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Kitabı oxu: «Los monfíes de las Alpujarras», səhifə 76

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CAPITULO XLIX.
En que se cuenta lo que pasó en las cuevas del castillo de Vérchul

Cuando Angiolina, segun hemos dicho, se encontró después de franquear la puerta de hierro, en las escaleras de las cuevas, se deslizó rápidamente por ellas y al llegar á su fin encontró un callejón y al comedio de él, á la izquierda, otra puerta de hierro cerrada simplemente con un cerrojo.

Angiolina abrió aquella puerta: la luz de la lámpara dejó ver un espacio pequeño, en el cual habia un lecho y algunos muebles, y en el lecho una mujer dormida, pero vestida y cuidadosamente cubierta.

– ¡Ella es! exclamó estremeciéndose de zelos y de dolor Angiolina.

Y acercó la luz de la lámpara al semblante de Esperanza, que Esperanza era en efecto.

– ¡Oh! y está mas hermosa, mas hermosa que nunca; con su semblante pálido y flaco. ¡Oh! ¡Dios mio! ¿y voy yo á arrojar á esta mujer entre los brazos del hombre á quien amo?

Angiolina se detuvo.

– Pero primero es él: no le llevo una rival odiosa, le llevo su vida. ¿Haria esta mujer lo mismo que yo hago? ¡Oh! si lo haria porque le ama, y una mujer cuando ama lo sacrifica todo, hasta su alma á su amor.

Detúvose de nuevo Angiolina.

– Y es necesario despertarla: es necesario salvarla: aprovecharé el tiempo: ¡si Aben-Aboo despertara…! es preciso, preciso, debo tratarla con dulzura… es necesario apurar de una manera completa el sacrificio. Todo por él, Dios mio, todo por él.

Y moviendo dulcemente á la jóven, dijo:

– Despertad, doña Esperanza.

Amina abrió los ojos, los cerró deslumbrada por la luz, se incorporó en el lecho y dijo con la voz soñolienta aun, pero dulce y resignada.

– ¿Quién sois?

– Miradme, y escusadme de pronunciar mi nombre, dijo Angiolina.

– ¡Ah! ¡la princesa! ¡la comedianta! exclamó Amina reconociéndola por la voz.

– ¡La infeliz! dijo Angiolina con acento conmovido.

– ¡La infeliz! repuso con sarcasmo Amina. ¿Qué buscais aquí?

– Os busco á vos… y soy muy feliz en encontraros.

– ¡Que me buscais! ¿y para qué? dijo Amina.

– Para llevar con vos la vida á vuestro esposo.

– ¿Pues qué? ¡mi esposo!

– Está enfermo y loco.

– ¡Enfermo y loco! exclamó aterrada Amina.

– Si, y si vos no le volveis la salud y la razón, solo Dios podrá volvérselas.

– Pero… yo no puedo creeros, vos sois mi enemiga, vos me aborreceis; yo os aborrezco…

– ¿Y qué importa nuestro mutuo aborrecimiento cuando se trata de su vida y de su felicidad? El os ama, vos lo sois para él todo, y yo… yo que le amo quiero que sea feliz.

– No, vos no le amais tanto, dijo con un concentrado acento de zelos Amina.

– ¡Que no le amo! ¡que no le amo! ¡os digo yo acaso que no sereis capaz del mas horrible de los sacrificios por él…! Casi soy capaz de amaros, de llamaros mi hermana, por el amor que él os tiene.

– ¿No me engañais? dijo Amina, asiendo bruscamente las manos de la veneciana, y mirándola frente á frente.

– ¿Y para qué he de engañaros? ¿Acaso tengo yo alguna esperanza de que pueda amarme don Juan? ¡que sea él feliz al menos, ya que no puedo serlo yo! sed tambien vos feliz con él, señora, y acordaos alguna vez de mí: acordaos de que me le debeis…

Angiolina se echó á llorar. Amina se desarmó, se conmovió, confió en su enemiga y no supo que decirla.

La veneciana se secó las lágrimas, y dijo á Amina:

– Ya sabeis el objeto que me ha traido aquí: seguidme: aprovechemos el tiempo y no hablemos mas porque nuestra conversacion seria muy dolorosa.

– Una palabra no mas: despues de lo que haceis yo no puedo aborreceros: ¿aborrecereis vos á quien os tiende su mano?

