Kitabı oxu: «Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)»

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)

Primera edición digital: abril, 2109

© Luis Bustamante Otero

© Universidad de Lima

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Ilustración de carátula: Íntimo silencio. Eduardo Kingman. Óleo, 95 cm x 130 cm, 1980.

Versión e-book 2019

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Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-487-5

Índice

Introducción

Capítulo I. Patriarcado, matrimonio y conflicto. La perspectiva estructural

1. El matrimonio y su control en Hispanoamérica: los perfiles legales

2. El ideal y la praxis: algunas precisiones

3. Nulidad matrimonial y divorcio eclesiástico

4. El patriarcado jurídico

5. Iglesia, literatura preceptiva y orden patriarcal

6. El sistema patriarcal: reconsideraciones necesarias

7. Matrimonio, ideología patriarcal y sevicia

8. La trascendencia del honor

Capítulo II. Reformismo ilustrado, control social y matrimonio

1. Un exordio. El control del orden público

2. Regular la vida doméstica y reforzar el patriarcado. La Pragmática Sanción de 1776

3. Vivienda y precariedad. La “privacidad” puesta en entredicho

4. El papel de la prensa limeña

5. Las veleidades de la moda y su impacto en las costumbres

6. Del recato al despejo: las resonancias en el honor

7. El trabajo femenino y el debilitamiento del pacto patriarcal

8. La sociabilidad plebeya y las inquietudes de las élites

9. El amor responsable y la necesidad de apuntalar el matrimonio

10. Secularización, conflicto matrimonial y tribunales de justicia

Capítulo III. Conflictividad marital y sevicia (1795-1820)

1. Las fuentes y las cifras

2. Mujeres maltratadas en las judicaturas. Los factores evidentes y algunas conclusiones preliminares

3. Mujeres maltratadas en las judicaturas. Los otros factores

3.1 El matrimonio impuesto y la condición puberal

3.2 Las circunstancias, el temor al deshonor y el engaño

3.3 El miedo al desamparo y al destino del patrimonio

3.4 El trato servil y la “insubordinación”

3.5 El encierro asfixiante

3.6 Los celos

3.7 La intervención de los parientes

3.8 La intervención de las amasias

3.9 Las variantes de la sexualidad

4. “Me resivía echa una fiera”: hombres maltratados

Capítulo IV. Controversia e incidencia. El patriarcado, el honor y el (des)amor en la sevicia conyugal (1795-1820)

1. La alteración del pacto patriarcal

2 El honor en disputa

3. Las ambigüedades del amor

Conclusiones

Fuentes primarias impresas

Fuentes primarias manuscritas

Referencias

Introducción

Una coyuntura como la actual, en donde la violencia de género y la intrafamiliar alcanzan cifras estremecedoras en el Perú y otros países de la región —situación que ha despertado un singular activismo y compromiso ciudadano—, ofrece una oportunidad para reflexionar, en términos históricos, acerca de esta problemática.

En efecto, la violencia de género constituye un grave problema que atraviesa y afecta a la sociedad en su conjunto. Un reporte reciente propalado por las Naciones Unidas (2015) reitera en gran parte la información que hace algunos años publicó la Organización Panamericana de la Salud (OPS) (2012). En esta se indicaba que, en los doce países americanos que fueron materia de encuestas, la violencia contra la mujer infligida por su pareja estaba generalizada y comprendía diversos actos que iban desde aquellos que podrían ser considerados como moderados y ocasionales, hasta situaciones prolongadas y crónicas de maltrato, tanto físico como emocional. Entre muchas variables, se observó que la violencia ejercida por el esposo o compañero era significativamente mayor en las áreas urbanas en comparación con las rurales, y entre quienes provenían de los sectores más deprimidos en términos económicos y de instrucción, aunque en este último caso las diferencias de prevalencia según las características socioeconómicas de las mujeres no siempre eran grandes o significativas.

