Eso no puede pasar aquí

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Seriyadan: A. Machado #26
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Eso no puede pasar aquí
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SINCLAIR LEWIS

Eso no puede pasar aquí

Traducción de:

Amaya Bozal e Íñigo Rodríguez Villa-Aramburu

Glosario, documentación y notas:

Amaya Bozal


EDITA A. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)

machadolibros@machadolibros.comwww.machadolibros.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de cubierta, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

Título original: It Can’t Happen Here

Copyright © Sinclair Lewis, 1935

Copyright © renewed Michael Lewis, 1962

© de la traducción: Amaya Bozal e Íñigo Rodríguez Villa-Aramburu, 2012

© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

DISEÑO DE LA COLECCIÓN: M.a Jesús Gómez, Alejandro Corujeira y Alfonso Meléndez

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-019-1

PRESENTACIÓN

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

ANOTACIONES A LA TRADUCCIÓN

Presentación

CUANDO A mediados de los años ochenta del recién pasado siglo XX una voluptuosa y curvilínea morena de nombre “Diana” engullía cual reptil una rata delante de millones de miradas más o menos adolescentes, casi con toda seguridad ninguno de aquellos expectantes alucinados televidentes sabía en ese momento que la escena que estaban admirando formaba parte de la adaptación de una novela escrita cincuenta años antes como alarma sobre los crecientes fascismos europeos de entonces. Una probabilidad de la que –según defiende el argumento de la obra en la que se inspiró– no quedaban excluidos los Estados Unidos de las libertades. La imagen pertenece a la ya mítica serie de ciencia ficción “V” (1984) y el libro en el que se basó la serie se trata de la novela que aquí presentamos, Eso no puede pasar aquí (1935), de Sinclair Lewis (1855-1951).

Según Kenneth Johnson, creador y guionista de la serie, en un principio su idea era mucho más sencilla, no era más que una adaptación televisiva y fiel a la novela. Al final, la imagen sugerida por los posibles productores de una ocupación alienígena de corte reptiliano en nuestro planeta (primero con falsas buenas intenciones y, luego, sometiéndolo a la fuerza –y gracias al colaboracionismo de un buen número de seres humanos–), se impuso, para alegría de todos aquellos adolescentes que fuimos. Así nació esta alegoría de ciencia ficción sobre un Reich estadounidense que, si bien podría resultar solo anecdótico, no lo es tanto cuando se piensa en el momento en que aparecen y, sobre todo, reaparecen ciertas obras. La serie de televisión se escribe en los años ochenta, en plena era Reagan. Seguramente, para muchos los malvados alienígenas no eran sino aquellos que estaban al otro lado del telón de acero. Para otros, los reptiles estaban mucho más cerca. Como dirían los que gustan de conspiraciones extraterrestres: “están entre nosotros”.

Quizá solo como una más o menos acertada alegoría de ciencia ficción, la obra de Lewis podía llegar a las pantallas. Ya en 1936 la novela quiso ser llevada al cine, pero no pasó la censura de los estudios del Hollywood de por aquel entonces, censura que controlaba Will Hays, leal republicano que vio en el libro un ataque claro a su partido. Sin embargo, la representación teatral de la obra gozó de un gran éxito: 500.000 personas vieron las funciones (en las que Lewis hizo sus pinitos, como se suele decir, como actor, donde hacía el papel protagonista, el director de un periódico local, Doremus Jessup) en las 260 semanas que estuvo en cartel. Casi un éxito equiparable al que alcanzó la mencionada serie de televisión.

