A la velocidad del hachís

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A la velocidad del hachís
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Enrique Figueredo

A la velocidad

del hachís


Para Carmen, por lo que me da

y por todo aquello

de lo que me pone a salvo

Índice

Introducción

Capítulo primero

Capítulo segundo

Capítulo tercero

Capítulo cuarto

Capítulo quinto

Capítulo sexto

Capítulo séptimo

Capítulo octavo

Epílogo

Pequeño diccionario de modismos

Sobre el autor

Sobre el libro

Créditos

Introducción

–¿Crees que hay materia para hacer un libro sobre lo que está pasando con el tráfico de hachís en el Estrecho?

–¿Un libro, dices? Tienes para escribir una enciclopedia.

Este fue el arranque de mi conversación con Juan Antonio Delgado a mediados de junio del 2018. Este combativo gaditano era entonces diputado del grupo de Unidos Podemos en el Congreso por su provincia natal, Cádiz. Buscaba en él una confirmación de las intenciones que me rondaban por la cabeza. Su opinión resultaba muy valiosa para mí por muchos motivos. Principalmente, porque es un hombre al que considero honesto, y esperaba de él, y no me defraudó, una evaluación rápida sobre si valía la pena adentrarme en la aventura de escribir sobre una materia que me quedaba a más de mil kilómetros de casa. Vivo y trabajo habitualmente en Barcelona.

Su experiencia de buen conocedor de la realidad social y delictiva de la costa suroeste española era otro factor decisivo para hablar con él. Resulta que Juan Antonio se quitó el uniforme de guardia civil para poder ejercer de diputado. Yo lo conocí como agente de la ley. Entre sus últimos destinos estuvo Barbate –en una época en que el tráfico de drogas se manifestó con especial intensidad en aquella localidad– o Conil de la Frontera, ambos en la provincia de Cádiz.

Juan Antonio Delgado era implacable con la Administración desde su cargo dirigente en la Asociación Unificada de Guardias Civiles. Fue con toda seguridad su actividad pública la que llamó la atención del todavía secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, y por la que le acabó pidiendo que se incorporara a las listas del partido al Parlamento. Este gaditano resuelto fue diputado del 2016 al 2019.

Un tercer factor que me inclinó a consultarle sobre lo que después sería A la velocidad del hachís fue el hecho de haber sido él quien por primera vez llevara al Congreso de los Diputados –a su comisión de Interior– la crisis del tráfico de hachís y sus terribles consecuencias. Y lo hizo invitando a una de sus sesiones a Paco Mena, un activista en la lucha contra el contrabando de drogas en el Estrecho que tendrán ocasión de conocer mejor cuando avancen en este libro, pues se convirtió algo más tarde en mi mejor guía sobre el terreno.

–Te ayudaré en lo que pueda –me rogó Delgado aquella mañana de verano en que le consulté mis inquietudes sobre el proyecto de trabajo periodístico–, pero solo te pido una cosa: no hagas generalizaciones que castiguen a una población ya bastante estigmatizada.

Juzgarán ustedes si lo he conseguido o no.

Había decidido ponerme a revisar los archivos periodísticos desde finales del 2017 y principios del 2018, y mi retina no dejaba de verse martilleada por continuos reportajes y noticias de agencia que hablaban de un inusitado cambio de usos entre los traficantes de drogas del Estrecho. Los contrabandistas y sus compinches era evidente que habían decidido mostrarse proactivos en grado sumo a la hora de defender su ilícita mercancía frente a la labor forzosamente represora y de oficio de las fuerzas de seguridad.

¿En qué se traducía ese giro de las bandas de traficantes? Por ejemplo, en embestidas a coches patrulla por turismos de los clanes de la droga para de ese modo cortar de cuajo una persecución. Otro modo en que se manifestaba ese nuevo estado de cosas en el ambiente narco era la sucesiva aparición de armas de fuego.

Más violencia en general que incluso llegó, como verán, a costar alguna vida humana por efecto más o menos directo o más o menos colateral de este viraje agresivo del narco que, a mi entender, era consecuencia de la impunidad con la que se estaban moviendo los miembros del narcotráfico por el Campo de Gibraltar por diferentes motivos que trato de analizar con ayuda de todas las personas que se han brindado a entrevistarse conmigo.