Es reveladora la presencia del Perú en el informe de la OPS, donde ocupa el tercer lugar en el porcentaje de mujeres que declaraban haber experimentado alguna vez violencia física o sexual por parte de sus parejas, con el 39,5 %. La diferencia que lo separa del segundo país, Colombia, que presentó una cifra porcentual del 39,7 %, es estadística. La pormenorización de los datos peruanos se obtuvo de la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar 2007-2008 efectuada en el país (Instituto Nacional de Estadística e Informática, INEI, 2009)1, que, en tal sentido, informó sobre situaciones de control, expresiones humillantes y amenazas ejercidas por el esposo o compañero sobre ellas, así como sobre situaciones de maltrato físico que no excluyen la posibilidad de violencia sexual, entre otras consideraciones.

Llaman la atención dos cuestiones cruciales. En primer lugar, la violencia contra la mujer presenta un carácter histórico que, específicamente, se reconoce al afirmarse que, como práctica tolerada y legitimada, se inserta en la cotidianidad de la interacción intrafamiliar, “perpetuándose a través de generaciones” (INEI, 2009, p. 265), pues los hijos que presenciaron tales hechos tendían a reproducir en la adultez lo que experimentaron en su infancia. La segunda cuestión es que la encuesta del INEI menciona la existencia de prácticas de violencia física hacia el varón por parte de su esposa o compañera, aunque el porcentaje de mujeres que maltrató a su pareja sea cuantiosamente menor respecto de la situación inversa. Este hecho, tal vez, explique los pocos párrafos que el documento dedicó a esta problemática y que, extrañamente, se encuentran en el capítulo 13, que trata sobre la violencia contra las mujeres, pues “la violencia física al varón por la esposa o compañera es un hecho social reciente” (INEI, 2009, p. 275)2.

Señalados estos asertos, la impresión generalizada que se obtiene es la de una familia en crisis, la cual es exacerbada por los medios de comunicación que han contribuido a presentar la violencia contra la mujer como un fenómeno relativamente reciente. Esto genera la falaz sensación de que en el pasado, si no hubiera primado la armonía en las familias, la disfuncionalidad de las mismas, expresada en un conjunto de variables entre las que no es posible excluir la violencia conyugal, habría sido menor, además de haberse encontrado oculta. Asimismo, la violencia contra el hombre por parte de su pareja, o no habría existido en tiempos pretéritos, dada la incuestionable autoridad del varón en el orden patriarcal tradicional, o habría sido excepcional; se trataría, parafraseando la encuesta del INEI, de “un hecho social reciente”.

En realidad, la intensificación de los procesos comunicativos y el consiguiente incremento de los contactos sociales espaciales y temporales que acompañan al actual proceso de globalización y su desarrollo tecnológico, así como las fronteras cada vez más tenues que separan lo público de lo privado y la “crisis global de sentido” que ha generado una paulatina fragmentación de las comunidades en torno a múltiples identidades inestables según afinidades (de género, por ejemplo) (Vidal Jiménez, 1999, pp. 25-26), entre otras consideraciones, han hecho posible visibilizar en el presente conflictos como la violencia conyugal. Sin duda, son materia de preocupación, pero, asimismo, desde las ciencias sociales y, particularmente, desde la historia, han obligado a preguntarse si este fenómeno y problema, en apariencia contemporáneo, se presentó en el pasado. Esto implica interrogarse sobre cuestiones básicas de tiempo y lugar, de regularidad y de cambio, de especificidad y de generalidad, así como sobre el matrimonio, la familia, la legislación, el patriarcado, el honor, las relaciones de género, el rol de la Iglesia, las representaciones y los imaginarios, entre tantas otras cuestiones no menos trascendentes que no pueden obviarse.

