Sadece Litres-də oxuyun

Kitab fayl olaraq yüklənə bilməz, yalnız mobil tətbiq və ya onlayn olaraq veb saytımızda oxuna bilər.

Kitabı oxu: «Los monfíes de las Alpujarras», səhifə 37

Şrift:

CAPITULO XVI.
Continuan las contrariedades del emir

Al entrar en su cámara parecióle á Yaye que habia quedado solo en el mundo; con su hija se alejaban por una parte su amor, por otra los proyectos que mas habia acariciado: Yaye habia arrojado á Amina al paso del mundo como un hermoso instrumento tentador: habia logrado irritar la locura de que hacia tiempo era víctima el príncipe don Carlos, y valiéndose de su ambicion y de su empeño por Amina, habia logrado lanzarle de lleno en la senda de la rebeldía.

Yaye esperaba con razon, que huyendo el príncipe á Flandes, poniéndose al frente de los flamencos revelados, creándole un partido aun dentro de la misma España, porque nunca faltan ambiciosos que ayuden á los príncipes rebeldes; habia esperado, decimos, que Felipe II, demasiado ocupado en reprimir rebeldías, no pudiese acudir con fuerzas bastantes al reino de Granada, donde, en el momento preciso, debia levantarse por los moriscos el estandarte de su emancipacion. Contaba con sus monfíes, fuertes, acostumbrados al peligro y á la fatiga, y bastante numerosos para poder apoderarse en un dia de la desatendida Granada: una vez dueños de la ciudad, levantado el trono de la Alhambra, desplegado el pendon de Islam sobre las torres de la alcazaba, degollados ó cautivos los cristianos, enteramente reconquistadas las Alpujarras y la Vega, era de esperar que el ambicioso Selim II, sultan del imperio de Oriente, y sus tributarios el rey de Argel, y los reyes de Fez y de Marruecos, se apresurarian á enviar á las costas de las Alpujarras sus galeotas piratas henchidas de taifas de turcos, y de los indomables hijos de las razas bereberes. Habia momentos en que Yaye soñaba que, rey de Granada, avanzaba al frente de un innumerable y feroz ejército, sobre las ciudades de Andalucía, que todo cedia á aquella inundacion de hombres, que salvaba los desfiladeros que separan á Andalucía de Castilla, y que arrojándose sobre esta como una tromba, se llevaba por delante villas y ciudades, hasta ir á poner el estandarte del Profeta en una sola campaña, sobre las torres de la catedral de Toledo.

Y como el que es ambicioso nunca lo es á medias; como el hombre de accion confia mas de lo que debiera en sus propios recursos y en su fuerza de voluntad, Yaye, creyéndose un héroe, como Tarie-ebn-Ziak, ó como Abd-el-Rajman-ebn-Moavia, ó como Almanzor, tendia su soberbia vista á la inmensidad del porvenir, y no creía descabellado, el que, como en tiempos antiguos, volviese á ser España bajo su espada el poderoso califato de Occidente; que tal vez llegaria á conquistar la Europa, y llevar sus banderas vencedoras á Constantinopla, tornándose de este modo en conquistador de los que le hubiesen ayudado, y despues revolver sobre el Africa, sujetarla bajo su mano, y hacer del mediterráneo un lago de su imperio.

La ambicion es una embriaguez, y nada tiene de extraño que el que se embriaga sueñe delirios: y hasta cierto punto no eran delirios los de Yaye: un poco de fortuna para ayudar á su genio, y sus sueños podian realizarse: el pueblo árabe se desarrolló y dominó en una considerable extension del globo bajo el espíritu de la conquista; el Koram la prescribe: Dios, segun los musulmanes, les habia dado la espada para llevar adelante el conocimiento de Dios Altísimo, y Unico sobre todas las tierras de los infieles; el pueblo árabe fue indomable, fuerte, mientras se le condujo al combate, y solo empezó á desmembrarse, á corromperse, á decaer, cuando, halagado por el templado clima de España, trocó sus tiendas de piel de camello en suntuosos alcázares; cuando, en una palabra, se estableció: Yaye lo sabia demasiado: se lo habia enseñado la historia de las generaciones de ocho siglos y Yaye se decia: yo no pararé, yo no reposaré mientras haya tierras que conquistar bajo el sol: si el valiente pueblo árabe ha desaparecido, queda en pié el pueblo moro, resplandece el imperio turco y el Dios Altísimo y Unico se adora en la tercera parte del mundo; el Koram da el supremo poder al vencedor; pues bien, yo venceré porque quiero vencer.

