Mayo del 68 - Volumen I

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Echemos un vistazo a las ramificaciones y paradojas del antihumanismo en algunos de esos autores; un vistazo forzosamente superficial y un tanto simplificador, dada la complejidad de su pensamiento. Por cierto, es una complejidad en gran parte innecesaria, una oscuridad cultivada deliberadamente. Roger Scruton ha hablado del posestructuralismo francés como nonsense machine.85 Dado que se trata de pensamiento de la sospecha llevado al paroxismo,86 un discurso demasiado transparente sería automáticamente sospechoso de ingenuidad o de voluntad de engañar.87 La, a veces, impenetrable complejidad de los Derrida, Deleuze, etc., refleja supuestamente la complejidad de lo real. Por no decir que su absurdo hace eco a la irracionalidad última de la realidad.

• Luc Ferry y Alain Renaut ofrecieron una clave interpretativa del pensamiento del 68 francés que resulta plausible: son autores que parten de Marx, Freud o Nietzsche, pero radicalizan las premisas de estos llevándolas hasta extremos que habrían sorprendido a los maestros de la sospecha originales.88 Así como Lacan pretende ser más freudiano que Freud (vid. nota 86), Louis Althusser es más marxista que Marx al distinguir una fase ideológica y una fase propiamente científica en el pensamiento del de Tréveris, separadas por la ruptura epistemológica de 1845.89 A Althusser le alarmaba el auge del marxismo humanista en los sesenta —al que llama desviación derechista—; por ejemplo, en la obra de miembros de la Escuela de Fráncfort, como Erich Fromm (Marx y su concepto del hombre), y en otros como Adam Schaff o Roger Garaudy. Decreta, por tanto, que el Marx anterior a La ideología alemana es todavía un Marx premarxista, con sus especulaciones sobre la esencia humana, la alienación, el hombre como ser social, etc. Es cierto que Marx ya había denunciado el humanismo en La cuestión judía (1844), pero se trataba del humanismo abstracto de las constituciones y declaraciones de derechos liberales, que intentan encubrir la ausencia de libertad e igualdad materiales con libertad e igualdad formales, y la opresión fáctica con derechos atribuidos al ciudadano abstracto. El Marx juvenil está todavía dominado por la creencia precientífica en una esencia humana, cuya alienación es precisamente la gran acusación que puede dirigirse al capitalismo, y que será recuperada con la revolución: el hombre volverá a ser lo que realmente es. A partir de La ideología alemana, piensa Althusser, Marx deja de especular sobre lo que sea realmente el hombre; de hecho, deja de ver al hombre como sujeto de la historia, reduce a cenizas el mito filosófico del hombre.90 La historia no es la aventura del hombre, sino el resultado la evolución de fuerzas productivas y de la interacción de estructuras (socioeconómicas) y superestructuras (culturales). En definitiva, la gran hazaña teórica de Marx —comparable al descubrimiento de las matemáticas en Grecia— habría sido proponer una interpretación de la historia estrictamente antihumanista, haber conseguido la volatilización de la noción de sujeto.91

Atlhusser, el hipermarxista que acusa de desviacionismo juvenil al creador del materialismo histórico (de Marx, por cierto, se cuenta que dijo «je ne suis pas marxiste» en cierta reunión de la AIT), profesa una versión fuerte de la tesis de la determinación de la superestructura (ideológica) por la estructura (económica). Esto significa que los argumentos no deben ser tomados en serio en sus propios términos, sino simplemente interpretados como expresión de unos u otros intereses de clase: el combate de las ideas y la búsqueda de la verdad son sustituidos por la lucha por el poder. Ya no se prestará atención a qué dice cada uno, sino a quién lo dice (desde qué posición o interés de clase): como dirá Foucault, «la interpretación será a partir de ahora una interpretación basada en el ¿quién?».92 Los profesores, por ejemplo, forman parte del aparato ideológico de Estado encargado de inculcar la ideología que conviene a la clase dominante:93 «Los profesores de filosofía son intelectuales empleados en un sistema escolar determinado, sometidos a ese sistema, y ejercen en masa una función de inculcación de la ideología dominante. Los profesores son intelectuales, por tanto pequeño-burgueses, sometidos en masa a la ideología burguesa y pequeño-burguesa».94 Por tanto, la interpretación por el ¿quién? remite a una nueva interpretación por el ¿qué?. Pero ya no es el qué de lo argumentado, sino el qué de las estructuras de poder e intereses de clase de los que los individuos (los quiénes) son portavoces y peones.

