Kitabı oxu: «La protohistoria en la península Ibérica»

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Istmo / 178

Historia de España Historia Antigua

Sebastián Celestino Pérez (coord.)

Xosé-Lois Armada

Xurxo M. Ayán Vila

Juan Francisco Blanco García

Eduardo Ferrer Albelda

César Parcero Oubiña

Fernando Quesada Sanz

Núria Rafel i Fontanals

Esther Rodríguez González

La Protohistoria en la península Ibérica


Los estudios sobre la Protohistoria de la península Ibérica están teniendo un auge inusitado en los últimos años debido, principalmente, al interés renovado por Tarteso y su estrecha relación con la colonización fenicia y púnica. Sobre estas sólidas raíces se desarrolló la Cultura ibérica, que alcanzó a buena parte de la mitad oriental de la península, si bien con particularidades asociadas a las diferentes áreas geográficas en las que se conformó. Más heterogéneas y complejas son las culturas del interior peninsular que llegaron a conformar un rosario de pueblos que, sin embargo, aquí se exponen con suma claridad. Por último, hemos querido dotar del protagonismo que se merece a la denominada Cultura de los castros, escasamente tratada en síntesis de esta naturaleza a pesar del enorme avance de la investigación en los últimos años.

Los trabajos que aquí se presentan han sido realizados por los mejores especialistas sobre esta etapa histórica: Sebastián Celestino Pérez (coord.), Xosé-Lois Armada, Xurxo M. Ayán Vila, Juan Francisco Blanco García, Eduardo Ferrer Albelda, César Parcero Oubiña, Fernando Quesada Sanz, Núria Rafel i Fontanals y Esther Rodríguez González.

Maqueta de portada

Sergio Ramírez

Diseño de cubierta

RAG

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Imagen de cubierta: estatuilla de bronce del dios fenicio Reshef, procedente de Mérida, Nueva York, Hispanic Society of America

© Sebastián Celestino Pérez

Xosé-Lois Armada

Xurxo M. Ayán Vila

Juan Francisco Blanco García

Eduardo Ferrer Albelda

César Parcero Oubiña

Fernando Quesada Sanz

Núria Rafel i Fontanals

Esther Rodríguez González

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4956-2

Prólogo a la edición

Abordar una síntesis de la naturaleza que aquí presentamos siempre es una tarea compleja, alejada del quehacer habitual del investigador, más centrado en el detalle con el fin de aportar datos que sirvan para reconstruir un tramo de nuestro pasado; pero si además el manual se centra en un periodo previo a la Historia, como es el caso, las dificultades se multiplican por cuanto carecemos de documentos escritos contemporáneos a los hechos que se narran; por ello, el dato arqueológico cobra especial relevancia, pues sirve de guía y sustento del relato histórico. Así, el presente volumen, dedicado a la Protohistoria de la península Ibérica, cuenta con un elegido elenco de investigadores procedentes de diferentes universidades españolas y de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas que tienen en común su relación directa con la arqueología, lo que no deja de ser un aval a la hora de contrastar las diferentes hipótesis que existen sobre un hecho histórico concreto.

El avance de la arqueología en la última década ha sido vertiginoso, no sólo por los numerosos e importantes hallazgos que han servido para completar sustancialmente la documentación que existía hasta ese momento, sino también por la aportación en el terreno de las ideas, básicas para partir de supuestos teóricos que han propiciado una visión global de los procesos acaecidos en los diferentes territorios culturales. En el primer caso es patente, pues se han producido reinterpretaciones de excavaciones antiguas o nuevos descubrimientos que han revolucionado o derribado paradigmas hasta entonces incuestionables. En cuanto al desarrollo teórico, huelga decir que ha servido para abrir nuevas perspectivas en los estudios de la Antigüedad, tanto por vincular zonas culturales tradicionalmente estudiadas de forma aislada con otras realidades culturales, como por aportar nuevas vías para la interpretación, hasta ese momento basadas exclusivamente en los elementos materiales.

