Kitabı oxu: «Alicia en el país de la alegría»

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Alicia en el país de la alegría

© Texto: Nieves Álvarez

© Prólogo: J. R. Barat

© Imagen original de cubierta: bakharev (Adobe Stock)

© Lastura

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Colección Alquisa Nº 36

Edición digital

ISBN: 978 84 122330 5 6

Todos los derechos reservados

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Nieves Álvarez

ALICIA EN EL PAÍS DE LA ALEGRÍA

COLECCIÓN ALQUISA DE NARRATIVA Nº 36


PRÓLOGO
J. R. Barat

Acabo de terminar la lectura de Alicia en el país de la alegría, la primera novela de la escritora Nieves Álvarez. Cierro el libro y me quedo en silencio, saboreando la historia como quien saborea un licor agridulce. Encontrados sentimientos me conmueven. De la mano de Alicia, su protagonista, he viajado al corazón de la España franquista, esa España pobre y hambrienta, negra y ramplona, que parece acecharnos eternamente y de la que no sabemos cómo escapar. Y es que los fantasmas de nuestra memoria histórica nos siguen persiguiendo después de tantos años.

Esta novela, al contrario que otras muchas que se han escrito sobre el mismo tema, no es una denuncia, ni una crítica, ni un martillazo sobre nuestras conciencias. En ella no se habla de vencedores y vencidos. No se explora sobre las causas de la guerra, ni se recuerda a los miles de muertos anónimos en fosas anónimas, ni se rememoran los odios cainitas mal cicatrizados, ni la denigrante posguerra con su lepra de hambre y humillación... El relato de Nieves Álvarez se vertebra en torno a los recuerdos de una niña para quien la vida, a pesar de lo sórdido de la época en que transcurre su infancia, es un jardín lleno de luz y de misterios. Con una gran habilidad, la autora construye un espacio lírico en el que la memoria fluye como un caudal narrativo que arrastra anécdotas, peripecias y vivencias de unos personajes zarandeados por el destino y su inclemente ventisca.

En efecto, la novela es un retrato de época. A principios de los años cincuenta, los muertos todavía no descansan en paz. La sombra de la guerra es demasiado alargada. Los que no cayeron, por su parte, intentan sobrevivir en un escenario de fanatismo, censura y miedo. Demasiado miedo. La pluma de la autora dibuja con suma maestría los caracteres de una España desolada, constreñida por la intolerancia religiosa, la represión política, las supersticiones y la incultura general.

Alicia es una niña sencilla, que pertenece a una familia sencilla y vive en un pueblo sencillo de la provincia de Ávila. Su alegría natural corre paralela a su inocencia. No entiende la mayoría de las cosas que suceden a su alrededor y, aunque pregunta y pregunta, porque es rebelde e indómita, siempre recibe la misma respuesta: “Cuando seas mayor ya lo comprenderás todo”. Inconformista, Alicia no acepta su papel de personaje secundario. Quiere aprender. Necesita saber. Su afán por el conocimiento es inagotable. El mundo de los adultos se le aparece como un mundo de ocultaciones y secretos, donde suceden cosas inexplicables –sexo, amores, envidias, celos...–. El candor con el que Alicia se enfrenta a una realidad impermeable regida por instintos primarios y pasiones elementales despierta en nosotros una ternura infinita. Nos hace sonreír y, al mismo tiempo, experimentar una profunda tristeza.

Por las páginas de la novela desfila un mosaico de personajes inolvidables: el sargento de la Guardia Civil, el maestro nacional, el cura que oficia la misa en latín, de espaldas al pueblo, la cofradía de las Hijas de María, el cacique, el pederasta, la marquesa, la loca... Tíos, abuelos, primos, vecinos... Estos personajes viven en un pueblo en el que las relaciones humanas son difíciles porqueseguimos caminando por entre los cascotes, los escombros y los rescoldos de un incendio que ha arrasado el país. La existencia transcurre en una rutina feroz, solo alterada por las solemnidades que marca a toque de campana el calendario católico. En efecto, las estaciones se suceden monótonamente. Todo está regulado por la costumbre: noviazgos, fiestas y trabajo. El hornazo en la romería. La copa de aguardiente en la taberna. El cine los domingos por la tarde en el salón del pueblo. Los primeros televisores. Los toros. El amor.