Aun así, no hay esculturales lagartas, ni atractivas o fornidos resistentes, ni armas láser, ni naves nodrizas en la obra de Lewis. Pero el libro original, bastante olvidado durante muchos años –aparece en la polémica lista del canon de Harold Bloom (1994)–, vuelve a ser reseñado y reeditado a mediados de los años 2000. En la era Bush (hijo), a quien algunos ociosos internautas –siguiendo con la anécdota de la analogía alienígena– consideran un honorable reptiliano. Se pueden ver divertidos montajes al respecto en YouTube. Por tanto, quizá sea cierto, y siguen entre nosotros. Una parte del mensaje de la obra de Lewis puede ser precisamente este en lo que respecta a la sociedad norteamericana: no nos podemos confiar, el germen está entre nosotros, y en cualquier momento puede surgir. Quizá no como un régimen puramente fascista –cualesquiera sea la orientación ideológica de este–, entre estandartes, uniformes, discursos agradecidos y nacionalismo de saldo, pero sí como un gobierno que se exceda recortando algunas libertades en nombre del bien común, de la seguridad e incluso de la propia democracia.

Cuando Lewis escribió la novela afirmó no estar demasiado atento al detalle, o no especialmente, de lo que sucedía en Europa. Tomó la forma de los regímenes en auge en el viejo continente para buscar analogías en su entorno sociopolítico. Un entorno propio con el que llevaba años siendo crítico desde diversas perspectivas en sus novelas anteriores. Eran los años treinta, apenas pasado el crack del 29, una época de crisis profunda en la que, como vemos hoy, resuellan especialmente alto las soflamas fáciles en los que el culpable, claro, siempre es el otro. Anteriormente a ninguna crisis, Lewis ya había escrito alguno de sus mejores libros, antes y de pleno en los felices años veinte; pero no por felices renunció a hacer crítica, en ocasiones satírica, de la sociedad que construiría y después arruinaría aquella década dorada.

 

Con Calle mayor (1920) ya nos dibuja el provincianismo de las pequeñas ciudades del medio-oeste americano en el que creció, ciudades como la Gopher Prairie de la novela.

Tan parecidas entre sí que produce hastío ir de unas a otras. En todas ellas, al oeste de Pittsburg, y a menudo al este también, hay el mismo almacén de maderas, la misma estación de ferrocarril, el mismo garaje Ford, la misma fábrica de mantequilla, las mismas casas de dos pisos que parecen cajones. Las casas nuevas revelan los mismos intentos de diversidad: los mismos hotelitos, las mismas casas cuadradas, de estuco y ladrillo. Las tiendas ofrecen artículos standard anunciados por todo el país; los periódicos de regiones distantes unas de otras tres mil millas publican idénticos originales suministrados por las agencias; el muchacho de Arkansas luce el mismo traje hecho, flamante, que el muchacho de Delaware; ambos hablan una jerga idéntica, extraída de las mismas páginas deportivas, y si uno de ellos es estudiante y el otro trabaja en una barbería, no hay modo de presumir quién es uno y quién es otro.

Es toda esta uniformidad la que sus paisanos del Midwest consideran ideal, necesaria (uniformidad que estilísticamente también dan las listas, a las que recurre Lewis muy a menudo); la verdadera América que construye su glorioso país sin hacerse demasiadas preguntas o llamar la atención de la comunidad. La América con la que choca Caroline, su inquieta protagonista, nativa de Saint Paul, la segunda ciudad más importante de Minnesota. La América de su marido, Will Kennicott, doctor de esa pequeña ciudad en la que todo permanece como debe de ser, pero que a ojos de su mujer “dan muestra de su tiranía bajo cien apariencias distintas con denominaciones siempre pomposas, como ‘la sociedad civilizada, la familia, la iglesia, los negocios sólidos, los partidos, el país, etc.’”.

