Las elites en Italia y en España (1850-1922)

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LA HISTORIOGRAFÍA SOBRE LAS ELITES DE LA ESPAÑA LIBERAL*

Javier Moreno Luzón

Universidad Complutense de Madrid Centro de Estudios Políticos y Constitucionales

LAS ELITES EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA

Las elites contemporáneas españolas preocupan a la historiografía desde hace décadas. Los intelectuales de comienzos del siglo habían sentado algunos precedentes, como la denuncia por parte de Joaquín Costa de una oligarquía dedicada a explotar a la nación en su propio beneficio, o las tesis de José Ortega y Gasset acerca de la ausencia de minorías rectoras como problema central de una España invertebrada.1 El renacimiento historiográfico de los años cincuenta, al volver la vista hacia el siglo XIX y los primeros años del XX, comenzó a abordar con rigor el estudio de los grupos dirigentes liberales. Por ejemplo, José María Jover, en su célebre ensayo «Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea», publicado en 1952, retrató a las diversas burguesías decimonónicas y detectó la aparición en la segunda mitad del Ochocientos de «una nueva elite cosmopolita, poderosa y egregia, atenta a valores fundamentalmente vitales», en expresión de clara raíz orteguiana.2 Jesús Pabón, en su Cambó, cuyo primer volumen se editó también en 1952, acumuló semblanzas de los hombres que habían protagonizado la vida política en la Restauración.3 Jaume Vicens Vives, por su parte, abrió camino al análisis de la burguesía catalana y de sus relaciones con el Estado a través de los trabajos recogidos en Industrials i politics del segle XIX, de 1958.4 Estas primeras obras, aunque respondían a planteamientos muy distintos, apuntaron ya algunos de los rasgos característicos de los estudios sobre las elites de la España liberal: el interés por la suerte de las burguesías, la atención al mundo de los políticos y, sobre todo, la búsqueda de vínculos entre poder económico e influencia en los asuntos estatales.

Sin embargo, el uso del concepto de elite tardó bastante tiempo en cuajar entre los historiadores. Fue Manuel Tuñón de Lara quien promovió de manera consciente y decisiva su empleo en la disciplina al publicar en 1967 el libro Historia y realidad del poder (El poder y las elites en el primer tercio de la España del siglo XX), que se sustentaba en la definición conceptual de términos como poder, grupos de presión y también elite. Así, una elite era «un grupo reducido de hombres que ejercen el Poder o que tienen influencia directa o indirecta sobre...». Inspirado por autores como el sociólogo C. Wright Mills, que había subrayado para el caso de Estados Unidos la concentración de las principales decisiones en estrechos círculos endogámicos, Tuñón localizaba en España varias elites económicas, burocráticas, políticas e intelectuales, y señalaba la interpenetración entre los gobernantes del reinado de Alfonso XIII (1902-1931) y los sectores económicos hegemónicos, formando una compacta y cerrada trama social y familiar. La oligarquía que había descubierto Costa se manifestaba en realidad como «expresión o reflejo de una oligarquía económico-social, asentada en las arcaicas estructuras del país».5 Desde entonces, los debates sobre las elites han ocupado un lugar importante en la historiografía española, a menudo para reafirmar o contradecir las impresiones millseanas de Tuñón. No obstante, y de modo paradójico, las investigaciones sistemáticas sobre personas y grupos concretos han escaseado hasta tiempos muy recientes, cuando, a la vez, la utilización de la categoría de elite se ha generalizado entre nosotros. Preocupación antigua, debates intensos y trabajos monográficos de crecimiento tardío marcan, pues, el desarrollo historiográfico en este ámbito.

Hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, en la historiografía española, como había ocurrido también en otras historiografías occidentales, predominaba el gusto por las estructuras socioeconómicas sobre el análisis de los individuos, debido sobre todo a la presencia de esquemas marxistas en la investigación. Además, cuando se estudiaban las clases sociales y las fuerzas políticas, primaba la atención a los excluidos, no a los más influyentes. Así, lo habitual era interesarse por el movimiento obrero, no por las clases altas, antiguas o modernas; por los partidos marginales dentro del sistema político español y sus dirigentes, no por los ministros o parlamentarios que habían disfrutado efectivamente del poder. Pesaba mucho una concepción militante de la historia, forjada en los círculos izquierdistas de oposición al franquismo, que buscaba antecedentes en las fuerzas radicales del pasado. Lo curioso es que este relativo desinterés por las elites parecía compatible con interpretaciones de la evolución política y social de España que dependían en buena medida de la idea que se tuviera acerca de los grupos privilegiados, en lo económico y en lo político, sobre cuyas espaldas se hacía recaer el destino del país. Destacaban las consideraciones, que llenaron polémicas sin cuento, acerca de la revolución burguesa y del papel representado por la burguesía, motor del cambio social y al mismo tiempo aliada necesaria de la aristocracia y freno de los avances revolucionarios. Como ha observado Manuel Pérez Ledesma, podía hablarse de una burguesía omnipresente, protagonista de todos los dramas españoles entre 1808 y 1936, sin que se supiera con claridad quiénes eran los burgueses.6

Esos planteamientos formaban parte de una visión melancólica de la historia española que iluminaba con pesar las ausencias y lamentaba los fracasos, que se fijaba, más que en lo que había ocurrido, en lo que había fallado o nunca había sucedido. Según ese enfoque pesimista, España había visto, cuando menos, cómo se frustraban todos los grandes procesos de modernización que habían marcado la trayectoria de los países más avanzados de Europa, en especial de Gran Bretaña y Francia: no se habían producido ni una auténtica revolución burguesa ni una revolución industrial; los regímenes liberales habían carecido de autenticidad y no se habían orientado hacia la democracia; el Estado, débil y corrupto, ni siquiera había procedido, se añadió más adelante, a la nacionalización de los españoles. Por tanto, España constituía un caso diferente, anómalo, incluso excepcional, en el contexto europeo. Dicho de otro modo, los historiadores dibujaron una especie de Sonderweg, de camino especial español, con apreciaciones que en ocasiones recordaban a las aplicadas de un modo parecido a Alemania o Italia, países que, por diferentes motivos, también habían acabado mal. En España se fue trazando una senda compuesta de fracasos que desembocó en el fracaso colectivo por excelencia: la guerra civil de 1936-1939, y que se prolongó con la longeva dictadura que había emergido del conflicto hasta alcanzar diferencias intolerables con los vecinos. Pese al énfasis en los factores estructurales, a menudo se hacía responsables de estos fracasos y estas ausencias a los elementos más poderosos del país, se los llamara oligarquía, elites o burguesía: su debilidad crónica, su egoísmo y su miedo al pueblo, su sordera ante las demandas sociales o su falta de voluntad modernizadora o nacionalizadora estaban en la raíz del alejamiento de España respecto al canon del progreso occidental.7

En las dos últimas décadas se ha ido cambiando este paradigma melancólico por otro más equilibrado, que no sólo enfatiza las ausencias sino que también valora los logros. Ciertas posturas triunfalistas han proclamado los éxitos o la normalidad de la España contemporánea, pero en general se rechaza la existencia de un modelo único respecto al cual sea posible establecer qué es normal y qué no, y tiende a considerarse que el caso español, como los demás casos nacionales, albergó algunas peculiaridades pero incluyó los mismos procesos y problemas fundamentales que afrontaron otros países europeos en la era liberal. Algo parecido ocurriría con las elites, descargadas de responsabilidad y de juicios morales más o menos atinados. Con el tiempo, la crisis de las escuelas que preferían las explicaciones estructurales ha permitido otorgar una mayor relevancia a las acciones de los individuos, y el foco historiográfico se ha desplazado desde los grupos subordinados hacia los dirigentes, tanto en el terreno social como en el político. Todo ello ha favorecido la proliferación de estudios sobre las elites españolas, quiénes eran y qué hicieron. El goteo anterior de investigaciones acerca de autoridades o plutócratas ha dado paso a una heterogénea multitud de trabajos difícil de abarcar y someter a clasificación.8