No es extraño que la historia se interese actualmente por estos asuntos, puesto que el entorno globalizador articulado al paradigma de la complejidad, del cual participan diversos saberes científicos, ha arrastrado a una porción significativa de la historiografía contemporánea, parcela múltiple que se mueve, como la ciencia, entre el principio de la indeterminación y la complejidad estructural (Núñez Pérez, 1995, p. 166)3. En este contexto, ha conseguido que los logros aún limitados que la historia académica había alcanzado en materia de acercamiento a la multitud, a la gente anónima, se explayen hacia territorios, si no ignotos, por lo menos escasamente desarrollados. La “mayoría” no será vista como parte de una masa informe, sino como un conjunto de individuos que no deben perderse en el anonimato de los procesos históricos, en busca de la recuperación del sujeto en el terreno de lo social. De esta forma, los cimientos que anticiparon hace cerca de cuarenta años algunos historiadores en estos tópicos4 terminaron expandiéndose y fortaleciéndose al añadirles nuevas posibilidades de análisis, a la vez que vertientes como la microhistoria, la historia cultural y la historia de género contribuían a pergeñar aún más la perspectiva de una historia “desde abajo”, que intentaba dar voz a los excluidos. Estos estudios nutrieron y otorgaron carta de presentación a la llamada historia de la familia que, desde 1976, contó con una revista ad hoc, The Journal of the Family History.

La historiografía latinoamericana y latinoamericanista no fue ajena a este desarrollo y, por lo menos desde la década de 1970, es posible encontrar un progresivo volumen de ensayos sobre la temática familiar, generalmente en ediciones especiales dedicadas a la familia colonial iberoamericana. En estos estudios, se observa que el campo de atención e interés se fue desplazando desde los iniciales parámetros demográficos hacia otros más propiamente socioculturales y ligados a las mentalidades, con énfasis en los comportamientos y actitudes, y en el impacto que sobre la gente ejercieron las instituciones e ideologías como el patriarcado, que ha sido un tópico vertebrador en las exploraciones relativas a las relaciones de género dentro de la familia. Del mismo modo, se ha podido notar que la utilización de fuentes similares por parte de los historiadores, tal es el caso de los litigios judiciales ventilados tanto en los juzgados civiles como en los eclesiásticos, constituye otra de las raras continuidades de la historia de la familia en América Latina. Este hecho permitió, por otra parte, indagar sobre la aplicación y funcionamiento del orden patriarcal, los equilibrios de género, las esferas pública y privada, el honor de las élites y de los plebeyos, las promesas matrimoniales incumplidas, la virginidad, la sexualidad, entre otras materias. Los expedientes relativos a querellas matrimoniales, no obstante reflejar más lo atípico, lo “anormal” antes que lo usual, han continuado siendo herramientas importantes para investigar las historias de las mujeres, de los hombres y de la familia (Twinam, 2007, pp. 334-335)5.

La violencia conyugal no estuvo al margen de las preocupaciones de los historiadores dedicados a la familia colonial en Iberoamérica. Siguiendo la estela dejada por investigaciones como la de Roderick Phillips (1976), entre otras, fueron los mexicanistas quienes, probablemente, iniciaron el estudio de este problema, aunque el trabajo pionero de Verena Stolcke (1992) sobre las relaciones matrimoniales e interétnicas en la Cuba colonial constituya la punta del iceberg6. En este sentido, los ensayos de Silvia Arrom (1976, 1988 [original en inglés de 1985]) y de Michael Scardaville (1977) son fundacionales, y representan el punto de partida de una bibliografía que fue haciéndose más extensa con el transcurrir del tiempo, a la vez que se incorporaban paulatinamente otras áreas del espectro geográfico latinoamericano7.

El Perú no quedó al margen de estas tendencias. Desde el pionero artículo de Pablo Macera (1977) —una verdadera rareza considerando el año de su publicación— que insinuó tangencialmente esta temática, la bibliografía fue adicionando algunos pocos títulos, entre los que destacó tanto por su originalidad como por su carácter precursor el ensayo que el fallecido y recordado Alberto Flores Galindo preparara para la Revista Andina sobre la base de un capítulo de su tesis doctoral (Flores Galindo, 1983)8, los artículos que el peruanista francés Bernard Lavallè fue presentando a lo largo de varios años9 y los estudios de María Emma Mannarelli (1994)10. A poco más de tres décadas de la publicación del ensayo inicial de Flores Galindo, por desgracia, aún es exigua la lista de textos que sobre el maltrato marital en la historia del país se han publicado; cabe tomar en cuenta, asimismo, que el inventario de los mismos se ha limitado prácticamente al período colonial11.