Regiones y época de crecimiento industrial y consolidación del puritanismo. Como Zenith, la ciudad-alegoría de su otra gran novela, Babbitt (1922), epítome del hombre de negocios de la clase media americana que alcanza el éxito, el tan nombrado para todo sueño americano, siempre y cuando se pueda cuantificar en valor monetario. Y esta es precisamente la crítica de Lewis en Babbitt, que el crecimiento no debe de ser –o no solo– económico, sino también espiritual, en valores, en cultura, en conocimiento. Pero la crítica de Lewis no siempre es acusadora, sus principales personajes –que en varias ocasiones se han señalado como la representación literaria del mismo Lewis, el anónimo ciudadano de Sauk Centre, pequeña localidad también de Minnesota– son hombres de la calle, con defectos y virtudes, no solo defectos, pues son producto de una educación y entorno social concretos, y no tanto de sí mismos. Son ciudadanos de éxito que no han querido preguntarse qué otras cosas se han dejado atrás a cambio de su amable y ejemplar vida. Según palabras de Paul Morand para el prólogo a la edición francesa de Babbitt: “Sinclair Lewis détesteĺexceptionnel. Il a le culte du non-héros.” Cierto, sus antihéroes, vulgares, se adentran en lo estándar para desmenuzar y cuestionar esos mismos estándares aceptados por la feliz clase media norteamericana, quizá la representación social de eso que se ha dado en llamar “la inocencia americana”. Para el norteamericano medio que describe Lewis en sus novelas, cambiar, salirse de los estándares aprobados por la mayoría, es complicado. Recuerda Susan Sontag en Estilos radicales cómo Gertrude Stein afirmó que Estados Unidos es el país más viejo del mundo, a lo que añade Sontag: “Ciertamente, es el más conservador. Es el que más tiene que perder con el cambio.”

El miedo común al cambio es el que describe Lewis, la cerrazón en ver más allá de lo local, de lo convenido, de lo que narraba la literatura norteamericana anterior a Lewis y que representaba ante todo, literariamente hablando, William Dean Howells, pluma del idealismo práctico, del “realismo sonriente” que evita detenerse en “los detalles sórdidos de la vida moderna” (Henry F. May, 1959). Un idealismo que tenía su reflejo en la vida cultural norteamericana, en contra de cualquier cosa que entendieran como sensacionalista, en contra del lenguaje coloquial, precisamente el lenguaje que introduce Lewis en sus novelas. Y en este contexto, el Midwest representaba un lugar ejemplar, de gente educada, donde conciliar el campo con algunas –pocas– virtudes de la ciudad, y donde la moralidad rige su progreso. El “Social Gospel” y la clase media protestante son ejes de esta sociedad cuyos hijos comienzan a prestar más atención a las películas del cine y otras atracciones de fines de semana o los coches, cada vez más veloces, y el baile, los hijos de Babbitt, quienes tendrán enfrente a otra generación posterior, los hijos de Los padres pródigos (1938), “niños bien” jugando a la revolución, “que ‘hacen’ un poco de comunismo de la misma forma que practican tenis o golf”, como aquellos universitarios nuestros de las Últimas tardes con Teresa.

Señala Lionell Trilling que, para la metafísica norteamericana, la realidad (palabra fundamental según él para comprender el espíritu americano) es siempre “realidad material, ardua, resistente, informe, impenetrable, repulsiva”, a la vez que pareciese que tienen una especial resistencia a contemplar de cerca la realidad. Trilling ve cierta astucia en la obra y crítica de Lewis, si bien advierte limitada su tarea de comprensión social. Detenerse en esos detalles de la realidad, ponerlos en duda, es un ejercicio de creación y de imaginación subjetiva que la mentalidad americana a la que se enfrenta Lewis no acepta fácilmente, ni siquiera como ejercicio literario. La americanidad de los hombres gentiles de esa sociedad del medio-oeste no puede ser puesta en duda, ni desde dentro, ni mucho menos desde fuera.

Luego llegarían El doctor Arrowsmith (1925), Elmer Granty (1927) o Dodsworth (1929), entre otras. En esta última se relata el sueño europeo de todo americano. El mundo de fuera, la vieja civilización que nutre durante siglos la sociedad norteamericana y que, una vez se establecen en su territorio, deben olvidar toda raíz europea para formar parte de ese indispensable proceso de americanización. El anciano Sam Dodsworth abandona su Zenith natal para viajar sin demasiadas ganas con Fran, su joven y –claro– bella esposa, a Europa, la Europa monumental y de lujosas mercancías para la alta sociedad norteamericana con la que Fran quiere tener contacto, la Europa “sexy”. La novela sirve para enfrentar el pensamiento europeo al norteamericano y donde queda claro que ser crítico con su propio país no quiere decir, en el caso de Lewis, ser antiamericano.