Pero Yaye no habia contado con los acontecimientos, ni se habia conocido á sí propio: una tras otra contrariedad vinieron á demostrarle lo colosal de la empresa que habia embestido; vió que tras largos afanes, sus monfíes estaban en el mismo estado y con la misma fuerza que á la muerte de su padre; que aquella niña, de quien habia pensado hacer uno de los mas poderosos instrumentos de sus proyectos, se habia roto, por decirlo asi, al ponerse en contacto con el mundo, vulgarizándose, como todas las mujeres, por el amor; que si bien habia logrado empeñar por medio de ella al príncipe de Asturias en un camino de perdicion, aquel príncipe era loco, débil, voluntarioso, la persona menos á propósito para poder apoyar en ella de una manera firme una empresa de importancia; comprendió, en fin, que habia cometido crímenes estériles; se sintió humillado delante de sí mismo, con la conciencia manchada, con el porvenir incierto, y por esto cuando entró en su cámara, le pareció que se encontraba solo en el mundo, abandonado del cielo y de la tierra, mientras Satanás le sonreia y le mostraba con un dedo horrible la espantosa página donde estaban consignados sus desaciertos, muchos de los cuales eran horribles crímenes.

Yaye se hallaba en un estado de exaltacion espantoso: sus ojos, escandencidos, dejaban ver una expresion feroz: ardia en ellos la fiebre y la rabia de la impotencia. Las figuras de los tapices flamencos que adornaban la cámara, parecian agitarse, revolverse, cambiar de forma: parecíale que de en medio de un infernal torbellino, salian dos damas, hermosas aun, pero pálidas y con los ojos enrogecidos por un llanto continuo: la una resignada y paciente, la otra iracunda y vengativa; cada una de ellas llevaba de la mano un hermoso mancebo y se le mostraba: Yaye, horrorizado, cerraba los ojos por no verlos, y sin embargo, á través de sus párpados cerrados los veia: cada uno de aquellos mancebos tenia impreso en la frente el estigma de fuego de una ambicion insensata; alrededor de la cabeza de cada uno de aquellos mancebos, habia una señal lívida, inflamada, como la que pudiera haber dejado en ellas el círculo candente de una corona: alrededor del cuello amoratado de aquellos mancebos, habia un dogal: en sus manos un puñal rojo y humeante. Tras aquellos mancebos conducidos por sus madres, marchaba una turba furiosa: mujeres, hombres, niños, ancianos, todos agitaban las cadenas de que iban cargados, todos miraban á Yaye, y todos le decian:

– ¡Tu ambicion nos ha hecho esclavos! ¡por tu ambicion nos vemos hambrientos, desnudos, desesperados, sin padres, sin hijos, sin esposos, lanzados del pueblo que nos vió nacer, vendidos como bestias, robados, degradados!¡has querido ser rey y nos has impulsado pensando en tu ambicion, solo en tu ambicion, á una empresa en que necesariamente debiamos ser vencidos! ¡maldito, maldito, maldito seas!

Yaye veia todo esto en el fondo de su conciencia: un sentido íntimo, ese sentido misterioso, esa prodigiosa intuicion que tenemos en el fondo de nuestro espíritu y que nunca nos engaña, le decia con el severo y horrible acento de la verdad que marchaba hácia un lago de sangre; por eso los objetos, en los cuales se fijaba su vista, tomaban formas, cuerpo, color, vida fantástica; su conciencia le traia su pasado y le presagiaba su porvenir; porvenir horrible, henchido de desgracias y de horrores, entre los cuales debia desvanecerse la última esperanza de los restos vencidos del pueblo moro español.