El paulatino adelgazamiento de las plantillas policiales desde los tiempos de la austeridad más estricta o una demanda creciente de hachís en el mercado que no parece tener límites –sin olvidar la calidad oscilante de las cosechas de cannabis del norte marroquí–, empujaron a ese cambio de statu quo dentro de la narcoactividad. No puede dejarse de lado tampoco la influencia de la nueva sociedad de la hiperinformación que facilitan los avances tecnológicos, en especial las redes sociales y las series de televisión a demanda. Durante mis viajes a la provincia de Cádiz y mi inmersión en un universo de documentación al respecto de esta temática candente, tuve ocasión de ver cosas que certificaban la enorme penetración de esta cultura expansiva de la imagen también entre los miembros de los clanes de la droga o entre una parte de la población que o bien vive directa o indirectamente del narco o lo glorifica casi como un espasmo de rebeldía frente a una realidad no siempre cómoda –el asentamiento del tráfico de hachís se produce en la mayoría de los casos en zonas económicamente deprimidas–, o simplemente por una búsqueda de pertenencia a un grupo dominante y demasiadas veces bien visto en la provincia de Cádiz.

Así, en determinados círculos pueden darse tartas de cumpleaños que llevan serigrafiada en chocolate la secuencia de una persecución entre una narcolancha y una patrullera de la Guardia Civil o de Vigilancia Aduanera, o tatuajes que cubren prácticamente un brazo entero en los que puede verse un helicóptero policial proyectando en alta mar el cono luminoso de su foco sobre una embarcación con hachís.

Las zonas fronterizas como el Campo de Gibraltar (con la colonia británica y un Marruecos situado a pocos kilómetros de la costa) son zonas históricamente influidas por la tentación del contrabando. Eso ha imprimido históricamente carácter a la población de estas regiones. Ese es un factor que no puede dejarse de lado, del mismo modo que el olvido de las administraciones respecto de evidentes necesidades sociales de que adolece el sur gaditano.

Fue precisamente el enorme revuelo social y mediático que levantó el giro violento de los traficantes y su descaro frente a la autoridad –y ello en sí mismo resulta bastante desmoralizador–, lo que hizo que el Gobierno, tanto del PP como del PSOE tras la moción de censura contra Mariano Rajoy, se decidiera a diseñar un plan integral de regeneración del Campo de Gibraltar. Todos los actores, incluido el influyente Paco Mena, hicieron saber en Madrid que únicamente con medidas policiales la crisis estructural, incluida la de seguridad, no podría paliarse.

Una de las primeras decisiones que tomó el nuevo Consejo de Ministros dirigido por Pedro Sánchez en junio del 2018 fue de una enorme trascendencia para el sur gaditano. Se aprobó un Plan Especial de Seguridad para el Campo de Gibraltar. Fueron algo más de siete millones de euros destinados a reforzar la estructura policial tanto en número como en capacidades de los medios de inteligencia, así como de los grupos de Asuntos Internos dedicados a la lucha contra la corrupción policial. Ese presupuesto especial debía servir también para implementar nuevas medidas de coordinación entre los cuerpos policiales, la fiscalía y los juzgados. Ni los sindicatos policiales ni las asociaciones de guardias civiles, ni algunos alcaldes de la zona, consideraron el esfuerzo del todo suficiente, aunque obviamente dieron la bienvenida a cualquier ayuda.

Comentan en medios policiales y judiciales que el episodio que aceleró la redacción y aprobación del decreto que recogió todos esos refuerzos fue el ocurrido en mayo del 2018 en Algeciras, en el barrio del Rinconcillo, cuando un grupo de guardias civiles fuera de servicio, pertenecientes a los Grupos de Acción Rápida (GAR), fueron agredidos por un grupo de unas cuarenta personas presuntamente vinculadas a clanes de la droga que estaban celebrando una comunión en un restaurante en el que unos y otros coincidieron. Los guardias fueron atacados con piedras, botellas rotas y bates de béisbol en el aparcamiento del establecimiento. La situación fue tan delicada y tensa que uno de los agentes de la ley llegó a efectuar algún disparo al aire con su arma para alejar a los agresores. Los GAR llevaban destinados allí unos cuantos días en labores de prevención del tráfico de drogas en alguno de los dispositivos puntuales y de menor entidad que ya se estaban llevando a cabo por lo urgente de la situación, antes incluso de desplegarse el Plan Especial de Seguridad que lanzaría el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska.

