Kitabı oxu: «Cetreros I»
Cetreros I
Profecía
Víctor Emilio Cortés Moreno

© Víctor Emilio Cortés Moreno
© Cetreros I · Profecía
Noviembre 2021
ISBN papel: 978-84-685-6360-2
ISBN ePub: 978-84-685-6361-9
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Dedico este libro a aquellos que desde curar mis alas
hasta empujarme al viento y volar conmigo en la tormenta,
me han hecho elevarme tan alto como he podido.
A Akraron. Gracias, Señor, por una segunda oportunidad.
A los Joes, seis en la tierra, uno en el cielo.
Seguimos siendo siete.
Nunca olviden
Índice
Prefacio
Capítulo 0. Nacida en el corazón de la oscuridad
Capítulo 1. Evolución
Capítulo 2. Convocatoria
Capítulo 3. Y Dios se llama Akraron
Capítulo 4. Hermanos
Capítulo 5. Cetreros
Capítulo 6. Kanitkirashi
Capítulo 7. Legado
Capítulo 8. Memorias
Capítulo 9. El juicio del fuego
Capítulo 10. Sabre
Capítulo 11. Carne y metal
Capítulo 12. Krantters Orión
Capítulo 13. Los quanan yumek
Capítulo 14. Los límites del cielo
Capítulo 15. Dos almas en un crisol
Prefacio
En algún lugar de Europa, septiembre de 2021
Jonathan Savage estaba escribiendo en su diario.
Lo hacía iluminado por la clara luz del sol que entraba por el cristal levemente entintado de la ventana blindada y caía sobre el escritorio al cual estaba sentado escuchando los relajantes sonidos del exterior que llegaban a él.
Sonrió torcidamente al pensar en lo bucólica e idiota que resultaba la escena, dado que en el resto del mundo el clima seguía volviéndose cada vez más caótico, duro y despiadado. Bueno, el ser humano fue el que comenzó a ser despiadado con el planeta.
«Todo se revierte», concluyó una vez más.
Pero sinceramente agradecía que la actividad lo mantuviera ocupado. Al menos hasta que se le cansaba la mano. Ya hacía mucho que había dejado de refunfuñar por el hecho de que no le hubiesen proporcionado una holocomputadora aduciendo que el escribir al viejo estilo era terapéutico.
—Y un carajo —susurró por enésima vez al recordar el hecho.
El escritorio y el cómodo sillón que ocupaba, al igual que el resto del mobiliario de la amplia y confortable habitación en que había vivido las últimas semanas, eran sencillos y elegantes. Seguían el estilo que él mismo había impuesto en la organización que había dirigido hasta hacía unos pocos meses. Ahora la idea era que su entorno inmediato, al igual que el sereno y verde panorama que contemplaba a través de la ventana —frondosos árboles, un hermoso y cuidado césped y un par de macizos de flores que eran toda una explosión de colores—, contribuyesen a su recuperación.
En realidad, a Jonathan Savage todo eso le importaba un rábano.
Al ver lo que seguía azotando a una desconcertada y temerosa humanidad, a Savage a veces le parecía que el estar inmerso en su propia tragedia personal parecía egoísta. Pero ese sentimiento duraba poco: era un ser humano que había perdido a su único hijo, un fantástico jovencito de apenas trece años de edad.
Y entonces Jonathan Savage, el joven científico, se había quedado completamente solo.
Guerras, pandemias, crisis ecológicas y económicas, fenómenos naturales nunca antes vistos, enfrentamientos raciales y surgimientos y caídas de líderes casi locos habían desfilado por el planeta mientras él, como director de una poderosa organización idealista, pretendía cambiar las cosas. Un líder que ahora, con el corazón destrozado y la otrora poderosa mente entumecida, pasaba los días en una niebla de dolor, remordimiento y deseos de que el sufrimiento terminara para él de una buena y maldita vez. Pero sus supuestos amigos se lo habían impedido.
Había vivido muy rápido, pero aún tenía mucho que hacer. Era una explicación que le repetían hasta el cansancio.
—A toda velocidad, compadre. —Samuel solía burlarse de él.
Savage se había casado y se había convertido en padre a los dieciocho años, y pese a las negativas predicciones de algunos de sus familiares y amigos, había concluido una carrera y varios posgrados, además de crearse rápidamente un sólido prestigio en la comunidad científica.