En cuanto al término y al concepto de elite, ambos siguen expuestos hoy a cierta confusión, o al menos a algunas dudas, en la lengua corriente y en los textos académicos. De hecho, el vocablo francés élite no entró en el diccionario canónico de la lengua castellana, el de la Real Academia Española, hasta 1984, transcrito como «elite». El diccionario lo definía como «minoría selecta o rectora» y lo ligaba a otras voces nuevas como «elitista» y «elitismo». Otros diccionarios han ofrecido acepciones similares. Pues bien, todavía existen dudas sobre cómo se escriben estas palabras, y resulta frecuente encontrar las formas «elite» y «élite», con sus respectivos plurales «elites» y «élites», de manera indistinta. Los principales libros de estilo periodísticos discrepan al respecto y, de hecho, el diccionario de la Academia ha acabado por aceptar ambas versiones en su edición del 2001. En cuanto a su pronunciación, las dudas son aún mayores, y lo habitual es que se escriba «elite» y se diga «élite».9 La confusión afecta asimismo al propio concepto. Como señaló Pedro Carasa, elite se usa con frecuencia como un comodín amorfo y pretendidamente inocuo que permite evitar otros conceptos actualmente más polémicos, como burguesía, clase dominante u oligarquía, o se mezcla de forma indiscriminada con ellos, aunque pertenezcan a tradiciones interpretativas diferentes y hasta incompatibles, en un discurso superficial y ajeno a cualquier inquietud teórica.10 Es más, muchos artículos, tesis doctorales y libros incluyen en su título el término elite y después apenas se ocupan de caracterizar o definir a los grupos dirigentes de la sociedad que estudian. Ha habido algunos intentos de depurar el concepto, por ejemplo a través de la búsqueda de su genealogía en las obras de Gaetano Mosca o Wilfredo Pareto, pero lo habitual es que su uso sea meramente descriptivo.11 Es decir, se suele entender que las elites las forman las capas superiores de cualquier colectividad, sin más, o en los estudios más elaborados, quienes poseen y ejercen el poder en sus múltiples dimensiones sociales.

 

LOS ESTUDIOS RECIENTES

Una aproximación inicial al trabajo de los historiadores en los últimos veinte años podría atribuirle cinco rasgos básicos: la predilección por los protagonistas de la vida política frente a otros personajes, la sorprendente escasez de colaboraciones con otras ciencias sociales que se ocupan de los mismos asuntos, el incremento del número de biografías, el peso enorme de lo local y la preferencia por la Restauración como período clave y por el caciquismo como cuestión fundamental.

En primer lugar, la mayoría de las investigaciones se ha centrado en la descripción de las elites políticas, sobre todo de los parlamentarios y de los ministros, y en menor medida de quienes ocuparon puestos de responsabilidad en instituciones provinciales o municipales. Quizá el mejor indicador de esta tendencia se halle en la edición de diversos diccionarios que recogen una información exhaustiva sobre las trayectorias de diputados y senadores.12 Tanto de los parlamentos como de los ministros, se han procesado datos sobre edad, relaciones familiares y sociales, origen geográfico, formación académica, perfil profesional, vínculos con la nobleza, carrera política, adscripción partidista y estabilidad en el cargo, todo lo cual ha arrojado resultados bastante precisos, en especial sobre el primer cuarto del siglo XX.13 Muy cercanos en su desarrollo se sitúan últimamente los estudios sobre las elites económicas y empresariales, donde el seguimiento de las estrategias adoptadas por las organizaciones corporativas ha ido acompañado de un notable afán por escribir semblanzas biográficas de grandes hombres de negocios, incluyendo algunas enciclopedias especializadas.14 Ha habido asimismo aproximaciones a las elites intelectuales y trabajos aislados sobre jerarquías eclesiásticas y militares. En cambio, los especialistas tienden a olvidar elites que han recibido mucha atención en otros países, como las burocráticas –desde directores generales hasta miembros de altos cuerpos de la administración pública, desde gobernadores civiles hasta profesores universitarios– o las profesionales –por ejemplo, resultan muy tímidas las pesquisas sobre abogados, médicos y sanitarios en general, periodistas o cuadros directivos de empresas–. Es decir, los estudios se difuminan en aquellos entornos sociales que tocan con las clases medias.15 Por último, la aristocracia constituye un caso peculiar: a menudo se le atribuye un gran poder político y social por la persistencia de títulos nobiliarios en la cúspide de las instituciones y por el influjo de su estilo de vida en otras elites, pero se ha estudiado poco y no se han distinguido con nitidez los rasgos que justifican, por encima de su heterogeneidad, su aislamiento como categoría específica. No obstante, unos cuantos autores han indagado en la evolución del patrimonio económico de las viejas casas nobles y de algún sobresaliente advenedizo.16