• También en Michel Foucault encontramos esta misma neutralización y absorción del sujeto por estructuras impersonales: en este caso, se trata del «saber» (o bien el discurso o el lenguaje), y Foucault decreta nada menos que la inminente muerte del hombre; el hombre no sería más que un pliegue del saber de aparición reciente y pronta reabsorción:

[E]l hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. […] El saber no ha rondado durante largo tiempo en torno a él y a sus secretos. […] [El hombre] fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. […] A todos los que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos los que plantean aún preguntas sobre lo que el hombre es en su esencia, […] a todos los que no quieren formalizar sin antropologizar, […] los que no quieren pensar sin pensar que es también el hombre el que piensa, […] no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica.95

Ahora bien, ese saber impersonal —del cual el hombre no sería más que un pliegue— es también poder. La arqueología del saber se corresponde, pues, con la microfísica del poder, pues todo saber implica control y dominación. Y Foucault hará su fama desenmascarando la falsa neutralidad de instituciones clave del saber-poder, como los hospitales, los manicomios, las prisiones…, todas las que den por supuesto un determinado código de normalidad. Su Historia de la locura, por ejemplo, es una denuncia de la falsa neutralidad de la ciencia psiquiátrica, interpretada por Foucault como un mecanismo de control y exclusión. La reclusión de los locos en establecimientos psiquiátricos comienza, según Foucault, en el siglo XVII, en significativa coincidencia con el racionalismo de Descartes o Leibniz, que erige la razón en norma, y por tanto la locura en transgresión: la locura deja de ser entendida por sí misma, como un modo de vida simplemente distinto, para pasar a ser concebida como sinrazón (déraison), lo otro que la razón. La posición de Foucault parece ser la de que la locura no existe y que el verdadero problema es la normatividad de la razón, que obliga a retirar de la vista y del espacio social a los inquietantes irracionales: el problema no es la enfermedad, sino la erección de la salud en norma. En realidad, es la propia idea de norma la que crea la categoría de la enfermedad mental.96 Pues toda normatividad necesita transgresores a los que reprimir, anormales a los que uniformizar o castigar.97 Esta relación represiva/medicalizada que la modernidad establece con la locura contrastaría con la tolerancia de una Edad Media idealizada que habría, según Foucault, respetado al loco, e incluso lo habría considerado inspirado por una genialidad especial.98

En otras ocasiones, Foucault, en un registro más marxista, vincula el grand renfermement (el confinamiento de los locos a partir del siglo XVII), no ya solo al ascenso del racionalismo, sino al capitalismo necesitado de mano de obra barata99 (pues en algunos asilos se pone a trabajar a los perturbados), o a la familia burguesa (pues en el manicomio el loco es equiparado al niño, el cuerdo al adulto, y la locura a la rebeldía contra el padre). En Vigilar y castigar, Foucault añadirá el derecho penal y la política penitenciaria a su mapa del saber-poder. Y en Nacimiento de la clínica incluirá en él también… ¡a los hospitales! Como ha señalado Scruton, caracteriza a Foucault una enfermiza «suspicacia frente a las decencias humanas básicas».100 Solo un ingenuo podría creer que el internamiento de enfermos en hospitales obedece a la pretensión benévola de cuidarles mejor: no, en realidad se trata de control, poder, represión… Lo mismo vale para los manicomios. Y la reclusión de delincuentes en prisiones no es una medida elemental para proteger a la sociedad, sino un rodillo de doblegamiento de rebeldes (pues el crimen es «una protesta resonante de la individualidad humana»). Hospitales, asilos, escuelas, cuarteles, prisiones…, todos forman parte para Foucault de un mismo universo carcelario («¿Es sorprendente que las cárceles se parezcan a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales parecen prisiones?»).101 Quizá cambió de opinión cuando, en junio de 1984, fue llevado agonizante de SIDA al hospital de la Salpétrière (por supuesto, su vida homosexual había sido intensamente promiscua, y en su Historia de la sexualidad había deconstruido la noción de normalidad sexual y la distinción entre prácticas sanas y perversas). Quizá agradeció que se ejerciera sobre él el represivo saber-poder burgués para aliviar sus sufrimientos en sus últimos días.