Por supuesto, todo lo había conseguido gracias al firme y constante apoyo de Loren, su siempre optimista esposa, que además de trabajar y cuidar al hijo de ambos, lo respaldaba incondicionalmente en todos sus proyectos.
Gracias a ella se había convertido en un reconocido investigador y jefe de proyectos científicos civiles y gubernamentales antes de cumplir treinta años. Al mismo tiempo, ambos habían educado a Steve, una joven e inteligente promesa que se había unido a su equipo de guerreros, como solía llamar Loren a la familia Savage.
Juntos lo habían vencido todo.
Y cuando la vida parecía de un inmejorable color rosa, apareció primero un grupo de científicos y luego un loco tipo místico que les dio a conocer un nuevo mundo. Un mundo al que él, el prodigio científico, había entrado encantado. Un jodido mundo que finalmente le había quitado todo lo que amaba. Un mundo que lo había orillado a intentar matarse.
El mundo que ahora lo obligaba a seguir con vida.
Suspiró profundamente mientras seguía viendo distraídamente por la ventana.
Tenía una vaga idea de dónde estaba. La posición del sol, el tipo de vegetación y el clima eran buenas pistas. Desde su llegada a ese lugar, poco a poco su mente, demasiado acostumbrada al trabajo constante como para desconectarse del todo, había estado analizando el asunto.
Al menos hasta que el «asunto» perdió interés para él.
Siguiendo el consejo de uno de sus amigables «carceleros», que era como los denominaba a ratos, escribía cuando menos un par de horas diarias. Además de ser una excelente forma de terapia (tenía que admitirlo), le ayudaba mucho a hacer que las horas de su encierro fuesen menos interminables, ya que ver noticieros y programas insulsos estaba descartado.
Aunque le habían dicho que podía salir a pasear, el científico sabía, por supuesto, que sería vigilado con la misma atención que en sus habitaciones. De cualquier manera, ya sus mejores amigos (en el fondo sabía que eso eran realmente), que siempre parecían estar ahí cuando era necesario, le habían dicho con amable firmeza que tenía que volver a trabajar. Y pronto. Que mucho, si no es que todo, seguía dependiendo de él. Y que no había otro candidato para el puesto de jefe.
Que debía de ser él: Jonathan Savage.
—Menuda cosa —susurró suavemente mientras se recargaba en el cómodo sillón contemplando con un poco más de atención el bello paisaje.
A pesar de haber publicado diversos libros e incontables artículos en su relativamente corta vida académica, en esos momentos no consideraba que su labor literaria fuese muy relevante. Honestamente pensaba que en esos momentos el registrar sus pensamientos más profundos tenía solamente fines terapéuticos. No buscaba dejar un legado para la posteridad.
«Si es que hay alguna posteridad», pensó meneando la cabeza con suavidad mientras se quitaba distraídamente los lentes.
Usarlos era más un sello de su personalidad que una necesidad, ya que era una operación muy sencilla la que requería para corregir su leve defecto visual, pero nunca la había considerado.
—Te hace ver mayor, Johnny. —Loren solía regañarlo cariñosamente. Era la única que tenía permitido llamarlo así.
—Esa es la idea, pequeña —contestaba él guiñándole un ojo.
Los extrañaba demasiado. Y era consciente de que ni siquiera en sus peores momentos se consideraba capaz de relatar cómo había sido responsable de la muerte de su esposa y de su hijo.
A esos terribles fantasmas procuraba desterrarlos no solo del papel, sino de su mente, al menos hasta que comenzaban a acosarlo en los escasos momentos en que lograba conciliar un agitado sueño.
Con otro profundo suspiro y una casi siempre presente amargura, recordó por enésima vez los tiempos en que, cuando estaba despierto, el constante y sordo dolor que lo destrozaba por dentro solo lograba atenuarse gracias al siempre fiel alcohol.
Pero eso había sido antes.
Sus «amigos» se lo habían quitado desde que lo tenían encerrado. «Por su propio bien».
Y seguían repitiéndole que el futuro de mundo y el destino de la raza humana dependían de su recuperación.
Rio suavemente al reflexionar nuevamente en lo loco y estúpido que sonaba esto. Se preguntó también, por enésima vez desde que estaba ahí, qué era lo que él, Jonathan Savage, realmente deseaba en ese oscuro momento de su vida.
—Al menos nunca me incliné por las drogas, sean clásicas o modernas —se dijo con sarcasmo.