Entre las obras académicas dedicadas a las elites gobernantes en España puede distinguirse, además, una corriente que, desde la ciencia política, busca generalizaciones acerca de las características sociográficas de los ministros o parlamentarios y de sus posiciones de poder, remarcando las continuidades y discontinuidades entre los distintos regímenes a lo largo del último cuarto del siglo XIX y de todo el siglo XX, y sus implicaciones sobre la consolidación y la estabilidad de los mismos. Se trata de una línea de investigación iniciada en los años sesenta por Juan José Linz, influido por las teorías de Pareto sobre la circulación de las elites y preocupado por las consecuencias negativas que pudo tener la discontinuidad de la clase política, tanto entre la Restauración y la Segunda República como dentro del mismo período republicano, por la escasa experiencia y la falta de solidez del personal parlamentario en la década de los treinta.17 Es una línea que ha seguido viva hasta la actualidad en obras del propio Linz y de sus discípulos, y que ha rendido frutos más que apreciables al caracterizar a las elites y considerarlas como un factor fundamental a la hora de sintetizar la evolución de la España contemporánea.18

Sin embargo, la comunicación entre politólogos e historiadores no ha sido fluida ni constante. Los primeros utilizan normalmente la historiografía como cantera de información, pero no siempre manejan términos históricos adecuados ni ponen al día sus referencias bibliográficas.19 Por su parte, los historiadores, concentrados en etapas cortas, ignoran a menudo los análisis a largo plazo de la ciencia política. No hay pues intercambio de experiencias y puntos de vista. Esta incomunicación resulta sorprendente, porque la historiografía española sí ha importado conceptos provenientes de las ciencias sociales, como el de elite, con las limitaciones ya señaladas. Pero una cosa es utilizar elementos conceptuales extraídos de la literatura sociológica o politóloga, generalmente anglosajona y con frecuencia bastante antigua, y otra muy diferente es traspasar los límites de la propia disciplina y dialogar de forma crítica con las demás. O lo que es más difícil aún: colaborar en la formación de equipos multidisciplinares, algo que apenas existe en las universidades españolas.