Nieves Álvarez realiza un ejercicio literario de recreación histórica a partir de sus propias experiencias vitales. Llegados a este punto, sospecho que la novela es, de algún modo, una confesión. O si se prefiere, un testamento. En cualquier caso, como asegura Paul Auster en una de las citas con las que se abre el libro: “escribir no es una cuestión de libre albedrío, sino un acto de supervivencia”. Y ahí reside, a mi parecer, el espíritu creador que anima a la autora. Recordar es una forma de volver a vivir. Desde este punto de vista, la novela se convierte, en definitiva, en una celebración. En un canto al paraíso perdido de la infancia.

“Yo nací muerta y estuvieron a punto de encerrarme en una caja de mazapanes”. Así da comienzo la historia de Alicia. Con el nacimiento. Como tantas novelas escritas en forma de autobiografía. A partir de ese momento inaugural –de ese bautizo literario–, comenzamos a caminar por los vericuetos de la niñez. Pronto se nos sitúa en el tiempo y el espacio narrativos. Un pueblo pequeño de la provincia de Ávila. Ambiente rural. Pobreza. 1950. La guerra está todavía muy reciente. La familia es un oasis de paz en medio de la mezquindad reinante.

Uno de los logros de la novela radica en el magnífico perfil humano de los personajes. En su estupenda caracterización. El padre trabaja como cantero y regenta un bar. Hombre sencillo y bondadoso, que estuvo preso nueve años por motivos políticos. Poco aficionado a las cosas de la iglesia, pero de una robustez moral incuestionable. No se nos dice claramente y, sin embargo, pronto atisbamos en él un compromiso con la justicia, la igualdad y el reparto de la riqueza, lo que supone un peligro para el régimen de Franco. La madre es conservadora y muy religiosa. Ella no entiende de política, ni de luchas de clases. Lo suyo es la familia. El amor que profesa a su marido y a sus hijos es absoluto. Representa a la perfección el papel que desempeñaban las mujeres en esta época: abnegación, sumisión y recato. Así pues, el padre y la madre simbolizan dos maneras opuestas de estar en el mundo. Con todo, hay un vínculo que une de forma indestructible esas dos realidades: el amor. Valga esta comunión conyugal como metáfora política para la situación social de la España de la dictadura.

La sociedad impone unas normas de conducta. La misa, el luto, los rezos... Nadie puede escapar al control del poder establecido. “¡En pie todo el mundo! –grita el sargento– y con el brazo en alto”. Está sonando el himno nacional. La España fascista sigue imperando. En los rostros y en los corazones de todos los habitantes anida el miedo. Un miedo irracional que explotan muy bien los caciques como el Churli, de cuyo arbitrio dependen el trabajo, la atención médica y el bienestar. Miedo. Abnegación. Resignación cristiana. El pecado mortal acechando siempre detrás de la esquina como una maldición.

Gracias a Alicia conocemos cómo eran los entresijos de esta sociedad española de los años cincuenta. Página a página, vamos desgranando los hábitos, como quien deshoja una flor. Compartimos con la protagonista la experiencia casi mística de tomar la primera comunión. Con las mujeres del pueblo rezamos a todas horas, letanías, rosarios, penitencias. La presencia de la religión en la vida diaria llega a resultarnos asfixiante. Recreamos los juegos infantiles (comba, taba, marro...). Evocamos el amor por los cuentos y tebeos que se descambiaban en el quiosco. Evocamos la costumbre pueblerina de regalar presentes al maestro (patatas, capones, huevos, chorizos...). Sufrimos con el tontito del pueblo. Revivimos las supersticiones. Asistimos a las bodas. Lloramos en los entierros.

