señor Curtis–. ¡Tenían el edredón más calentito y acogedor que te puedas imaginar!

La señora Curtis, mientras abrazaba a Jenny y a Pedro de a uno a la vez, balbuceó:

–¿Edredón? Qué... qué...

–¡Era Carlo! –dijo el grupo a coro, y luego todos se rieron de la idea.

–Yo escuché ladrar a Carlo –tomó la palabra uno de los hombres– y cuando llegamos allí, ¡estaba esta enorme cosa tirada directamente encima de los niños como una gran piel de oso! Los niños estaban profundamente dormidos y calentitos como una tostada debajo de él, en un hueco en la nieve.

–Yo me desperté algunas veces –balbuceó Pedro–. Carlo era pesado.

Y entonces todos se largaron a reír otra vez.

Fueron muchos los abrazos que hubo esa noche, no solo para los niños sino también para Carlo. Todos los que entraban tenían que frotarle la cabeza y hacerle cosquillas detrás de las orejas. Nunca había recibido tantos huesos de una sola vez. Y la atención especial no terminó aquella noche.

Desde aquel día en adelante, una niña llamada Jenny no escatimaba esfuerzos para darle afecto al perro. Carlo finalmente había comenzado a cobrarse su deuda de gratitud.

Capítulo 2
El círculo de fuego

Leonard C. Lee


Cuando era chico y vivía en Dakota del Norte, con frecuencia salía al campo a encontrarme con mi padre cerca de su hora de regreso. A veces, me dejaba volver a casa sobre el arado o en uno de los caballos.

Una tarde, cuando tenía cinco años, fui en dirección a él caminando a través del pasto alto que había sido pisoteado en parte por los caballos que iban y venían por el campo. Vi que mi padre dirigía un grupo de cinco caballos negros, tres adelante y tres atrás, que tiraban de un arado doble.

Entonces, de repente, ¡los caballos comenzaron a correr rápido! Los cascos sonaban como truenos, y venían ­directamente hacia donde yo estaba. Tra­té de correrme, pero no tuve tiempo.

Afortunadamente, los caballos me vieron y se hicieron a un lado para evitar atropellarme. Entonces divisé a mi padre parado sobre el arado agitando un látigo largo y gritándoles “¡so, so!” a los caballos. Levanté la vista y alcancé a distinguir su cara asustada cuando la rueda del surco casi dio contra mí.

Me agaché tratando de librarme del arado, y antes de poder levantarme escuché que los caballos regresaban. Todavía corrían, pero no tan rápido. Mi padre pateó la palanca, y las rejas del arado golpearon contra el pasto, levantando polvo que volaba a tres metros. Esto frenó a los caballos a un trote de distancia de mi.

Se habrían detenido, porque el pasto era pesado y duro, pero mi padre volvió a blandir el látigo, y ellos continuaron. A mi alrededor araron tres surcos dobles y parte de un cuarto. Entonces mi padre los detuvo, vino, me levantó y me puso sobre el arado mientras encendía un fósforo y quemaba todo el pasto dentro del anillo que había arado. Escarbó un círculo de un metro y medio de diámetro en el centro de la superficie incendiada y, levantándome por los hombros, me puso adentro.

–¡Quédate aquí hasta que yo regrese! –me ordenó–. No salgas de este circulito.

Había hecho todo tan rápido que no me atreví a preguntar por qué. Nunca antes había visto a mi padre así, ni hacer cosas tan rápido.

Luego saltó sobre el arado, sacudió el látigo y les gritó a los caballos. Ellos se alejaron corriendo, y yo me quedé preguntándome por qué se fueron a casa sin mí.

Yo no lo sabía, pero mi padre había visto un incendio en la pradera que había sido iniciado por alguna persona descuidada, y que el viento lo estaba llevando directamente hacia nuestra casa. Mi madre, mi hermana y mi hermanito estaban allí, y papá se apresuró a llegar a casa para tratar de salvarlos a ellos y a la vivienda. No teníamos vecinos cercanos, así que papá sabía que todo dependía de él.

Yo quise seguirlo a casa, pero había aprendido a obedecer. Había descubierto, a fuerza de errores que cuando mi padre me daba una orden, realmente hablaba en serio y era mejor obedecer. Así que me senté en mi circulito y esperé hasta que regresara.

Muy pronto hubo animales que comenzaron a entrar en mi círculo. Varias ardillas rayadas llegaron corriendo y luego una liebre. Los urogallos de las praderas revoloteaban encima de mi cabeza, y otras aves comenzaron a sobrevolar. Entonces comencé a sentir el olor acre del fuego, y el aire se volvió pesado y lleno de humo. Un coyote entró corriendo en mi círculo. Me echó un buen vistazo y salió corriendo para el otro lado a través del pasto alto hacia el campo que mi papá había estado arando. Un conejo con el pelaje algo quemado entró al círculo y trató de acurrucarse debajo de mí. Traté de apartarlo, pero no pude.

El aire se volvió abrasador, y me dieron ganas de salir corriendo, pero papá había dicho: “¡Quédate hasta que venga!”, y sabía que tenía que quedarme. Entonces se puso tan caliente que casi no lo podía soportar, pero tenía que hacerlo.

El fuego llegó hasta el exterior de los surcos arados a mi alrededor, y las llamas se extendían como los brazos de un gigante que trataba de arrebatarme. Mi ropa comenzó a quemarse. Di vueltas en el suelo y traté de atrincherarme en el pasto quemado, pero fue en vano. El conejo medio chamuscado y yo tratamos de escondernos uno detrás del otro.

Entonces oí el estruendo de los cascos de los caballos y supe que mi padre estaba viniendo. Traté de abrir los ojos, pero tenía la cara tan ampollada por el calor que apenas pude abrir un ojo. El equipo venía directamente por la pradera en llamas. Su pelaje negro estaba blanco del sudor y la espuma, y corrían como nunca vi correr caballos desde ese día. Papá sostenía las cuatro cuerdas en una mano y el látigo en la otra. Los caballos entraron directamente al círculo, pero no me atropellaron.

Mi papá se arrancó la camisa, húmeda de sudor, y me cubrió con ella para extinguir el fuego, porque parte de mi ropa estaba ardiendo del calor. Esto es lo último que recuerdo, porque me desperté en casa, en la cama.

Papá, con la ayuda de algunos vecinos, salvó la casa al arar surcos frente al fuego y haciendo contrafuegos. Luego el viento cambió, y el fuego comenzó a avanzar hacia mi refugio.

Papá había hecho girar a los caballos cansados y los había azotado hasta convertirlos en furias espumantes en la cabalgata salvaje para salvarme la vida. En su corazón estaba la temible pregunta: “¿Habrá obedecido mi hijo?” La vida y la muerte dependían de la palabra “obedecer”.

A menudo pienso: Ahora no estaría vivo si no hubiese obedecido a mi padre. Y algún día me acordaré de las pruebas y peligros de esta vida y pensaré: No habría obtenido la vida eterna si no hubiese obedecido a un Dios y a un Salvador amante.

Porque aprendí por experiencia que hay seguridad en la obediencia. Nuestro Padre celestial está tan interesado en nuestra seguridad eterna, como mi padre lo estuvo en mi seguridad temporal. Si obedecemos perfectamente a nuestro Padre celestial, estaremos a salvo.

Me gusta escuchar un canto titulado: “Dios es nuestro guía”, una de sus estrofas dice:

“Algunos por las aguas, algunos por los aluviones, algunos por el fuego, pero todos a través de la sangre”.

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Həcm:
144 səh. 24 illustrasiyalar
ISBN:
9789877983845
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