Yaye queria en vano arrojar de sí el remordimiento y el presentimiento, que le acometian implacables: en vano queria atribuir aquellos pensamientos, aquellas visiones á la perturbacion de su espíritu, causada por el dolor de haber visto á su hija alejarse de él, por necesidad, para encubrir su deshonra, con la frente baja y manchada, con el corazon ardiente y desgarrado. Cuanto mas pugnaba Yaye, por arrojar de sí aquella terrible pesadilla que le combatia despierto, mas y mas se condensaba aquella pesadilla y le acometia y le estrechaba. Hubo un momento en que, de en medio de aquel horrible caos de fantasmas acusadoras, salió una mujer envuelta en un sudario, desmelenada, lívida, anhelante: aquella mujer, á pesar de su horrible estado y de su palidez cadavérica, era muy hermosa; aquella mujer, ó por mejor decir, su recuerdo, hizo lanzar un grito de espanto á Yaye, porque aquella mujer era su esposa, Estrella, la hija de Calpuc.

– ¿Y qué has hecho, qué has hecho de mi hija, gritaba aquel fantasma acusador? ¡Tu desamor me secó las fuentes de la vida, y tu ambicion ha muerto á mi hija, matándola el alma! ¡Yaye-ebn-Al-Hhamar! ¿qué has hecho de mi Esperanza?

– ¡Afuera, afuera, horribles visiones! exclamó Yaye clavándose las uñas en la frente como si hubiera querido arrancarse de ella aquel infierno, ¡afuera! Yo he heredado la venganza de tres generaciones!, yo he bebido mezclada con lágrimas, la sangre de mi padre: yo escucho continuamente, despierto y dormido, en la soledad y en medio del mundo los gemidos de dolor, y siento correr como un rio, las lágrimas de millares de esclavos que todo lo esperan de mí. ¿Qué importa que vosotros hayais caido? ¿que tú, Estrella, hayas sucumbido, esposa abandonada, madre sin hija? ¿qué importa que Amina haya bebido toda la hiel que cabe en su corazon? yo marcho hácia adelante, poderoso y terrible como el huracan, y como el huracan no me detengo ante nada. ¡Mi ambicion! ¡me acusais de ambicioso! ¡y sin embargo, mi ambicion es vuestro poder, vuestra libertad y vuestra gloria, porque yo nada puedo ser sin vosotros!

Y mucha fuerza de voluntad tenia indudablemente Yaye dentro de su alma, porque logró dominar el vértigo, sus ojos perdieron su sangriento color y su expresion de tigre, dominóse, hizo callar la voz de su conciencia y los latidos de su corazon, y su semblante volvió á mostrarse impasible y frio como el de una estátua.

Solo habian quedado en su frente como huellas de la tormenta las señales amoratadas que habian impreso en ella sus dedos.

Sentóse en un sillon, respiró profundamente, como quien descansa de una larga jornada, y su pensamiento, frio ya y calculador, volvió á su eterno objeto; á su lucha contra el rey de España, y contra sus reinos: lucha encerrada hasta entonces en el pensamiento de Yaye, pero que debia algun dia pasar inmensa y aterradora, al terreno de los hechos, al campo de batalla.

Pero parecia que la fatalidad perseguia á Yaye: la fatalidad preñada de sangre y crímenes que le perseguia, y que se le presentó de repente cuando menos lo esperaba, en la persona de Harum-el-Geniz, del valiente wali, su leal secretario; el que durante veinte años le habia servido con una fidelidad á toda prueba; el que poseia todos sus secretos, el que adivinaba todos sus dolores.

Abrió silenciosamente la puerta de la cámara, y adelantó hácia el emir, sacándole de su distraccion con el ruido de sus espuelas de alferez castellano.

Miróle profundamente Yaye, y en la expresion grave y triste de Harum, comprendió que le traia un asunto importante.

– ¿Qué me quieres? le dijo: no recuerdo haberte llamado.

– Hay momentos en que el siervo debe llegar hasta el señor, y decirle aunque descanse entre los brazos de la querida de su alma: levántate y despierta, toma tus armas y prepárate al combate.

Yaye se levantó como si le hubiera despedido del sillon un resorte.

