Kitabı oxu: «Animales disecados», səhifə 2

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Dos

Walter Alabama y Helena Bastidas estaban en un café de Chueca llamado Acuarela. Él esperaba un café irlandés bien cargado y ella un capuchino simple. Era una tarde de los últimos días de verano y los primeros de un otoño que se había adelantado con una brisa que calmaba con la noche los rigores del calor.

Con los dedos entrelazados sobre una pequeña mesa junto a la ventana, parecían reproducir un cuadro romántico. Él, tan desaliñado como siempre, vestía una camiseta azul y unos pantalones vaqueros que terminaban la semana con estoica suciedad, mientras ella lucía un faldón largo pero fresco para esa época del año y una camisa bordada corta que se recostaba sobre sus pechos pequeños y firmes y dejaba entrever sus brazos delgados. Tenía el pelo crespo recogido, pero aún así un mechón rebelde insistía en cosquillearle el cuello blanco y limpio.

De lejos semejaban una pareja feliz: el rostro de piel quemada de Walter Alabama apenas contrastaba con el brillo lejano de los ojos de Helena. Nadie podría adivinar, mirando esos dedos entrelazados, las razones verdaderas por las que ambos se refugiaban el uno en el otro.

Huyendo, así llegó Helena a La Soledad y así lo hizo Walter a las piernas de ella cuando el calor de la noche alcanzaba los 38 grados y los cuerpos intentaban fundirse en uno solo. Y de allí, a verla frente a su puerta de la calle del Pez, la misma que meses más tarde tumbaría Javi para encontrarse con el cadáver, o miles de cadáveres, en el refrigerador. Con una valija pequeña en su mano y adueñándose, poco a poco, del aire sagrado que Walter tenía para sí.

Todo para estar finalmente sentados en el Acuarela viendo cómo un camarero argentino les servía los cafés que esperaban.

Rompiendo el cuadro romántico que formaban, Alabama sacó un Ducados, lo encendió entre sus dedos amarillentos y le dio una calada como preparándose para decir algo. Los ojos de Helena se desviaron entonces para ver el humo que salía por su nariz como si fuera un dragón a punto de escupir fuego.

También ella tomó un cigarrillo del paquete y empezó a juguetear con él sin decidirse a encenderlo, presintiendo que Walter se preparaba para decirle algo. Algo por lo que meritaba estar allí y no en La Soledad, junto a Javi.

Como una extraña punzada, sintió que necesitaría fumarse ese cigarrillo para comprender lo que Alabama estaba a punto de soltar.

Walter dejó caer esas palabras según como le venían a la cabeza, sin un orden claro, pero con decisión, como si las hubiera madurado durante mucho tiempo en su cabeza.

—¿Por qué no nos vamos a Colombia? Solo los dos, sin contárselo a nadie ni siquiera a Javi.

De repente el silencio hizo que el cuadro apareciera de nuevo. La mirada incrédula de Helena se congeló en los dientes del gringo, ajena al humo del capuchino y del café irlandés cuya presencia ambos ignoraban.

Alabama soltó un suspiro largo como si lo que acababa de salir de su boca le hubiese brindado el alivio que venía buscando durante días.

Sabía que no era una propuesta que pudiera gustarle a Helena. Y tampoco él, en los días que dedicó a ordenar una a una las palabras que finalmente salieron sin más, podía encontrar un buen motivo que justificara un viaje en ese momento. Quizás toda la culpa la tuvo Elizabeth Pacefull y la educación rencorosa que le había infundido desde muy niño, cuando aún le dedicaba esas sonrisas tiernas en la casa de Vallejo. O precisamente por huir de ella, y la imagen que su figura proyectaba sobre Helena, había tomado esa decisión.

En un último intento por ser realmente feliz —razón que lo llevó a abandonar San Francisco— Walter creía que solo en Colombia Helena podía ser ella y no la detestable copia de Elizabeth. Pero eso era algo que ella no sabría jamás.

Helena no sabía qué decir. Le soltó los dedos y encendió el cigarrillo fijándose, por fin, en el capuchino. Tras expulsar el humo de la primera calada, le dio un sorbo largo que le quemó la lengua y hasta el incipiente amor que sentía por el gringo que acababa de proponerle que se fueran al único lugar al que había prometido no retornar.