Si contemplamos el estudio de las elites en sentido amplio, puede decirse que en España, como en muchos otros países, las investigaciones sobre individuos abundan hoy más que las centradas en algún grupo, es decir, que se cultiva más la biografía que la prosopografía. Sobre todo la biografía de personajes destacados en la escena política y, de manera creciente, también en la económica. Variedades del género cada vez más frecuentadas son, por ejemplo, el seguimiento de las dinastías familiares a lo largo de períodos dilatados, que se concibe como una sucesión de biografías individuales o generacionales, cuyo hilo conductor puede hallarse en una empresa o en una profesión determinada,20 o los ensayos biográficos breves, presentados en colecciones cuya unidad reside en el dibujo de trazas políticas comunes o en el marco temporal elegido.21 Semejante auge se debe a razones tanto académicas como extraacadémicas. Por una parte, entronca con la recuperación de las técnicas narrativas frente al anterior predominio de los análisis estructurales, marxistas o no, y con la simultánea revalorización de lo contingente y lo azaroso frente a lo determinado o necesario, del individuo que se sobrepone a los condicionantes de la vida individual. Pero también se relaciona con el aprovechamiento de la biografía como puerta de acceso a fenómenos históricos amplios, sea una cultura política, un sistema de partidos, un tipo de discurso o una elite. De esa manera, la biografía de un demagogo permite desentrañar las claves del populismo; la de un gran cacique, hablar del clientelismo político, y la de una reina, tratar las formas de poder y la dimensión simbólica de la monarquía constitucional.22 Este giro biográfico se ha realizado, pues, con plena consciencia de sus implicaciones teórico-metodológicas.23 Por otra parte, hay que enmarcarlo en los cambios sufridos por el mercado editorial español, que ahora demanda libros de historia accesibles por parte de un público amplio, y ha atraído hacia él a muchos historiadores profesionales, antes ajenos a la divulgación. En ese terreno, las biografías tienen grandes ventajas sobre otros productos menos cautivadores. Tanto por la transformación de los paradigmas historiográficos dominantes como por su éxito comercial, los textos biográficos se imponen a los prosopográficos, de sabor estructuralista, encerrados en las publicaciones para entendidos y mucho más costosos en cuanto a la relación entre esfuerzo y resultados de la investigación. En la práctica de la prosopografía es posible recoger una enorme cantidad de datos, procesarlos con métodos sofisticados y obtener, como todo premio, una simple tabla numérica, lo cual no ha impedido avances como los indicados más arriba, en absoluto ajenos a reflexiones sobre métodos y fuentes.24

En cuarto lugar, en la historiografía preocupada por las elites, tienen un peso enorme las obras de alcance local, provincial o regional, más abundantes que las de nivel nacional o estatal. Éste es un rasgo que en España afecta a casi todas las especialidades historiográficas y que se ha dejado sentir también en el campo que aquí interesa, lo que no se contradice, aunque parezca lo contrario, con el énfasis señalado sobre las elites parlamentarias –es decir, presentes en el parlamento nacional–, ya que la norma es que cada cual haya estudiado a los diputados de su provincia o de su región, sin buscar generalizaciones que afecten a todo el país. Son éstos unos usos que se corresponden con las fuentes habituales de financiación de las investigaciones y de las publicaciones, puesto que las instituciones autonómicas o locales y las universidades han invertido desde los años ochenta una gran cantidad de recursos en reconstruir el pasado de sus propias comunidades, una invención de la tradición en la que muchos historiadores han participado de manera entusiasta. Pero también se vinculan a la voluntad, expresada por algunos especialistas, de desentrañar las múltiples relaciones entre las instancias políticas y la estructura económica y social a través de las elites, algo que puede hacerse bastante bien en contextos reducidos y abarcables. En vez de hacer del individuo el eje de una cuestión, como en los enfoques biográficos, se elige un territorio para estudiarla a fondo, de manera que, si bien pueden encontrarse fácilmente localismos sin horizonte, también es frecuente hallar monografías en las que se plantean, a nivel local, problemas de relevancia general.25

Para terminar con este repaso impresionista, puede añadirse que los estudios sobre las elites se han centrado ante todo en la época de la Restauración (1875-1923), mucho más que en etapas anteriores o posteriores. Respecto a los períodos previos, cabe señalar avances en la caracterización de la burguesía y de las elites liberales que han hecho aterrizar el debate acerca de la revolución burguesa en una superficie mucho más firme. No han desaparecido las discrepancias, pero abundan ya las voces partidarias de dejarla en revolución liberal, o incluso de cuestionar su naturaleza revolucionaria. Baste recordar, como muestra, los hallazgos sobre el contraste entre las ideas y el comportamiento privado de los notables madrileños, o sobre los políticos y comerciantes valencianos de mediados del XIX e incluso los revolucionarios de 1868, que no constituían una burguesía rupturista e inmersa en la lucha de clases, sino más bien un conjunto de elites profesionales no muy lejanas de quienes las habían precedido bajo el reinado de Isabel II.26 En lo referente a momentos posteriores, menudean los estudios sobre las elites en el primer franquismo (1939-1945), situado fuera de este recorrido cronológico, pues como ya se ha indicado, el grueso de las investigaciones se ha fijado en los tiempos de la monarquía restaurada.