– ¡Al combate! ¿aquí ó allá? ¿en la córte del rey de las Españas ó entre las breñas de las Alpujarras?

– No, no, poderoso señor; no son las armas que brillan entre la polvareda del combate las que debes tomar, sino las armas que matan en silencio y de una manera segura: las armas de la venganza. No vas á luchar contra un rey poderoso, ni contra un ejército valiente, sino contra una cortesana y un bandido.

– ¡Angiolina! ¡Laurenti! exclamó el emir. ¿Y de qué modo? ¿cómo me provocan esos dos miserables?..

– Anoche, ya tarde, un hombre que ha conocido á Farrix, á Abdelhamar, y á otros de los nuestros, que viven encubiertos en Madrid con nombre y trage de soldados de la compañia de ginetes de don Luis Moncada, se presentó á ellos en su casa de la Cava Baja, y pidió á Farrix que, con algunos de sus camaradas y por algun oro que les ofrecia, le acompañasen para una aventura. El oro dado por ese hombre está aquí:

Y Harum arrojó sobre la mesa del emir algunos doblones de á ocho.

– ¡Y bien! ¿tenemos algo que ver en esa aventura?

– ¡Oh! exclamó Harum con acento de amenaza.

– Acaba de una vez Harum, exclamó impaciente el emir.

– El desconocido, continuó Harum, llevó á Farrix y á otros tres á una casa en la cual entraron por el postigo de un huerto.

– ¿Y qué casa era aquella?

– Farrix me ha llevado hasta el postigo, y he reconocido por él, que la casa donde entraron, era la de la princesa Angiolina Visconti.

– ¡Ah! exclamó profundamente el emir ¿Y qué iban á hacer allí?

– De la casa sacaron una silla de manos y fueron con ella á la calleja á donde da el postigo de tu palacio, poderoso señor. De uno de los extremos de aquella calle recogieron un hombre herido, le metieron en la silla de manos y le condujeron á casa de la princesa, en la que entraron por el mismo postigo.

– ¿Y qué tenemos que ver nosotros con eso?

– Es que hay mas, magnífico señor: mientras el desconocido con dos de los nuestros conducian al herido á casa de la princesa, otros dos, Farrix y Abdelamar, quedaron en un soportal frente al postigo de tu palacio, ocultos en la sombra y con encargo de observar cuanto sucediese. Poco despues volvió el desconocido con los otros dos monfíes, y se ocultó bajo el mismo soportal. Segun me habia dicho Farrix, habia luz en tu casa en un mirador, y aquel mirador, era, á no dudarlo, del aposento de la sultana Amina.

– Nada tiene de extraño que la sultana velase, preparando su partida.

– Es que hay mas que eso: antes del amanecer salió un hombre por el postigo, y despues se abrió uno de los balcones de los aposentos de la sultana, y por él se descolgó otro hombre á la calle.

Irradiaron una mirada incalificable por lo feroz, los ojos de Yaye.

– Farrix y sus compañeros mienten, exclamó.

– Si han mentido, mancillando el honor de la sultana, dijo Harum cuya mirada no se alteró, deben morir.

– ¡Que mueran! ¿lo entiendes? que mueran y que mueran al momento, exclamó con voz cavernosa el emir. Pero… sigue, sigue relatando la impostura de esos miserables.

– Farrix asegura que cuando aquel hombre estuvo en la calle, una mujer vestida de blanco habló algunas palabras amorosas con el que habia descendido, y le arrojó un papel.

– ¡Oh, miserables! y si era verdad ese dicho, ¿por qué no aseguraron á aquel hombre? ¿por qué no se apoderaron de aquel papel?

– Cabalmente, segun dice Farrix, esta era la intencion del que los habia conducido hasta allí, pero añade tambien, que aquel hombre era tan valiente y tan diestro que se les escapó.

– ¿Y no aconteció mas?

– No señor. Los cuatro monfíes se despidieron del hombre que los habia buscado, y que les encargó el secreto, y Farrix vino á avisarme.

– Paréceme que tú has creido esa impostura, Harum, dijo el emir fijando en su confidente una mirada intensa.