La preocupación por el tema de las relaciones matrimoniales en el pasado, especialmente por los aspectos relativos al maltrato conyugal, que la legislación y la praxis judicial coloniales reconocieron como un problema serio y hasta relativamente frecuente, al igual que la literatura preceptiva y de consejos redactada por moralistas como fray Luis de León o fray Antonio Arbiol, que se interesaron por los avatares del matrimonio, así como también los manuales de confesión, demuestran no solo la importancia que este problema presentó en España y sus territorios americanos durante el Antiguo Régimen, sino también el interés que la historiografía supo corroborar y calibrar. Es que, además, la sevicia, esa expresión usual que servía para calificar al maltrato verbal, emocional y físico entre los cónyuges y que tenía como víctima central a la mujer, para ser reconocida como tal en los predios judiciales —así lo hacía saber la doctrina—, debía ser excesiva, reiterada y poner en peligro la vida del consorte afectado, lo cual ciertamente no era fácil de demostrar en los tribunales, amén de otros inconvenientes propios de los procesos y diligencias judiciales. En consecuencia, los golpes y palabras subidas de tono, esto es, los insultos, si eran eventuales y tenían un carácter “correctivo”, no encajaban en la categoría de sevicia y, por tanto, no eran punibles. Existía, a su vez, un problema adicional: el marido era el único que tenía la prerrogativa moral y legal de “castigar” a su cónyuge si esta había cometido una transgresión, pero ¿quién medía la eventualidad y proporción del maltrato infligido a la esposa, considerando que esta jamás debía dirigirlo hacia su esposo, al menos teóricamente? Es claro que el hombre, como cabeza visible del ordenamiento jerárquico patriarcal, era el indiscutible catalizador de este tipo de relaciones.

Fueron estas y otras las inquietudes que me acercaron hace algunos años a la temática de la violencia conyugal, sobre la cual redacté algunos artículos que tuvieron como marco cronológico de análisis los años 1800 a 1805 (Bustamante Otero, 2001)12. Interesado en el papel de los juicios de divorcio como fuente para acercarse a la cotidianidad de los consorcios matrimoniales, llamó mi atención, en primer lugar, el hecho de que la Iglesia postridentina, alineada con el concepto de indisolubilidad del matrimonio convertido en sacramento, aceptara la posibilidad de que los cónyuges en conflicto pudiesen acceder, si la situación lo ameritaba, a la figura canónico-jurídica del divortium quoad thorum et mensam, separación de morada y de cuerpos con subsistencia del vínculo, que solo se aprobaba bajo determinadas causales debidamente reconocidas por la legislación y que no permitía a la pareja la posibilidad de contraer nupcias nuevamente (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 383-392). Esto significaba que la Iglesia, tradicional reguladora de la moral pública, estaba al tanto de los naturales roces y pendencias que se producían entre las parejas de casados y de los extremos a los que aquellos podían llegar. Igualmente, me sorprendió la profusión de procesos de esta naturaleza, así como los móviles que indujeron a las partes, preferentemente a las mujeres, a exponer sus dramas en el tribunal eclesiástico; entre estos pude notar que la sevicia correspondía a la mayoría, sin desmedro de otras posibles causales. Estas consideraciones me llevaron a concluir que la violencia entre marido y mujer era un problema grave para la sociedad hispanoamericana colonial —especialmente para la residente en las áreas urbanas—, y que Lima no era una excepción; es más, la capital peruana parecía presentar uno de los índices más altos de maltrato doméstico. La comparación de cifras y tendencias no solo confirmaba mi apreciación, sino que, además, generaba la impresión de que los postreros tiempos coloniales conformaban una coyuntura de alta conflictividad marital.