 

• Así como Michel Foucault mostró predilección por el desenmascaramiento de hospitales y establecimientos psiquiátricos como instituciones de represión, Pierre Bourdieu, otro de los santones del pensamiento del 68, se especializó en la denuncia del sistema educativo. Como en otros países occidentales —España entre ellos— 1945-68 había sido a todas luces un periodo de grandes progresos en ese ámbito, con mejora en la calidad (cualificación del profesorado) y sobre todo la cantidad (universalización) de la educación. El sistema académico estaba funcionando como un auténtico ascensor social, permitiendo que jóvenes de orígenes sociales humildes accedieran a la universidad y, a través de ella, al estrato social-profesional superior.

Pero, como otros aspectos del éxito occidental en los Treinta Gloriosos, tampoco este podía escapar a la pasión deconstructiva del pensamiento del 68. Pierre Bourdieu propone una interpretación marxista según la cual así como un modelo económico se basa en cierta estructura de relaciones de producción, así su superestructura ideológica comporta cierta distribución del capital simbólico y cierta división del trabajo social. La eficacia del sistema educativo como ascensor social es negada por Bourdieu: en un contexto capitalista, la educación está diseñada de forma que quede garantizada la reproducción (La reproducción es el título de su obra más influyente) de la distribución del capital simbólico y del trabajo social (es decir, que los hijos de los obreros sigan siendo obreros y los de los burgueses, burgueses). Una vez más, una falsa neutralidad —en este caso, del sistema docente— permite que, so capa de transmisión de conocimientos objetivos, se inculque en realidad la ideología que conviene a la clase dominante, y que, bajo la apariencia de exámenes y concursos-oposición neutrales, se garantice a los hijos de la burguesía la perpetuación de las posiciones de poder que ocuparon sus padres (se consigue así que «los privilegiados no aparezcan como tales»), mientras que a los de abajo se les hace creer que «deben su destino escolar y social a su carencia de talento y méritos».102 La aparente selección por el talento encubriría la simple reproducción de la estructura de clases. Las ideas de Bourdieu han sido desarrolladas después por toda una legión de sociólogos de la educación (Casella, Tomlinson, etc.), para los cuales, como denuncia Inger Enkvist, «lo interesante es la clase social de los alumnos, y no lo que aprenden».103

Junto con esta requisitoria marxista contra la escuela de los sesenta, en Bourdieu encontramos también ideas llamadas a tener mucho eco en la revolución pedagógica que se pondrá en marcha a partir de aproximadamente 1970; por ejemplo, el cuestionamiento de la autoridad del profesor en clase (un sucedáneo de la violencia física cuya función simbólica, según Bourdieu, es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia, y prepararlos para ser dóciles peones del sistema), o la tesis según la cual la verdadera función de la educación no debería ser transmitir contenidos, sino permitir a los niños expresar su personalidad y enseñarlos a pensar por sí mismos (a lo cual contribuirá mucho el éxito internacional de la obra de A. S. Neill Summerhill: A Radical Approach to Education). La minusvaloración de los contenidos educativos ha conducido al formalismo pedagógico es decir, la obsesión con la metodología docente, constantemente renovada, en detrimento de la materia de la enseñanza.104 El resultado de todo ello ha sido un descenso del nivel de exigencia en los colegios… que ha terminado volviéndose precisamente contra los más pobres, incapaces de matricular a sus hijos en colegios privados más selectivos.105 En este sentido, parece justificada —quizá descontando cierta hipérbole— la dura crítica que dirigió Jean-François Revel a Bourdieu:

La escuela llamada de Jules Ferry [sistema republicano de escuela pública puesto en marcha a finales del siglo XIX] había sido siempre, y era todavía, un ascensor social para los hijos de orígenes humildes. Por tanto, [los ideólogos de ultraizquierda] se las arreglaron para que dejara de serlo. […] Seguidores de Pierre Bourdieu se han hecho desde hace treinta años [escrito en 2000] con el Ministerio de Educación y con todas las palancas del “pedagogismo” —que es una ideología, a no confundir con la pedagogía, que es un arte— y se han salido con la suya: han hecho que la escuela sea lo que la teoría de Bourdieu decía que era. La aplicación de los métodos de Bourdieu ha convertido en exactas las tesis de Bourdieu. Ha transformado en realidades los males hasta entonces imaginarios denunciados por Bourdieu. Ciertamente, como ahora ya no se enseña nada en la escuela, no puede ya servir como “ascensor social”. Fabrica toneladas de “fracaso escolar”, analfabetos inempleables e inempleados.106

DEL INDIVIDUO-REY A LA MUERTE DEL HOMBRE

El pensamiento del 68 triunfó en su faceta desnormativizadora y de denuncia de instituciones y tradiciones.107 No, ciertamente, en su faceta marxista-clásica y anticapitalista.108 Los Gramsci, Marcuse, Althusser o Foucault habrían quedado muy decepcionados al comprobar con qué facilidad el capitalismo supo absorber y aprovechar la componente individualista-libertaria del 68 mientras neutralizaba su dimensión socialista. Sí, la izquierda se hizo con la cultura y completó su larga marcha gramsciana por las instituciones, pero el resultado no fue la revolución comunista. Sí, la izquierda, con la identity politics, se pareció cada vez más a una coalición marcusiana de minorías sexuales y raciales, y se abrió paso una (también marcusiana) sensibilidad posproductivista que valoraba cada vez más el ocio, la naturaleza y la creatividad…, pero todo ello fue pacíficamente digerido por el capitalismo, bajo la forma del turismo de aventura o los productos ecológicos. Sí, la pedagogía al uso incorporó componentes bourdieanos de rechazo del aprendizaje clásico y alergia a los exámenes y la selección, pero ello no dio al traste con el sistema de mercado, sino solo con la excelencia en las escuelas.

El verdadero legado del 68 ha sido la era del individuo-rey. Como ha escrito Jean-Pierre le Goff: «Se afirma la figura de una individualidad que no debe nada a nadie, ni a las generaciones anteriores ni a las futuras. Ni deuda ni deber hacia otros, sino solamente la afirmación de una autonomía radical que se sitúa más allá de todo anclaje y todo límite».109 La revolución cultural de los sesenta y setenta no destruyó el capitalismo (al menos, no lo destruyó inmediatamente), pero sí dejó heridas de muerte a la familia, las iglesias, las naciones y la natalidad.

El giro cultural del 68 ha sido interpretado por algunos, incluso, como una oportuna maniobra del capitalismo para asegurar su autoperpetuación. Por ejemplo, descubriendo un nuevo mercado juvenil y encontrando un nuevo nicho de negocio en los productos contraculturales (moda hippy en El Corte Inglés, venta de anticonceptivos, etc.).110 Régis Debray, revolucionario en los sesenta y compañero del Che Guevara en la guerrilla boliviana, habló después (1978) de una «armonía natural, aunque no preestablecida, entre las rebeliones individualistas de Mayo y las necesidades políticas y económicas del gran capitalismo liberal»;111 por ejemplo, el feminismo había puesto a disposición del mercado un enorme contingente de mano de obra femenina. Y el individualismo anarcoide del 68 habría terminado de disolver las dos referencias colectivas que todavía obstaculizaban la globalización del capital: la clase obrera y la nación.112

Daniel Bell, por su parte, analizaba en 1977 la contradicción latente en el capitalismo entre la figura del empresario-productor (con sus virtudes características de laboriosidad, emprendimiento, ahorro, etc.) y el consumidor-disfrutador:

Por un lado, la empresa capitalista quiere un individuo que trabaje duramente, siga una carrera, acepte el postergamiento de la gratificación […]. Sin embargo, en sus productos y su propaganda, el capitalismo promueve el placer, el goce del momento, la despreocupación […]. Se debe ser recto de día y juerguista de noche».113

Mayo del 68, como estamos viendo, comportó no la superación del capitalismo, sino la victoria de su componente hedonista, el triunfo del juerguista nocturno sobre el productor diurno. Otra cosa es que el propio capitalismo pueda sobrevivir en el largo plazo al presentismo y la exigencia de gratificación inmediata.114 Eso lo habremos de comprobar en las próximas décadas.

Ferry y Renaut hablan de una astucia de la Razón115 mediante la cual la fusión comunitaria en las barricadas de Mayo y el lenguaje socializante de los eslóganes a lo Marx-Mao-Marcuse habrían terminado resolviéndose en todo lo contrario: la desmovilización de la esfera pública y un gran repliegue sobre el espacio privado (que ya no es familiar —pues la familia queda muy fragilizada por la revolución de las costumbres—, sino individual).

En Mayo de 1986 recuerdo haber visto en Francia la publicidad de una empresa de mobiliario doméstico: «1968: ¡Vamos a cambiar el mundo!; 1986: Vamos a cambiar la cocina». Tres años antes había publicado Gilles Lipovetsky la obra de referencia en lo que se refiere a la interpretación del legado del 68 en clave individualista-privatizadora: La era del vacío.

Frente a las interpretaciones que presentan al 68 como una revolución posmoderna, una ruptura superadora de la modernidad, Lipovetsky enfatizará, por el contrario, la continuidad de los valores del 68 respecto a una dinámica de individualización que habría comenzado precisamente con la modernidad y el liberalismo clásico. Con esto se sitúa en la estela de Jacques Barzun, quien señaló que la revolución cultural de los últimos sesenta había sido prefigurada por la de los felices veinte también hedonistas y liberados. La dinámica de relajación de costumbres habría sido interrumpida por una sucesión de catástrofes y situaciones excepcionales: depresión económica de los treinta, guerra mundial, esforzada reconstrucción de 1945-65. Superado el paréntesis, la generación de 1968 retomó las cosas donde habían quedado en 1929. Se reanuda el proceso de «ruptura con la fase inaugural de las sociedades modernas, democráticas-disciplinarias, universalistas-rigoristas». El cambio social apunta siempre en la dirección de «el mínimo de coacciones y el máximo de elecciones privadas posible, con el mínimo de austeridad y el máximo de deseo, con la menor represión y la mayor comprensión posible».116 Y todo ello no es más que la extensión de la libertad del terreno económico-político al de la vida privada (lo que Lipovetsky llama segunda revolución individualista):117

El derecho a la libertad, en teoría ilimitado pero hasta entonces circunscrito a lo económico, a lo político, al saber, se instala en las costumbres y en lo cotidiano. Vivir libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos.118

 

El individuo total de la modernidad llegada a plenitud se libera tanto de las tradiciones y vínculos que lo ataban al pasado como de los compromisos u obligaciones que miran al futuro:

Hoy vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones o nuestra posteridad: el sentido histórico ha sido olvidado».119 «Se disuelven la confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso, la gente quiere vivir enseguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre nuevo.120

Los ideales y valores públicos solo pueden declinar, únicamente queda la búsqueda del ego y del propio interés, el éxtasis de la liberación “personal”, la obsesión por el cuerpo y el sexo.121

El fin de la Historia, según parece, era esto: «Cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los “complejos”, esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta posible».122 Lipovetsky enfatiza el carácter cool y desdramatizado del hedonismo presentista-individualista que preside nuestra sociedad; el vacío en el que finalmente nos hemos sumido no es la náusea o la angustia de los existencialistas, o el vértigo del Zaratustra nietzscheano tras la muerte de Dios, o la nostalgia del marxista que se ha quedado sin su gran proyecto histórico y su gran tarea revolucionaria:

Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo: esta es la alegre novedad […]. El vacío del sentido, el hundimiento de los ideales, no han llevado, como cabía esperar, a más angustia, más absurdo, más pesimismo. Esa visión todavía religiosa y trágica se contradice con el aumento de la apatía de las masas.123

La propia necesidad de sentido ha sido barrida y la existencia indiferente al sentido puede desplegarse sin patetismo ni abismo.124

Esta visión desdramatizada del vacío postmoderno no parece compadecerse muy bien con el creciente consumo de ansiolíticos o los altos índices de suicidio de los países desarrollados. En todo caso, la forma de vida que nos ha legado Mayo del 68 probablemente no resultará sostenible más allá de unas décadas. Decíamos antes que la vertiente consumista-hedonista del capitalismo había triunfado sobre la inver-sora-productiva; ahora bien, dicho desfase no puede prolongarse indefinidamente. La gran crisis de 2008 fue, en buena parte, una crisis de sobreendeudamiento, individuos y familias se sobrendeudan porque, como decía Lipovetsky, «la gente quiere vivir enseguida, aquí y ahora»; los gobernantes sobrendeudan al Estado porque quieren «ganar enseguida, aquí y ahora» las próximas elecciones, y para conseguirlo no les importa prometer más y más prestaciones estatales, engrosando el déficit público y una losa de deuda soberana que se hace cada vez más asfixiante. Por otra parte, el occidental hedonista que vive pensando en las vacaciones tiene ahora que competir con chinos, hindúes y coreanos que todavía se encuentran en la fase de capitalismo heroico de esfuerzo, disciplina, ahorro y aplazamiento de la gratificación. Es fácil entender quién lleva las de ganar en esa competición.

El hedonista pos-68, por otra parte, también dejó de perpetuar la especie: las tasas de natalidad occidentales caen de forma notable precisamente a partir de finales de los sesenta, y a finales de los setenta quedan ya por debajo del índice de remplazo generacional.125 Este medio siglo de infranatalidad le está pasando ya factura a Occidente en forma de peso asfixiante de las pensiones de jubilación. Y ese envejecimiento de la sociedad —con desequilibrio creciente entre la población activa y la pasiva— se va a agravar cuando se jubile la enorme masa de baby boomers nacida en lás décadas de 1950 y 1960. La tasa de natalidad sigue sin repuntar ni los Gobiernos —también instalados en el presentismo— se preocupan mayormente por reanimarla. Vamos hacia un probable colapso social por escasez de jóvenes y exceso de ancianos. Es paradójico que la revolución juvenilista del 68 nos haya traído una sociedad senil.

Más allá de los problemas de insostenibilidad económica y demográfica, la revelación que nos ha traído el post-68 es que al final del camino de la afirmación absoluta de la autonomía individual lo que esperaba era… el vacío y la desintegración del sujeto. Lipovetsky habla de un vacío cool y relajado, pero reconoce que se trata de una disolución del Yo («todo lo que supone sujeción o disciplina austera se ha desvalorizado en beneficio del culto al deseo») y habla de «la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquiza todo».126 Liberado de toda norma, exento de compromisos, exonerado de cualesquiera deberes sociales o familiares, el sujeto no es más que un manojo de pulsiones y deseos en permanente y absurda ebullición. Su voluntad es cada vez más incapaz de marcarse objetivos a largo plazo que requieran la renuncia a placeres inmediatos. Su atención, solicitada por una sobreabundancia de estímulos a través de las televisiones e Internet, se dispersa cada vez más en centros de interés inconexos y efímeros. El hombre pos-68 es cada vez menos capaz de concentrarse mucho tiempo en nada.127 Los artículos de los medios digitales tienen que comprimirse cada vez más porque nadie aguanta un texto de más de quinientas palabras sin saltar a alguna otra noticia.