– Hace tanto tiempo señor que te persigue la desgracia…

– Pero la desgracia ha respetado hasta ahora mi honra, Harum. No adivino la causa; pero deben haber comprado á esos miserables para que me hieran en lo mas profundo de mi alma… en mi hija… acaso la princesa… pues bien… es necesario que esos cuatro hombres no hablen.

– No hablarán, señor.

– Pero es necesario evitar escándalos. Envíalos á las Alpujarras, y avisa para que cuando lleguen…

– Muy bien, señor.

Quedó profundamente pensativo Yaye durante algunos segundos.

– Creo que la princesa Angiolina se vale para todos sus asuntos, de una especie de bandido romano.

– Si señor.

– Cuando te envié á Roma hace dos meses para que averiguases quién era esa princesa, me trajiste una relacion escrita.

– Esa relacion debe estar en tu poder, señor.

– Bien: bien: es necesario que hagas venir al momento á ese hombre que sirve á la princesa. ¿Cómo se llama?

– Andrea Bempo.

– Pues bien, procura que ese hombre venga al instante.

– Muy bien, señor.

– Vete. Y al momento, al momento, esos cuatro monfíes a las Alpujarras y un correo á caballo que les preceda.

Harum se inclinó y salió.

El emir permaneció algún tiempo como anonadado. Despues hizo un poderoso esfuerzo para salir de su atonía, se levantó en fin de la mesa, y escribió lo siguiente con mano firme:

«Señor marqués de la Guardia: os suplico que hoy mismo vengais á verme: espero que atendereis mi suplica, y no me hareis dudar, negándoos, del afecto que creo inspiraros. – El duque de la Jarilla.»

Yaye cerró esta carta y la entregó á un lacayo para que la llevase á su destino.

Dos horas despues la carta le fue devuelta cerrada, tal como la habia enviado, dentro de otra de don César de Arévalo que contenia estas solas palabras:

«Señor duque: el loco de mi sobrino no parece en ninguna parte desde ayer, y como vuestra carta para él puede ser importante, os la devuelvo temiendo que se extravíe. Vuestro mas afecto criado. – Don César de Arévalo.»

El duque arrugó en un momento de cólera aquella carta.

Luego envió cuatro ó seis de sus lacayos á que buscasen por todo Madrid al marquesito.

A las diez del dia el duque oyó pronunciar con asombro á la puerta de su cámara á uno de sus sirvientes el nombre del señor príncipe Lorenzini Maffei que venia á visitarle.

Yaye mandó que le introdujesen en su salon de recibo.

CAPITULO XVII.
Quien era el príncipe Lorenzini Maffei

Antes de entrar en la cámara donde le esperaba su visitante, Yaye le observó detenidamente tras las vidrieras de una puerta.

Vió un hombre como de cincuenta años, un tanto encorvado, mas bien como por el exceso de una vida estragada, que por los años, que no eran excesivos: tenia el pelo entrecano, y un tanto largo y rizado según la moda de los nobles italianos: llevaba por autoridad una cadena de oro al cuello, y al costado una ligera espada de córte.

Este hombre se paseaba meditabundo á lo largo de la camara, con las manos juntas á su espalda y sosteniendo en ellas una gorra de terciopelo.

Durante algunos minutos Yaye le contempló con una mirada intensa, lúcida, dibujóse en sus labios una sonrisa de desprecio, y luego componiendo su semblante y adoptando la expresion mas impenetrable, abrió la vidriera y entró en la cámara.

Volvióse al saludo el príncipe, saludó profundamente á Yaye, y le dijo con un perfecto acento italiano, aunque en buen español:

– Os suplico, señor duque, me perdoneis si me he tomado la libertad de venir á vuestra casa, cuando ningun antecedente media entre nosotros: apenas si nos conocemos de nombre.

Yaye señaló un sillon al príncipe, que se sentó, acercó otro en el que se sentó á su vez, y prestó al príncipe una de esas atenciones que interrogan.