Algunas cuestiones más. La primera, el innegable protagonismo de las mujeres en los juicios de divorcio —usualmente, eran las víctimas— no fue óbice para encontrar a un pequeño grupo de maridos replicando las imputaciones de sus esposas mediante la difamación, la negación y las falsas promesas de enmienda, pero también arguyendo, en otros casos, que ellos habían sido también agredidos. Lo más sorprendente, sin embargo, fue hallar eventualmente denuncias de parte de estos en las que señalaban haber sido ellos, más bien, objeto de maltrato por parte de sus consortes. La segunda cuestión está relacionada con los materiales documentales trabajados. Yo había estudiado —como quedó dicho— los juicios de divorcio y, de manera superficial, había revisado en el Archivo Arzobispal de Lima secciones como Causas Criminales de Matrimonio y Bigamia, pero el referido artículo de Flores Galindo y Chocano (1984), que abarcaba un espectro cronológico más amplio que el mío, incluía otras secciones más del mencionado repositorio, como Nulidades y Litigios Matrimoniales, arribaba a la conclusión de que la sevicia era el cargo más importante en todo este conjunto de procesos judiciales. Había observado, no obstante, que la casuística ordenada por los coautores pecaba de un “taxonomismo” tan marcado que eludía la posibilidad de demandas mixtas. En mi fuero interno, existía la convicción de que los índices de sevicia eran mayores que los señalados y no solo por el argumento expuesto, sino también porque los coautores no habían tomado en cuenta otras secciones del archivo, además de obviar la documentación contenciosa civil que resguarda el Archivo General de la Nación. Finalmente, la tesis propuesta por ambos de un incremento de la conflictividad marital judicializada a fines del Virreinato, sostenida en tres argumentos centrales, a saber: el marco estructural patriarcal, la crisis que asoló Lima y que repercutió en la cotidianidad de los hogares, y el hecho de que la sociedad se fue liberando de las amarras religiosas, al menos en este terreno (pp. 405-417), daba pie a reflexionar sobre la validez de este planteamiento que era, en esencia, correcto, pero insuficiente y carente de matices, en parte también porque Flores Galindo y Chocano no incorporaron en su investigación aspectos relativos al reformismo borbónico y su impacto en estas latitudes, entre otras cuestiones.

Todas estas consideraciones y el interés de rectificar algunas apreciaciones vertidas en mis anteriores ensayos como, por ejemplo, la creencia de que la sevicia afectaba básicamente a los matrimonios de menores recursos, esto es, a la plebe, cuando, en realidad, se trató de un problema que atravesó a la sociedad limeña en su conjunto, aunque con énfasis en los sectores sociales medios y populares, son los motivos que impulsan la realización del presente trabajo. A ello se suma la necesidad de ampliar y profundizar propuestas, razón suficiente para extender el espectro cronológico de análisis a veinticinco años (1795-1820), escrutar los materiales contenciosos pertinentes —los eclesiásticos del Archivo Arzobispal de Lima y los civiles guarecidos en el Archivo General de la Nación— y apelar a la bibliografía reciente para recoger la experiencia de lo abordado por la historiografía en otros lugares, sobre todo de Hispanoamérica, pues el problema de la sevicia no fue exclusivamente peruano. Por último, la conveniencia de incorporar variables, conceptos y categorías que en su momento fueron obviados o examinados sin mayor hondura, verbigracia, el significado e importancia que tuvieron el honor o el amor, o insertar en el análisis procesos que emergían del reformismo borbónico, como la trascendencia que en las últimas décadas del siglo XVIII empezaron a tener los tribunales civiles y el fuero militar en la resolución de los entuertos conyugales, fueron también móviles importantes para emprender esta investigación.