No deseaba pensar. No deseaba trabajar. No deseaba hablar con nadie. No deseaba seguir adelante con planes que ahora le parecían solamente alucinantes fantasías. Mucho menos deseaba dirigir una organización que ya era demasiado grande complicada para su gusto. Y por si fuera poco, con una misión inmensamente difícil por delante.
Una misión que él no había pedido emprender.
Al menos así había sido hasta el día anterior. Aunque fuese a regañadientes, tenía que admitir que la última visita de Hermann había logrado encender una chispa en su interior. Y ese hombre sí tenía derecho a hablarle con dureza.
Tras volver a colocarse sus lentes con un gesto automático, se inclinó para leer lo que acaba de escribir:
Si los seres humanos realmente pudiésemos saber qué nos depara el futuro, ¿podríamos elegir más sabiamente? Es posible. O tal vez no. La historia muestra claramente que aun sabiendo con certeza las terribles consecuencias de nuestros actos, los seres humanos muchas veces, contra toda lógica y razón, elegimos la peor de las opciones: destruir. Destruirnos los unos a los otros, destruir lo que hemos construido a lo largo de años, décadas y siglos. Incluso llegando hasta el más loco extremo: destruir el planeta que habitamos.
Suspiró suavemente al tiempo de seguir leyendo.
Y esa es, simplemente, la suprema prueba de nuestra inmensa estupidez. La demostración de que casi seguramente no somos dignos de seguir adelante como raza. Que nuestro destino no es salir al universo, y mucho menos conquistar otros mundos. No importa lo que se supone que se ha vaticinado al respecto y lo que ya hayamos avanzado en ese sentido. Los buenos no somos suficientes.
Meneó amargamente la cabeza. Siendo honestos de nuevo, él tampoco era precisamente un muy buen ser humano, ¿verdad? Y a final de cuentas, todo ese asunto de la dichosa profecía ya no era algo que le correspondiera resolver a él.
Que Dios, si es que existía, se hiciera cargo del problema. Finalmente, había sido su idea, ¿o no? Él, Jonathan Savage, renunciaba a todo: a dirigir Humanidad, a llevar adelante el proyecto, a impulsar el cumplimiento de lo que decía la profecía, a su destino y al futuro. Él solo deseaba reunirse con su familia, si es que se le concedía esa gracia.
Tomó el bolígrafo y escribió las últimas líneas de ese día:
A final de cuentas, sin querer parecer demasiado arrogante, es muy posible que el papel de Humanidad en la historia cercana cambie con mi muerte. Y que finalmente sea mucho menos espectacular. Nadie es imprescindible. Y yo, simple y sencillamente, he llegado al final de la línea.
Como prueba de que el destino tiene un extraño sentido del humor, en ese preciso instante se abrió suavemente la puerta.
—¿Cómo estás, jefe? —lo saludó Samuel con su humor habitual.
—Jodido. Como todos los días, matasanos —respondió Savage a su mejor amigo con una sonrisa torcida.
Samuel Rivers cambió su expresión al momento de sentarse en un sillón cercano al escritorio.
—Son ellas y ellos, los que nacieron hace tres a seis años, Jonathan. Ya lo confirmamos.
—¿De veras? Pues aún es tiempo para repartir cigarros, amigo —intentó burlarse Savage.
Rivers, que raramente hablaba totalmente en serio, ahora habló con toda firmeza a su compañero de años de lucha, con el que había logrado muchos triunfos.
—Es hora de que honres las palabras y acciones de Steve, Jonathan.
Fue como si hubiera dado una bofetada a su amigo, que se levantó como un resorte.
—¡No te atrevas a hablar de mi hijo! ¡No tienes derecho! —gritó Savage indignado.
Rivers se levantó con la misma presteza, ya que solo era pocos años mayor que su amigo, y le contestó en el mismo tono.
—¡Era mi ahijado! ¡Lo amaba! ¡Su muerte me dolió tanto como a ti! ¡Y debo de honrar su memoria y sus deseos, maldito cobarde!
Por un instante pareció que Savage se lanzaría sobre él para golpearlo, pero el médico no se arredró y siguió mirando al científico con fijeza.
Tras unos largos segundos de apretar los puños y respirar profundamente, Jonathan Savage sintió que la mayor parte de su furia lo abandonaba de repente. Era como si por fin dejara caer un inmenso peso de su corazón.
—¿Y qué carajos se supone que debo de hacer, maldito sabelotodo? —susurró Savage por fin, con un resoplido y ya en tono de resignación.