 

Y hay buenas razones para ello. Porque ese largo período de relativa paz constitucional se ha considerado, desde las propuestas iniciales de Jover y Tuñón, como un tramo decisivo dentro del recorrido histórico español, en el que cuajó la singular fusión de elites que había acarreado el triunfo del liberalismo, y en el que se produjo después el surgimiento de nuevas elites profesionales que disputaron a las viejas la hegemonía en el panorama nacional, coincidiendo con la irrupción de la política de masas. Además, en los años de entre siglos, nacieron las teorías más extendidas sobre el carácter y el papel de las elites políticas en la España liberal, citadas al comienzo de este ensayo: las que, elaboradas y difundidas por los intelectuales llamados regeneracionistas, se resumían en la famosa fórmula de Costa: oligarquía y caciquismo. Según ellas, los dirigentes políticos españoles constituían una minoría parasitaria que se servía de los caciques locales para monopolizar el poder y mantener al pueblo en la ignorancia y la miseria.27 Ya desde entonces, la historia de las elites de la Restauración se ha contado como la historia de la consolidación de una oligarquía y de la defensa de sus intereses particulares frente a los grupos subordinados que se rebelaron contra su dominio. Dicho en palabras de Ortega, los gobernantes formaban una España oficial alejada de los problemas y las esperanzas de la España vital.28 Así pues, los historiadores, siguiendo la estela de aquellos intelectuales, han vinculado a las elites liberales, en especial a las de la Restauración, con la política clientelar y corrupta que dio en llamarse caciquismo. De hecho, la mayoría de los trabajos acerca de las elites políticas y sociales se integran en análisis más amplios del comportamiento político de los españoles, de su carácter más o menos tradicional o moderno, de la política de notables en entornos rurales y su progresivo desplazamiento a las ciudades, y, en general, de los diversos componentes que conforman el proteico fenómeno del clientelismo político.

PODER POLÍTICO Y PODER ECONÓMICO

En este contexto se ha desenvuelto el debate historiográfico más relevante de cuantos afectan a las elites de la España liberal: el que se ha ocupado de las procelosas relaciones entre poder económico y poder político en la Restauración. La polémica ha girado en torno a dos posturas enfrentadas que recuerdan, en líneas generales y salvando las evidentes distancias, a los dos paradigmas enfrentados desde los años cincuenta en la sociología norteamericana de las elites: el elitista o monista, que comparte las impresiones de Wright Mills acerca de una elite del poder cerrada y oligárquica, y que en el caso español se ha mezclado con planteamientos marxistas; y el pluralista, defendido por quienes conciben el poder como un complejo conjunto de funciones, repartido en distintas estructuras y niveles y en manos de elites diversas y grupos de presión que compiten y negocian entre sí sometidos a cambios constantes.29 De manera inevitable, el debate se ha desdoblado en consideraciones sobre la independencia o autonomía de lo político respecto a las fuerzas económicas.

En España, el enfoque elitista fue recogido, como se ha dicho, por los autores que aceptaron la herencia del regeneracionismo y otorgaron a la oligarquía una dimensión socioeconómica. A su juicio, en aquella oligarquía se habían fundido distintos grupos dominantes, como los terratenientes andaluces y castellanos, y los industriales y financieros catalanes y vascos, que ejercían su influencia a través de los partidos gubernamentales. Vicens ya citó estas alianzas, pero fue una vez más Tuñón de Lara el que marcó la pauta interpretativa de mayor alcance, en la que se valió no sólo de Mills sino también de maestros marxistas como Antonio Gramsci o Nicos Poulantzas, para decantar un concepto clave: el de bloque oligárquico de poder, que encarnaba un pacto social entre facciones de las clases dominantes, capaces de aunar poder económico y poder político. La vida pública se ponía al servicio de esos intereses de clase, entre los que predominaban los de los propietarios latifundistas, y de valores aristocráticos llegados del Antiguo Régimen, cuya persistencia parecía abrumadora.30 Los estudios pioneros sobre las elites de la Restauración quisieron probar estas tesis tuñonianas y se dedicaron, por ejemplo, a comparar listas de ministros con listas de consejos de administración de grandes empresas. La mera coincidencia del mismo personaje en ambos consejos probaba la colusión de intereses.