 

Desde la puesta en marcha del nuevo refuerzo policial las estadísticas empezaron a dispararse, hasta el punto que hubo que reforzar juzgados y fiscalías para poder dar salida a la gran cantidad de asuntos que iban acumulándose. Entre el 1 de agosto del 2018 y el 30 de junio del 2019 se incrementaron, con respecto al mismo periodo del año anterior, un 78% el número de operaciones contra el narcotráfico en la zona, y un 87% todas aquellas de índole patrimonial relacionadas con el blanqueo de capitales. Se practicó la asombrosa cifra de 4.852 detenciones, entre ellas las de algunos de los cabecillas más importantes de los clanes de la droga. En el capítulo de las incautaciones de estupefacientes, los números fueron igual de apabullantes: 143.000 kilogramos de hachís; 5.400 kilogramos de cocaína; 500 de heroína; 108 de marihuana, además de 759.000 cajetillas de tabaco de contrabando. La lista se hace más larga todavía: intervención de 750 vehículos para el transporte de la droga, así como 133 embarcaciones, la mayoría de ellas narcolanchas de gigantesco caballaje.

“El Estado de derecho estaba desapareciendo del Campo de Gibraltar y ahora ha vuelto”, llegó a decir el ministro Grande-Marlaska durante una sesión de control en el Congreso a propósito de los primeros resultados del Plan Especial de Seguridad.

Muchos esperan todavía que ese regreso del Estado al sur gaditano se amplíe a otras esferas sociales en la zona. Se ha desplegado el plan de seguridad, pero ahora hace falta el de rehabilitación, el que permita nuevas oportunidades laborales, el que amplíe el entramado económico. Ese que permita que se produzca una paulatina sustitución de un mercado viciado por las inyecciones del capital negro que genera el narcotráfico por otro menos enrarecido.

Ese programa de regeneración de la zona al que me refiero y que la mayoría de personas interesadas e instituciones reclaman con la misma insistencia que el de seguridad, se quedó a las puertas. Los presupuestos que Pedro Sánchez no consiguió aprobar tras hacerse con la presidencia tras la moción de censura contenían un plan integral para el Campo de Gibraltar para cuatro años con una dotación inicial de 800 millones de euros que iban a destinarse no solo a cuestiones de seguridad sino también laborales y de formación, además de la mejora de determinadas infraestructuras como conexiones viarias que soportan un gigantesco tráfico de vehículos pesados y que han quedado tremendamente obsoletas. Muchas de esas carreteras las he recorrido en los centenares de kilómetros que he conducido por la provincia de Cádiz. Para llegar a La Línea de la Concepción desde Algeciras, por ejemplo, si se pasa por la carretera ­CA-34, se comprueba con facilidad su acusado estrechamiento a la altura de Campamento. Se trata de ejes viarios muy castigados por el permanente trasiego de vehículos pesados entre ambas ciudades.*

La esperanza de muchos es que esas inversiones, en definitiva ese plan integral no nato, se lleve a la práctica y el área se revitalice. Tendrá que ser irremediablemente un esfuerzo bien coordinado de todas las administraciones; la central, la autonómica y la local, y hasta me atrevo a decir que también el de la colonia gibraltareña. Hay mucho por hacer. La incógnita que me asalta es si finalmente todo ello mitigará lo suficiente el ecosistema de la narcoactividad. Algunas personas con las que hablé creen que eso no es posible, otros en cambio tienen una fe tremenda en las gentes que pueblan esas tierras y que su florecimiento solo depende de que surjan nuevas oportunidades.

Pues bríndense. Que no quede por intentarlo. La mayoría de las personas que he conocido en este viaje periodístico merecen que ocurra.

*En el momento de imprimir este libro, todavía no se había aprobado el plan integral para la comarca campogibraltareña.