Todos esos avances nos han enseñado que no se puede acometer un compendio histórico de este tipo de manera general para toda España, inviable hasta época moderna, como se hacía hasta mediados del siglo pasado, cuando la arqueología y la interpretación de las fuentes clásicas servían en muchos casos para fomentar una idea idílica de nación. Pero también nos han mostrado los problemas que supone afrontar la Protohistoria desde una visión puramente cultural, donde se entremezclan sociedades muy diferentes conectadas entre sí a través, exclusivamente, de elementos materiales comunes. Por ello, hemos creído más conveniente plantear este libro desde una perspectiva que podríamos definir como geocultural, donde se acotan amplias áreas geográficas que comparten elementos culturales comunes, pero incidiendo también en las peculiaridades de los territorios que las conforman.

Por lo tanto, hemos querido que prime la síntesis histórica a la arqueológica, pero amparándonos en los datos e interpretaciones de esta ciencia; así, hemos obviado las tipologías que caracterizaban los manuales de las últimas décadas del siglo anterior para hacer más asequible su lectura y comprensión. A su vez, hemos querido poner un mayor acento en cuestiones que están ligadas a asuntos de interés de nuestro mundo actual, y que siempre han sido deudoras del análisis histórico de cualquier época; por ello, en todos los capítulos se hace una especial referencia a las identidades, a las migraciones o a los modelos de intercambio en aquella época; pero también se atiende a las tendencias metodológicas ya consolidadas y que están dando grandes frutos en la percepción histórica, caso de los análisis espaciales para definir territorios o de conceptos como la «arqueología del paisaje». Todo ello, como es lógico, apoyado por las ciencias que auxilian a la arqueología en su labor, como las que se engloban dentro de la paleobotánica (palinología, la carpología o la antracología), o la arqueozoología, a las que se suma la arqueometría, que ha corregido sensiblemente en los últimos años sus métodos de análisis, lo que ha redundado en el mejor encuadre histórico del pasado.

Todos los capítulos arrancan con un panorama general del Bronce Final de los respectivos territorios estudiados con el fin de que el lector comprenda el alcance de los acontecimientos que propiciaron la inauguración de una etapa que en algunos territorios, sobre todo del sur y este peninsular, ya se pueden considerar cuanto menos como preestatales, y cuyo revulsivo hay que buscarlo en la colonización mediterránea protagonizada por fenicios y griegos y que, a la postre, sirvió para desencadenar los mecanismos comerciales que terminaron por afectar a toda la Península. El final de la Protohistoria peninsular coincide con la conquista de Roma, que aprovechó, en muchos casos, esas redes de intercambio para articular sus provincias más occidentales.

El libro, además, tiene como uno de sus principales objetivos la difusión científica, pues está orientado tanto para todo aquel interesado en la Historia en general como para los estudiantes de la materia que pueden encontrar en sus páginas una actualización de uno de los periodos más apasionantes del pasado. Pero además, la divulgación con base científica se antoja fundamental en estos tiempos en los que la indiscriminación de internet permite intromisiones que desvirtúan nuestra visión del pasado. En este sentido, debemos agradecer el esfuerzo de la editorial Istmo por promocionar y seguir fiel a la reconstrucción de la Historia a través de su magnífica colección Historia de España; pero también agradecer la infinita paciencia que han demostrado por la dilación que ha sufrido la edición por los compromisos ineludibles de algunos autores, a quienes agradezco sinceramente su disposición a participar en la obra. Por último, mostrar mi agradecimiento a Alfredo Alvar por haber confiado en quien suscribe estas líneas para coordinar este volumen.

Sebastián Celestino Pérez

Mérida, verano de 2016

TARTESO: UNA CULTURA ENTRE EL ATLÁNTICO Y EL MEDITERRÁNEO

Sebastián Celestino Pérez

y Esther Rodríguez González

Introducción

En los últimos años se han producido una serie de hallazgos arqueológicos y, especialmente, un sensible avance en la investigación en la Protohistoria del sudoeste peninsular que nos ha permitido rediseñar el espacio, la cronología y la adscripción cultural de las comunidades que vivían en un amplio territorio del sudoeste peninsular conocido en la Antigüedad como la Tartéside o Tartessos, nombre que le asignaron los griegos a partir del siglo VI a.C. y que, probablemente, ya se denominaba así o de un modo similar cuando llegaron los primeros colonizadores originarios del Mediterráneo oriental, fundamentalmente los fenicios. Por ello, cuando nos referimos a Tarteso como una entidad sociopolítica y cultural, estamos aludiendo a un territorio que se configura con elementos indígenas y fenicios, sólo entonces podemos hablar con propiedad de los tartesios, gentes que vivían en ese amplio espacio geográfico independientemente de su origen, cultura o estatus social.