Lewis afirmó amar a América, aunque no le gustaba. Él también había hecho el obligado viaje a Europa muchos años antes, un viaje exterior que según él mismo solo supuso una huida de la realidad. El verdadero viaje, subrayó, era “por los pueblos de Minnesota, en una granja de Vermont, en un hotel de Kansas City o Savannah, escuchando el zumbido diario habitual de lo que son las personas más fascinantes y exóticas del mundo: los ciudadanos comunes y corrientes de los Estados Unidos, con su amabilidad con los extranjeros y sus bromas pesadas, su pasión por el progreso material y su tímido idealismo”. El mundo que en muchos aspectos desdeñaba pero que también amaba lo suficiente para evidenciar lo que creía eran sus defectos. Son palabras autobiográficas de tan solo un año después de la publicación de Dodsworth, y con motivo de la recepción del Premio Nobel (1930), el primer norteamericano en conseguirlo hasta entonces.

Para su discurso de agradecimiento, de nuevo el miedo: “El miedo americano a la Literatura” fue su título. En él se explaya, se defiende, agradece y, una vez más, se enfrenta a la Academia, a algunos que critican más a su persona que a su obra, a los gentiles en la literatura de su país que le precedieron, a detractores que incluso piensan que darle el premio a él, a alguien que se ha atrevido a poner en duda algunos valores norteamericanos, es una ofensa al país que, a su pesar, representa. A la vez, termina elogiando a la generación de escritores siguientes que sale poco a poco del provincialismo, la generación de Hemingway, Wolf, Dos Passos, Faulkner. Merece la pena leerlo entero.

Entraban los años treinta. Una década entera en la que, no solo la clase trabajadora, sino también la clase media tenía pocas expectativas a la hora de encontrar un trabajo. Exactamente como hoy. La década de los regímenes totalitarios de todos los colores. Pero la proliferación de estos movimientos políticos no es espontánea, como todos sabemos, sobre todo en el caso de Europa. En el caso norteamericano, los años veinte no fueron solo los “locos años veinte”, también fueron los años de la prohibición, de movimientos ultraconservadores y de corte fundamentalista como los que se describen en Eso no puede pasar aquí y en otros libros mencionados de Lewis. Así, en la línea crítica del autor, se pasa del provincianismo de los años veinte al conservadurismo extremo de corte fascista de los años treinta, aunque sin perder su naturaleza e idiosincrasia locales en esta novela.

Sin desenmascarar los detalles de la obra, podemos adelantar que la novela cuenta la historia del mencionado director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al carismático líder Buzz Windrip, candidato –por cierto demócrata– que asume la tentación de un gobierno dictatorial con un discurso populista, de puertas adentro con respecto a la política exterior, sustentado en el terruño y todos los ideales de la América que ya hemos señalado y con la que tan crítico fue Sinclair Lewis. Básicamente, el perfil de muchos de los líderes de aquella época, y de ahora. Churchill, en 1932, dijo no recordar ningún momento en el cual la distancia entre el tipo de palabras que usaban los estadistas y lo que pasaba realmente en muchos países fuera tan grande como lo fue entonces.

Eran los discursos de paz que traían sometimiento y guerras, como los que da Buzz Windrip a lo largo de la novela, o en su obra doctrinal, La hora cero, donde expone todas sus teorías, muchas anti-europeas –de donde solo llegan hordas de inmigrantes groseros e ignorantes a los que “hay que darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras”–, anti-intelectuales (“no queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros”, dice la Sra. Gimmitch, ferviente seguidora del futuro líder; de nuevo, el miedo a la literatura, a la literatura “profana”), pero también a los bancos –aunque no contra los banqueros–, y todos los etcétera que se pueden incluir en un discurso habitual del mismo corte populista. Cómo no, Windrip también goza de su propia guardia de orden personal, los “Minute Men”, una suerte de versión americana de las SA alemanas.