– Perdonad, señora, pero nuestra situacion es enteramente distinta: ved que necesito mucho valor para hacer lo que hago y que ese valor me podria faltar. No hablemos ni una palabra mas acerca de ese asunto. Os lo suplico, os lo ruego. Pero seguidme, seguidme, porque los momentos son preciosos.

Y se dirigió decididamente á la puerta de aquella especie de mazmorra.

Amina la siguió en silencio.

Pero una vez fuera de aquel recinto, despues de haber recorrido la citada mina en que se encontraban, se perdieron en un laberinto de minas, enmarañado, oscuro, que al parecer no tenia salida.

Y pasaba el tiempo.

De repente se oyeron golpes terribles que retumbaban huecos en el subterráneo, y se repetian, cada vez mas fuertes, cada vez mas numerosos.

Era Alí que forzaba con una hacha la puerta de hierro de la escalera que conducia á las cuevas.

Angiolina lo comprendió.

– ¡Ah! dijo, somos perdidas: Aben-Aboo ha vuelto en sí, aunque no puedo explicármelo, de su embriaguez; sin duda ha notado la falta de la llave y fuerza la puerta para perseguirnos; ya no suenan los golpes, lo que quiere decir que la puerta ha sido forzada, pero suenan pisadas sordas, ¡Oh! Dios mio, ¿y qué hacer?

– Seguid, seguid, dijo Amina: me parece que siento en el rostro el viento fresco del campo, el viento puro de la madrugada.

Como para confirmar el dicho de Amina, una ráfaga apagó la luz de la lámpara, y allá al fondo de la mina se vió una leve claridad.

– Seguid, seguid, dijo Amina.

Las dos jóvenes siguieron, pero de repente y á los pocos pasos tropezaron con una puerta: sobre aquella puerta una reja circular dejaba penetrar la primera luz del alba.

– ¡Una puerta y cerrada! gritó con desesperacion Angiolina.

– Y se escuchan cerca pisadas rápidas, pisadas de hombre, repuso Amina con angustia.

– Si la llave con que he abierto la puerta de arriba sirviese para este postigo… dijo la veneciana.

Y probó y lanzó un grito de alegría: cedió la cerradura y la puerta se abrió.

Las dos jóvenes se encontraron en el repecho de una colina.

– ¡Oh! ¡amanece! somos perdidas: y esta puerta no puede cerrarse por fuera…

Y mientras Angiolina reconocia la puerta, abrióse esta impulsada por una fuerza ruda, y apareció un hombre que la miró con ansia á la débil luz del alba.

– ¡Ah! no sois vos, gritó: es esta… esta, sí…

Y asió á Amina, y partió con ella á la carrera, llevándola sobre sus hombros.

Angiolina los siguió algún tiempo sin perderlos de vista: pero el esclavo era vigoroso, habia ganado una delantera inmensa á Angiolina, y esta los perdió en la revuelta de un barranco.

Y sin embargo, siguió á la ventura, sin saber si acertaba ó no, aterrada, herida en el corazon, porque lo que la habia arrebatado el esclavo, era la vida del marqués.

Y el dia esclarecia mas y mas, y empezaban á verse sobre las colinas al Oriente las primeras ráfagas rojas de la salida del sol.

De repente Angiolina, oyó un ronco estruendo de trompetas y atabales muy cerca, y se volvió hácia donde sonaba aquel estruendo.

Al volver un repecho, se encontró de repente delante de una taifa de monfíes que se ponia en movimiento obedeciendo el toque de llamada.

Al reparar en ellos Angiolina en vez de huir, se precipitó hácia los que estaban mas cerca y que al ver una mujer hermosa y jóven, se detuvieron.

– ¿Sois monfíes? preguntó con afan Angiolina.

– Sí, monfíes somos, la contestaron. ¿Y tú eres morisca?

– Sí. ¿Está con vosotros Harum-el-Geniz?

– Sí. ¿Es tu pariente?

– Sí. ¿Dónde está?

– En aquella loma, en la rambla.

Angiolina corrió, llegó y habló.

Ya lo hemos dicho.

Continuemos ahora el anterior capítulo que interrumpimos.

Corria el marqués á la ventura como sostenido por la mano de Dios; le seguian Angiolina, Harum y algunos monfíes: los otros flanqueaban la montaña.

– ¡Guarda! ¡guarda! ¡allá va por Gebel-el-Rabah! ¡guarda! ¡á él! ¡á él! ¡á él!