Considerar como tartesios a los indígenas del Bronce Final o ampliar el área geográfica donde se desarrolló su cultura hasta límites exagerados sólo ha servido para crear una imagen falsa de Tarteso que ha propiciado que sea percibido por muchos como un estado legendario, cuando es una realidad histórica más dentro del contexto mediterráneo de la que tenemos un amplio conocimiento que, quizá, no hayamos sido capaces de transmitir. Por lo tanto, y para huir de discusiones banales que sólo han entorpecido la comprensión de esta cultura, utilizaremos la expresión Tarteso para referirnos al periodo histórico que abarca desde los primeros indicios de la colonización fenicia, a finales del siglo IX a.C., hasta su ocaso cultural, hacia el siglo VI a.C. No obstante, sabemos que los primeros contactos fenicios se produjeron al menos un siglo antes de la colonización, una fase que podemos considerar como «precolonial», a pesar de la controversia que conlleva el término, pero que define bien un espacio de tiempo en el que los habitantes de estos territorios, anclados culturalmente en el Bronce Final, comenzaron a relacionarse a través de tímidas redes comerciales con el mundo mediterráneo. Por último, y como es lógico, una cultura de esa enjundia terminó por irradiar su influencia por los territorios colindantes, de ahí que cuando se estudia Tarteso también se incluya su periferia geográfica, heredera además de su legado cultural tras la crisis sufrida en su núcleo geográfico, pero dotada de una fuerte personalidad cultural que se manifestó sin apenas alteraciones hasta los primeros años del siglo IV a.C.

En la bibliografía, y por cierta conformidad, se ha utilizado con mayor profusión el vocablo orientalizante para solventar los prejuicios y las contradicciones que acarrea el término tartésico; pero si nos fijamos en las numerosas publicaciones realizadas bajo ambas voces, vemos que en nada se diferencian las unas de las otras. El concepto «orientalizante», un préstamo lingüístico tomado de la historia del arte, fue introducido como término descriptivo para hacer alusión a un tipo de decoración en la que se detectaba un estilo de raíz puramente oriental. Su estandarización se atribuye al arqueólogo danés Frederik Poulsen, quien lo adoptó con la idea de definir aquella tendencia artística que se detectaba en la Grecia del siglo VII a.C., donde los objetos locales imitaban producciones originarias del arte del Próximo Oriente. Así, y aunque en origen el concepto se refería a un fenómeno exclusivo del Mediterráneo oriental y central, su utilización se propagó por el resto de la cuenca mediterránea, introduciéndose de este modo en la arqueología peninsular. La generalización del término «orientalizante» se reflejó rápidamente en la narrativa arqueológica, desvirtuando incluso su significado cultural y cronológico, lo que a la postre ha propiciado la confusión entre los propios estudiosos de este dilatado periodo histórico. Parece, pues, que ha llegado el momento de utilizar, sin ningún complejo, la denominación «cultura tartésica» en detrimento de la «orientalizante», que debería quedar restringida a cuestiones del ámbito artístico, y no para poner límites cronológicos, geográficos ni, mucho menos, etnológicos. En todo caso, parece más lógico hablar de una primera «fase oriental» para Tarteso, coincidente con los primeros momentos de la colonización, entre los siglos IX y VIII a.C.; sin embargo, lo que surge después es una cultura híbrida y de gran originalidad dentro del ámbito mediterráneo que debemos denominar tartésica para acentuar su indudable personalidad.