El príncipe no se alteró en lo mas mínimo por el silencio del duque, que era hasta cierto punto grosero, y añadió:

– Esta mañana uno de vuestros criados ha dejado en la casa de mi esposa, es decir: en mi casa, un recado vuestro para cierto Andrea Bempo. Como en mi casa no se conoce á tal sugeto; como su nombre es italiano y poco ilustre por cierto; como, ademas, al volver de Italia he encontrado en mi casa ciertas singularidades…

– ¿Singularidades habeis encontrado en vuestra casa, señor príncipe? dijo acentuando fuertemente sus palabras Yaye.

– ¡Oh! ¡si! llegué á Madrid anoche muy tarde, y como no me gusta incomodar á nadie ni aun en mi misma casa, me quedé en una de las posadas; pero apenas amaneció, me trasladé á mi casa… solo… me gustan las sorpresas… porque amo entrañablemente á mi esposa… que como sabreis sin duda…

– Es una de las damas mas hermosas, mas nobles y mas discretas que viven en la còrte de España.

– ¡Oh, gracias! comprendereis, pues, que yo ame á mi esposa.

– ¡Oh! lo comprendo demasiado, dijo Yaye con acento frio. Como que yo tambien, por mas que no se lo haya dicho, la amo… ¡oh! perdonad, pero vuestra esposa, príncipe, es muy peligrosa.

– ¡Ah! ¡si! dijo con una perfecta impertinencia Lorenzini; mi esposa tiene por destino el estar siempre rodeada de adoradores… lo que me llena de orgullo, os lo aseguro; ¿pero qué deciamos?

– Deciais que os agrada sorprender á la vuelta de vuestros viajes á vuestra esposa.

– ¡Ah, si! por lo tanto siempre cuido de proveerme, á hurto, como si se tratara de un ladron, de una llave de cierto postigo. Segun mi costumbre, tomé el camino de mi casa, entré en ella furtivamente; adelanté por una y otra habitacion de un piso bajo, y en una de ellas ¿qué creeis que encontré?

– Una singularidad de esas á que se exponen los maridos que gustan de sorprender á sus mujeres.

– En efecto, encontré una singularidad de bulto: un hombre herido en un lecho, según supe despues, y á mi esposa, bellamente ataviada, sentada junto á la cabecera de aquel lecho, y durmiendo sobre la almohada.

– ¡Ah, ah!

– ¿Y qué creereis que hice yo?

– Indudablemente os fuisteis de puntillas para no ser sentido.

– De ningun modo, desperté á mi esposa.

– Y vuestra esposa…

– Se arrojó en mis brazos como de costumbre, delirante de alegría y me colmó de caricias. Mi esposa me ama con toda su alma, pero es demasiado caritativa, y esta era la causa de la singularidad, que al principio no comprendí, pero que despues me fue explicada de la manera mas natural. Mi esposa habia encontrado á aquel hombre, al célebre comediante Andrés Cisneros, en una palabra, herido gravemente en una calle á que da vuestra casa, y le habia recogido. Esto es todo. Como despues se ha buscado en mi casa á ese Andrea Bempo, á quien no conozco; como el señor Andrés Cisneros ha sido herido cerca de vuestra casa; como estos dos sucesos podian tener relacion entre sí, me presento á vos, para serviros á fuer de hidalgo en lo que hubiereis menester.

Yaye cruzó una pierna sobre la otra, se echó atrás sobre el respaldo del sillon, y apoyando en sus brazos los codos y cruzando las manos dijo al príncipe con una sonrisa fria:

– Vuestra esposa os engaña.

Habia en Yaye una decidida intencion de provocar al príncipe.

– ¡Bah! dijo este. Estoy seguro, enteramente seguro de que no.

– Os ha engañado al casarse con vos.

– ¡Bah! os afirmo que el engañado sois vos.

– Os entregó una mano deshonrada por la desgracia y por la miseria, es verdad, pero al fin deshonrada.

– ¡Bah! no conoceis la historia de Angiolina… de Angiolina á la que yo saqué de un convento para hacerla mi esposa.

– Pues ved ahí; Angiolina Visconti se jacta con sus amantes, ó por mejor decir, con su único amante, de que si bien sois su esposo, no habeis sido nunca su marido.