Creo que el escenario de la obra, sin necesidad de desvelar mucho más de ella, está más que claro. Algunos la han llamado obra de anticipación, dado que fue en 1935 cuando la escribió y los fascismos europeos todavía no habían mostrado su lado más extremo y autoritario, que es el que se narra según avanza la novela. Por tanto, esta ficción literaria se asemeja en cierto sentido a obras como 1984, de Orwell, o aún antes a Nosotros, de Zamiatin, obras donde una situación socioeconómica determinada es base para la representación del miedo. Una ficción literaria que, como se puede ver en el detallado glosario fruto de una laboriosa investigación y que incluimos en esta edición, tiene su lectura real con nombres, movimientos y situaciones que existieron y que aparecen en la novela. Por tanto, en el trasunto de la ficción, cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí, quizá tenía algunas buenas razones que oía, veía o leía en los periódicos de entonces para pensar que todo era posible, hasta su fábula fascista, en el país de la Libertad.

Un buen momento este –bueno para la lectura, que no para la política y, sobre todo, para la castigada sociedad de hoy- en el que adentrarse entre estas páginas cuya edición fue pensada en una etapa coyuntural concreta para una malograda editorial que dirigía, pero que reaparece, de nuevo, y quizá en el tiempo preciso, en la Editorial Machado. Bienvenidos a esta sátira, y parafraseando a Cyril Connolly –y donde dice escritor me permito poner lector–, “que el lector cuyo estómago no pueda asimilar con genio el almidón y el ácido de la política contemporánea rechace su plato”. Lewis, desde luego, no lo hizo.

José A. Vázquez Aldecoa

ESO NO PUEDE PASAR AQUÍ

 

1

EL ELEGANTE comedor del Hotel Wessex, con sus escudos dorados de escayola y el mural que representaba a las famosas montañas Green, había sido reservado para la cena de las damas del Rotary Club de Fort Beulah.

Aquí, en Vermont, el evento no era tan pintoresco como podría haber sido en las praderas occidentales, pero también tenía sus atractivos: había una sátira en la que Medary Cole (molinero y propietario de una tienda de ultramarinos) y Louis Rotenstern (sastre por encargo, planchado y lavado) se hacían pasar por aquellos vermonteses históricos Brigham Young y Joseph Smith, y, con sus chistes sobre diversas esposas imaginarias, lanzaban cómicas indirectas a las damas presentes. Sin embargo, en esta ocasión reinaba la seriedad. Desde 1929, tras siete años de depresión económica, toda América estaba seria. Había pasado el tiempo suficiente desde la Gran Guerra de 1914-18 para que los jóvenes nacidos en el 17 estuvieran listos para ir a la universidad..., o a otra guerra, casi a cualquier guerra práctica.

Esta noche los temas que tocaban los rotarios no tenían nada de gracioso, al menos no de un modo evidente, pues se trataba de los discursos patrióticos del general de brigada retirado Herbert Y. Edgeways, estadounidense, que se entregaba con ira al tema: “La paz a través de la defensa. Millones para armamento, pero ni un céntimo para los homenajes”; y de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, tan conocida por su valiente campaña anti-sufragista de 1919 como por haber mantenido a los soldados americanos fuera de los cafés franceses durante la Gran Guerra mediante el astuto truco de enviarles diez mil juegos de dominó.

Ningún patriota con conciencia social podía desdeñar sus recientes, aunque poco apreciados, esfuerzos por mantener la pureza del Hogar Americano, excluyendo de la industria cinematográfica a cualquier persona, actor, director o cámara que: a) se hubiera divorciado; b) hubiera nacido en algún país extranjero, excepto Gran Bretaña, pues la Sra. Gimmitch tenía en muy alta estima a la reina María, o c) se negara a jurar la bandera, la Constitución, la Biblia o cualquier otra de esas instituciones típicamente estadounidenses.