Estamos ante una novela escrita con alegría. Con una prosa fluida y rica. Sin grandes alardes estilísticos, pero con una solvencia narrativa intachable. La España en blanco y negro de los años cincuenta y sesenta se nos muestran a través de los ojos de una niña traviesa que pregunta y reflexiona constantemente, y que nos conmueve con sus observaciones inteligentes y sus agudos pensamientos. El ritmo del discurso es ágil, salpicado de graciosas ocurrencias, de pinceladas costumbristas, de una discreta pero eficaz psicología de personajes. Los diálogos se suceden rápidos y certeros, con una frescura admirable.

En definitiva, Alicia en el país de la alegría es una novela con muchísimos méritos. Una novela a la altura de las que nos regalaron otras grandes escritoras sobre la misma temática (Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Almudena Grandes, Josefina Aldecoa, Carmen Laforet...). Quien se asome a sus páginas no se sentirá defraudado en ningún momento. Más bien al contrario. Hallará en ellas un laberinto de emociones y de experiencias humanas que son, que fueron o que pudieron ser las nuestras, o las de nuestros compañeros de viaje en la aventura de sobrevivir al franquismo. Nadie quedará al margen de esta historia. Todos formamos parte de ella en mayor o menor grado. Y ese es, ni más ni menos, el legado que nos dejan las grandes obras de la literatura universal.

Diciembre de 2018

Hay que ser muy valiente para pedir ayuda, ¿sabes? Pero hay que ser todavía más valiente para aceptarla.

Almudena Grandes

A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

Oscar Wilde

Escribir no es una cuestión de libre albedrío, sino un acto de supervivencia.

Paul Auster

PREÁMBULO

Yo nací muerta y estuvieron a punto de enterrarme en una caja de mazapanes. Decía mi padre que hubo un tiempo en el que los niños y los hombres, las mujeres, las niñas, las personas mayores, casi siempre nacíamos muertas. Luego resucitábamos, o no. Yo nací muerta y resucité gracias a la Virgen del Rosario, según mi madre, o, a la comadrona, según mi padre.

Lo cierto es que nací muerta y la comadrona mandó traer dos barreños, uno con agua muy caliente y otro con agua fría, me agarró por los pies y, con mucho cuidado, acercó mi cabeza al agua caliente, luego hizo lo mismo con el agua fría. Así durante unos minutos, subiendo y bajando de un barreño a otro hasta que resucité, llorando.

Durante varios meses, me pasé el día en la cama, dormida, como muerta; lo mismo que uno de mi pueblo que se metió en la cama para protestar por algo que había sucedido diez años antes y no se volvió a levantar. Según mi padre él tenía motivos para estar encamado, pero yo era una encamada sin causa.

Había resucitado pero mi brazo derecho no se enteró de que él también tenía que resucitar y seguía muerto. Es decir, no me hacía ni caso, iba por libre, no se quería levantar, estaba débil y cuando hacía un pequeño esfuerzo se cansaba y se dejaba caer a lo largo de mi cuerpo. La mano tampoco hacía lo que yo quería que hiciese. Solo la podía colocar con la palma hacia abajo. Si intentaba colocarla con la palma hacia arriba (a la fuerza) ella sola se daba la vuelta y volvía a colocarse como estaba. Además, como dice mi padre, tenía (aún la tengo) una bola en el brazo derecho igual que un boxeador. En resumen, mi brazo no era un brazo, era un pretexto para peregrinar por clínicas, hospitales, curanderos...