Parece, pues, que la libertad, para tener sentido, necesitaba ser invertida en la persecución de fines arduos y objetivamente valiosos. La pos-modernidad nos ha dejado sin criterios de valor y sin metas valiosas. Y la libertad por la libertad, convertida en un fin en sí misma, se autodestruye y se reduce al absurdo. Los mejores exégetas del 68 terminan en conclusiones de ese tipo. Jean-Pierre le Goff, por ejemplo, dijo que, a fuerza de suprimir cualesquiera resistencias heterónomas, hemos dejado que la libertad se disuelva por carencia de límites: «La autonomía no puede formarse más que por oposición e identificación. Le hace falta un contrapolo [Il lui faut un vis-à-vis]. Sin oposición, la autonomía se vuelve desestructurante».128 También Ferry y Renaut sugieren que no puede considerarse verdadero sujeto a un yo que es juguete de sus deseos y pulsiones:

El Yo pulverizado en tendencias que ya no buscan integrarse en un proyecto construido por una voluntad que se impone fines [a largo plazo, distintos de los caprichos instantáneos], ese Yo al que se invita significativamente a “gozar a tope” [en francés s’éclater, que también significa “estallar”], ¿constituye verdaderamente una persona?».129

Por lo demás, vimos antes cómo el pensamiento del 68, al tiempo que reclamaba la libertad personal absoluta, negaba la sustancialidad del sujeto al que se intenta liberar: de Althusser a Foucault, de Lacan a Derrida, hay consenso en que el hombre no vive, sino que es vivido por estructuras socioeconómicas, neurológicas o lingüísticas no personales. «Yo es otro», dijo el poeta Rimbaud, en una frase muy celebrada por los estructuralistas. En ello convergen con toda una corriente de pensamiento materialista-cientificista (Dawkins, Dennett, Monod, etc.) que asegura que la mente humana no es más que una asamblea de algoritmos bioquímicos (ya Hume en el siglo XVIII había afirmado que nuestro yo no es más que un puñado de percepciones o un río de conciencia). La libertad que reclamaba el pensamiento del 68 en el plano moral y social es negada, sin embargo, en el plano ontológico-metafísico.130 Pero ¿tiene sentido reclamar libertad para un autómata neuronal?131

Bajo el hedonismo y la trivialidad cool a lo Lipovetsky parece abrirse paso la más seria convicción de que la especie humana ha sido un error, un callejón sin salida de la evolución. Existe ya un voluntary human extinction movement que predica la extinción voluntaria de la humanidad para que el planeta descanse de la excepción humana y Gaia recupere su equilibrio edénico. Importantes organismos internacionales abogan por la reducción de la población humana sobre el planeta. Y los transhumanistas postulan no ya la extinción, sino la superación de la humanidad, que será sucedida por el superhombre genéticamente mejorado (enhanced), el cyborg o la inteligencia artificial. Los toscos cerebros de carbono serían reemplazados por indestructibles cerebros de silicio. La historia de la vida sobre la Tierra no habría sido más que un largo desvío a través del cual la materia inorgánica-mineral consigue acceder por fin al pensamiento. Pero, una vez subida a la azotea, puede tirar la escalera.

1 «Pero, aunque el palacio del Elíseo ha sido abandonado por el mismísimo jefe supremo de los ejércitos [De Gaulle], no ocurre nada, porque de lo que se trata no es de tomar el poder» (Jacques Baynac, et al. (1998). Mai 68, Le Débat. Gallimard, París, p. 138). (Traduciré al español todas las citas de obras en lengua extranjera).

2 Ibídem, p. 108.

3 Como señala Richard Vinen, los estudiantes idealistas que, a mediados de los sesenta, se inscribían como voluntarios en los programas de guerra contra la pobreza del presidente Johnson todavía pertenecían a la izquierda clásica. Solo unos años más tarde, los hippies van a cultivar un estilo de vida que, a fuerza de posmaterialista y precario, se parecía en realidad mucho al de esos pobres a los que antes se intentaba promover: «Parecían haber abrazado la pobreza como estilo de vida» (RICHARD VINEN. The Long ’68: Radical Protest and Its Enemies. ALLEN LANE (2018). Londres, p. 107).