Con la finalidad de alcanzar estos objetivos, se ha dividido la obra en cuatro capítulos13. Considerando que el estudio de la violencia conyugal en la ciudad de Lima durante los lustros finales del Virreinato debía tener un punto de partida, el primer capítulo aborda la relación entre patriarcado, matrimonio y conflicto conyugal desde una perspectiva básicamente estructural, aludiendo preferentemente a las continuidades, aunque sin dejar de reconocer la existencia de algunos cambios importantes. En ese sentido, el interés que para el Estado y la Iglesia tuvo la conducta sexual de la población y el futuro de la progenie en el Nuevo Mundo exigió, en primera instancia, presentar los perfiles legales del matrimonio en la Hispanoamérica colonial; para ello se muestra cómo las Leyes de Partida (1252-1284) y las Leyes de Toro (1505), de una parte, y las disposiciones del Concilio de Trento (1545-1563), de otra, regularon la institución matrimonial, siendo el control eclesiástico más amplio que el estatal, debido a que la monarquía, asumiendo los dispositivos tridentinos, convirtió al matrimonio en un proceso eclesiástico controlado estrechamente por la Iglesia14.

El capítulo muestra, asimismo, cómo dos problemas conexos, el relativo al libre consentimiento en la elección del cónyuge y el concerniente a la intromisión de los padres en el matrimonio, estuvieron entre los más controvertidos, pues, aunque la Iglesia buscó garantizar la libertad de elección matrimonial, la ambigüedad de ciertos preceptos tridentinos, así como el peso de la costumbre y la tradición, generaron una tensión constante entre anhelos individuales y obediencia que no llegó a ser zanjada plenamente. A este problema se sumaron otros provenientes tanto de las prácticas y tradiciones indígenas como de aquellas procedentes de la experiencia medieval española. Estas últimas continuaron reproduciéndose en los espacios sociales y domésticos de la América hispánica, especialmente en las ciudades, haciendo posible el amancebamiento (que subsumió a la barraganía), la ilegitimidad, el rapto de la “novia”, las promesas matrimoniales incumplidas y la bigamia, entre otras transgresiones. Podrá observarse, también, cómo determinados matrimonios, al menos si nos guiáramos por la praxis judicial, parecieron discurrir por el camino de la disfuncionalidad, pues los litigios matrimoniales, las nulidades y los divorcios fueron relativamente frecuentes, notándose cómo la preponderancia de la sevicia estuvo entre las causales más esgrimidas.

La necesidad de examinar la conflictividad marital y el papel que en ella tuvo la violencia hicieron ineludible internarse en las arenas estructurales del patriarcado. Por ello, el capítulo analiza el patriarcado desde la perspectiva del derecho indiano, contraponiendo la condición jurídica de la mujer y sus variables (de edad, estado civil, etcétera) a la del varón, y observando cómo la noción de “imbecilidad” del sexo justificó la negación de ciertos derechos a las mujeres, consideradas por la mayoría de especialistas como menores de edad. Se mostrará también de qué manera la Iglesia, por medio sobre todo de una profusa literatura de carácter preceptivo, planteó patrones ideales de conducta que reforzaron el patriarcado jurídico. Por tales motivos, el capítulo reflexiona sobre estos tópicos revisando y corrigiendo conceptos y categorías, tales como el recogimiento, la viudez femenina, el rol de las mujeres en los espacios públicos y el trabajo femenino, la racionalidad de la legislación y la inconsistencia entre las normas y pautas de conducta impuestas a las mujeres y la realidad concreta de varias de ellas, que incluía eventuales transgresiones al orden matrimonial modélico.

Considerando que, dentro del patriarcado colonial, la familia era “la unidad social básica en que descansaba toda la estructura” (Arrom, 1988, pp. 97-98), se advertirá que este sistema presuntamente armónico no era estático y presentaba protestas y luchas, pues la autoridad patriarcal no era absoluta y había un ideal de reciprocidad al interior del matrimonio. El incumplimiento de los derechos y obligaciones inherentes a las partes generaba conflictos. Será este el contexto en el que se aborde el tópico de la sevicia conyugal, y se observará cómo, pese a que la legislación colonial no menciona que el marido pueda disciplinar o castigar físicamente a su mujer, la doctrina jurídica justificaba tal acción bajo determinadas premisas. El uso de la violencia física y verbal como medio para disciplinar a la esposa fue una acción legítima y legalmente posible si el “castigo” era moderado y tenía fines correctivos. Esto, lógicamente, ocasionó el cuestionamiento y la crítica por parte de algunas mujeres, pues la lógica de la reciprocidad, aunque asimétrica, estaba siendo alterada.