– ¡Ah! eso lo digo yo por todas partes; yo he preferido la ansiedad del deseo que no se satisface, al hastío del deseo satisfecho… y luego… ser esposo de una mujer jóven, de brillante hermosura y vírgen…

– ¡Vírgen! exclamó profundamente Yaye.

– Yo gozo con lo extraordinario. Mi vida toda es una cadena de sucesos extraordinarios.

– Demasiado extraordinarios, príncipe.

– Es que vos no sabeis mi historia.

– Acaso, acaso. Acaso tambien sepa la de la princesa.

– La historia de mi esposa es muy sencilla. Una vida de diez y seis años en un convento. Despues diez años de matrimonio puro, sencillo, casto, de un matrimonio, como de seguro no ha habido, ni hay, ni habrá dos en el mundo.

– Sin embargo, hablais de las caricias de vuestra… mujer.

– Caricias de hermano y hermana. Un abrazo, un beso en la frente, hé aquí todo.

– Con que ¿segun eso, no conoceis la historia de vuestra esposa?

– Sé la verdadera, pero ignoro la que puedan atribuirla.

– Pues os voy á contar esa historia, verdadera ó falsa, y despues os contaré… la vuestra dia por dia, hora por hora.

– Os escucho, y si la historia es ingeniosa, os agradeceré el cuento… pero os pediré tambien que me reveleis el nombre de quien la ha inventado.

– Os lo diré antes, porque no me gustan las historias en cuya primera hoja no va el nombre del autor. Muchas veces por el nombre del autor se juzga de la historia, y si este nombre es bueno poco importa que la historia sea mala. El autor de las dos que voy á referiros, es el mejor autor de historias que conozco, porque su autor es Dios.

– ¡Ah, Dios!

– Dios, ó lo que es lo mismo, la fatalidad.

– Pues empezad y juzguemos del ingenio de Dios.

– Permitidme: todas las historias tienen un prólogo.

– ¡Ah! y esta…

– Lo tiene tambien. Este prólogo se refiere á la causa de que hayan venido á mis manos esas dos historias; la causa, ya os la he indicado: es el amor, el deseo, el empeño que me inspira vuestra esposa, ó por mejor decir, que me inspiraba cuando yo tenia dudas acerca de su procedencia.

– ¿Dudas? todo el mundo sabe que es mi esposa.

– Pero nadie conocia al tal esposo. Creo que yo soy el primero que tiene la dicha de conoceros.

El príncipe se inclinó.

– Por lo mismo, dudando de si seria soltera, casada ó viuda, envié hace dos meses á Roma un sugeto muy á propósito para desenterrar historias, y provisto de oro suficiente para ello. Ese sugeto me ha traido las dos historias que vienen á ser una misma. He concluido mi prólogo y empiezo…

– Os escucho.

– ¡Ah! dijo el duque, me olvidaba del título: llámase, pues, la que voy á referiros, «Historia de una venganza infame.»

Despues de estas palabras Yaye cerró los ojos como para concentrar y ordenar sus recuerdos, y el príncipe se colocó en la actitud de la mas perfecta atencion.

Yaye empezó, al fin, de esta manera:

– Nuestra historia principia en la cabeza del orbe católico, en Roma, en el verano de 1537, es decir, hace diez años.

Por aquel tiempo habia en Roma dos personas notables.

La una era un famoso bandido de la campiña á quien nadie conocia mas que por su terrible nombre: aquel nombre era Laurenti.

La otra era una dama veneciana de diez y seis años á quien conocia todo el mundo, mas que por el alto empleo que su padre desempeñaba en la córte pontificia, por su peregrina, por su maravillosa hermosura.

Esta dama se llamaba Angiolina Visconti.

Su padre, Paolo Visconti, miembro de la poderosa familia de este título, se habia visto obligado á huir de la justicia de la república de Venecia, á causa de haberse visto envuelto en cierta conspiracion de nobles contra el Estado.

Paolo Visconti habia logrado ponerse á salvo con una hija única, con Angiolina, de los esbirros de la serenísima república, pero no logró poner del mismo modo á salvo sus bienes que fueron confiscados.