I. Una aproximación a la historia de la investigación de Tarteso

Hasta la segunda mitad del siglo XX, Tarteso fue concebida como una gran ciudad capaz de capitalizar un vasto territorio que habría ocupado buena parte del sur peninsular; sin embargo, no sólo no había ningún indicio de la existencia de una ciudad de esa naturaleza, sino que tampoco se asociaban a su cultura algunos hallazgos que se habían producido a comienzos de ese siglo, donde el tesoro de Aliseda es quizá el ejemplo más significativo. La búsqueda de la ciudad se convirtió en un objetivo único, alentada sin duda por los espectaculares hallazgos de lugares históricos recuperados, como Troya, Micenas o Tirinto, lo que dio alas a la interpretación de los textos clásicos para buscar una ciudad, Tarteso, reiteradamente mencionada por las fuentes griegas y romanas. No obstante, y de forma inconsciente, la primera aproximación a la cultura tartésica la desarrolló G. E. Bonsor, quien excavó varias necrópolis tartésicas en el entorno de Carmona y Lora del Río, en Sevilla. La conclusión que nos transmitió de sus intensas excavaciones llevadas a cabo entre la última década del siglo XIX y las tres primeras del XX, es el papel primordial que tuvieron los fenicios en la península Ibérica gracias a la introducción del hierro, el torno de alfarero y otras tecnologías asociadas a la explotación metalúrgica; pero también gracias a la colonización agrícola de las tierras del Bajo Guadalquivir, una circunstancia que permitiría a su vez el desarrollo urbano de la zona. Ante el desconocimiento que existía de una cultura material asociada a Tarteso, Bonsor siempre pensó que el ritual y los materiales de las tumbas que excavaba se debían a elementos foráneos procedentes del Mediterráneo oriental, si bien con un alto grado de singularidad; pero en realidad, lo que estaba excavando y estudiando eran las primeras pruebas claras de la cultura tartésica.

Las excavaciones de Bonsor en necrópolis tartésicas como Alcantarilla, Bencarrón, Acebuchal o la Cruz del Negro, además de la de Setefilla, supusieron un paso de gigante en la arqueología protohistórica del sur peninsular, en aquellos años muy influenciada por el dominio céltico gracias a las menciones de Plinio en su Historia Natural, y según la cual estos habrían invadido todo el sur peninsular coincidiendo con la conquista púnica, por lo que el arqueólogo británico adjudicó los enterramientos a elementos celtopúnicos, sin reconocer un sustrato indígena propio de la zona. Bonsor se adentró muy pronto en la búsqueda de la ciudad de Tarteso, elaborando mapas y realizando intensas prospecciones en la costa onubense siguiendo para ello el Periplo de Avieno, lo que le llevó a centrar sus investigaciones en el parque de Doñana, donde años más tarde realizaría excavaciones en el Cerro del Trigo, junto a A. Schulten, y cuyos resultados fueron negativos.

La entrada de Schulten en el panorama arqueológico del sur peninsular tenía también como objetivo la búsqueda de la ciudad, lo que llegó a convertirse en una auténtica obsesión. El filólogo alemán, también guiado por el Periplo de Avieno, defendía sin paliativos el origen griego e indoeuropeo de Tarteso, despreciando cualquier influencia fenicia. Así, con la financiación del káiser alemán Guillermo II y el libro de Avieno como guía, emprendió una búsqueda desesperada de la ciudad de Tarteso, pero con el inconveniente de carecer de conocimientos arqueológicos que le permitieran emprender excavaciones en los lugares que él creía más idóneos, por lo que tuvo que contar con la participación del propio Bonsor, a quien terminó por relegar de la investigación. Su contrariedad ante la imposibilidad de encontrar la ciudad le condujo a esbozar algunas ideas que han hecho mucho daño a la arqueología española y que, por el contrario, han servido para alentar la fábula de muchos aficionados; en concreto, y apoyándose en los Diálogos de Kritias y Timeo de Platón, lanzó la hipótesis de que Tarteso se debía identificar con la ciudad perdida de la Atlántida, todo un despropósito que aún hoy en día tiene seguidores fuera del ámbito científico.

En paralelo a estos trabajos, el ingeniero y geólogo Juan Gavala, realizó a finales de los años veinte del pasado siglo una intenso estudio sobre Doñana; la conclusión a la que llegó fue que había que descartar cualquier tipo de ocupación en época tartésica de la zona que ocupaba la desembocadura del Guadalquivir, donde se habría formado un gran estuario comunicado con el denominado Golfo Tartésico. Con el paso del tiempo, y siempre según Gavala, el golfo se habría ido rellenando por los sedimentos del Guadalquivir, formándose un cordón de dunas y flechas litorales que los romanos denominaron lago Ligustino, hoy ocupado por el actual parque de Doñana. No obstante, esta teoría, que aún se mantiene prácticamente inalterable entre los arqueólogos, está siendo revisada por los geomorfólogos toda vez que Gavala no pudo tener en cuenta ni las fluctuaciones climáticas del Holoceno ni la teoría de la Tectónica de Placas, surgida a comienzo de los años sesenta del pasado siglo. Según estas nuevas revisiones, se ha llegado a la conclusión de que sí fue posible que hubiera existido ocupación humana en Doñana en época tartésica, si bien en las zonas más elevadas. No obstante, los trabajos arqueológicos allí realizados en los últimos años solo han detectado ocupación humana en la Edad del Bronce y en época romana, si bien yacimientos como La Algaida abren la posibilidad de que existieran otros asentamientos tartésicos junto a la costa que complementarían los ya conocidos, donde destaca especialmente el de Mesas de Asta, elevado sobre la marisma actual y sobre el que nos detendremos más adelante.