La cena anual de las damas era una reunión de lo más respetable; la flor y nata de Fort Beulah. La mayoría de las damas y más de la mitad de los caballeros vestían de etiqueta y se rumoreaba que, antes de la fiesta, el círculo más íntimo había degustado unos cócteles, servidos en secreto en la habitación 289 del hotel. Las mesas, dispuestas en tres lados de un cuadrado vacío, brillaban con velas, platos de cristal tallado llenos de golosinas y unas almendras algo duras, figuritas de Mickey Mouse, las típicas ruedas de latón de los rotarios y pequeñas banderas estadounidenses de seda clavadas en huevos duros pintados de color dorado. En la pared había una pancarta que rezaba: “El servicio a los demás por delante del interés propio”, y el menú (crema de apio, sopa de tomate, abadejo a la parrilla, croquetas de pollo, guisantes y helado de tuti fruti) estaba a la altura de la calidad del Hotel Wessex.

Todos escuchaban boquiabiertos. El general Edgeways estaba acabando su viril y mística divagación sobre el nacionalismo:

“... porque Estados Unidos, sola entre las grandes potencias, no quiere conquistar tierras extranjeras. Nuestra más alta aspiración es... ¡que nos dejen en paz de una maldita vez! La única relación auténtica que tenemos con Europa es la ardua tarea de tener que educar a las masas groseras e ignorantes que Europa exporta e intentar darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras. Pero, como ya he explicado, tenemos que estar preparados para defender nuestras costas de todas las bandas extranjeras de mafiosos internacionales que se definen a sí mismas como ‘gobiernos’ y que, con una envidia tan enfermiza, tienen siempre su mirada puesta en nuestras minas inagotables, nuestros imponentes bosques, nuestras desmesuradas y opulentas ciudades, nuestros hermosos y extensos campos”.

“Por primera vez en toda la historia, una gran nación debe seguir armándose cada vez más. No para conquistar. No por envidia. ¡No para la guerra, sino para la paz! Recemos a Dios para que nunca sea necesario, pero si las naciones extranjeras no hacen caso a nuestras advertencias, surgirá, como cuando se sembraron los dientes del dragón proverbial1, un guerrero armado y valiente en cada metro cuadrado de estos Estados Unidos, cultivados y defendidos con tanto ardor por nuestros padres fundadores, en cuyas imágenes de espadas ceñidas debemos convertirnos..., ¡o pereceremos!”

El aplauso fue estruendoso. El “profesor” Emil Staubmeyer, director de escuela, saltó de su asiento para gritar: “¡Tres hurras por el general! ¡Hip, hip, hurra!”

Todos los miembros del público volvieron sus rostros resplandecientes hacia el general y el Sr. Staubmeyer; todos salvo un par de excéntricas mujeres pacifistas y un tal Doremus Jessup, editor del periódico Daily Informer de Fort Beulah y considerado en la localidad como “un tipo bastante listo, pero un tanto cínico”, quien susurró a su amigo el reverendo el Sr. Falck: “¡Nuestros padres fundadores hicieron un trabajo bastante discutible al cultivar con ardor algunos metros cuadrados de Arizona!”

El punto álgido de la cena fue el discurso de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, conocida en todo el país como “la chica de los Unkies”, pues durante la Gran Guerra había abogado por llamar a nuestros muchachos de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses “los Unkies”2. No se había limitado a darles dominós; de hecho, su primera idea había sido mucho más imaginativa. Quería enviar a cada soldado en el frente un canario en una jaula. ¡Imaginen lo que hubiera significado para ellos, acompañándoles y recordándoles al hogar y la madre! ¡Un pequeño y delicioso canario! Y, ¿quién sabe? ¡Quizá se les podría enseñar a cazar piojos!

Emocionada con la idea, consiguió entrar a la oficina del general del cuerpo de intendencia, pero ese estirado oficial con mente de máquina se negó (o más bien, rechazó a los pobres chicos, tan solos allí en el barro), murmurando como un cobarde no sé qué tonterías sobre la falta de transporte para canarios. Según dicen, sus ojos echaron chispas y se encaró al insolente chupatintas como una Juana de Arco con gafas, mientras “le decía cuatro verdades que no olvidaría en su vida”.