Nosotros vivimos en un pueblo pequeño de la provincia de Ávila, pero don Jaime, mi hermano de leche, estudiaba en Madrid y por eso yo cumplí un año en la Facultad de Medicina San Carlos, desnuda delante de más de doscientos aspirantes a pediatras que me miraban, hablaban y reían. El catedrático pidió silencio y explicó que estábamos allí porque tocaba estudiar aspectos de los problemas braquiales en recién nacidos y mi caso era muy curioso. Dijo que padecía una parálisis parcial del miembro superior derecho, debida a un traumatismo directo sobre el plexo braquial, producido durante el mecanismo del parto. Al escucharlo mi madre se quedó muda.

Regresamos de Madrid con un aparato que me colocaron en el brazo nada más llegar al pueblo. Tenía que estar con él un año, con sus días y sus noches.

—¡Eso es una barbaridad! —dijo mi padre— ¡El brazo de la niña crecerá y el aparato no!

Lo dijo y tenía razón. El invento no funcionaba y era un suplicio. A las pocas semanas solo dejaba de llorar cuando me lo quitaban. Mi madre visitó a una curandera que dijo lo mismo que mi padre:

—¡Quite ese aparato a la niña! Su hija tiene los tendones unidos y hay que intentar separarlos. Dele masajes con tuétano de vaca y que haga mucho ejercicio.

Siete meses después de nuestro primer viaje a Madrid vino al pueblo don Jaime, hecho todo un dentista (que yo no sé por qué los dentistas estudian medicina, deberían estudiar denticina ¿no?, pero los mayores tienen esas cosas que no hay quien entienda), y, por supuesto, vino a visitarnos. Quería saber qué tal seguíamos mi brazo y yo y por qué no habíamos vuelto a Madrid. Mi madre se puso muy nerviosa, me metió en la cocina y, a toda costa, quería volver a ponerme el aparato. Yo comencé a gritar y mi padre le contó lo que pasaba.

Don Jaime dijo lo que habían dicho mi padre primero y la curandera después:

—¡Quitad ese aparato a la niña!

Fue entonces cuando se aclaró todo. La culpa se la echaron a la enfermera que escribió un año en lugar de escribir un mes.

Me quitaron el aparato y mi brazo derecho resucitó a medias. Efectivamente, no había crecido y tuve que seguir con los ejercicios, la yema de huevo en la leche del desayuno y las visitas al médico cada tres por dos. Yo, por aquel tiempo, era solo un brazo.

EN LA CAMA DE MI ABUELA

Todas mis amigas tienen dos abuelas: la madre de su padre y la madre de su madre. Yo no tengo ninguna. Mi madre dice que las he tenido, pero que ya no están porque se han ido al cielo. No sé si será por eso, pero me gusta mucho mirar al cielo. Quisiera ver a mis dos abuelas allí, juntas, contando historias.

No tengo ninguna abuela porque la madre de mi padre se fue al cielo cuando él era muy pequeño, y la madre de mi madre cuando yo tenía dos años. Y, claro, era tan pequeña que no la recuerdo. Ella dice que me tengo que acordar, porque pasaba las horas muertas en su cama, jugando. ¿Por qué se llamarán horas muertas? A mí me parece que deberían llamarse horas vivas, pero nadie me hace caso.

Mi abuela, durante esas horas muertas tan vivas, me contaba cuentos, jugaba conmigo al veo-veo, dibujábamos... Un día, haciendo un collar de escaramujos, me tragué unos cuantos y me puse mala. Como no encontraron al médico, fueron a llamar a doña Irene. Ella es la que más sabe de remedios que lo remedian todo: uñeros, torceduras, clavos, alcaparras. Los de Madrid las llaman garrapatas y yo no sé por qué, no chupan la sangre de las patas, sino de debajo del sobaco, las muy cochinas.

Doña Irene dijo que había que lavarme el estómago y el intestino. Nadie sabía cómo se podía hacer eso, pero ella sí. Tuve que beber un potingue que sabía a rayos. Se llama aceite de ricino. Estuve varios días que me iba por la pata abajo. Me pasaba horas en el corral de mis abuelos. Tuve que beber mucha agua y comer acederas, para no deshidratarme. Mi hermana tenía siempre lleno el botijo y mi padre fue al prado de arriba, donde están las mejores acederas; debe de ser por eso que no me gusta verlas ni en pintura.