Capítulo primero

Las hélices le han destrozado el abdomen. El daño resulta irreparable. Como suele decirse en los informes forenses, el cuerpo presenta heridas incompatibles con la vida. Las aperturas en canal incisocontusas inundan la pequeña anatomía. Las palas rotatorias de un motor fueraborda son como cuchillos, mejor dicho, como hachas sobre el tejido humano. La víctima de la atroz acometida tiene 9 años. Ahí se para su reloj. Todo cuanto estaba por venir habitará solo en los pensamientos de unos padres con la vida tan rota como el tronco de su pequeño hijo.

El cadáver está cubierto por una manta o una toalla. Así lo encuentra la primera patrulla policial al llegar. Lo que acaba de ocurrir es tan traumático que resulta comprensible que los testigos se atropellen a la hora de exponer los detalles de lo que acaban de presenciar. Se genera un enorme alboroto sobre la arena. Griterío de desesperación. Rabia. Los agentes de la ley descubren casi de inmediato que en mitad de todo ese revuelo, los espectadores del suceso mantienen retenido a un hombre. Aunque hay que abrirse paso entre una maraña de maldiciones, improperios e insultos, poco a poco el relato se va aclarando.

A pesar de la conmoción, resulta incontestable que lo que ha ocurrido es que una narcolancha, una de esas embarcaciones superpotentes que sirven para traer hachís de Marruecos a España a toda velocidad por el estrecho de Gibraltar ha pasado por encima de otra de recreo mucho más pequeña, con la que un padre y su hijo estaban pasando un rato de esparcimiento navegando cerca de la orilla. Los motores de la todopoderosa goma, durante la embestida, han alcanzado al niño mortalmente. Son las 17.00 horas del 14 de mayo del 2018 en la playa de Getares, en Algeciras: uno de esos enclaves estratégicos del narcotráfico en España. La muerte de M., hijo de la ciudad, conmueve a toda la provincia de Cádiz, a toda Andalucía, a España entera.

El pequeño recién muerto en la playa de Getares es víctima indirecta del negocio sucio de la droga; uno de los delitos más extendidos en la costa gaditana, en la onubense y también en la del Sol. Así se percibe por la mayoría de la población: el niño de Algeciras ha muerto porque un lanchero de la droga le ha pasado por encima.

Se oye decir en el Campo de Gibraltar que los traficantes entran la droga por Algeciras, por San Roque –era más fácil cuando podía remontarse el río Guadarranque, salpicado entonces por narcoembarcaderos–, o por La Línea de la Concepción, incluso por Sanlúcar de Barrameda o Barbate, pero resuelven sus diferencias a sangre y fuego en Marbella o Estepona, en la vecina provincia de Málaga, donde los actos de sicariato y la violencia entre grupos criminales, incluso mediando explosivos, se han disparado en los últimos años. Son enfrentamientos de grupos delictuales de diversas nacionalidades que quieren dominar el crimen organizado, y por supuesto la droga es una de sus principales manifestaciones y fuente de fabulosos ingresos. La disputa de los mercados y el impago de las deudas que toda esta actividad delictiva transnacional genera son algunos de los desencadenantes de esta violencia. Los datos policiales comprendidos entre el 2017 y el 2018 señalan que el número de homicidios en la provincia malagueña se incrementaron de forma alarmante. Lo hicieron alrededor de un desesperante 85%. Ahí se libra una guerra entre los clanes internacionales. Son situaciones más peligrosas todavía que las que se viven en todo el Campo de Gibraltar, pero no centran tanto la atención de los medios de comunicación como lo que ocurre en el sur gaditano. De ello se quejan bastantes vecinos de la comarca, pues dicen ver en este desequilibrio en el foco de atención pública y mediática un síntoma de estigmatización de su territorio, cuando en otros la violencia y las acciones criminales son mucho más sangrientas.