La búsqueda de la ciudad de Tarteso no cesó hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX, cuando Maluquer de Motes lo concibe como una cultura indígena enriquecida gracias a las aportaciones mediterráneas, principalmente griegas y, más concretamente, chipriotas. A partir de ese momento, los investigadores, sin dejar de lado las fuentes grecolatinas, comienzan a mirar a la arqueología como la disciplina capaz de despejar las incógnitas de una cultura que, paulatinamente, empieza a aportar algunas piezas para entender su estructura; de hecho, algunos objetos comienzan a ser adscritos a Tarteso, introduciéndose el término «orientalizante» para clasificarlas, un avance significativo que debemos a los trabajos de Blanco Freijeiro y García y Bellido. Pero el paso más significativo se produjo en 1958 con la aparición del tesoro de El Carambolo y las posteriores excavaciones en el cerro perteneciente a la ciudad de Camas, junto a Sevilla, de la mano de Juan de Mata Carriazo. Las evidencias constructivas exhumadas fueron interpretadas como fondos de cabañas del Bronce Final, mientras que los objetos documentados en las excavaciones dieron una dimensión material a Tarteso. Entre estos materiales destacan especialmente los vasos pintados con motivos geométricos que pasaron a denominarse «tipo Carambolo» y que aún hoy en día siguen siendo un referente de la cultura material tartésica y una guía para identificar sus yacimientos.

Tras el hallazgo de El Carambolo y la adscripción de otros descubrimientos a la cultura tartésica, se comenzó a configurar una base crítica sobre la formación de su cultura que ahora basculaba claramente hacia la arqueología, mientras que las fuentes escritas pasaron a segundo plano por la confusión que generaban. En este sentido, es fundamental el Simposio Internacional de Prehistoria Peninsular que Maluquer de Motes organizó en Jerez de la Frontera en 1968 bajo el título «Tarteso y sus problemas», donde se sentaron las bases para caracterizar la cultura tartésica. Es a partir de este momento cuando se comienzan a realizar un importante número de intervenciones arqueológicas en Andalucía que dieron como resultado un amplio conocimiento tanto de la colonización fenicia como del mundo indígena del sudoeste peninsular. Y ante la variedad de objetos que se recuperaban, ya fueran cerámicas, bronces, marfiles u objetos de orfebrería, se optó por el término «orientalizante» para definirlo ante las prevenciones que aún existían para decantarse por el término tartésico; de esta forma, y en muchos casos hasta nuestros días, el orientalizante se sigue utilizando como sinónimo de tartésico, lo que no deja de ser un error como se argumentará más adelante.

Por lo tanto, es a partir de los años setenta del pasado siglo, y especialmente en la década posterior, cuando comienza a sistematizarse la cultura tartésica a través de los objetos que la caracterizan, destacando las clasificaciones de sus cerámicas por parte de Ruiz Mata, o de sus bronces y otros objetos de prestigio de la mano de Blanco Freijeiro, García y Bellido o Blázquez; pero también de sus rituales funerarios gracias a las excavaciones en La Joya de Huelva, a las que se unen ahora las estudiadas por Bonsor en la zona de Carmona, ya consideradas como genuinamente tartésicas. Muy pronto, se implanta en la arqueología tartésica el determinismo tecnológico derivado del materialismo histórico, cuyo objetivo es justificar el cambio cultural de la sociedad que se estudia; de esta forma, surgen los trabajos de Aubet, quien a través de las excavaciones y análisis estratigráfico de los yacimientos hasta ese momento conocidos, logra exponer una nueva línea de trabajo que trata de dar explicación a la economía y a la estratificación social de la sociedad tartésica. Además, introduce el término «aculturación», con el que quiere justificar la influencia fenicia en las sociedades indígenas, mientras que emplea el término «orientalizante» para describir las manifestaciones culturales que solo afectarían a las clases dirigentes indígenas. Tarteso pasa a concebirse ahora en una sociedad protourbana de base aristocrática que estaba relativamente preparada para asumir la colonización fenicia.