Rivers, viendo por fin lo que deseaba, pero procurando no demostrar su inmenso alivio, repuso con su habitual sonrisa sarcástica:
—Ponerte de nuevo las pelotas y meterte de lleno en el trabajo que tienes que hacer, jefe. Por cierto —añadió ampliando la sonrisa—, no cuentes conmigo para sostenerte las susodichas pelotas en lo que las ajustas. Eres mi mejor amigo y mi jefe, pero mi dedicación no llega a tanto.
—Hijo de perra —rio secamente Savage al momento de menear la cabeza y dejarse caer en su sillón.
—Y también debes resignarte a estar muerto, por supuesto —añadió Rivers mientras también tomaba asiento con un profundo suspiro.
—¿Ya lo organizaron todo? —preguntó Savage repentinamente interesado.
—Con todo y ceremonia, jefe. —Rivers lo miró con una chispa de diversión en los ojos—. Creo que hasta el presidente va a decir unas palabras acerca de tus logros y tu breve pero luminosa carrera. —Se encogió levemente de hombros—. Nos informan que incluso mencionará algo de tu explosivo carácter y tus épicas rabietas —informó finalmente Rivers con fingida seriedad.
—¡Cabrón! —rio Savage muy a su pesar, mirando con aprecio a su amigo.
—Bienvenido de nuevo a Humanidad, Jonathan Savage. Es hora de pasar a la completa clandestinidad. Y de trabajar nuevamente con todas tus fuerzas —sonrió Samuel Rivers.
Capítulo 0.
Nacida en el corazón de la oscuridad
Y llamó Dios a la expansión: Cielos.
«Libro del Génesis», en la Biblia
El azar no existe, Dios no juega a los dados.
Albert Einstein
Descubrir el camino que Él nos ha trazado siempre es difícil.
Incluso puede implicar adentrarnos profundamente en la oscuridad.
Heraldo
Reflexiones
En el inicio del tiempo
Es en la oscuridad donde todos los seres vivos, planetas incluidos, demuestran su temple. Y lo hacen comenzando por aprender dos duras lecciones: que antes de existir la luz, debe existir la oscuridad, y que para alcanzar el destino que tenemos marcado, a veces es necesario que también nosotros lancemos los dados, ya que aún en el desarrollo de los más cuidadosos y grandiosos planes, como aquellos que implican el destino de un mundo, interviene una necesaria porción de azar. Puede que esto sea lo que hace interesantes las cosas.
Ese pedazo de oscuridad galáctica era una mesa de juego en donde existían planes, estrategias y reglas para participar en la partida, partida en la cual, no importando el número que mostraran los dados, el resultado final dependía principalmente de la voluntad y el coraje de los jugadores. Además, como era de esperarse, no había segundas oportunidades, consideraciones ni piedad.
Y la asignación de tal o cual número conllevaba diferentes condiciones, algunas muy duras, algunas menos estrictas que otras, todo dependiendo del mundo. Pero siempre había una constante: el juego era un camino lleno de sangre, dolor y muerte. Todos ellos, finalmente, elementos de un simple y frío proceso de selección que dejaba de lado los sentimentalismos. Se nacía, se luchaba, se sobrevivía o se moría antes de tiempo. Así de sencillo.
Pero también era un camino de esperanza.
Un camino que innumerables razas, en otros igualmente innumerables sitios del infinito universo, habían recorrido, recorrían y recorrerían en el futuro. Todas ellas, llegado el momento, si tenían algo de suerte y mucho empuje, podrían aspirar al logro máximo: preguntarle directamente a su creador por qué habían surgido a la vida y la consciencia.
Y luego averiguar si se les otorgaba más camino por recorrer.
Definitivamente, esas razas eran las más afortunadas y capaces. Unas cuantas entre los millones que quedarían tendidas entre las cenizas de sus esfuerzos, esperanzas y sueños. Porque eran muchas más las razas cuya historia y legado nunca serían conocidos. Razas que habían jugado y habían perdido.
Esta es la historia de una raza que fue elegida para participar en el juego.
Es una epopeya de oscuridad y de luz. De dudas y miedo, esperanza y coraje. De vida y muerte. Y también es la crónica de un pequeño y aislado mundo que obtuvo en los dados el número siete. Un mundo que arriesgaría todo para apoyar a la raza elegida a encontrar su propia y única respuesta a la pregunta final.