En efecto, los monfíes delanteros habian descubierto á Alí, que al verlos, se volvió, se detuvo un momento, y lanzó una mirada terrible á los que le perseguian.

De repente el marqués de la Guardia torció un repecho, y Alí le vió, y tras él nuevas gentes cuando menos lo esperaba.

El marqués lanzó un grito de triunfo y desnudó su espada.

Pero apenas la habia desnudado, cuando lanzó otro grito horrible de dolor, y cayó en tierra.

Habia recibido en el pecho un ballestazo disparado por Alí, que asió inmediatamente á Amina, y se dió á correr por una rambla abajo en direccion á una roca tajada.

La intencion de Alí era manifiesta: no pudiendo salvarse, porque le perseguian por derecho y le flanqueaban, concibió el terrible proyecto de arrojarse con Amina, antes que entregarla, por aquella cortadura.

Al ver caer al marqués, al adivinar la terrible resolucion de Alí, Harum se cubrió de un sudor frio, y arrancando á uno de los monfíes que llevaba al lado su ballesta armada, exclamó deteniéndose:

– Es aventurado: es terrible: pero es preciso.

Y encarándose la ballesta, apuntó con lentitud y disparó.

El venablo partió silbando, y fué á clavarse en el cráneo de Alí, que rodó por tierra con Amina.

Amina estaba desmayada. Harum, que ignoraba si el marqués habia sido herido de muerte ó no cuando se alejaron, volvió al sitio donde estaba el marqués.

Angiolina le miraba sentada en el suelo, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, y de tiempo en tiempo soltaba una carcajada.

¡Se habia vuelto loca!

Harum la hizo apartar de allí, recogió al marqués que solo estaba herido levemente, y se alejó con sus monfíes, dejando abandonado á Alí, que habia muerto mártir de su fidelidad á su señor.

Tres dias despues, repicaban todas las campanas de Granada.

Este repique general era en albricias de que se habia acabado la guerra de las Alpujarras.

La prueba de que la guerra se habia acabado, adelantaba por el camino de Armilla, cerca ya del puente de Genil, en direccion á la puerta del Rastro.

Veamos en qué consistia esta prueba.

Gran multitud de gentes estaban á los lados del camino; hasta en los árboles habia espectadores; detrás de una inmensa muchedumbre de gentes de todas clases, edades y sexos, que servian, por decirlo asi, de flanqueadores, venia Leonardo de Rotulo, alcaide del presidio de Cádiar, con su medio arnés de ginete, su banda de capitan, y caballero en su rocin. A la izquierda del alcaide iba Francisco de Barredo, vestido á la castellana, con una gorra de belludo, una loba de camelote y unas calzas de grana atacadas y botas altas, á caballo tambien y sin armas: á la derecha, igualmente caballero en un magnífico caballo andaluz, rodado con arneses de guerra, iba Harum-el-Geniz, con el ostentoso traje de walí de los walíes de los monfíes, y llevando en las manos el alfange y la escopeta de Aben-Aboo.

Detrás iba el cadáver de Aben-Aboo sobre un mulo, entablillado el cuerpo bajo los vestidos, para que pudiese tenerse derecho como si cabalgara vivo, y á los dos lados una taifa de monfíes con las ballestas al hombro, y llevando ya, en señal de vasallaje, y como soldados del rey, las armas reales de España sobre los pechos.

Luego seguian los moros que se habian acogido al perdon, á pié y á caballo, con sus bagajes y sus mujeres y familias: los que llevaban ballestas, quitadas las cuerdas: los que arcabuces y escopeta, las llaves: á los lados, llevando á los moriscos entre filas, iba la cuadrilla de infantería del capitan Luis de Arroyo, y en la retaguardia, cerrando la marcha, con un estandarte de caballos, Gerónimo de Oviedo, comisario de la gente de guerra de los presidios de las Alpujarras.

Entraron en el órden que hemos marcado por la puerta del Rastro de la ciudad, haciendo salva los arcabuceros, contestando la artillería de la Alhambra, y entre los repiques de campanas y la alegría de los de Granada, que se consideraban salvos con haberse acabado la guerra.

Llegaron hasta el palacio de la Chancillería, donde los recibió el duque de Arcos, el presidente don Pedro de Deza y los demás del consejo, y los caballeros y vecinos principales de Granada.