Aprendí la lección. Del campo se comen muchas cosas: acederas, panecillos de la Virgen, zapatitos del Niño Jesús, pipas de girasol, calabaza, melón, sandía, espigas (cuando están verdes), zarzamoras (que son moras de zarza) y las moras de árbol (a las que todo el mundo llama moras, a secas, pero yo llamo arbolmoras); bueno, pues todo eso se puede comer, pero los escaramujos, no.

Si tengo suerte y está de buen humor, mi madre me cuenta alguno de los cuentos que solía contarme mi abuela.

Había una vez una familia pobre, muy pobre, tan pobre que solo tenía una gallina. La gallina ponía todos los días un único huevo. Ellos, unas veces cambiaban el huevo por pan y otras veces se comían el huevo sin pan. Incluso, algunas veces, cambiaban el huevo por pan y dejaban el pan para poder comérselo con huevo al día siguiente.

Mi madre, en este punto del cuento, siempre dice lo mismo:

—Un huevo para dos no está mal. Hay gente tan pobre que tiene que repartir un huevo para tres o para cuatro.

Tengo mucha suerte de poder comerme un huevo entero.

Tuvieron una hija y decidieron dar el huevo a la niña. Ellos se las arreglaban recogiendo en el campo todo lo comestible. Pero un buen día, de pronto... ¡Vaya sorpresa! Vieron que el huevo ¡era de oro! Se pusieron tan contentos, que bailaron, cantaron y besaron a su hija, mucho, mucho, mucho, más que nunca. Luego, fueron al mercado, lo vendieron y compraron comida: leche, pan, huevos, de todo. Desde entonces, todas las mañanas, encontraban un huevo de oro. Su suerte había cambiado: pudieron comprar comida, ropa, zapatos, incluso un colchón y una cama, porque la que tenían estaba muy vieja. Eran muy felices los tres juntos con su gallina de los huevos de oro. La cuidaban, la alimentaban bien, la acariciaban. Todo era perfecto. Pero un día, el padre comenzó a pensar y pensar y pensar. Tras mucho pensar, dijo a su esposa: ¿por qué tenemos que esperar al día siguiente para conseguir un nuevo huevo de oro? Es mejor abrir a la gallina y sacar de una vez todo el oro que tiene dentro. La mujer no estaba de acuerdo, tenían todo lo que necesitaban ¿para qué querían más? Porque así no tendremos que esperar al día siguiente, nunca más, dijo el marido. Dicho y hecho. Sin que se enterase su mujer, abrió por la mitad a la gallina. Pero... ¡Dios mío!, para su desgracia, la gallina estaba muerta y no tenía dentro oro, sino lo que tienen todas las gallinas del mundo: carne, sangre y huesos. La niña, que le había cogido mucho cariño a la gallina, se puso a llorar y a llorar y a llorar. La madre no podía consolarla: las dos estaban muy tristes. El padre no sabía qué hacer. Ninguno de los dos pudo consolar a la niña: habían matado a la gallina de los huevos de oro, que además, hacía feliz a su hija. No les quedaba nada. Pasó el tiempo, se les acabó la comida y comenzaron a echar de menos a la gallina que les daba cada día un huevo normal para poder alimentarse. Pero así son las cosas: la avaricia rompe el saco. Y colorín colorado por la chimenea se va al tejado, y colorín colorete, recoge la palabra y vete.

Cuando mi madre termina de contarme el cuento siempre dice lo mismo:

—Así que ya lo sabes, Alicia, debemos conformarnos con lo que tenemos. Si somos pobres no es bueno querer ser ricos; podríamos llegar a ser más pobres aún.