En aquella época, las mujeres realmente tenían oportunidades. Se las animaba para que mandaran a sus maridos, o a los maridos de cualquiera, a la guerra. La Sra. Gimmitch se dirigía a cualquier soldado que se encontrara (y ya se encargaba ella de conocer a cualquiera que se aventurara a menos de dos manzanas de su persona) como “mi queridísimo muchacho”. Según la leyenda, saludó de este modo a un coronel de los marines que estaba de permiso y este le contestó: “Nosotros, los queridísimos muchachos, estamos conociendo a muchas madres últimamente. Personalmente preferiría conocer a unas cuantas amantes más.” Y al parecer ella no dejó de hacer comentarios, excepto para toser, hasta una hora y diecisiete minutos después, según el reloj de pulsera del coronel.

Sin embargo, sus servicios sociales no se limitaban solo a las eras prehistóricas. Hace bien poco, en 1935, se puso manos a la obra para purificar el mundo del cine y, antes incluso, había defendido primero y luchado después contra la Ley Seca. Puesto que la habían obligado a votar, también había sido miembro de una comisión republicana en 1932 y enviaba diariamente al presidente Hoover un largo telegrama lleno de consejos.

Aunque, desgraciadamente, no tenía hijos, era apreciada como conferenciante y escritora sobre cultura infantil, y había publicado un volumen de canciones para niños que incluía el inmortal pareado:

Todos los gorditos duermen en filas,

Con lorcitas bajo las axilas.

Sin embargo, tanto en 1917 como en 1936, siempre estuvo afiliada a las Hijas de la Revolución Americana (D.A.R. en sus siglas inglesas).

La D.A.R. (pensó el cínico Doremus Jessup aquella noche) es una organización bastante confusa, tanto como la teosofía, la relatividad o el truco hindú de la cuerda y el niño que desaparece, y en realidad se parece a los tres. Está formada por mujeres que se pasan la mitad del día presumiendo de ser descendientes de los sediciosos colonos estadounidenses de 1776 y la otra mitad, mucho más fogosa, atacando a todos sus contemporáneos que creen exactamente en los principios por los cuales lucharon sus antepasados.

La D.A.R. (meditó Doremus) se ha convertido en una organización tan sacrosanta, tan imposible de criticar como la Iglesia católica o el Ejército de Salvación. Además, cabe destacar que ha proporcionado a la gente sensata numerosas ocasiones para disfrutar de sonoras e inocentes carcajadas, ya que se las ha ingeniado para ser tan ridícula como el Ku Klux Klan, desgraciadamente desaparecido, sin necesidad de llevar grandes capirotes ni camisones en público.

Así, si llamaban a la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch para estimular la moral militar o para convencer a las sociedades corales lituanas de que comenzaran su programa con la canción patriótica “Columbia, the Gem of the Ocean”, siempre era en calidad de miembro de la D.A.R., cosa que se podía deducir fácilmente al escucharla con los rotarios de Fort Beulah en aquella alegre noche de mayo.

Era una mujer baja, rellenita y de nariz respingona. Su abundante cabellera gris (tenía sesenta años, la misma edad que el sarcástico editor Doremus Jessup) se podía apreciar debajo de su juvenil y flexible sombrero italiano de paja; llevaba un vestido estampado de seda con una enorme ristra de cuentas de cristal y una orquídea entre lirios del valle prendidos con alfileres sobre sus senos turgentes. Derrochaba simpatía hacia todos los hombres presentes: se les insinuaba sutilmente, los abrazaba y, con una voz que parecía llena de flautas y dulce como la salsa de chocolate, pronunció su discurso sobre: “Cómo ustedes, los chicos, pueden ayudarnos a nosotras, las chicas.”

Las mujeres, afirmó, no habían hecho nada con el voto. Si Estados Unidos le hubiera escuchado a ella en 1919, podría haberse ahorrado todas las molestias. No. Por supuesto que no. Nada de votos. De hecho, la mujer debe volver a ocupar su lugar en el hogar y, “como ha resaltado el Sr. Arthur Brisbane, gran escritor y científico, lo que debería hacer cualquier mujer es tener seis hijos”.