Las estadísticas con respecto al número de asesinatos por encargo, las bombas en establecimientos o la quema de negocios que se dan en la Costa del Sol dan la razón a quienes creen que se ha centrado demasiado la atención en la provincia de Cádiz. Pero resulta que episodios como el del rescate por la fuerza de un miembro de un clan del hachís mientras, ya detenido, permanecía custodiado en el hospital –sus compinches pasaron por encima de los policías que lo vigilaban– como ocurrió en La Línea de la Concepción, o bien la muerte de un niño arrollado por una lancha semirrígida de los narcos removieron conciencias. Y centró el foco. Por trágicos en unos casos o por inauditos en otros, sucesos como estos pusieron en el mapa inevitablemente al sur gaditano. Los principales magazines de televisión enviaron reporteros y se nutrieron informativamente de cuanto ocurría. Toda esta intensidad informativa acabó por extender la idea –del todo cierta– de que algo estaba pasando en el Estrecho. Aunque el medio televisivo fue el que casi con toda seguridad dio dimensión nacional a las nuevas realidades del narcotráfico en esa zona de España, fueron los medios locales, especialmente los escritos –incluidos algunos corresponsales de medios con redacciones centrales en Madrid–, los que con su valentía informativa y proximidad aportaron la profundidad necesaria para que otros con menos experiencia sobre el terreno tuvieran la oportunidad de contar con una guía de valor incalculable para adentrarse en ese entorno informativo.

La narcolancha que acaba por matar a M. aquella tarde primaveral en Algeciras lleva rato haciendo maniobras muy peligrosas muy cerca de la orilla. Navega entre mejilloneras para añadir vértigo a la situación. Es tan marcada la agresividad del pilotaje que en un brusco desvío el patrón sale despedido por la borda. Tras ese percance, se sube de nuevo a la embarcación semirrígida de gran potencia; de unos 300 caballos. Tras salir proyectado, consigue volver a su cabalgadura náutica gracias a que no viaja solo. Y así, tras estar de nuevo a bordo, prosigue su alocado manejo. La desproporcionada motorización y el hecho de que la lancha vaya vacía, que no lleve carga alguna y que por tanto arrastre poco peso, dotan a la neumática de una aparente flotabilidad que supera al agua misma, como si la barca pudiera sostenerse por momentos en el aire, a penas sin fricción.

Los bañistas ya se han dado cuenta a esas alturas que alguien va haciendo el temerario por el mar y no tardan en reprochar su actitud al piloto. “Va como loco”, comentan. El patrón de la barca que compromete la tranquilidad y la seguridad de la playa de Getares, P.B.F., daría más tarde, tras la tragedia, “positivo” en la prueba de alcoholemia.

P.B.F. se comporta pilotando en el agua como si estuviera celebrando algo. Quizá ha logrado que le devuelvan la goma después de haber estado retenida por las fuerzas de seguridad tras alguna inspección antidrogas. Era frecuente que las barcas volvieran a sus dueños tras una inmovilización preventiva hasta que a finales del 2018 el Gobierno prohibiera las narcolanchas, fueran o no cargadas de droga.

Este era el circuito que seguían las embarcaciones hasta su ilegalización: los agentes de la ley las sacaban de la circulación, pero luego eran devueltas a sus dueños en una especie de ciclo infinito. Si en el mejor de los casos la barca fluía por todo el proceso legal administrativo y era incautada y finalmente salía a subasta como es menester, ¿quién iba a estar interesado en comprar una barca con semejante hipertrofia de motor sino una banda de narcos? No sirve para otra cosa que no sea correr sobre el mar, volar sobre el agua, sirve para que cualquier transporte dure lo menos posible y a la vez ponerse a salvo de una eventual persecución policial. Su consumo de combustible y configuración no es apta para nada más. Quién sabe si para una operación militar de comandos, pero desde luego no para salir a pescar.

Tras el mortal atropello, sobre la semirrígida se produce entonces una sorprendente escena. El acompañante del patrón, el copiloto por definirlo de un modo que permita mejor su identificación, A.C.G., se encara con el temerario timonel. Ambos inician un aparatoso forcejeo que por instantes pasa desapercibido, pues la mayor parte de la atención tras el terrible trance se centra en los gritos del padre del chico, que no deja de repetir algo como “me lo has matado”.