—El amor es un puto chantaje —murmuró Helena ante la mirada ausente de Walter.

Sentada en ese café de Chueca, Helena Bastidas volvió a sentir el sol del trópico regresándole a la piel junto al pasado que había enterrado con tanto esfuerzo.

—¿Por qué me pides eso, Walter? ¿Por qué a Colombia? —le preguntó en tono casi de súplica.

Alabama había perdido el interés en el café irlandés. No podía dar una respuesta coherente a ninguna de esas preguntas o, al menos, una respuesta que fuera tan convincente como la verdad. Después de deambular por tantos cuerpos, había encontrado uno que, quizás, podría cicatrizar las profundas heridas que el inexplicable desprecio de Elizabeth le había causado. Pero para ello debía someterlo a esa egoísta prueba. El examen debe ser algo más que un reemplazo temporal de Elizabeth Pacefull. Necesitaba comprobar que Helena Bastidas, ese cuerpo, podía tener vida propia.

Bajó la mirada y estrelló el cigarrillo contra el cenicero. Ella, pensó, no comprendería nunca una explicación así.

—¿Por qué te parece tan difícil, Helena? —la retó—. Lo único que te estoy diciendo es que pasemos unos días en Bogotá, no te estoy pidiendo nada más.

Tan preocupado en salvarse a sí mismo, Walter Alabama era incapaz de intuir la sentencia que le estaba dictando a Helena sin siquiera poder asegurar que, después de viajar a Colombia, estaría dispuesto a regresar a sus días de La Soledad.

Helena, intentando contener la furia que le corría por las venas, fumaba con tal prisa ese tabaco negro que de repente se sintió mareada.

—¡Tú no entiendes nada, Walter! —se desahogó—. ¡No tienes ni idea de lo que me estás pidiendo!

Estaba al borde de las lágrimas. El brillo acuoso de sus ojos rememoraba esa sensación de lejanía y destierro a la que se había visto sometida. El gringo jamás sabría lo que significaría, de verdad, vivir lejos por obligación. Ver, como quien mira a través del cristal de una ventana, el transcurrir de su propia vida a ocho mil kilómetros de distancia. En el silencio hondo del miedo.

Desde que conoció a Walter, Helena creyó poder olvidar y construir sobre un manto de arena blanca una nueva versión de sí misma, ajena a todo lo que le había sucedido antes. Al igual que él, también se agarraba a ese simulacro de amor como a una liana que le ayudaría, finalmente, a superar el abismo del odio que pendía sobre su cabeza.

Sin embargo, ese gringo estúpido le pedía que volviera a ser Helena Bastidas en el único lugar en el que no podía serlo. No se trataba solo de ser feliz, era una cuestión básica de supervivencia. Pero eso era algo que él jamás entendería.

—No quiero presionarte a nada ni armar un drama con unas vacaciones —dijo Walter con tono de falsa tranquilidad—. Así que si vienes, pues muy bien. Si no, me iré solo.

Walter Alabama sabía que viajar a Colombia sin Helena no sería sino hacer una escala en el largo camino de la derrota de regreso a la casa de Vallejo.

—Déjame pensarlo un poco —le respondió Helena sin entender muy bien porqué no pudo negarse con decisión y dejar que el gringo se largara de una vez.

Sin siquiera probar el café, Walter dejó un billete sobre la mesa y ambos salieron a la calle, donde una ráfaga de viento fresco les alivió los resquemores que traían entre las tripas.

En un gesto automático y aprendido, se dieron un beso sencillo que no trascendió más allá del roce de sus labios. Se miraron buscando la tranquilidad en los ojos del otro, pero solo un aire de desconfianza campaba entre esas esferas casi inmóviles.

—Será mejor que nos veamos luego en casa —dijo Helena buscando esa soledad que había sido su única y verdadera consejera en todo ese tiempo.

—Bien —le conestó Alabama y, con un fingido gesto de cariño, se despidió de ella antes de darle la espalda y emprender el camino de regreso a Malasaña con las manos metidas en los bolsillos estrechos del pantalón vaquero.