Pero mi padre no es de la misma opinión y, si está presente, cuando mi madre me cuenta el cuento, afirma:

—No digas eso, mujer. Mira, Alicia, yo conozco otro final para ese cuento: la madre, que era muy previsora, había guardado el último huevo de oro de la gallina. Con lo que le dieron de su venta compraron varias gallinas y sembraron trigo. Así consiguieron un trabajo, tuvieron pan y huevos para comer. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.

Luego mi padre me acaricia el pelo y mirando a mi madre dice:

—Alicia estudiará, labrará su futuro y si encuentra la gallina de los huevos de oro no la matará, administrará su suerte, con generosidad y honradez, ¿verdad, Pitusina?

Yo digo que sí, porque quiero estudiar, eso lo tengo muy claro. No entiendo qué significan las palabras honradez y generosidad, pero debe de ser tan bueno como mi padre: todo el mundo dice que mi padre es un hombre honrado y generoso. Lo del futuro tampoco lo comprendo; además, falta mucho para que llegue. Pero mi padre dice que el futuro acaba llegando, aunque siempre vivamos en presente. Y si él lo dice, debe de ser verdad.

Según mi madre, mi abuela contaba tan bien los cuentos, que daba gusto escucharla. Además, no estábamos solas, había otros niños y niñas. A veces, venía a jugar conmigo y con mi abuela un niño que se llama Sergio y vive en Madrid. Solo viene para las fiestas, no siempre, y casi todos los veranos. Tienen una casa en la plaza. Antes de que yo naciera, mi familia vivió en esa misma casa. Es grande, con dos pisos, como la nuestra. Tiene corral y un pozo que está cerrado con una piedra redonda encima y un gran cerrojo. Dicen que allí, hace muchos años, se ahogó un chico joven que no quería ir a la mili. Pero de eso no se habla. Mi madre dice que es mentira y mi padre dice que, sea mentira o verdad, es agua pasada y agua pasada no mueve el molino.

En verano, Sergio y su familia se quedan más de dos meses en el pueblo. Unos días antes de que lleguen, mi madre y tía Federica limpian la casa a conciencia. Hay mucho polvo, pero no hay pelusa. La pelusa solo se esconde en los rincones y debajo de las camas en las que vive gente ¿no te parece curioso?

El padre de Sergio no viene nunca. Yo ni siquiera lo conozco. Dicen en mi pueblo que antes venía. Era amigo de mi padre. Pero de eso tampoco se habla.

Algunos niños de mi pueblo son un poco brutos, sobre todo con las niñas. Si nos descuidamos, vienen por detrás, nos suben las faldas, nos bajan las bragas y echan a correr. Nos tiran piedras o nos llaman y se esconden. Una vez leí un cuento de los hombres prehistóricos y son igual de brutos.

Sergio es diferente. Él no hace ese tipo de cosas. Le gusta leer, hablar, escuchar. Dice Mari Puri que es un soso, pero no es verdad, solo es de otra manera. Por eso me gusta hablar con él.

Cuando Sergio viene al pueblo, me pongo muy contenta, pero no se lo digo a nadie. Es mi secreto.

No recuerdo cómo era Sergio de pequeño, cuando venía a jugar conmigo a la cama de mi abuela y juntos escuchábamos cuentos. Ahora no lo veo mucho y, cuando lo veo, aunque me gusta hablar con él, me da mucha vergüenza. Siempre lleva ropa de domingo. Bien peinado, serio y con gafas, parece mayor. Pero es que lo es: tiene cuatro años más que yo. Por eso, él sí que se acuerda de los cuentos que contaba mi abuela. Es un suertudo.

Ver los dibujos que forman las estrellas es muy divertido. Mari Tere, Mari Loli, Mari Puri y yo, jugamos todos los veranos. Nos tumbamos boca arriba sobre la hierba y miramos al cielo. Para jugar solo se necesita imaginación.