Piloto y copiloto pelean hasta que A.G.C., de un empujón, derriba a su súbito oponente. Con el patrón echado en la cubierta de la embarcación, su acompañante salta por la borda. En el agua, el copiloto suplica al conductor de una moto de agua que se ha acercado a comprobar lo sucedido que lo lleve hasta la orilla. El ahora náufrago lleva agarradas en las manos las llaves de la narcolancha. El patrón, ante la gravedad de la situación, viendo al niño destrozado por los motores de la embarcación que pilotaba, quería huir, pero su compañero se ha opuesto. Por eso peleaba. No quería, por lo visto, como más tarde trascendió, comerse un marrón que no le correspondía. Irse de allí sin haber hecho nada, le dejaba mal ante la justicia. “De aquí no se va nadie –pensó el copiloto–, no voy a cargar con esto”. Y así fue. El juez del caso lo dejó más tarde en libertad sin cargos.

 

El copiloto, pues, en poder de las llaves de la narcolancha, se baja de la moto de agua y cubre los últimos metros antes de salir del agua a nado. En la orilla, le esperan bañistas, quizá con lazos familiares o de amistad con la víctima, que la emprenden con él a palos pese a sus intentos de explicar que no ha sido él, que él se había opuesto a ese condenado juego. Las primeras acometidas de la concurrencia son imposibles de evitar. El horror y la furia han tomado el control. Queda finalmente retenido por el público hasta la llegada de la primera patrulla que, a la postre, lo detendrá en un primer momento por homicidio.

–Te llevamos detenido hasta que se aclaren las cosas.

La barca en la que está M.M.R., el padre del niño recién muerto, llega a la orilla. La embarcación de recreo queda momentáneamente varada. Es una dramática y desgarradora escena. Alguien tapa el cuerpo del crío. Mientras, el desdichado progenitor se culpa a gritos de haber llevado aquella tarde con él a su hijo. Que de otro modo seguiría vivo, grita desesperadamente.

Agentes de la Policía Nacional llegan al lugar indicado por una de las llamadas de socorro y alcanzan a hacer un rápido examen que les permite dibujar un poco los hechos. Enseguida ven al niño en la barca. Comprueban que el daño es irremediable. La narcolancha sigue a varios metros de la orilla como al pairo. El piloto homicida sigue a bordo. Dan aviso al servicio marítimo de la Guardia Civil para que intervenga con una de sus embarcaciones. Con su ayuda, se remolcan ambas barcas hasta unas instalaciones del gigantesco puerto de Algeciras.

P.B.F. queda detenido de inmediato.

El padre del niño acude también al puerto. El juez tiene que levantar el cadáver. En un acto de aguda desesperación, trata de tirarse al mar y ante la imposibilidad intenta autolesionarse en el abdomen con un objeto punzante. Llega a lastimarse, pero la fuerza pública que custodia los trámites judiciales logra que esa suerte de autocastigo nacido del dolor no prospere.



“La muerte de un policía local de La Línea de la Concepción y la muerte del niño de Algeciras cambiaron las cosas. Se produjo un salto mediático, sobre todo televisivo”. Es Paco Mena el que habla, presidente de la Federación de Asociaciones contra la Droga del Campo de Gibraltar. Cuando se refiere al fallecimiento de un policía local en La Línea, lo hace al respecto del trágico episodio que acabó con la vida de Víctor Sánchez, de 46 años, miembro de esa plantilla municipal que fue atropellado durante la persecución a unos motoristas que iban cargados de tabaco de contrabando. Tenía que ser un servicio sin demasiada complicación. Pero a veces las cosas se complican en la calle. Eran las 20.00 horas del 7 de junio del 2017, más o menos un año antes de la trágica muerte del pequeño M. en la playa de Algeciras.

Se produjo una estampida de ciclomotores. Un grupo de una media docena de ellos, cargados cada uno con dos cajas de tabaco, estaban circulando por una zona peatonal a gran velocidad y de forma temeraria. Se trataba de un parque situado muy cerca de la frontera con Gibraltar. A veces, las cajas que se pasan de Gibraltar al lado español lo hacen a través de un boquete abierto en la verja que delimita los lindes de la colonia británica. Se realiza una maniobra rápida y se cargan las motos. El equipo de Víctor Sánchez, en aquel momento jefe de Unidad de Respuesta Inmediata (URI) de la Policía Local de La Línea de la Concepción, se unió a la persecución que habían iniciado patrullas de tráfico. Más allá de la falta administrativa de contrabando, los motoristas estaban cometiendo, por lo menos, un delito contra la seguridad vial.