Buscando quizás la soledad de las multitudes, Walter tomó la calle Hortaleza hasta llegar a la Gran Vía. Hubiese podido elegir una ruta más corta, pero no lo hizo. Quería desaparecer del mundo perdiéndose en él durante algunas horas.

Con la brisa que le desordenaba el pelo y las manos cada vez más hundidas en los bolsillos del pantalón, se camufló entre la gente mientras en su rostro se dibujaba una mueca de preocupación y a la vez de mal humor que solo Elizabeth Pacefull habría podido distinguir.

A esa hora, las calles estaban atestadas de turistas que emprendían el regreso al hotel tras visitar El Prado, pasear por la Cibeles y dejarle unas monedas a ese hombre que, a un costado de la acera, luchaba solitario contra el sida.

Sobre la Gran Vía, se vio abordado por un animado grupo de brasileros que, extendiéndole una cámara fotográfica, le pidieron que les tomase una foto de sus sonrisas de oreja a oreja y de Madrid, que parecía tragárselos al fondo. Alabama tomó el aparato entre sus manos, tomó distancia y desde el visor miró a la ciudad que lejos de liberarlo, lo había atrapado. Sin esperar al cuadro definitivo apretó el obturador y devolvió la cámara a los brasileros que le agradecían con la misma sonrisa de la foto. Al menos ellos, pensó, habían logrado encerrar a Madrid en un marco. Walter redujo el paso para ver mejor cómo se alejaban en su misma dirección.

Quizás olvidar es algo más que alejarse, se dijo al tiempo que sacaba un Ducados del bolsillo. Lo encendió y le dio una calada agachando la cabeza y con un deseo enorme de mandarlo todo a la mierda.

Walter Alabama, quien desde niño lo había tenido todo salvo el amor incondicional de su madre, parecía estar, después de años de lucha silenciosa, a punto de rendirse. No lograba entender que toda la culpa que cargaba sobre sus hombros no era suya, simplemente había aparecido mucho antes de que él naciera. Quizás, el mismo día en el que Jhonny B. Alabama y Elizabeth se conocieron.

Elizabeth Pacefull, como era conocida entonces su madre, era una película en ocho milímetros mal rodada. Vestía faldones tan largos como su pelo rizado y calzaba unas sandalias de piel mucho más oscura que su rostro blanco y demacrado por el LSD y esa forma de dejarse llevar por cualquier mano.

Por eso fingía protestar contra todo: Vietnam, la sociedad, la represión o lo que su amante de turno le propusiera. Así viajaba por toda la costa californiana en una combi Volkswagen sin nada que perder. Haciendo el amor con tantos hombres cuantos se le cruzaran por esos días de amor libre y de sus tetas siempre al aire que ya no eran novedad para nadie, al igual que el olor o la forma de su sexo o algún trozo de su cuerpo tan público como su tristeza.

Sobre todo, Elizabeth Pacefull sobrevivía, en medio de esos hippies desenfrenados, a su propia vida y a su padre —el primer hombre que conoció desnudo—, el abuelo que Walter nunca conoció.

Con el cigarrillo entre los labios, Walter se esforzaba por borrar ciertos recuerdos de su cabeza, reemplazándolos con el rostro de Helena y sin poder imaginar que cuando John B. Alabama, su padre, vio a Elizabeth Pacefull por primera vez, esta parecía una perra abandonada tras un día de lluvia inclemente.

En algún lugar de Washington, Elizabeth estaba sentada en el rincón de un bar con toda la heroína y el Jack Daniels que le podía caber en las venas. Tenía el rimel corrido, el pelo alborotado y el faldón recogido sobre un par de piernas sucias de tanto viajar. Jhonny B. venía de una manifestación más frente a la Casa Blanca contra la guerra de Vietnam, un lugar que ni siquiera sabía con certeza dónde estaba. Aún así, no tuvo el menor reparo en exponer su culo blanco de joven bien posicionado de San Francisco por él.

Como mucho de lo que pasaba en esos días, aquello solo sirvió para provocar risas, gritos tontos y para incentivar que los culos y tetas presentes junto al memorial a Abraham Lincoln también vieran la luz.