Leonardo Rotulo, Harum-el-Geniz, y Francisco Barredo, subieron á la cámara donde el consejo estaba, y Harum entregó al presidente el alfange y la escopeta de Aben-Aboo, y besándole las manos en representación del rey, le rindió justo homenaje á nombre de los moriscos de las Alpujarras.

Dijéronle los del consejo muchas lisonjeras palabras, hiciéronle muchas preguntas á que Harum contestó con dignidad, y luego, asegurando á los moriscos perdonados el cumplimiento de lo que se les habia ofrecido, mandaron arrastrar y hacer cuartos el cadáver de Aben-Aboo, y poner su cabeza en una jaula de hierro sobre el arco de la puerta del Rastro, que sale al camino de las Alpujarras.

– Oid, hermanos, decia poco despues escondido entre las breñas de las Alpujarras Harum á sus monfíes: todo se ha perdido: alentar nuevas esperanzas, seria una locura. Nos faltó nuestro emir, y nos faltó todo. Le hemos vengado: las cabezas de los dos asesinos están la una junto á la otra en dos jaulas de hierro, sobre una puerta del muro de Granada. Los de Africa y los de Turquía no nos socorreran. Yo os aconsejaria que mas bien que quedaros aquí, pasáseis á Africa, y sirviéseis al dey de Argel ó al rey de Marruecos. Quédese aquí quien quiera, pero hará mal: los buenos tiempos en que los monfíes podian hacerse respetar han pasado, y lentamente irian dando en las manos de los cuadrilleros, y de ellas en la horca. Dios lo ha querido asi, hijos mios. Voy á daros en nombre de nuestro desgraciado señor el último oro: despues yo, consagrándome á la sultana Amina, salgo de España. Esta es la última vez que nos vemos, valientes, y al decíroslo se me escapan las lágrimas. ¡Dios lo ha querido! ¡Cúmplase su voluntad!

Los monfíes se arremolinaron y todos, unos despues de otros, vinieron á rendir su último homenaje á su primer walí.

Harum dió á cada uno parte del oro que contenia un enorme cofre de hierro, abrazó á los capitanes, les dió sus últimos consejos, y montó á caballo y se separó de ellos.

Al trasmontar la cumbre de una loma, revolvió su caballo, y miró por última vez á aquellos brabíos soldados con quienes habia pasado la mayor parte de su vida: extendió los brazos hacia ellos y dijo, llorando como un niño, aunque por la distancia no le podian oir.

– ¡Ah! ¡no creia yo que habia de llegar un dia en que me separara de vosotros para no volveros á ver, mis valientes monfíes, hermanos mios!

Y los monfíes, cuyos rostros estaban vueltos hácia él, como si le hubieran comprendido, agitaron sus tocas en señal de despedida, y el eco hizo retumbar un gemido inmenso, el gemido de diez mil bocas, en las montañas circunvecinas.

En aquel momento se ponia el sol.

Harum revolvió desesperado su caballo y le lanzó á toda carrera por el camino de Cádiar exclamando:

– ¡Estaba escrito!

EPILOGO

I

Pasaron tres meses.

Al cabo de ellos, en una hermosa mañana de julio, salieron por la puerta de la Mar de Almería, un caballero anciano, otro jóven, pero pálido y hermoso, y al parecer debil, que se apoyaba en el brazo de una dama hermosísima, que le miraba á cada paso con suma solicitud.

Al lado de estos dos jóvenes iba una doncella que llevaba en brazos una niña como de dos á tres años, tan hermosa como la dama.

Por último, detrás iba una numerosa servidumbre.

Nos parece inútil decir que aquellas personas eran Calpuc, el marqués de la Guardia, ó mejor dicho, el duque de la Jarilla, su esposa la noble y hermosa duquesa doña Esperanza de Cárdenas y su pequeña hija.

Llegaron á la ribera, entraron en una lancha y se dirigieron en ella á una enorme galera de dos bandas surta en el puerto.

Cuando saltaron á bordo, se quedaron mirando con inquietud á la playa.

– ¿En qué consistirá la tardanza de Harum? dijo Amina: sabe que á pesar de que el rey disimula con nosotros, no estamos seguros, y que es prudente apartarnos cuanto antes de España.

– Hélo ahí, hélo ahí, dijo con la alegría de un niño el marqués de la Guardia: mírale, Esperanza mia: pero es que no comprendo esa multitud de acémilas que le siguen cargadas de toneles.

– ¡Ah! ni yo tampoco, dijo Esperanza.