Esta es la saga de la humanidad.
Vistas desde la superficie del planeta, las espesas y negras nubes de ceniza y materia flotante eran una capa ininterrumpida que oscurecía el cielo. El inestable terreno era frecuentemente iluminado por enormes fogonazos provenientes de relámpagos descomunales.
Gigantescas tormentas eléctricas iluminaban con terrible intensidad la castigada y cambiante superficie planetaria, como si nunca fuese a existir otra cosa que esas brutales y muertas demostraciones de poder. Y es que a pesar de la inmensa energía que se veía explotar por todas partes en tierra y cielo, este era un planeta muerto. Más correctamente: un planeta que nunca había vivido.
Hasta ese momento.
La oscuridad se partió en dos. De entre las tormentosas nubes surgió un gigantesco proyectil envuelto en un dorado y poderoso brillo. Una recta línea de luz marcaba firmemente el camino que iba recorriendo por el negro cielo. El inmenso poder que portaba refulgía como el oro y abría su camino primero entre las tinieblas y luego, sin que las otras poderosas energías reinantes en la atmósfera planetaria alteraran en lo más mínimo su trayectoria, se dirigía a una velocidad descomunal hacia la superficie del mundo que en un futuro muy, muy distante, sería llamado Tierra por sus habitantes.
El punto de impacto, al igual que el proceso que seguiría a continuación, había sido cuidadosamente elegido. Era un lugar que en ese distante futuro, ya con una geografía planetaria perfectamente discernible, sería parte de un hermoso y salvaje continente llamado África.
El meteorito, por increíble que pareciera, ajustó levemente su trayectoria para finalmente impactar con una fuerza descomunal en el lugar designado.
Gigantescos trozos de dorado material incandescente se desprendieron del aerolito con elegante e inesperada simetría. En medio de una nube, chispas doradas e incandescentes se elevaron en el aire girando con energía y dirección propias, envueltas en una poderosa capa de luz que ondulaba con vida propia y destrozaba la oscuridad.
La energía del geotraxis había llegado a un nuevo mundo.
Simultáneamente surgieron del sitio del impacto chorros de luz igualmente dorada, e iluminaron poderosamente el escenario de lo que algún día sería el escenario para el teatro de la vida.
Así quedó marcado el lugar para el primero y más importante de los denominados quanan yumek: ‘ejes de fuego de la Tierra’.
El choque entre el meteorito y la superficie planetaria no solamente liberó los seis ordenados fragmentos principales del bólido, sino que también insufló la chispa de vida a ese pequeño mundo.
Imparable, el meteorito siguió con el proceso a su cargo: con descomunal fuerza, su núcleo penetró en el suelo. Con alucinante facilidad atravesó capa tras capa de materia sólida y de magma, de tierra y fuego, como en una mítica, salvaje y poderosa fecundación.
Tras un breve y a la vez eterno instante, llegó a su meta: se fundió con el fuego del corazón de la masa planetaria en el soberbio estallido de luz y poder de una cita largamente esperada.
El planeta recibió así un fragmento minúsculo de la inmensa energía esencial procedente del sitio que era el origen de todas las cosas. Era el toque divino que no solo le daba la vida. Le estaba entregando una identidad y una misión.
La estaba dotando de un espíritu.
Un milagro muchas veces repetido, inmensamente singular e importante para cada mundo, estaba ocurriendo en ese rincón de una de innumerables galaxias.
Los seis fragmentos más grandes, con formas extrañamente regulares y perfectamente diferenciadas entre sí, que contenían energía e información muy específicas, volaron hacia los puntos que les habían sido asignados. Siempre envueltos en la dorada luz, penetraron a diferentes profundidades con deliberada lentitud, ajustando paso a paso y de la manera prevista, todos sus parámetros. Con la precisión de células dividiéndose para formar los órganos básicos de un nuevo ser, los fragmentos sentaron las bases de la naciente estructura vital del planeta. Y posteriormente, lo habilitarían para enfrentar un lejanísimo reto.
Así quedaron establecidos los siete quanan yumek.
Visto desde el aire, el espectáculo era algo increíblemente bello, deslumbrante e hipnótico. Cual burbujas de oro, los otros fragmentos, mucho más pequeños pero igualmente vitales, tras desplazarse en el aire por sobre toda la superficie del planeta, se hundieron a profundidades menores y luego se detuvieron a esperar el momento de iniciar sus complejas tareas.