Con los ojos enrojecidos y achinados por la marihuana, Jhonny y sus amigos decidieron celebrar su hazaña en The Little Cave, el bar donde encontraría a Elizabeth Pacefull hundida en su trance de mirada perdida.

Quizás por el efecto de la hierba y el alcohol, Jhonny se sentó a su lado y empezó a reírse como un imbécil. Miraba sus piernas blancas cruzadas, sus manos sucias y todo el rímel corrido.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Elizabeth Pacefull con lo poco de vida que le quedaba entre los dientes.

—Jhonny B.

Esforzóndose, la Pacefull lo miró a los ojos y apenas con un hilo débil de voz le dijo:

—Jhonny, ¿quieres olerme? ¿Tocarme? ¿Montarme? Vamos, Jhonny, no seas tímido, no serías ni el primero ni el último. Por eso te sentaste aquí, ¿no?

Por un momento, la risa de Jhonny se calló. La miró con más atención y vio sus labios resecos, su cuello largo y sus tetas pequeñas y trajinadas que se ponían firmes con esfuerzo. Encaró su mirada y la vio totalmente perdida.

La tomó por la cintura y como pudo la sentó sobre sus piernas y sin mayor dificultad encontró su sexo en ese rincón oscuro de The Little Cave, mientras unos imperceptibles acordes de Bob Dylan se movían por el aire pesado que respiraban todos.

Con esa melodía de fondo para los jadeos lastimosos y casi desinteresados de la Pacefull, Jhonny B. la olió, la tocó y la montó un buen rato sin siquiera conocerla. Igual hubiera podido ser cualquier otro, solía decirle Elizabeth muchos años más tarde, cuando la Pacefull se había convertido en Elizabeth Alabama, una señora a la que le gustaba comprar ropa en las mejores tiendas de Fillmore Street y beber Bloody Mary junto a la piscina de la casa de Vallejo mientras rumiaba en silencio sus propias amarguras.

Y todo por esa noche en The Little Cave, sobre el sexo de Jhonny B., una vez como tantas otras que ni siquiera pudo recordar bien. Tras eso, despertó en una combi que no era la misma en la que había llegado a Washington, junto a un tipo al que nunca había visto en su vida. Nada de eso tampoco era ninguna sorpresa para ella. Se levantó con naturalidad, como la superviviente que era, se vistió el faldón y las sandalias. Miró a Jhonny B. y se dijo a sí misma que hubiera podido ser peor.

Jhonny B. abrió sus ojos y la vio viva de nuevo. La tomó por el brazo y le dijo que se iba a San Francisco. Y no se dijeron nada más. Nadie nunca habló de amor ni nada por el estilo. Lo hicieron un par de veces más durante el viaje de regreso y cuando llegaron a San Francisco, Jhonny descubrió que Elizabeth Pacefull, que había pasado por tantas manos, no tenía ninguna que la recibiera. No tenía en donde quedarse ni familia ni un miserable dólar.

Solo tenía su cuerpo trajinado, maltratado y con un hijo dentro del que ninguno de los dos sospechaba aún. Se vio sola frente a Jhonny y él la miró con lástima, con tristeza y quizás algo de amor mezclado.

Preso del espíritu pusilánime que tanto odiaba su padre y de la mirada celosa y extrañada de su madre, la llevó consigo a su casa.

Cuando supieron de la existencia de Walter, Jhonny se tomó la cabeza a solas y pensó que estaba perdido. La buena acción le acababa de costar el resto de su vida. Entretanto, la Pacefull, ajena al mundo que transcurría más allá de su cuerpo, recogía flores en el jardín y pensaba en nombres bonitos para su hijo. Un hijo que, muchos años después, se encontraba aplastando un cigarrillo contra el pavimento de la Gran Vía de Madrid y preguntándose por qué todo debía terminar tan mal.

Tres

Tan pronto como cruzó la puerta violada del piso de la calle del Pez, el detective Italo Torrisi sintió que estaba de nuevo en su Nápoles natal. Escuchó el grito de los niños y mujeres en la calle, la brisa salobre del mar azotándoles la piel y el sonido de las Vespa huyendo por callejones laberínticos, entre sábanas y pantalones al sol. La Italia de sus recuerdos, la del sur, la de la Camorra, la de la Cosa Nostra, que no era nostra sino de ellos nada más.