El protagonismo de la arqueología en la interpretación de Tarteso se ve complementado por el auge de los historiadores de la Antigüedad en su estudio. Destaca en este sentido la hipótesis de González Wagner y Alvar, quienes a finales de los años ochenta, y basándose en las ideas de Bonsor, justifican la presencia de los fenicios en Tarteso no sólo por un objetivo meramente mercantil ligado a la explotación minera de la zona, sino también por un interés por colonizar íntegramente el territorio del valle del Guadalquivir, con un gran potencial agrícola. Este protagonismo de los fenicios a la hora de entender Tarteso contrasta con las hipótesis defendidas mayoritariamente por los arqueólogos de la época, que entendían Tarteso, alentados por las teorías autoctonistas de Renfrew en boga en esos momentos, como una cultura de base indígena.

Por último, antes del cambio de siglo calan entre los investigadores la teoría del «World systems» y la de «centro-periferia», ambas de origen anglosajón, que intentan explicar el complejo sistema de intercambio comercial entre el foco cultural y la periferia geográfica afectada. Por último, la incorporación de los estudios basados en la arqueología del territorio y del paisaje ha enriquecido sensiblemente nuestro conocimiento de Tarteso, pues a través de ellos se ha logrado diseñar un territorio que define muy bien el espacio y la cultura de Tarteso.

Veinticinco años después de la celebración del V Simposio Internacional de Prehistoria Peninsular, volvió a celebrarse en Jerez de la Frontera una nueva reunión bajo el título «Tartessos 25 años después. 1968-1993», cuya finalidad era intentar recopilar aquellos avances que se hubiesen realizado en torno al estudio de la cultura tartésica. Aunque el panorama había cambiado sensiblemente, pues la búsqueda de la ciudad había pasado a un segundo plano, el interés se centraba ahora en definir el papel del mundo indígena previo a la llegada de los fenicios, pues era en él en el que se hundían las raíces de Tarteso. Por su parte, el mundo fenicio quedaba ausente de esta discusión, quedando de ese modo patente el carácter autóctono de esta cultura.

En la última década han proliferado tanto las excavaciones arqueológicas como los encuentros científicos sobre Tarteso, lo que ha contribuido a su mejor conocimiento. Quizá la intervención arqueológica más significativa ha sido la llevada a cabo en El Carambolo, cuyos resultados ha permitido conocer su verdadero origen, sin duda fenicio, pero también su posterior desarrollo en las sucesivas etapas constructivas del santuario, ya de adscripción tartésica. Así, debemos entender Tarteso como una consecuencia de la hibridación cultural entre fenicios e indígenas; por ello, no debemos estudiarlo sólo a través de una serie de objetos y yacimientos significativos, sino que debemos incorporar y ahondar en el análisis integral del territorio donde se desarrolló para entender su base productiva y social, lo que a la postre configura su propia cultura.

En conclusión, y para entender mejor Tarteso, habría que asumir que las colonias fenicias del Mediterráneo peninsular responden a una dinámica muy diferente de la que se desarrolló en el área atlántica de la península Ibérica, que es donde se desenvuelve Tarteso. En esta zona aún hay investigadores que diferencian entre lo fenicio y lo tartésico, cuando en realidad la cultura tartésica no es sino el resultado de la convivencia continuada de dos culturas en un territorio bien definido. De este modo, deberíamos clasificar como fenicias u orientales las manifestaciones culturales de los primeros momentos de la colonización, entre los siglo IX y VIII a.C.; mientras que a partir de ese momento y hasta el siglo VI a.C., ya deberíamos hablar exclusivamente de cultura tartésica, pues es muy clara la aportación indígena.

En definitiva, Tarteso se concibe como un espacio geográfico donde conviven dos culturas muy diferentes que se van nutriendo recíprocamente con el transcurrir del tiempo hasta perder su característica original, dando lugar a esa nueva manifestación cultural que denominamos tartésica.

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1235 səh. 126 illustrasiyalar
ISBN:
9788446049562
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