Mi madre dice que a mí me sobra imaginación y me falta cordura. O sea, que estoy loca. No me importa estar loca, pero no quiero que me lleven al manicomio como a la tía de Mari Loli, que un día comenzó a dar voces y su familia avisó a los loqueros, le pusieron una camisa para que no pudiese escapar y se la llevaron a la fuerza.

Yo no quiero que eso me pase a mí. Además, si es por dar voces, se tendrían que llevar antes a mi madre y a mi hermana, ellas son las que más voces dan de toda mi familia. Pero tampoco quiero que se las lleven a ellas, yo sé que no están locas: son así, lo mismo que yo.

A la tía de Mari Loli se la llevaron hace más de un año y no la han vuelto a traer. Lo de su tía es para siempre y eso debe de ser mucho tiempo. Al infierno también se va para siempre y allí se escucha el llanto y el crujir de dientes. En el manicomio debe de ser igual: locos gritando todo el día, para siempre. Yo no quiero ir para siempre a ningún sitio, quiero quedarme para siempre en mi casa, con mi familia.

Pensar estas cosas me pone muy triste.

—¿Qué pasa, Pitusina?

—Que no quiero ir al manicomio ni al infierno, para siempre. ¿Tú crees que estoy loca y que soy mala?

—Por supuesto que no ¿quién te ha dicho eso?

—Mami. Dice que estoy loca y que todo lo hago mal.

—Tu madre lo dice cariñosamente. Quiere decir que eres un poco traviesa.

Menos mal que tengo a mi padre para interpretar lo que quiere decir mi madre.

—A ti lo que te pasa es que te has enterado de lo de la tía de Mari Loli, ¿a que sí? —asiento con la cabeza—. Pues no te preocupes, no voy a permitir que vengan a por ti para ponerte una camisa de fuerza y llevarte al manicomio. Tampoco te preocupes por el infierno, que allí no van a dejarte entrar, lo pondrías patas arriba, ¡menuda eres tú! Además, la eternidad se pasa volando, ¿lo ves?

Entonces mi padre coge un molinillo de viento y dice:

—Mira, Pitusina, ¿ves estas semillas de dientes de león?

—¿Dientes de león? ¿Se pueden sembrar los dientes de un león? ¿Cómo les quitan los dientes a los leones? Además, aquí no hay leones.

—No, Pitusina, no son dientes de león, son plantas.

—¿Si no son dientes de león, por qué les llamas dientes de león? Es que claro, así me hago un lío.

Mi padre me explica que los molinillos de viento se llaman así porque las hojas de la planta tienen forma de dientes de león. Luego sopla el molinillo y los dos observamos cómo las semillas vuelan por todas partes, sin control, hasta que desaparecen.

—Lo ves, eso es la eternidad: un movimiento continuo. Ahora, las semillas que han caído en la tierra, echarán raíces y nacerán otras plantas; de esas plantas surgirán nuevos molinillos de viento que volverán a deshacerse, cuando alguien las sople o las mueva el viento, para seguir volando y volando y volando. Nacen, mueren y vuelven a nacer. Esa es la eternidad. Una eternidad muy hermosa ¿no te parece?

Digo que sí y le doy muchos besos.

Mi padre explica las cosas como si fuesen cuentos. Bueno, pues lo mismo hace Sergio. Cuando habla parece que me está contando un cuento, pero no mentiras, sino historias que son verdad. Eso es lo que pasó ayer, cuando vio las estrellas con Mari Loli y conmigo. Mientras nosotras decíamos lo que veíamos (un niño, una campana, un huevo, un tren), él nos contaba historias de estrellas que forman figuras, constelaciones y caminos en el cielo: Constelación de Orión, Vía Láctea, Osa Mayor, Osa Menor. Mientras habla, a mí me parece que los tres estamos flotando por el universo. Esto también debe de ser la eternidad. Una eternidad que me gusta mucho.