Sánchez se apeó de su furgón antidisturbios y siguió a pie. Es un procedimiento muy habitual de la URI. Mientras el motorista centra su atención en el vehículo policial grande y aparatoso, un agente caminando embiste al piloto en fuga de forma sorpresiva trabándolo o forzando su caída. Pero esta vez no resultó. Sánchez vio muy cerca la posibilidad de dar con el motorista y cruzó la calle. En ese momento, el furgón antidisturbios iba también tras el ciclomotor. Una décima de segundo. No hubo nada que hacer. El tremendo golpe provocó un fallo multiorgánico irreversible. El contrabandista huyó.

El accidente mortal que afectó al policía local de La Línea provocó uno de los primeros episodios masivos de reacción popular ante la inseguridad que acarrea el trapicheo en este caso en forma de tabaco de contrabando. Esa progresión delictiva no la transita todo el mundo, pero sí es muy habitual que en un determinado momento un contrabandista de tabaco dé el salto a la droga. Cuenta con medios y experiencia que puede aplicar a un negocio ilícito que le va a reportar más beneficios y más riesgos. En muchos casos, los procedimientos no son tan distintos, ni tampoco las rutas. Es sustituir una mercancía por otra. Se trata de un salto que casi nunca tiene vuelta atrás, y de ello no es siempre consciente su protagonista. Hace falta mucho autocontrol para salir del círculo del hachís; de la droga en general.

–Ha habido dos manifestaciones fuertes. Una, tras lo ocurrido en la playa de Getares. También hubo movilización tras la muerte del policía local durante un tema de contrabando. El asunto salió en la tele –explica Javier López Morales, policía nacional destinado en La Línea de la Concepción. Es representante del sindicato SUP.

Esos dos casos trágicos cambiaron la percepción que muchas personas tenían del tráfico de drogas y, en parte, del contrabando. Empezó a observarse que esas actividades ilícitas vienen acompañadas muchas veces de ruina, de muertes y de cárcel que en algunos casos se prolonga por muchos años. La gente empezó a ver la realidad del narcotráfico de otra manera. Ese giro de conciencias coincidió en un momento de mayor descaro de los grupos criminales o quizá fue la consecuencia de ello. El rescate de un miembro del clan de los Castañitas del hospital de La Línea es un ejemplo llamativo. Pero hubo más.

Ese cambio en la opinión pública se hacía necesario, según muchos. Se contemplaba el contrabando de hachís con un alto grado de tolerancia popular. Esa aceptación se antoja en algunos momentos como un mecanismo de defensa ante una realidad que no ofrece otras opciones de ingresos suficientes. Como una evolución inevitable de aquellos que con bajos recursos quieren progresar en la escala social.

No todo el mundo cree en esa especie de fatalismo:

–Existe una percepción muy extendida entre la población de que lo que se hace con el tráfico de drogas no es tan grave. Pero te digo que el que está arriba, en la parte alta de la estructura, sí lo sabe –comenta Paco Mena. El líder comunitario se refiere a los que mueven los hilos de las organizaciones, a los que ocupan la cúspide de la pirámide criminal rodeados de buenos equipos de abogados y de la seguridad de no tener que hacerse al mar o a la descarga en una playa.

Este veterano conocido por la lucha contra la droga está sentado en su despacho en la localidad de San Roque. Hay fotos suyas en la pared. Aparece en ellas con varios años menos. Aparece junto a políticos tanto del PSOE como del Partido Popular, incluidos algunos antiguos ministros. Pero sobresale la foto de Mena con Felipe González. Parte del cabello del activista contra la droga era negro todavía. Ahora luce una cabellera completamente cana. Avisa, cuando ve que la imagen despierta la curiosidad de su interlocutor, que González era ya expresidente cuando se tomó la instantánea.

–Debe restablecerse el principio de autoridad –Mena considera que ha sido quebrado–. Ha surgido una nueva generación de narcotraficantes. Son miembros más impulsivos y con menos sentido común.

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