Finalmente, el capítulo aborda la temática del honor, en la que se distingue, en principio, entre el honor-precedencia y el honor-virtud, que fueron categorías propuestas por la antropología anglosajona; cabe aclarar que este elemento valorativo, que las élites asumieron como propio, en realidad, no solo no tuvo calificativos, sino que, además, durante el siglo XVIII se fue extendiendo hacia otros sectores sociales. Dado que el honor tuvo una dimensión pública, se buscará demostrar, asimismo, cómo los espacios públicos conformaron el escenario en donde el honor terminó siendo “cuestionado, amenazado, ganado, perdido, e incluso recuperado” (Twinam, 2009, p. 64), y ello comprendía los lances conyugales signados por la sevicia, máxime si arribaron a los juzgados, de manera que estos fueron conflictos calados por el honor.

El segundo capítulo, desde una perspectiva más coyuntural, adopta como marco cronológico y de análisis el siglo XVIII. La idea que trasunta el capítulo es la de mostrar de qué manera los cambios propios de esta centuria, especialmente los nuevos vientos ilustrados, influyeron en el ámbito de la “privacidad”. Por ello, se adentra en el terreno del despotismo ilustrado español y demuestra que el proyecto reformista borbónico incorporó asuntos de la vida social y cotidiana que afectaron la “normalidad” de la gente común. La necesidad de civilizar y manejar a la población, especialmente a la plebe, se extendió también a la esfera privada y doméstica. En este sentido, será fundamental el análisis que se efectuará de dispositivos legales como la Pragmática Sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales, aplicada en los territorios americanos en 1778, con resultados discutibles (Konetzke, 1962, vol. III, 406-413). La Pragmática pretendió controlar los matrimonios de los hijos menores de 25 años, quienes, desde su promulgación, fueron obligados a solicitar el consentimiento paterno para los esponsales y el matrimonio. Así, buscaba reforzar la autoridad paterna y, en el caso americano, evitar también los matrimonios étnicamente mixtos considerados perjudiciales. Es importante acotar también que esta norma, al aludir a “las ciegas pasiones de la juventud” que la impulsaban a contraer matrimonios muchas veces inadecuados, terminaba reconociendo el peligroso y potencial carácter subversivo del amor en el marco de un siglo que, como el XVIII, exaltaba la sentimentalidad.

Teniendo en cuenta el conjunto de transformaciones que experimentaron las sociedades urbanas hispanoamericanas durante el siglo XVIII, el capítulo abordará también aspectos relativos a la vivienda limeña, especialmente a la popular, para demostrar que la precariedad, el hacinamiento y la pobreza constituyeron obstáculos serios a la privacidad, en un contexto en el que la prensa ilustrada capitalina intentaba construir los cimientos de la diferenciación entre lo público y lo privado. Las veleidades de la moda también serán abordadas, pues estas se relacionaron con las nuevas ideas y tendencias que, llegadas de Europa, impactaron sobre los valores tradicionales limeños, especialmente sobre el honor, replanteando parcialmente las relaciones sociales y de género, al menos entre las élites y los sectores subalternos más cercanos a estas. Como estos aspectos se vincularon también en el mercado laboral, se hizo necesario retomar el tema del trabajo femenino y su relación con el honor, así como ciertos caracteres de la sociabilidad popular que, con sus cuotas de pasión y desenfreno, fueron materia de preocupación para las élites, que censuraron con crudeza las prácticas y costumbres de la plebe, a la vez que advertían sobre los peligros de una sexualidad descontrolada.

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