– Ni yo, añadió Calpuc.

– Pronto lo hemos de ver, dijo el marqués, porque embarca en lanchas los toneles.

– Apostaria á que sé lo que aquello es, dijo Calpuc.

– El tesoro de mi infeliz padre, dijo Esperanza conmovida: ¡oh! ¡pluguiera á Dios que nos apartáramos miserables de España pero con él!

Cuando Harum puso á bordo los toneles, dijo á Esperanza:

– Poderosa sultana, todo lo que enriquecia el alcázar de tus abuelos, sus joyas, sus tesoros, va contigo.

– ¡Y esa pobre mujer! dijo Esperanza casi al oido de Harum.

– ¡Ah! ¡la horrible veneciana! su locura es admirable; á mi despecho he dejado casi un tesoro en manos de mi hermano Gonzalo para que cuide de ella: ¡Bah! á pesar de todo la tengo lástima: ¡le amaba tanto! ¡y le cree muerto!

– ¿Qué es eso? dijo el marqués.

– Nada: hablábamos de si Harum habia dejado algo á su familia para que se consolase de su ausencia, dijo Esperanza enjugándose una lágrima.

Harum se volvió al patron que se paseaba sobre cubierta:

– Nostramo, le dijo: á zarpar: el viento es fresco: rumbo á las costas de Francia y que Dios nos dé buen pasaje.

Poco despues la galera, viento en popa, adelantaba gallardamente, reclinada sobre un costado.

II

Diez años despues, la infeliz doña Isabel de Córdoba y de Válor, mártir del amor, asesinado su esposo por su hijo, muerto su hijo por sus parciales, murió en el convento de Santa Isabel la Real de Granada, á donde se habia retirado, y el mismo dia en que una jóven acompañada de su madre, y de un caballero mas bien viejo que jóven, preguntaban por ella en la portería.

La enfermedad de doña Isabel era una consuncion lenta; se habia secado en su corazon el raudal de las lágrimas; la sonrisa no aparecia jamás en su boca, y pasaba la mayor parte de su tiempo, arrodillada ante Dios en el coro, inmóvil y silenciosa como una estátua.

Desde que se habia retirado al claustro, nadie habia ido á preguntar por ella, únicamente de mes á mes llegaba una carta de Francia; aquella carta contenia cuatro cosas: consuelos delicados como pudieran suponerse los de un ángel; la firma de Esperanza de Cárdenas; la de Harum-el-Geniz, y una libranza de cien ducados contra genoveses.

Doña Isabel besaba aquella carta, la metia con las anteriores en una cartera, se ponia la cartera sobre el corazon, y entregaba la libranza á la abadesa diciéndola siempre:

– Dad á los pobres, señora, lo que despues de lo mas preciso para mi sustento, sobre de esa cantidad.

Maravillóse, pues, la madre tornera de que á los diez años una voz de dama, y de dama al parecer por lo mesurado y noble de sus palabras, muy principal, preguntara por doña Isabel de Córdoba y de Válor.

– ¡Ah! señora, está enferma y acaso Dios la llamará hoy mismo.

La dama exhaló un ligero grito.

– ¡Ah! exclamó: ¡pues necesito verla, deseo verla! ¡oh Dios mio!

– ¡De modo que si fuérais una parienta suya inmediata!

– ¡Soy hija de su difunto esposo! dijo con angustia la dama.

Mediaron mensajes, y al fin la superiora permitió que la dama y la niña entrasen, pero no fue posible que entrase el caballero, que se quedó, renegando del que habia inventado la clausura, en la portería.

Las dos señoras entraron en una humilde celda: doña Isabel con los hermosos ojos dilatados, flaca, blanca hasta lo diáfano, sonrió imperceptiblemente al ver á la dama y á la niña.

– ¡Oh! ¡bendito sea Dios, exclamó, que me envia un ángel antes de morir!

– ¡Madre mia! exclamó Esperanza arrojándose sobre doña Isabel y besándola.

La enferma pareció reanimarse, y por primera vez despues de diez años, brotaron lágrimas á sus ojos.

– ¿Y tú eres feliz, hija mia? la dijo.

– ¡Oh! ¡sí! y seria mas feliz si os encontrase buena, si os pudiese llevar conmigo. Mi esposo ha vuelto á España, y á fuerza de oro ha conseguido que se reconozcan nuestros títulos… pero vos…

– ¿Y qué importo yo..? déjame ver á tu hija, á la nieta de mi Yaye…

Doña Esperanza se levantó de sobre el rostro de doña Isabel, y asió á su hija de la mano.