Los ojos de Sergio brillan, se transforman, mientras nos cuenta cosas de las estrellas. Mari Loli dice que lo que pasa es que Sergio me hace tilín, que me gusta, vamos. Yo le digo que no, que eso es una tontería y me pongo colorada como un tomate. Pero, aunque diga que no, creo que Mari Loli tiene razón: me gusta mucho ver las estrellas con él, estar cerca, tan cerca que puedo aspirar su aroma. Huele muy bien y sabe mucho, casi tanto como mi padre, que ya es decir.

Esta noche he soñado con Sergio y las estrellas. Los dos, cogidos de la mano, flotábamos, éramos estrellas. Desde lo alto, nos podíamos ver a nosotros mismos, tendidos boca arriba sobre la hierba, contemplando el cielo. Y claro, como estábamos volando, quise buscar a mis abuelas. Quería preguntarles muchas cosas y darles los besos que no les he dado durante tantos años sin ellas. Pero no pudo ser, me desperté antes de encontrarlas.

Como es domingo mi padre está aquí, en casa. Me levanto, le doy muchos besos y abrazos y le cuento lo que he soñado, sin hablarle de Sergio, por supuesto. Mi padre, una vez más, me cuenta una historia:

—Cuando yo era pequeño, tan pequeño como tú, hablaba mucho con mi padre. Tu abuelo era sastre y un hombre bueno y trabajador. A veces, después de morir tu abuela, los dos nos sentábamos a la puerta de nuestra casa a mirar las estrellas y yo (como tú haces ahora conmigo) aprovechaba para preguntarle cosas que no entendía. Un día le pregunté:

Padre, ¿tú sabes dónde está madre?

Él me abrazó, miró hacia arriba, señaló una estrella, la más luminosa del firmamento y dijo:

Ahí, en esa estrella está tu madre.

Me gusta mucho lo que me está contando mi padre, tanto que lloro de alegría. Entonces, es verdad, mi abuela no está muerta, sigue viviendo en una estrella. Eso es estupendo.

—¡Qué alegría!, Mapa, pero... ¿cómo podemos verlas nosotros? —pregunto—; no las podemos ver ahora, así, mirando hacia arriba, ni tampoco las he podido ver mientras flotaba por el cielo en mi sueño. ¿Crees que podré verlas cuando me muera? ¿Yo también tengo una estrella, reservada para mí?

—Despacio, Pitusina, despacio. No puedo contestar a todas tus preguntas al mismo tiempo. Porque mira, ahora que soy mayor, que he leído mucho, sé que las estrellas también mueren, pero no sé adónde van y ya no está mi padre para poder preguntárselo. Nadie me ha podido responder a esa pregunta, nunca. Lo importante, Alicia —cuando mi padre me llama Alicia es que me va a decir algo muy serio—, es el tiempo que estamos aquí. Durante ese tiempo, que es nuestro tiempo, tenemos que ser honestos, trabajadores y no pasar por encima de los demás, ¡nunca! ¿Comprendes, Alicia?

Yo digo que sí, pero cuando mi padre habla en serio, no termino de comprender lo que dice.

—Mira, Pitusina, mira ¿quieres tener tu propia estrella?

—¿Mi propia estrella? Sí, Mapa, sí. ¿Es posible?

—Claro. Mira, esta noche, los dos juntos buscaremos en el cielo una estrella para ti. Tienes que fijarte muy bien, para poder buscar tu estrella siempre que quieras. Le puedes poner un nombre. Esa, la que tú nombres, será tu estrella.

—¿Así de fácil? El nombre de mi estrella será “Alegría”; ¿te gusta? Pero... ¿qué puedo hacer con mi estrella?

—Un nombre muy bonito, Pitusina. Cuando elijas tu estrella, podrás mirarla, acompañarla, sentirla, sonreír cuando la veas. Escribir historias en las que tu estrella será la protagonista.

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