Por otro lado, desde los años setenta surgió una escuela liberal que ponía en duda estos supuestos y predicaba la independencia de los políticos respecto a los poderes económicos. Sus orígenes hay que buscarlos en el magisterio del hispanista Raymond Carr, autor de una historia política de España llena de sugerencias e inspirador de numerosos estudios empíricos sobre elites militares, económicas y políticas.31 El autor que fustigó con más éxito el concepto de bloque de poder fue un discípulo de Carr, José Varela Ortega, quien pensaba que la política clientelar, sustentada sobre maquinarias caciquiles que explotaban a la administración pública para repartir favores entre sus miembros, permitía a los notables de la Restauración vivir a salvo de las presiones de las grandes organizaciones económicas y gobernar sin someterse a ellas.32 Algo similar a lo que sostuvo más tarde Linz al asegurar que en España la política tenía precedencia sobre los intereses.33

Tras una década de descripciones poco concluyentes, en los años noventa la historiografía dio un salto muy importante basado en estudios regionales o provinciales del comportamiento político en los que las elites representaban un papel protagonista. Puede hablarse desde entonces de una nueva historia política, que aúna sobre todo tres cualidades fundamentales. Primero, subraya la centralidad de la política como un mirador adecuado para observar, interrelacionar y dar sentido a múltiples dimensiones de la realidad social, económica y cultural. Segundo, utiliza un lenguaje común que se apropia de conceptos procedentes de la sociología, de la ciencia política y, en menor medida, de la antropología, en particular de la literatura académica sobre el clientelismo político, empleada de forma un tanto ecléctica.34 Y tercero, muestra también un cierto afán comparativo, más o menos explícito, que contrasta la vida política española con la de otros países y la aproxima, por ejemplo, a la de Italia o Portugal, donde podían encontrarse fenómenos comparables a los españoles. Más que una excepción, España constituye una variante dentro de la Europa meridional.35El panorama más acabado de esta visión puede encontrarse en el libro El poder de la influencia, resultado de un ambicioso proyecto dirigido por Varela Ortega y publicado en el 2001, en el cual se dilucidan las mismas materias región por región para llegar a unas conclusiones globales sobre el ejercicio del poder político en la Restauración.36

Esta nueva historia política ha hallado uno de sus objetos preferentes de investigación en las elites, sobre todo en los parlamentarios y notables que ejercían de mediadores entre los entornos locales y el poder central. Aunque, como ya se ha señalado, se estudia quiénes eran sin desvincularlo de qué hacían y cómo lo hacían, es decir, las elites se ven estrechamente ligadas al comportamiento clientelar.37 Se han establecido así sus perfiles socioprofesionales, distintos en las diversas regiones, que, como en toda la Europa anterior a la profesionalización de la política, se correspondían con personajes que disfrutaban de una posición económica independiente. Entre ellos había propietarios agrarios, y destacaban no sólo los rentistas sino también los dedicados a cultivos comerciales con contactos funcionales en la administración; profesionales, especialmente abogados que ascendieron gracias a su dominio de la burocracia, y también hombres de negocios, presentes sobre todo en las zonas industriales, como Cataluña y el País Vasco. Se trataba de gentes muy vinculadas a sus respectivos entornos económicos locales, a los sectores más dinámicos de cada región, desde la agricultura comercial hasta el ferrocarril o la minería. A veces controlaban múltiples ramas de la economía regional, pero lo normal es que abundaran los medianos empresarios que, junto a propietarios y profesionales, configuraban –según Carasa– una alta mesocracia en permanente evolución, en la cual, con el tiempo, retrocedieron los propietarios y avanzaron los profesionales y hombres de negocios.38 La nobleza de viejo cuño ocupaba un puesto marginal entre las elites, de modo que resulta difícil mantener que revelaran la persistencia del Antiguo Régimen. Además, se ha comprobado el peso de las relaciones de parentesco en la perpetuación de algunos grupos, como ha destacado María Antonia Peña.39