Al verla la enferma dió un grito horrible:

– ¡Oh! ¡Dios mio! exclamó, ¡me traes en esa niña, cuando voy á morir, su rostro y su mirada!

En efecto, la nieta se parecia enteramente al abuelo.

Doña Isabel no volvió á hablar, y murió aquella tarde entre los brazos de Esperanza.

Esta salió llorando, la niña triste; y Harum, que era el caballero que se habia quedado fuera, blasfemando.

Pero le quedaba á Harum que ser testigo de otra agonía, aunque no le fue tan dolorosa.

Un mes despues tomó á caballo y solo el camino de las Alpujarras.

– Es un extraño capricho, decia para sus adentros, que la sultana Amina (Harum cuando hablaba consigo mismo no daba otro nombre á la hija del emir) se interese tanto por la suerte de esa mujer que la ha hecho probar tantas desgracias, y que casi casi tiene la culpa de que no se siente en un trono: como que si el emir no hubiera sido herido y preso en la Inquisicion… ¿Y qué necesidad tiene la sultana..? está mas hermosa que nunca; el señor duque de la Jarilla, su muy adorado esposo, ha echado fuera la ruinera, y la adora: Dios no los ha castigado con hijos: la luz de mis ojos, la pequeña Estrella no puede ser mas cándida ni mas hermosa: pues señor, véngase vuesa merced á las Alpujarras, donde necesariamente tengo que padecer, aunque no sea mas que por los recuerdos, á saber de una loca castigada justamente por Dios. Vamos: si yo no la amara tanto…

Atravesaba en aquellos momentos un desfiladero que conocia demasiado, y detuvo su caballo, se puso las dos manos en la boca á manera de embudo, y lanzó un grito salvaje.

El eco le repitió á la redonda: pero nadie contestó á aquel grito.

– ¡No queda ni uno solo! exclamó roncamente Harum: si uno solo quedase, estaria precisamente aquí, en el lugar mas inaccesible, mas solitario, mas seguro. En otro tiempo, cuando yo hacia esta señal, de detrás de cada piedra salía un monfí. ¡Y pensar que yo paso ahora por aquí como un forastero! ¡Yo que he sido el rey de la montaña! ¡Y ver que las rocas estan en el mismo sitio, y que los monfíes han pasado como sino hubieran existido nunca! ¡Ira de Dios!

Apretó las espuelas á su caballo, y llegó aquella noche á Mecina de Bombaron, y á casa de su hermano Gonzalo.

Despues de la charla natural de dos hermanos que no se han visto en diez años, Harum preguntó por doña Angélica.

– ¡Pobre señora! dijo Gonzalo: ¡y cuánta compasion me causa á pesar de todo!

– ¿Continúa en la locura..?

– Cada vez mas furiosa… pero Dios ha tenido compasion de ella…

– ¡Cómo!

– El médico dice que se muere.

– Perdónela Dios, dijo friamente Harum.

– ¡Oh! ven, ven, hermano, y te juro que tendrás compasion de ella.

Y le llevó á un aposento inmediato.

– ¡Oh! lo de siempre, exclamó, viendo un lecho vacío y revuelto; se ha escapado á la montaña… y en el estado en que se encuentra… y de noche… ¡Gabriela! ¡hija! dame mi loba y mi arcabuz, y suelta á la ventora.

– ¿Pero, á dónde vas Gonzalo?

– ¡Dónde he de ir sino por ella! infeliz… ven conmigo, si quieres; ven, y verás una cosa que te partirá el corazón… yo no crei que pudiese amar tanto una mujer.

– ¡Amor maldito! dijo Harum siguiendo á su hermano.

Por el camino que hacian á gran paso, guiados por ventora, Gonzalo contó á Harum cómo Angiolina tenia el capricho de vestirse de blanco; que al contrario de otras locas se aliñaba, se peinaba, cuidaba de sí misma, y que cuando la preguntaban las traviesas muchachas, si lo hacia para enamorar á alguien, contestaba:

– ¡Oh! ¡si! cuando voy á verle las noches de luna, cuando me arrodillo delante de la cruz, él se levanta detrás de ella, y me mira fijamente… es mi amado, y es muy hermoso… yo quiero parecerle hermosa.