Se detuvo en la mitad del salón y trató de recordar cuántos pisos había visto por ese mismo estilo en Nápoles, en Palermo o en Catania, persiguiendo a toda la red de Tomasso Buscetta, de Salvatore Riina o Bernardo Spera; investigando asesinatos y vendettas evidentes en medio de cuerpos a los que tarde o temprano podría unirse el suyo.

Hacía un frío inusitado esa noche cerrada de domingo y el italiano tenía las manos en los bolsillos de su abrigo, que cargaba con un olor añejo a nicotina. Tras él, entraron un joven delgado oculto en una bata blanca de médico forense y un agente petizo y de bigote fino al que llamaban Arcas.

Por alguna extraña razón, Arcas era el único que siempre andaba tras los pasos de Torrisi, intrigado por las historias de la época dura en Sicilia, del escudetto de Maradona y la manera cómo el italiano había sido trasladado a Madrid gracias a la abundante correspondencia amenazante que no le cabía en el buzón todas las semanas. Por eso y por la triste y trágica muerte de Emanuella de la que nunca quiso hablar.

—Si es para vivir con miedo, con una sola carta me basta —dijo Torrisi en aquel entonces.

Y la verdad no es que tuviese miedo a morir. En el fondo, Italo Torrisi era uno de esos italianos duros y curtidos de la posguerra que no le tenía miedo a nada. De los que había caminado cuatro kilómetros descalzo y con el hambre raspándole el estómago solo para ir a la escuela. Era la época de la escasez, de la poca ley, del sálvese-quien-pueda. A los doce ya había visto muchos cadáveres y a los quince, podía caminar por todo el sur de Italia con apenas un trozo de pan duro bajo el brazo. Por eso entró a la Carabinieri; por eso, y porque se cansó de sentir hambre. A las Fuerzas Especiales llegó a los pocos años y se dedicó a perseguir una mafia que de entrada sabía que estaba en todos los rincones de Sicilia, de Nápoles, de Palermo; en el vecindario, en el campo de fútbol o instalado bajo el Fiat 137 que usaba para ir a la comisaría.

No sentía miedo, pero, al igual que otros de su época, llevaba siempre consigo una pastilla de cianuro para darse el gusto de morir cuando se le diera la gana. Abría la puerta del coche con los ojos cerrados, esperando el estallido en el cuerpo, como si todos los días debiera jugar a la ruleta rusa.

Cansado del olor de la muerte y con la imagen aún fresca del rostro de Emanuella que se despedía con una sonrisa, Torrisi se despertó una mañana y sintió un frío inusual que le impedía levantarse de la cama. Como de costumbre, se enfundó la Pietro Beretta entre los huevos y se miró al espejo.

—¡Managgia! —fue lo único que atinó a decir.

Se vio viejo y sin nada. Sin mujer, sin hijos, con un paquete de Chesterfield sobre la mesa, un trozo de queso viejo, un poco de salami y el pan viejo de siempre. Ese día pidió que lo largaran de allí, y ahí mismo se montó en el Fiat 137 y se fue a España. Se cargó lo poco que tenía y le sobró tiempo para dejar pegada sobre la puerta de su casa todas las amenazas que había acumulado a lo largo de los años con un cartel de su puño y letra en el que decía: “me cansé de esperarlos. Buscaré hombres más hombres que cumplan su palabra. Adiós”.

—No toquen niente —les dijo a los dos hombres que lo acompañaban ansiosos por un poco de acción.

Torrisi caminó hacia la ventana junto a la cama y miró un rato hacia la tranquilidad de la calle del Pez a esa hora de la noche con un aspecto distraído, como si no le importara estar ahí o como si prefiriera tener su cara vieja y mofletuda en el fondo de una botella de grappa.

Se pasó la mano por la cara y regresó la mirada al cuarto donde encontró lo que se ve en la mayoría de las escenas de crímenes: una cama desarreglada, un cenicero lleno de colillas y algunas manchas de sangre muy discretas.