Lo harían en lapsos que eran segundos para el universo y millones de años para el planeta. En ese instante cumplieron su misión inicial: liberaron y distribuyeron la energía del geotraxis.
La dorada sangre del mundo recorrió por vez primera su interior en forma de vivos ríos de luz.
Entonces, tras un instante, comenzó el poderoso acto final: del corazón del planeta, y canalizada por los siete puntos, salió a la superficie parte de esa nueva y vital energía, que permaneció unos segundos suspendida como una especie de neblina dorada antes de elevarse a gran altura en el cielo, atravesando sin problemas la negra capa de nubes.
Después, sin apenas pausa, un nuevo envío de energía surgió a través de los siete quanan yumek en forma de poderosos rayos que, tras volar en dirección al cielo, estallaron simultáneamente en medio de la dorada niebla. Y la transformaron en un instante, como si de agua congelada súbitamente se tratase, en una sólida cubierta; una esfera geodésica que, brillando titilante en la oscuridad del espacio, envolvió completamente el planeta.
Entonces, también por primera vez en esa parte de la galaxia, se escuchó una hermosa y ancestral música que acompañó el proceso de dar vida a un mundo.
El planeta se había convertido en una inmensa joya dorada que flotaba en el negro vacío del espacio. Una joya que vibraría y viviría al compás de su propia música, siguiendo las pautas que su número le indicaba. Un mundo que dormitaría esperando el momento de ser despertado completamente por el poder y el amor de sus heraldos.
Después de un instante cargado de una inmensa tensión, como si esa parte del universo contuviera el aliento, el planeta entero tembló levemente. Procesos inmensamente complejos se estaban desarrollando en su interior a velocidades inimaginables. Desde el espacio pareció que el planeta se desdibujaba aún más entre la áurea bruma de luz. A escala planetaria fue un terremoto en toda regla; un movimiento que, al sacudirlo por completo, fue el preámbulo al milagro definitivo.
Se hizo la luz.
En una final e inmensa explosión de energía, que surgió en forma de una serie de ondas expansivas, una marea de dorada luz salió del planeta al espacio, agrietando poco a poco la esfera geodésica a su paso, para finalmente romperla en inmensos pedazos que tras unos pocos segundos se difuminaron en el espacio como si fueran hielo fundiéndose.
Saliendo de su dorado e inmenso cascarón, el planeta despertó. Despertó a la vida. Despertó a la conciencia. Despertó al ser.
Y gritó lleno de miedo ante la oscuridad que lo rodeaba.
El anuncio de su nacimiento no fue escuchado por nadie del espacio local. Era un planeta solitario, flotando en el oscuro vacío, sin hermanos mayores o primos cercanos que estuviesen igualmente vivos. Pero su despertar quedó fielmente registrado en ese instante en una memoria inmensamente poderosa, situada a una inconmensurable distancia. Desde ahí, gracias a las detalladas instrucciones contenidas en el corazón del meteorito que terminaba de fundirse con su centro, recibió un vínculo.
Recibió su nexo geotraxis.
A través de este indestructible y místico enlace, primero fue tranquilizado y, luego, detalladamente informado de quién era y lo que se esperaba que hiciera. Recibió un nombre provisional y las primeras instrucciones a seguir en su recién iniciada vida. Por el momento eran muy simples: esperar, confiar y aprender.
Pasarían incontables eras antes de que el joven planeta tuviese interlocutores propios suficientemente dignos, primero capaces de oírlo y luego de hablar con él. Millones de años que serían espacios de tiempo infinitesimales para el cosmos, pero extremadamente largos para los habitantes planetarios que surgirían, algunos perdurando y muchos otros cayendo rápida y definitivamente en el olvido.
Un nuevo camino para la vida y la evolución había comenzado a recorrerse. Y en el caso de este planeta específicamente, su aislamiento era parte de un plan mucho más amplio. Pero llegar a ese punto dependería de que aquellos seres que llegarían a considerarse a sí mismos como el pináculo de la evolución lograsen entender muchas cosas que otras razas similares ya habían entendido.
Miles de millones de ellos lo llamarían plan divino. Otros millones dirían que simplemente era algo llamado casualidad. Millones más dirían que sencillamente era parte de un orden natural.
Pero otros, aquellos pocos miles que serían los encargados de llevar esta raza a su destino lo interpretarían de otra manera.
Y lo llamarían Profecía.