– ¡Diablo! ¡Diablo! dijo al oir esto Harum.

– Y es inútil pretender que no vaya á la montaña: siempre inventa un medio ingenioso para escaparse.

– ¡Oh! si: pluguiera al Altísimo que no hubiera tenido tanto ingenio, replicó Harum.

– Y es preciso llevar para encontrarla la ventora por que unas veces va al castillo de Vérchul, otras á la cueva, otras á Gebel-Rabah… pero esta noche, segun el camino que lleva la ventora, ha ido á la sepultura.

– ¿A qué sepultura?

– A la sepultura de su amante.

– ¡Ah!

– Si; hay un lugar al pié de Gebel-Rabah, donde ha puesto una cruz formada con ramas de pino, donde pretende que duerme su enamorado, cuya sombra se levanta cuando ella llega.

– ¡Dios la ha castigado en justicia!

– Ha sido demasiado castigo, Harum. Pero vamos llegando; mucho será que no la encontremos…

– ¡Muerta!

– ¡Bien pudiera ser! ya te he dicho que el médico la habia sentenciado, y estaba tan débil…

En aquel momento ahulló la perra.

– ¡No te lo decia yo, dijo Gonzalo! y se precipitó á un cercano repecho.

Harum le siguió.

De repente se levantó una sombra blanca al rayo de la luna, corrió hácia ellos, y cayó entre los brazos de Gonzalo el Geniz.

– ¡Ah! ¡socorredme! ¡socorredme! exclamó: ¡yo no sé dónde estoy! ¿quién me ha traido aquí? Sola, de noche, vestida de blanco, tendida sobre una sepultura.

– Habeis venido á ver á vuestro amante como otras veces.

– ¡A mi amante! exclamó Angiolina y rompió á llorar.

– ¡Oh! cuidado, Gonzalo, cuidado, dicen que los locos cuando lloran recobran la razon.

– ¡Los locos! ¡los locos! exclamó Angiolina. ¿Conque he estado loca? ¿Quién sois vos? acercaos, no os veo.

– Soy Harum-el-Geniz.

– ¡Ah! ¡Dios mio! si es cierto, ¡este lugar! aquí le ví caer herido: mi sacrificio fue inútil… ¿cuándo sucedió eso…? ¿cuándo…? no me acuerdo: me parece que acaba de suceder.

– Vuestro sacrificio no ha sido inútil, señora, porque el marqués vive.

– ¡Pero no vivirá muriendo como yo! ¿no es verdad?

– El marqués es muy feliz, dijo el rencoroso Harum, que no podia olvidar los crímenes á que su amor habia llevado á Angiolina.

– ¡Feliz, muy feliz! exclamó ¡con ansia de amor ella!

– ¡Oh! ¡si!

– ¿Y ha recobrado la salud?

– ¡Oh! ¡si!

– ¡Gracias, Dios mio! ¡gracias! exclamó Angiolina: ¡tú no has querido que muera desesperada!

Y sus rodillas se doblaron, y Gonzalo se vió obligado á sostenerla.

– Decid… á la sultana… que me perdone… y á él… á él no le digais nada… ¡si por milagro algun dia preguntase… por mí… decidle que vivo…! y que… soy feliz!

Angiolina no habló mas: algun tiempo despues murió.

Harum al verla pálida, muerta, inmóvil, exclamó:

– ¡Hermosa aun muerta! ¡Era mucha, mucha mujer! ¡Perdónela Dios!

– Ya no veran mas los pastores á la Dama blanca de la montaña, como llamaban á doña Angélica.

– Ni á los monfíes, replicó suspirando Harum.

Y, sin embargo, si viajais por las Alpujarras sobre la escueta albarda de un asno vigoroso; si alguna vez al amanecer se levanta la niebla sobre los barrancos remedando figuras fantásticas, el arriero, que probablemente será oriundo de los moriscos, os preguntará señalándoos las crestas envueltas por las brumas:

– ¿Sabe V. lo que es aquello?

– Aquello es niebla, le respondereis.

– ¡Niebla, eh! para mi abuela: aquella figura alta que anda tan reposadamente es la Dama blanca de la montaña: y las otras figuras que la siguen, los Monfíes de las Alpujarras.

FIN
Yaş həddi:
12+
Litresdə buraxılış tarixi:
28 sentyabr 2017
Həcm:
1330 səh. 1 illustrasiya
Müəllif hüququ sahibi:
Public Domain

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