Aportó á Roma, pobre pero provisto del interés que inspira todo hombre que ha luchado por la libertad de su patria, que ha sido vencido, y que vuelve las espaldas á sus hogares para no volver mas á ellos.

Aumentaba este interés la belleza y la inocencia de Angiolina, pobre desterrada en la adolescencia, que se veia envuelta en las desgracias de su padre.

Acogiósele bien por la nobleza romana, y especialmente por el papa, y con tanta mayor deferencia por este, como que Visconti era perseguido por una república con la cual no se encontraba en la mejor armonía la silla pontificia. A fin, pues, de que Paolo Visconti pudiera vivir en Roma, sino de una manera opulenta, conveniente á su clase, le concedió el papa un alto oficio militar bajo sus banderas.

Nombróle, pues, coronel de su guardia suiza.

Entre otras ventajas, que á mas de su pingüe sueldo y de su representacion, gozaba el coronel de los suizos, eran no pequeñas, el vivir en un pequeño y bello palacio del papa junto al Coliseo y el uso de carroza y servidumbre, pagados por el tesoro pontificio.

Asi, pues, Paolo Visconti podia sostener á su hija en la posicion de una ilustre dama.

Visconti, que se habia casado muy jóven y muy jóven habia enviudado, era por los años de 1537 un hermoso caballero de treinta y cuatro años, galante como veneciano, altivo por su alcurnia y espléndido, cuanto se lo permitía su sueldo.

Los dados y los naipes habian sido con él sumamente propicios, y habia ganado enormes sumas, indemnizándose casi por este medio, de lo que le habia quitado su amor por las libertades patrias.

Asi es, que se contaba mas de una escandalosa aventura de amores, en que el coronel Paolo Vizconti habia sido el galan afortunado, y no habia marido, padre ó hermano que no le temiesen, si tenian hijas, esposas ó hermanas bellas; sin embargo, Vizconti logró salir sano y salvo de una y otra aventura arriesgada, á lo que contribuyó no poco su fama de valiente y de diestro en armas. Esto, acreciendo su soberbia, le impulsó á nuevas y cada dia mas arriesgadas empresas amatorias, hasta que, cansada la suerte de protegerle, le metió en una que debia decidir, no solo de su suerte, sino tambien de la de su hija.

Cerca del palacio que habitaba Visconti, entre este, y el Coliseo, en una linda casita de un solo piso, vivia una jóven llamada Fioreta, al solo cuidado de una anciana. Servíalas una vieja criada, y nunca se habia visto entrar en aquella casa un hombre, ni acompañarlas jamás nadie en sus breves salidas desde su casa á una iglesia próxima. Sin embargo, Fioreta, que vestia como una dama de la alta nobleza romana, era tan hermosa, tan cándida y tan jóven, que muchos nobles solicitaron sus favores, sin faltar algun miembro del sacro colegio que no hubiera vacilado en comprometer su alma, si le hubiesen mirado con amor los negros ojos de Fioreta.

Pero esta se mostraba inaccesible á los seguimientos, á las rondaduras y las músicas de sus numerosos adoradores, y habia logrado adquirir una fama de insensible, de inespugnable, que el mundo galanteador la impuso el nombre de la mujer fuerte.

Llegó esto á oidos de Visconti, del hombre irresistible, del corruptor, por decirlo asi, de Roma, y deseó conocer á la tan ponderada y rigorosa hermosura. Eran vecinos, y esto no le fue difícil. Púsose al paso de Fioreta, engalanado con su ostentoso uniforme de coronel de los suizos; la vió, se enamoró perdidamente, la siguió á la iglesia; se puso continuamente á su paso, y no tardó en conocer, que la para todos desdeñosa hermosura, era para él camino llano y abierto. Fioreta se habia enamorado de Visconti, con un amor tan puro, tan intenso, tan sublime, como era sensual y miserablemente ardoroso el de Vizconti.

Yaş həddi:
12+
Litresdə buraxılış tarixi:
28 sentyabr 2017
Həcm:
1330 səh. 1 illustrasiya
Müəllif hüququ sahibi:
Public Domain

Bu kitabla oxuyurlar