Caminó hacia la cocina y como si la vida no pudiera enseñarle nada más, abrió con desgano la puerta del refrigerador, tal y como le había dicho Javi que hiciera, y no vio nada distinto a un montón de carne almacenada, fría y aún inodora. Se agachó, miró todo al detalle y descubrió una cabeza cubierta de escarcha como si hubiese estado jugando en la nieve. En sus ojos abiertos, el italiano pudo adivinar una extraña tranquilidad congelada, como si no hubiese experimentado ningún dolor. Un mirada casi agradecida que lo desconcertó.

Aún hecha pedazos y congelada, seguía teniendo su encanto. Torrisi le miró el rostro por un buen rato y lo memorizó. Abrió el cajón de las verduras y descubrió los trozos de lo que fueran sus piernas. Blancas, frías y bien torneadas.

—Ya pueden pasar raggazi —les dijo a los dos hombres que contemplaban todo desde el salón.

Mientras Torrisi encendía un Chesterfield y se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo, el joven de la bata blanca y Arcas corrieron con morbo hacia el refrigerador. De repente, Arcas sintió la cena atravesarle la garganta y tuvo que regeresar al pasillo y vomitar allí para no estropear la escena del crimen. El joven de la bata blanca, acostumbrado a los gajes de su oficio, empezó a sacar fotografías con indiferencia y a repetir en voz alta —cosas de procedimiento— todo lo que iba viendo.

Torrisi, sin embargo, parecía no escucharlo. Había regresado a la ventana para confortarse con la inmovilidad de la noche y los pocos rostros que asomaban, curiosos, por las ventanas vecinas. Tenía ese rostro frío clavado entre los ojos pensando sin querer en Emanuella, en lo solo que estaba y en ese pequeño piso en el que vivía en Madrid.

—¿Jefe? —Arcas, recuperado, lo miraba con disposición mientras se ajustaba el uniforme y se limpiaba el bigote.

Torrisi parpadeó y lo miró sin ganas con la última calada del Chesterfield pegada en los labios.

—Questo é un crimen pasionale —sentenció sin emoción alguna.

Arcas abrió los ojos como si el italiano hubiese dicho algo que no encajaba en lo más mínimo con la escena que estaban presenciando.

—Discúlpeme, usted, detective Torrisi —lo interpeló—, pero lo que dice me parece tan absurdo como lo que vemos en el refrigerador. ¿Pasional? Una mujer descuartizada entre un montón de hielo. ¿Pasional? Si me permite, —dijo con aire de autoridad— esto me parece más un ajuste de cuentas entre mafiosos sudamericanos; como mucho tendrá algo que ver con el caso del asesino de la fotografía. Esto es cosa de narcotraficantes, de trata de blancas o algo por el estilo.

—É un crimen passionale e punto, Arcas —lo interrumpió Torrisi al tiempo que tomaba al agente del brazo y lo llevaba de nuevo frente al refrigerador. El agente se tomó la boca con las manos para no vomitar otra vez.

—Guarda bene e, algún día, tal vez lo entiendas, ¿capisce? —le dijo mientras le empujaba la nuca con la mano, casi obligándolo a clavar sus ojos sobre los trozos de carne.

Arcas, zafándose y alejándose del refrigerador, no comprendía porqué Torrisi insistía en pensar que una mujer descuartizada fuera crimen pasional, pero lo sintió tan neurótico que prefirió darle la razón.

—Capisce —dijo el agente arreglándose nuevamente el uniforme.

—Recojan lo più importante con cuidado di non estropear niente. ¿Qué pasa con el ragazzo que llamó?

—Le hemos tomado declaración abajo —respondió solícito Arcas—. Es un amigo de la víctima que atiende un bar aquí al lado llamado La Soledad, pero lo único interesante que nos ha contando es que la víctima es una colombiana llamada Helena Bastidas. La última vez que la vio fue ayer por la noche junto a un compatriota, un tal Antonio. Lo dicho jefe, un ajuste de cuentas. ¿Quiere usted verlo?

Torrisi se detuvo reflexivo en el vano de la puerta. No tenía muchas ganas de seguir en el aquel lugar. Le fastidiaba reconocer lo que su olfato de perro viejo le sugería: que todo sería más complicado de lo que Arcas creía.

—No, dejemos que piense un pò. Ya le buscaremos domani.

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